Don Quijote
by
Miguel de Cervantes [Saavedra] [in Spanish]

Part 13 out of 19



-Esta verdadera historia que aquí a vuesas mercedes se representa es sacada
al pie de la letra de las corónicas francesas y de los romances españoles
que andan en boca de las gentes, y de los muchachos, por esas calles. Trata
de la libertad que dio el señor don Gaiferos a su esposa Melisendra, que
estaba cautiva en España, en poder de moros, en la ciudad de Sansueña, que
así se llamaba entonces la que hoy se llama Zaragoza; y vean vuesas
mercedes allí cómo está jugando a las tablas don Gaiferos, según aquello
que se canta:

Jugando está a las tablas don Gaiferos,

que ya de Melisendra está olvidado.

Y aquel personaje que allí asoma, con corona en la cabeza y ceptro en las
manos, es el emperador Carlomagno, padre putativo de la tal Melisendra, el
cual, mohíno de ver el ocio y descuido de su yerno, le sale a reñir; y
adviertan con la vehemencia y ahínco que le riñe, que no parece sino que le
quiere dar con el ceptro media docena de coscorrones, y aun hay autores que
dicen que se los dio, y muy bien dados; y, después de haberle dicho muchas
cosas acerca del peligro que corría su honra en no procurar la libertad de
su esposa, dicen que le dijo:

''Harto os he dicho: miradlo''.

Miren vuestras mercedes también cómo el emperador vuelve las espaldas y
deja despechado a don Gaiferos, el cual ya ven como arroja, impaciente de
la cólera, lejos de sí el tablero y las tablas, y pide apriesa las armas, y
a don Roldán, su primo, pide prestada su espada Durindana, y cómo don
Roldán no se la quiere prestar, ofreciéndole su compañía en la difícil
empresa en que se pone; pero el valeroso enojado no lo quiere aceptar;
antes, dice que él solo es bastante para sacar a su esposa, si bien
estuviese metida en el más hondo centro de la tierra; y, con esto, se entra
a armar, para ponerse luego en camino. Vuelvan vuestras mercedes los ojos a
aquella torre que allí parece, que se presupone que es una de las torres
del alcázar de Zaragoza, que ahora llaman la Aljafería; y aquella dama que
en aquel balcón parece, vestida a lo moro, es la sin par Melisendra, que
desde allí muchas veces se ponía a mirar el camino de Francia, y, puesta la
imaginación en París y en su esposo, se consolaba en su cautiverio. Miren
también un nuevo caso que ahora sucede, quizá no visto jamás. ¿No veen
aquel moro que callandico y pasito a paso, puesto el dedo en la boca, se
llega por las espaldas de Melisendra? Pues miren cómo la da un beso en
mitad de los labios, y la priesa que ella se da a escupir, y a limpiárselos
con la blanca manga de su camisa, y cómo se lamenta, y se arranca de pesar
sus hermosos cabellos, como si ellos tuvieran la culpa del maleficio. Miren
también cómo aquel grave moro que está en aquellos corredores es el rey
Marsilio de Sansueña; el cual, por haber visto la insolencia del moro,
puesto que era un pariente y gran privado suyo, le mandó luego prender, y
que le den docientos azotes, llevándole por las calles acostumbradas de la
ciudad,

con chilladores delante

y envaramiento detrás;

y veis aquí donde salen a ejecutar la sentencia, aun bien apenas no
habiendo sido puesta en ejecución la culpa; porque entre moros no hay
"traslado a la parte", ni "a prueba y estése", como entre nosotros.

-Niño, niño -dijo con voz alta a esta sazón don Quijote-, seguid vuestra
historia línea recta, y no os metáis en las curvas o transversales; que,
para sacar una verdad en limpio, menester son muchas pruebas y repruebas.

También dijo maese Pedro desde dentro:

-Muchacho, no te metas en dibujos, sino haz lo que ese señor te manda, que
será lo más acertado; sigue tu canto llano, y no te metas en contrapuntos,
que se suelen quebrar de sotiles.

-Yo lo haré así -respondió el muchacho; y prosiguió, diciendo-: Esta figura
que aquí parece a caballo, cubierta con una capa gascona, es la mesma de
don Gaiferos, a quien su esposa, ya vengada del atrevimiento del enamorado
moro, con mejor y más sosegado semblante, se ha puesto a los miradores de
la torre, y habla con su esposo, creyendo que es algún pasajero, con quien
pasó todas aquellas razones y coloquios de aquel romance que dicen:

Caballero, si a Francia ides,

por Gaiferos preguntad;

las cuales no digo yo ahora, porque de la prolijidad se suele engendrar el
fastidio; basta ver cómo don Gaiferos se descubre, y que por los ademanes
alegres que Melisendra hace se nos da a entender que ella le ha conocido, y
más ahora que veemos se descuelga del balcón, para ponerse en las ancas del
caballo de su buen esposo. Mas, ¡ay, sin ventura!, que se le ha asido una
punta del faldellín de uno de los hierros del balcón, y está pendiente en
el aire, sin poder llegar al suelo. Pero veis cómo el piadoso cielo socorre
en las mayores necesidades, pues llega don Gaiferos, y, sin mirar si se
rasgará o no el rico faldellín, ase della, y mal su grado la hace bajar al
suelo, y luego, de un brinco, la pone sobre las ancas de su caballo, a
horcajadas como hombre, y la manda que se tenga fuertemente y le eche los
brazos por las espaldas, de modo que los cruce en el pecho, porque no se
caiga, a causa que no estaba la señora Melisendra acostumbrada a semejantes
caballerías. Veis también cómo los relinchos del caballo dan señales que va
contento con la valiente y hermosa carga que lleva en su señor y en su
señora. Veis cómo vuelven las espaldas y salen de la ciudad, y alegres y
regocijados toman de París la vía. ¡Vais en paz, oh par sin par de
verdaderos amantes! ¡Lleguéis a salvamento a vuestra deseada patria, sin
que la fortuna ponga estorbo en vuestro felice viaje! ¡Los ojos de vuestros
amigos y parientes os vean gozar en paz tranquila los días, que los de
Néstor sean, que os quedan de la vida!

Aquí alzó otra vez la voz maese Pedro, y dijo:

-Llaneza, muchacho; no te encumbres, que toda afectación es mala.

No respondió nada el intérprete; antes, prosiguió, diciendo:

-No faltaron algunos ociosos ojos, que lo suelen ver todo, que no viesen la
bajada y la subida de Melisendra, de quien dieron noticia al rey Marsilio,
el cual mandó luego tocar al arma; y miren con qué priesa, que ya la ciudad
se hunde con el son de las campanas que en todas las torres de las
mezquitas suenan.

-¡Eso no! -dijo a esta sazón don Quijote-: en esto de las campanas anda muy
impropio maese Pedro, porque entre moros no se usan campanas, sino
atabales, y un género de dulzainas que parecen nuestras chirimías; y esto
de sonar campanas en Sansueña sin duda que es un gran disparate.

Lo cual oído por maese Pedro, cesó el tocar y dijo:

-No mire vuesa merced en niñerías, señor don Quijote, ni quiera llevar las
cosas tan por el cabo que no se le halle. ¿No se representan por ahí, casi
de ordinario, mil comedias llenas de mil impropiedades y disparates, y, con
todo eso, corren felicísimamente su carrera, y se escuchan no sólo con
aplauso, sino con admiración y todo? Prosigue, muchacho, y deja decir; que,
como yo llene mi talego, si quiere represente más impropiedades que tiene
átomos el sol.

-Así es la verdad -replicó don Quijote.

Y el muchacho dijo:

-Miren cuánta y cuán lucida caballería sale de la ciudad en siguimiento de
los dos católicos amantes, cuántas trompetas que suenan, cuántas dulzainas
que tocan y cuántos atabales y atambores que retumban. Témome que los han
de alcanzar, y los han de volver atados a la cola de su mismo caballo, que
sería un horrendo espetáculo.

Viendo y oyendo, pues, tanta morisma y tanto estruendo don Quijote,
parecióle ser bien dar ayuda a los que huían; y, levantándose en pie, en
voz alta, dijo:

-No consentiré yo en mis días y en mi presencia se le haga superchería a
tan famoso caballero y a tan atrevido enamorado como don Gaiferos.
¡Deteneos, mal nacida canalla; no le sigáis ni persigáis; si no, conmigo
sois en la batalla!

Y, diciendo y haciendo, desenvainó la espada, y de un brinco se puso junto
al retablo, y, con acelerada y nunca vista furia, comenzó a llover
cuchilladas sobre la titerera morisma, derribando a unos, descabezando a
otros, estropeando a éste, destrozando a aquél, y, entre otros muchos, tiró
un altibajo tal, que si maese Pedro no se abaja, se encoge y agazapa, le
cercenara la cabeza con más facilidad que si fuera hecha de masa de
mazapán. Daba voces maese Pedro, diciendo:

-Deténgase vuesa merced, señor don Quijote, y advierta que estos que
derriba, destroza y mata no son verdaderos moros, sino unas figurillas de
pasta. ¡Mire, pecador de mí, que me destruye y echa a perder toda mi
hacienda!

Mas no por esto dejaba de menudear don Quijote cuchilladas, mandobles,
tajos y reveses como llovidos. Finalmente, en menos de dos credos dio con
todo el retablo en el suelo, hechas pedazos y desmenuzadas todas sus
jarcias y figuras: el rey Marsilio, mal herido, y el emperador Carlomagno,
partida la corona y la cabeza en dos partes. Alborotóse el senado de los
oyentes, huyóse el mono por los tejados de la ventana, temió el primo,
acobardóse el paje, y hasta el mesmo Sancho Panza tuvo pavor grandísimo,
porque, como él juró después de pasada la borrasca, jamás había visto a su
señor con tan desatinada cólera. Hecho, pues, el general destrozo del
retablo, sosegóse un poco don Quijote y dijo:

-Quisiera yo tener aquí delante en este punto todos aquellos que no creen,
ni quieren creer, de cuánto provecho sean en el mundo los caballeros
andantes: miren, si no me hallara yo aquí presente, qué fuera del buen don
Gaiferos y de la hermosa Melisendra; a buen seguro que ésta fuera ya la
hora que los hubieran alcanzado estos canes, y les hubieran hecho algún
desaguisado. En resolución, ¡viva la andante caballería sobre cuantas cosas
hoy viven en la tierra!

-¡Vivan en hora buena -dijo a esta sazón con voz enfermiza maese Pedro-, y
muera yo, pues soy tan desdichado que puedo decir con el rey don Rodrigo:

Ayer fui señor de España...

y hoy no tengo una almena

que pueda decir que es mía!

No ha media hora, ni aun un mediano momento, que me vi señor de reyes y de
emperadores, llenas mis caballerizas y mis cofres y sacos de infinitos
caballos y de innumerables galas, y agora me veo desolado y abatido, pobre
y mendigo, y, sobre todo, sin mi mono, que a fe que primero que le vuelva a
mi poder me han de sudar los dientes; y todo por la furia mal considerada
deste señor caballero, de quien se dice que ampara pupilos, y endereza
tuertos, y hace otras obras caritativas; y en mí solo ha venido a
faltar su intención generosa, que sean benditos y alabados los cielos, allá
donde tienen más levantados sus asientos. En fin, el Caballero de la Triste
Figura había de ser aquel que había de desfigurar las mías.

Enternecióse Sancho Panza con las razones de maese Pedro, y díjole:

-No llores, maese Pedro, ni te lamentes, que me quiebras el corazón; porque
te hago saber que es mi señor don Quijote tan católico y escrupuloso
cristiano, que si él cae en la cuenta de que te ha hecho algún agravio, te
lo sabrá y te lo querrá pagar y satisfacer con muchas ventajas.

-Con que me pagase el señor don Quijote alguna parte de las hechuras que me
ha deshecho, quedaría contento, y su merced aseguraría su conciencia,
porque no se puede salvar quien tiene lo ajeno contra la voluntad de su
dueño y no lo restituye.

-Así es -dijo don Quijote-, pero hasta ahora yo no sé que tenga nada
vuestro, maese Pedro.

-¿Cómo no? -respondió maese Pedro-; y estas reliquias que están por este
duro y estéril suelo, ¿quién las esparció y aniquiló, sino la fuerza
invencible dese poderoso brazo?, y ¿cúyos eran sus cuerpos sino míos?, y
¿con quién me sustentaba yo sino con ellos?

-Ahora acabo de creer -dijo a este punto don Quijote- lo que otras muchas
veces he creído: que estos encantadores que me persiguen no hacen sino
ponerme las figuras como ellas son delante de los ojos, y luego me las
mudan y truecan en las que ellos quieren. Real y verdaderamente os digo,
señores que me oís, que a mí me pareció todo lo que aquí ha pasado que
pasaba al pie de la letra: que Melisendra era Melisendra, don Gaiferos don
Gaiferos, Marsilio Marsilio, y Carlomagno Carlomagno: por eso se me alteró
la cólera, y, por cumplir con mi profesión de caballero andante, quise dar
ayuda y favor a los que huían, y con este buen propósito hice lo que habéis
visto; si me ha salido al revés, no es culpa mía, sino de los malos que me
persiguen; y, con todo esto, deste mi yerro, aunque no ha procedido de
malicia, quiero yo mismo condenarme en costas: vea maese Pedro lo que
quiere por las figuras deshechas, que yo me ofrezco a pagárselo luego, en
buena y corriente moneda castellana.

Inclinósele maese Pedro, diciéndole:

-No esperaba yo menos de la inaudita cristiandad del valeroso don Quijote
de la Mancha, verdadero socorredor y amparo de todos los necesitados y
menesterosos vagamundos; y aquí el señor ventero y el gran Sancho serán
medianeros y apreciadores, entre vuesa merced y mí, de lo que valen o
podían valer las ya deshechas figuras.

El ventero y Sancho dijeron que así lo harían, y luego maese Pedro alzó del
suelo, con la cabeza menos, al rey Marsilio de Zaragoza, y dijo:

-Ya se vee cuán imposible es volver a este rey a su ser primero; y así, me
parece, salvo mejor juicio, que se me dé por su muerte, fin y acabamiento
cuatro reales y medio.

-¡Adelante! -dijo don Quijote.

-Pues por esta abertura de arriba abajo -prosiguió maese Pedro, tomando en
las manos al partido emperador Carlomagno-, no sería mucho que pidiese yo
cinco reales y un cuartillo.

-No es poco -dijo Sancho.

-Ni mucho -replicó el ventero-; médiese la partida y señálensele cinco
reales.

-Dénsele todos cinco y cuartillo -dijo don Quijote-, que no está en un
cuartillo más a menos la monta desta notable desgracia; y acabe presto
maese Pedro, que se hace hora de cenar, y yo tengo ciertos barruntos de
hambre.

-Por esta figura -dijo maese Pedro- que está sin narices y un ojo menos,
que es de la hermosa Melisendra, quiero, y me pongo en lo justo, dos reales
y doce maravedís.

-Aun ahí sería el diablo -dijo don Quijote-, si ya no estuviese Melisendra
con su esposo, por lo menos, en la raya de Francia; porque el caballo en
que iban, a mí me pareció que antes volaba que corría; y así, no hay para
qué venderme a mí el gato por liebre, presentándome aquí a Melisendra
desnarigada, estando la otra, si viene a mano, ahora holgándose en Francia
con su esposo a pierna tendida. Ayude Dios con lo suyo a cada uno, señor
maese Pedro, y caminemos todos con pie llano y con intención sana. Y
prosiga.

Maese Pedro, que vio que don Quijote izquierdeaba y que volvía a su
primer tema, no quiso que se le escapase; y así, le dijo:

-Ésta no debe de ser Melisendra, sino alguna de las doncellas que la
servían; y así, con sesenta maravedís que me den por ella quedaré contento
y bien pagado.

Desta manera fue poniendo precio a otras muchas destrozadas figuras, que
después los moderaron los dos jueces árbitros, con satisfación de las
partes, que llegaron a cuarenta reales y tres cuartillos; y, además desto,
que luego lo desembolsó Sancho, pidió maese Pedro dos reales por el trabajo
de tomar el mono.

-Dáselos, Sancho -dijo don Quijote-, no para tomar el mono, sino la mona; y
docientos diera yo ahora en albricias a quien me dijera con certidumbre que
la señora doña Melisendra y el señor don Gaiferos estaban ya en Francia y
entre los suyos.

-Ninguno nos lo podrá decir mejor que mi mono -dijo maese Pedro-, pero no
habrá diablo que ahora le tome; aunque imagino que el cariño y la hambre le
han de forzar a que me busque esta noche, y amanecerá Dios y verémonos.

En resolución, la borrasca del retablo se acabó y todos cenaron en paz y en
buena compañía, a costa de don Quijote, que era liberal en todo estremo.

Antes que amaneciese, se fue el que llevaba las lanzas y las alabardas, y
ya después de amanecido, se vinieron a despedir de don Quijote el primo y
el paje: el uno, para volverse a su tierra; y el otro, a proseguir su
camino, para ayuda del cual le dio don Quijote una docena de reales. Maese
Pedro no quiso volver a entrar en más dimes ni diretes con don Quijote, a
quien él conocía muy bien, y así, madrugó antes que el sol, y, cogiendo las
reliquias de su retablo y a su mono, se fue también a buscar sus aventuras.
El ventero, que no conocía a don Quijote, tan admirado le tenían sus
locuras como su liberalidad. Finalmente, Sancho le pagó muy bien, por orden
de su señor, y, despidiéndose dél, casi a las ocho del día dejaron la venta
y se pusieron en camino, donde los dejaremos ir; que así conviene para dar
lugar a contar otras cosas pertenecientes a la declaración desta famosa
historia.





Capítulo XXVII. Donde se da cuenta quiénes eran maese Pedro y su mono, con
el mal suceso que don Quijote tuvo en la aventura del rebuzno, que no la
acabó como él quisiera y como lo tenía pensado


Entra Cide Hamete, coronista desta grande historia, con estas palabras en
este capítulo: ''Juro como católico cristiano...''; a lo que su traductor
dice que el jurar Cide Hamete como católico cristiano, siendo él moro, como
sin duda lo era, no quiso decir otra cosa sino que, así como el católico
cristiano cuando jura, jura, o debe jurar, verdad, y decirla en lo que
dijere, así él la decía, como si jurara como cristiano católico, en lo que
quería escribir de don Quijote, especialmente en decir quién era maese
Pedro, y quién el mono adivino que traía admirados todos aquellos pueblos
con sus adivinanzas.

Dice, pues, que bien se acordará, el que hubiere leído la primera parte
desta historia, de aquel Ginés de Pasamonte, a quien, entre otros galeotes,
dio libertad don Quijote en Sierra Morena, beneficio que después le fue mal
agradecido y peor pagado de aquella gente maligna y mal acostumbrada. Este
Ginés de Pasamonte, a quien don Quijote llamaba Ginesillo de Parapilla, fue
el que hurtó a Sancho Panza el rucio; que, por no haberse puesto el cómo ni
el cuándo en la primera parte, por culpa de los impresores, ha dado en qué
entender a muchos, que atribuían a poca memoria del autor la falta de
emprenta. Pero, en resolución, Ginés le hurtó, estando sobre él durmiendo
Sancho Panza, usando de la traza y modo que usó Brunelo cuando, estando
Sacripante sobre Albraca, le sacó el caballo de entre las piernas, y
después le cobró Sancho, como se ha contado. Este Ginés, pues, temeroso de
no ser hallado de la justicia, que le buscaba para castigarle de sus
infinitas bellaquerías y delitos, que fueron tantos y tales, que él mismo
compuso un gran volumen contándolos, determinó pasarse al reino de Aragón y
cubrirse el ojo izquierdo, acomodándose al oficio de titerero; que esto y
el jugar de manos lo sabía hacer por estremo.

Sucedió, pues, que de unos cristianos ya libres que venían de Berbería
compró aquel mono, a quien enseñó que, en haciéndole cierta señal, se le
subiese en el hombro y le murmurase, o lo pareciese, al oído. Hecho esto,
antes que entrase en el lugar donde entraba con su retablo y mono, se
informaba en el lugar más cercano, o de quien él mejor podía, qué cosas
particulares hubiesen sucedido en el tal lugar, y a qué personas; y,
llevándolas bien en la memoria, lo primero que hacía era mostrar su
retablo, el cual unas veces era de una historia, y otras de otra; pero
todas alegres y regocijadas y conocidas. Acabada la muestra, proponía las
habilidades de su mono, diciendo al pueblo que adivinaba todo lo pasado y
lo presente; pero que en lo de por venir no se daba maña. Por la respuesta
de cada pregunta pedía dos reales, y de algunas hacía barato, según tomaba
el pulso a los preguntantes; y como tal vez llegaba a las casas de quien él
sabía los sucesos de los que en ella moraban, aunque no le preguntasen nada
por no pagarle, él hacía la seña al mono, y luego decía que le había dicho
tal y tal cosa, que venía de molde con lo sucedido. Con esto cobraba
crédito inefable, y andábanse todos tras él. Otras veces, como era tan
discreto, respondía de manera que las respuestas venían bien con las
preguntas; y, como nadie le apuraba ni apretaba a que dijese cómo adevinaba
su mono, a todos hacía monas, y llenaba sus esqueros.

Así como entró en la venta, conoció a don Quijote y a Sancho, por cuyo
conocimiento le fue fácil poner en admiración a don Quijote y a Sancho
Panza, y a todos los que en ella estaban; pero hubiérale de costar caro si
don Quijote bajara un poco más la mano cuando cortó la cabeza al rey
Marsilio y destruyó toda su caballería, como queda dicho en el antecedente
capítulo.

Esto es lo que hay que decir de maese Pedro y de su mono.

Y, volviendo a don Quijote de la Mancha, digo que, después de haber salido
de la venta, determinó de ver primero las riberas del río Ebro y todos
aquellos contornos, antes de entrar en la ciudad de Zaragoza, pues le daba
tiempo para todo el mucho que faltaba desde allí a las justas. Con esta
intención siguió su camino, por el cual anduvo dos días sin acontecerle
cosa digna de ponerse en escritura, hasta que al tercero, al subir de una
loma, oyó un gran rumor de atambores, de trompetas y arcabuces. Al
principio pensó que algún tercio de soldados pasaba por aquella parte, y
por verlos picó a Rocinante y subió la loma arriba; y cuando estuvo en la
cumbre, vio al pie della, a su parecer, más de docientos hombres armados de
diferentes suertes de armas, como si dijésemos lanzones, ballestas,
partesanas, alabardas y picas, y algunos arcabuces, y muchas rodelas. Bajó
del recuesto y acercóse al escuadrón, tanto, que distintamente vio las
banderas, juzgó de las colores y notó las empresas que en ellas traían,
especialmente una que en un estandarte o jirón de raso blanco venía, en el
cual estaba pintado muy al vivo un asno como un pequeño sardesco, la cabeza
levantada, la boca abierta y la lengua de fuera, en acto y postura como si
estuviera rebuznando; alrededor dél estaban escritos de letras grandes
estos dos versos:

No rebuznaron en balde

el uno y el otro alcalde.

Por esta insignia sacó don Quijote que aquella gente debía de ser del
pueblo del rebuzno, y así se lo dijo a Sancho, declarándole lo que en el
estandarte venía escrito. Díjole también que el que les había dado noticia
de aquel caso se había errado en decir que dos regidores habían sido los
que rebuznaron; pero que, según los versos del estandarte, no habían sido
sino alcaldes. A lo que respondió Sancho Panza:

-Señor, en eso no hay que reparar, que bien puede ser que los regidores que
entonces rebuznaron viniesen con el tiempo a ser alcaldes de su pueblo, y
así, se pueden llamar con entrambos títulos; cuanto más, que no hace al
caso a la verdad de la historia ser los rebuznadores alcaldes o regidores,
como ellos una por una hayan rebuznado; porque tan a pique está de rebuznar
un alcalde como un regidor.

Finalmente, conocieron y supieron como el pueblo corrido salía a pelear con
otro que le corría más de lo justo y de lo que se debía a la buena
vecindad.

Fuese llegando a ellos don Quijote, no con poca pesadumbre de Sancho, que
nunca fue amigo de hallarse en semejantes jornadas. Los del escuadrón le
recogieron en medio, creyendo que era alguno de los de su parcialidad. Don
Quijote, alzando la visera, con gentil brío y continente, llegó hasta el
estandarte del asno, y allí se le pusieron alrededor todos los más
principales del ejército, por verle, admirados con la admiración
acostumbrada en que caían todos aquellos que la vez primera le miraban. Don
Quijote, que los vio tan atentos a mirarle, sin que ninguno le hablase ni
le preguntase nada, quiso aprovecharse de aquel silencio, y, rompiendo el
suyo, alzó la voz y dijo:

-Buenos señores, cuan encarecidamente puedo, os suplico que no interrumpáis
un razonamiento que quiero haceros, hasta que veáis que os disgusta y
enfada; que si esto sucede, con la más mínima señal que me hagáis pondré un
sello en mi boca y echaré una mordaza a mi lengua.

Todos le dijeron que dijese lo que quisiese, que de buena gana le
escucharían. Don Quijote, con esta licencia, prosiguió diciendo:

Yo, señores míos, soy caballero andante, cuyo ejercicio es el de las armas,
y cuya profesión la de favorecer a los necesitados de favor y acudir a los
menesterosos. Días ha que he sabido vuestra desgracia y la causa que os
mueve a tomar las armas a cada paso, para vengaros de vuestros enemigos; y,
habiendo discurrido una y muchas veces en mi entendimiento sobre vuestro
negocio, hallo, según las leyes del duelo, que estáis engañados en teneros
por afrentados, porque ningún particular puede afrentar a un pueblo entero,
si no es retándole de traidor por junto, porque no sabe en particular quién
cometió la traición por que le reta. Ejemplo desto tenemos en don Diego
Ordóñez de Lara, que retó a todo el pueblo zamorano, porque ignoraba que
solo Vellido Dolfos había cometido la traición de matar a su rey; y así,
retó a todos, y a todos tocaba la venganza y la respuesta; aunque bien es
verdad que el señor don Diego anduvo algo demasiado, y aun pasó muy
adelante de los límites del reto, porque no tenía para qué retar a los
muertos, a las aguas, ni a los panes, ni a los que estaban por nacer, ni a
las otras menudencias que allí se declaran; pero, ¡vaya!, pues cuando la
cólera sale de madre, no tiene la lengua padre, ayo ni freno que la
corrija. Siendo, pues, esto así, que uno solo no puede afrentar a reino,
provincia, ciudad, república ni pueblo entero, queda en limpio que no hay
para qué salir a la venganza del reto de la tal afrenta, pues no lo es;
porque, ¡bueno sería que se matasen a cada paso los del pueblo de la Reloja
con quien se lo llama, ni los cazoleros, berenjeneros, ballenatos,
jaboneros, ni los de otros nombres y apellidos que andan por ahí en boca de
los muchachos y de gente de poco más a menos! ¡Bueno sería, por cierto, que
todos estos insignes pueblos se corriesen y vengasen, y anduviesen contino
hechas las espadas sacabuches a cualquier pendencia, por pequeña que fuese!
No, no, ni Dios lo permita o quiera. Los varones prudentes, las repúblicas
bien concertadas, por cuatro cosas han de tomar las armas y desenvainar las
espadas, y poner a riesgo sus personas, vidas y haciendas: la primera, por
defender la fe católica; la segunda, por defender su vida, que es de ley
natural y divina; la tercera, en defensa de su honra, de su familia y
hacienda; la cuarta, en servicio de su rey, en la guerra justa; y si le
quisiéremos añadir la quinta, que se puede contar por segunda, es en
defensa de su patria. A estas cinco causas, como capitales, se pueden
agregar algunas otras que sean justas y razonables, y que obliguen a tomar
las armas; pero tomarlas por niñerías y por cosas que antes son de risa y
pasatiempo que de afrenta, parece que quien las toma carece de todo
razonable discurso; cuanto más, que el tomar venganza injusta, que justa no
puede haber alguna que lo sea, va derechamente contra la santa ley que
profesamos, en la cual se nos manda que hagamos bien a nuestros enemigos y
que amemos a los que nos aborrecen; mandamiento que, aunque parece algo
dificultoso de cumplir, no lo es sino para aquellos que tienen menos de
Dios que del mundo, y más de carne que de espíritu; porque Jesucristo, Dios
y hombre verdadero, que nunca mintió, ni pudo ni puede mentir, siendo
legislador nuestro, dijo que su yugo era suave y su carga liviana; y así,
no nos había de mandar cosa que fuese imposible el cumplirla. Así que, mis
señores, vuesas mercedes están obligados por leyes divinas y humanas a
sosegarse.

-El diablo me lleve -dijo a esta sazón Sancho entre sí- si este mi amo no
es tólogo; y si no lo es, que lo parece como un güevo a otro.

Tomó un poco de aliento don Quijote, y, viendo que todavía le prestaban
silencio, quiso pasar adelante en su plática, como pasara ni no se pusiere
en medio la agudeza de Sancho, el cual, viendo que su amo se detenía, tomó
la mano por él, diciendo:

-Mi señor don Quijote de la Mancha, que un tiempo se llamó el Caballero de
la Triste Figura y ahora se llama el Caballero de los Leones, es un hidalgo
muy atentado, que sabe latín y romance como un bachiller, y en todo cuanto
trata y aconseja procede como muy buen soldado, y tiene todas las leyes y
ordenanzas de lo que llaman el duelo en la uña; y así, no hay más que hacer
sino dejarse llevar por lo que él dijere, y sobre mí si lo erraren; cuanto
más, que ello se está dicho que es necedad correrse por sólo oír un
rebuzno, que yo me acuerdo, cuando muchacho, que rebuznaba cada y cuando
que se me antojaba, sin que nadie me fuese a la mano, y con tanta gracia y
propiedad que, en rebuznando yo, rebuznaban todos los asnos del pueblo, y
no por eso dejaba de ser hijo de mis padres, que eran honradísimos; y,
aunque por esta habilidad era invidiado de más de cuatro de los estirados
de mi pueblo, no se me daba dos ardites. Y, porque se vea que digo verdad,
esperen y escuchen, que esta ciencia es como la del nadar: que, una vez
aprendida, nunca se olvida.

Y luego, puesta la mano en las narices, comenzó a rebuznar tan reciamente,
que todos los cercanos valles retumbaron. Pero uno de los que estaban junto
a él, creyendo que hacía burla dellos, alzó un varapalo que en la mano
tenía, y diole tal golpe con él, que, sin ser poderoso a otra cosa, dio con
Sancho Panza en el suelo. Don Quijote, que vio tan malparado a Sancho,
arremetió al que le había dado, con la lanza sobre mano, pero fueron tantos
los que se pusieron en medio, que no fue posible vengarle; antes, viendo
que llovía sobre él un nublado de piedras, y que le amenazaban mil
encaradas ballestas y no menos cantidad de arcabuces, volvió las riendas a
Rocinante, y a todo lo que su galope pudo, se salió de entre ellos,
encomendándose de todo corazón a Dios, que de aquel peligro le librase,
temiendo a cada paso no le entrase alguna bala por las espaldas y le
saliese al pecho; y a cada punto recogía el aliento, por ver si le faltaba.

Pero los del escuadrón se contentaron con verle huir, sin tirarle. A Sancho
le pusieron sobre su jumento, apenas vuelto en sí, y le dejaron ir tras su
amo, no porque él tuviese sentido para regirle; pero el rucio siguió las
huellas de Rocinante, sin el cual no se hallaba un punto. Alongado, pues,
don Quijote buen trecho, volvió la cabeza y vio que Sancho venía, y
atendióle, viendo que ninguno le seguía.

Los del escuadrón se estuvieron allí hasta la noche, y, por no haber salido
a la batalla sus contrarios, se volvieron a su pueblo, regocijados y
alegres; y si ellos supieran la costumbre antigua de los griegos,
levantaran en aquel lugar y sitio un trofeo.





Capítulo XXVIII. De cosas que dice Benengeli que las sabrá quien le leyere,
si las lee con atención


Cuando el valiente huye, la superchería está descubierta, y es de varones
prudentes guardarse para mejor ocasión. Esta verdad se verificó en don
Quijote, el cual, dando lugar a la furia del pueblo y a las malas
intenciones de aquel indignado escuadrón, puso pies en polvorosa, y, sin
acordarse de Sancho ni del peligro en que le dejaba, se apartó tanto cuanto
le pareció que bastaba para estar seguro. Seguíale Sancho, atravesado en su
jumento, como queda referido. Llegó, en fin, ya vuelto en su acuerdo, y al
llegar, se dejó caer del rucio a los pies de Rocinante, todo ansioso, todo
molido y todo apaleado. Apeóse don Quijote para catarle las feridas; pero,
como le hallase sano de los pies a la cabeza, con asaz cólera le dijo:

-¡Tan en hora mala supistes vos rebuznar, Sancho! Y ¿dónde hallastes vos
ser bueno el nombrar la soga en casa del ahorcado? A música de rebuznos,
¿qué contrapunto se había de llevar sino de varapalos? Y dad gracias a
Dios, Sancho, que ya que os santiguaron con un palo, no os hicieron el per
signum crucis con un alfanje.

-No estoy para responder -respondió Sancho-, porque me parece que hablo por
las espaldas. Subamos y apartémonos de aquí, que yo pondré silencio en mis
rebuznos, pero no en dejar de decir que los caballeros andantes huyen, y
dejan a sus buenos escuderos molidos como alheña, o como cibera, en poder
de sus enemigos.

-No huye el que se retira -respondió don Quijote-, porque has de saber,
Sancho, que la valentía que no se funda sobre la basa de la prudencia se
llama temeridad, y las hazañas del temerario más se atribuyen a la buena
fortuna que a su ánimo. Y así, yo confieso que me he retirado, pero no
huido; y en esto he imitado a muchos valientes, que se han guardado para
tiempos mejores, y desto están las historias llenas, las cuales, por no
serte a ti de provecho ni a mí de gusto, no te las refiero ahora.

En esto, ya estaba a caballo Sancho, ayudado de don Quijote, el cual
asimismo subió en Rocinante, y poco a poco se fueron a emboscar en una
alameda que hasta un cuarto de legua de allí se parecía. De cuando en
cuando daba Sancho unos ayes profundísimos y unos gemidos dolorosos; y,
preguntándole don Quijote la causa de tan amargo sentimiento, respondió
que, desde la punta del espinazo hasta la nuca del celebro, le dolía de
manera que le sacaba de sentido.

-La causa dese dolor debe de ser, sin duda -dijo don Quijote-, que, como
era el palo con que te dieron largo y tendido, te cogió todas las espaldas,
donde entran todas esas partes que te duelen; y si más te cogiera, más te
doliera.

-¡Por Dios -dijo Sancho-, que vuesa merced me ha sacado de una gran duda, y
que me la ha declarado por lindos términos! ¡Cuerpo de mí! ¿Tan encubierta
estaba la causa de mi dolor que ha sido menester decirme que me duele todo
todo aquello que alcanzó el palo? Si me dolieran los tobillos, aún pudiera
ser que se anduviera adivinando el porqué me dolían, pero dolerme lo que me
molieron no es mucho adivinar. A la fe, señor nuestro amo, el mal ajeno de
pelo cuelga, y cada día voy descubriendo tierra de lo poco que puedo
esperar de la compañía que con vuestra merced tengo; porque si esta vez me
ha dejado apalear, otra y otras ciento volveremos a los manteamientos de
marras y a otras muchacherías, que si ahora me han salido a las espaldas,
después me saldrán a los ojos. Harto mejor haría yo, sino que soy un
bárbaro, y no haré nada que bueno sea en toda mi vida; harto mejor haría
yo, vuelvo a decir, en volverme a mi casa, y a mi mujer, y a mis hijos, y
sustentarla y criarlos con lo que Dios fue servido de darme, y no andarme
tras vuesa merced por caminos sin camino y por sendas y carreras que no las
tienen, bebiendo mal y comiendo peor. Pues, ¡tomadme el dormir! Contad,
hermano escudero, siete pies de tierra, y si quisiéredes más, tomad otros
tantos, que en vuestra mano está escudillar, y tendeos a todo vuestro buen
talante; que quemado vea yo y hecho polvos al primero que dio puntada en la
andante caballería, o, a lo menos, al primero que quiso ser escudero de
tales tontos como debieron ser todos los caballeros andantes pasados. De
los presentes no digo nada, que, por ser vuestra merced uno dellos, los
tengo respeto, y porque sé que sabe vuesa merced un punto más que el diablo
en cuanto habla y en cuanto piensa.

-Haría yo una buena apuesta con vos, Sancho -dijo don Quijote-: que ahora
que vais hablando sin que nadie os vaya a la mano, que no os duele nada en
todo vuestro cuerpo. Hablad, hijo mío, todo aquello que os viniere al
pensamiento y a la boca; que, a trueco de que a vos no os duela nada,
tendré yo por gusto el enfado que me dan vuestras impertinencias. Y si
tanto deseáis volveros a vuestra casa con vuestra mujer y hijos, no permita
Dios que yo os lo impida; dineros tenéis míos: mirad cuánto ha que esta
tercera vez salimos de nuestro pueblo, y mirad lo que podéis y debéis ganar
cada mes, y pagaos de vuestra mano.

-Cuando yo servía -respondió Sancho- a Tomé Carrasco, el padre del
bachiller Sansón Carrasco, que vuestra merced bien conoce, dos ducados
ganaba cada mes, amén de la comida; con vuestra merced no sé lo que puedo
ganar, puesto que sé que tiene más trabajo el escudero del caballero
andante que el que sirve a un labrador; que, en resolución, los que
servimos a labradores, por mucho que trabajemos de día, por mal que suceda,
a la noche cenamos olla y dormimos en cama, en la cual no he dormido
después que ha que sirvo a vuestra merced. Si no ha sido el tiempo breve
que estuvimos en casa de don Diego de Miranda, y la jira que tuve con la
espuma que saqué de las ollas de Camacho, y lo que comí y bebí y dormí en
casa de Basilio, todo el otro tiempo he dormido en la dura tierra, al cielo
abierto, sujeto a lo que dicen inclemencias del cielo, sustentándome con
rajas de queso y mendrugos de pan, y bebiendo aguas, ya de arroyos, ya de
fuentes, de las que encontramos por esos andurriales donde andamos.

-Confieso -dijo don Quijote- que todo lo que dices, Sancho, sea verdad.
¿Cuánto parece que os debo dar más de lo que os daba Tomé Carrasco?

-A mi parecer -dijo Sancho-, con dos reales más que vuestra merced añadiese
cada mes me tendría por bien pagado. Esto es cuanto al salario de mi
trabajo; pero, en cuanto a satisfacerme a la palabra y promesa que vuestra
merced me tiene hecha de darme el gobierno de una ínsula, sería justo que
se me añadiesen otros seis reales, que por todos serían treinta.

-Está muy bien -replicó don Quijote-; y, conforme al salario que vos os
habéis señalado, 23 días ha que salimos de nuestro pueblo: contad, Sancho,
rata por cantidad, y mirad lo que os debo, y pagaos, como os tengo dicho,
de vuestra mano.

-¡Oh, cuerpo de mí! -dijo Sancho-, que va vuestra merced muy errado en esta
cuenta, porque en lo de la promesa de la ínsula se ha de contar desde el
día que vuestra merced me la prometió hasta la presente hora en que
estamos.

-Pues, ¿qué tanto ha, Sancho, que os la prometí? -dijo don Quijote.

-Si yo mal no me acuerdo -respondió Sancho-, debe de haber más de veinte
años, tres días más a menos.

Diose don Quijote una gran palmada en la frente, y comenzó a reír muy de
gana, y dijo:

-Pues no anduve yo en Sierra Morena, ni en todo el discurso de nuestras
salidas, sino dos meses apenas, y ¿dices, Sancho, que ha veinte años que te
prometí la ínsula? Ahora digo que quieres que se consuman en tus salarios
el dinero que tienes mío; y si esto es así, y tú gustas dello, desde aquí
te lo doy, y buen provecho te haga; que, a trueco de verme sin tan mal
escudero, holgaréme de quedarme pobre y sin blanca. Pero dime, prevaricador
de las ordenanzas escuderiles de la andante caballería, ¿dónde has visto
tú, o leído, que ningún escudero de caballero andante se haya puesto con su
señor en tanto más cuánto me habéis de dar cada mes porque os sirva?
Éntrate, éntrate, malandrín, follón y vestiglo, que todo lo pareces;
éntrate, digo, por el mare magnum de sus historias, y si hallares que algún
escudero haya dicho, ni pensado, lo que aquí has dicho, quiero que me le
claves en la frente, y, por añadidura, me hagas cuatro mamonas selladas en
mi rostro. Vuelve las riendas, o el cabestro, al rucio, y vuélvete a tu
casa, porque un solo paso desde aquí no has de pasar más adelante conmigo.
¡Oh pan mal conocido! ¡Oh promesas mal colocadas! ¡Oh hombre que tiene más
de bestia que de persona! ¿Ahora, cuando yo pensaba ponerte en estado, y
tal, que a pesar de tu mujer te llamaran señoría, te despides? ¿Ahora te
vas, cuando yo venía con intención firme y valedera de hacerte señor de la
mejor ínsula del mundo? En fin, como tú has dicho otras veces, no es la
miel... etc. Asno eres, y asno has de ser, y en asno has de parar cuando se
te acabe el curso de la vida; que para mí tengo que antes llegará ella a su
último término que tú caigas y des en la cuenta de que eres bestia.

Miraba Sancho a don Quijote de en hito en hito, en tanto que los tales
vituperios le decía, y compungióse de manera que le vinieron las lágrimas a
los ojos, y con voz dolorida y enferma le dijo:

-Señor mío, yo confieso que para ser del todo asno no me falta más de la
cola; si vuestra merced quiere ponérmela, yo la daré por bien puesta, y le
serviré como jumento todos los días que me quedan de mi vida. Vuestra
merced me perdone y se duela de mi mocedad, y advierta que sé poco, y que
si hablo mucho, más procede de enfermedad que de malicia; mas, quien yerra
y se enmienda, a Dios se encomienda.

-Maravillárame yo, Sancho, si no mezclaras algún refrancico en tu coloquio.
Ahora bien, yo te perdono, con que te emiendes, y con que no te muestres de
aquí adelante tan amigo de tu interés, sino que procures ensanchar el
corazón, y te alientes y animes a esperar el cumplimiento de mis promesas,
que, aunque se tarda, no se imposibilita.

Sancho respondió que sí haría, aunque sacase fuerzas de flaqueza.

Con esto, se metieron en la alameda, y don Quijote se acomodó al pie de un
olmo, y Sancho al de una haya; que estos tales árboles y otros sus
semejantes siempre tienen pies, y no manos. Sancho pasó la noche
penosamente, porque el varapalo se hacía más sentir con el sereno. Don
Quijote la pasó en sus continuas memorias; pero, con todo eso, dieron los
ojos al sueño, y al salir del alba siguieron su camino buscando las riberas
del famoso Ebro, donde les sucedió lo que se contará en el capítulo
venidero.





Capítulo XXIX. De la famosa aventura del barco encantado


Por sus pasos contados y por contar, dos días después que salieron de la
alameda, llegaron don Quijote y Sancho al río Ebro, y el verle fue de gran
gusto a don Quijote, porque contempló y miró en él la amenidad de sus
riberas, la claridad de sus aguas, el sosiego de su curso y la abundancia
de sus líquidos cristales, cuya alegre vista renovó en su memoria mil
amorosos pensamientos. Especialmente fue y vino en lo que había visto en la
cueva de Montesinos; que, puesto que el mono de maese Pedro le había dicho
que parte de aquellas cosas eran verdad y parte mentira, él se atenía más a
las verdaderas que a las mentirosas, bien al revés de Sancho, que todas las
tenía por la mesma mentira.

Yendo, pues, desta manera, se le ofreció a la vista un pequeño barco sin
remos ni otras jarcias algunas, que estaba atado en la orilla a un tronco
de un árbol que en la ribera estaba. Miró don Quijote a todas partes, y no
vio persona alguna; y luego, sin más ni más, se apeó de Rocinante y mandó a
Sancho que lo mesmo hiciese del rucio, y que a entrambas bestias las atase
muy bien, juntas, al tronco de un álamo o sauce que allí estaba. Preguntóle
Sancho la causa de aquel súbito apeamiento y de aquel ligamiento. Respondió
don Quijote:

-Has de saber, Sancho, que este barco que aquí está, derechamente y sin
poder ser otra cosa en contrario, me está llamando y convidando a que entre
en él, y vaya en él a dar socorro a algún caballero, o a otra necesitada y
principal persona, que debe de estar puesta en alguna grande cuita, porque
éste es estilo de los libros de las historias caballerescas y de los
encantadores que en ellas se entremeten y platican: cuando algún caballero
está puesto en algún trabajo, que no puede ser librado dél sino por la mano
de otro caballero, puesto que estén distantes el uno del otro dos o tres
mil leguas, y aun más, o le arrebatan en una nube o le deparan un barco
donde se entre, y en menos de un abrir y cerrar de ojos le llevan, o por
los aires, o por la mar, donde quieren y adonde es menester su ayuda; así
que, ¡oh Sancho!, este barco está puesto aquí para el mesmo efecto; y esto
es tan verdad como es ahora de día; y antes que éste se pase, ata juntos al
rucio y a Rocinante, y a la mano de Dios, que nos guíe, que no dejaré de
embarcarme si me lo pidiesen frailes descalzos.

-Pues así es -respondió Sancho-, y vuestra merced quiere dar a cada paso en
estos que no sé si los llame disparates, no hay sino obedecer y bajar la
cabeza, atendiendo al refrán "haz lo que tu amo te manda, y siéntate con él
a la mesa"; pero, con todo esto, por lo que toca al descargo de mi
conciencia, quiero advertir a vuestra merced que a mí me parece que este
tal barco no es de los encantados, sino de algunos pescadores deste río,
porque en él se pescan las mejores sabogas del mundo.

Esto decía, mientras ataba las bestias, Sancho, dejándolas a la proteción y
amparo de los encantadores, con harto dolor de su ánima. Don Quijote le
dijo que no tuviese pena del desamparo de aquellos animales, que el que los
llevaría a ellos por tan longincuos caminos y regiones tendría cuenta de
sustentarlos.

-No entiendo eso de logicuos -dijo Sancho-, ni he oído tal vocablo en todos
los días de mi vida.

-Longincuos -respondió don Quijote- quiere decir apartados; y no es
maravilla que no lo entiendas, que no estás tú obligado a saber latín, como
algunos que presumen que lo saben, y lo ignoran.

-Ya están atados -replicó Sancho-. ¿Qué hemos de hacer ahora?

-¿Qué? -respondió don Quijote-. Santiguarnos y levar ferro; quiero decir,
embarcarnos y cortar la amarra con que este barco está atado.

Y, dando un salto en él, siguiéndole Sancho, cortó el cordel, y el barco se
fue apartando poco a poco de la ribera; y cuando Sancho se vio obra de dos
varas dentro del río, comenzó a temblar, temiendo su perdición; pero
ninguna cosa le dio más pena que el oír roznar al rucio y el ver que
Rocinante pugnaba por desatarse, y díjole a su señor:

-El rucio rebuzna, condolido de nuestra ausencia, y Rocinante procura
ponerse en libertad para arrojarse tras nosotros. ¡Oh carísimos amigos,
quedaos en paz, y la locura que nos aparta de vosotros, convertida en
desengaño, nos vuelva a vuestra presencia!

Y, en esto, comenzó a llorar tan amargamente que don Quijote, mohíno y
colérico, le dijo:

-¿De qué temes, cobarde criatura? ¿De qué lloras, corazón de mantequillas?
¿Quién te persigue, o quién te acosa, ánimo de ratón casero, o qué te
falta, menesteroso en la mitad de las entrañas de la abundancia? ¿Por dicha
vas caminando a pie y descalzo por las montañas rifeas, sino sentado en una
tabla, como un archiduque, por el sesgo curso deste agradable río, de donde
en breve espacio saldremos al mar dilatado? Pero ya habemos de haber
salido, y caminado, por lo menos, setecientas o ochocientas leguas; y si yo
tuviera aquí un astrolabio con que tomar la altura del polo, yo te dijera
las que hemos caminado; aunque, o yo sé poco, o ya hemos pasado, o
pasaremos presto, por la línea equinocial, que divide y corta los dos
contrapuestos polos en igual distancia.

-Y cuando lleguemos a esa leña que vuestra merced dice -preguntó Sancho-,
¿cuánto habremos caminado?

-Mucho -replicó don Quijote-, porque de trecientos y sesenta grados que
contiene el globo, del agua y de la tierra, según el cómputo de Ptolomeo,
que fue el mayor cosmógrafo que se sabe, la mitad habremos caminado,
llegando a la línea que he dicho.

-Por Dios -dijo Sancho-, que vuesa merced me trae por testigo de lo que
dice a una gentil persona, puto y gafo, con la añadidura de meón, o meo, o
no sé cómo.

Rióse don Quijote de la interpretación que Sancho había dado al nombre y al
cómputo y cuenta del cosmógrafo Ptolomeo, y díjole:

-Sabrás, Sancho, que los españoles y los que se embarcan en Cádiz para ir a
las Indias Orientales, una de las señales que tienen para entender que han
pasado la línea equinocial que te he dicho es que a todos los que van en el
navío se les mueren los piojos, sin que les quede ninguno, ni en todo el
bajel le hallarán, si le pesan a oro; y así, puedes, Sancho, pasear una
mano por un muslo, y si topares cosa viva, saldremos desta duda; y si no,
pasado habemos.

-Yo no creo nada deso -respondió Sancho-, pero, con todo, haré lo que vuesa
merced me manda, aunque no sé para qué hay necesidad de hacer esas
experiencias, pues yo veo con mis mismos ojos que no nos habemos apartado
de la ribera cinco varas, ni hemos decantado de donde están las alemañas
dos varas, porque allí están Rocinante y el rucio en el propio lugar do los
dejamos; y tomada la mira, como yo la tomo ahora, voto a tal que no nos
movemos ni andamos al paso de una hormiga.

-Haz, Sancho, la averiguación que te he dicho, y no te cures de otra, que
tú no sabes qué cosa sean coluros, líneas, paralelos, zodíacos, clíticas,
polos, solsticios, equinocios, planetas, signos, puntos, medidas, de que se
compone la esfera celeste y terrestre; que si todas estas cosas supieras, o
parte dellas, vieras claramente qué de paralelos hemos cortado, qué de
signos visto y qué de imágines hemos dejado atrás y vamos dejando ahora. Y
tórnote a decir que te tientes y pesques, que yo para mí tengo que estás
más limpio que un pliego de papel liso y blanco.

Tentóse Sancho, y, llegando con la mano bonitamente y con tiento hacia la
corva izquierda, alzó la cabeza y miró a su amo, y dijo:

-O la experiencia es falsa, o no hemos llegado adonde vuesa merced dice, ni
con muchas leguas.

-Pues ¿qué? -preguntó don Quijote-, ¿has topado algo?

-¡Y aun algos! -respondió Sancho.

Y, sacudiéndose los dedos, se lavó toda la mano en el río, por el cual
sosegadamente se deslizaba el barco por mitad de la corriente, sin que le
moviese alguna inteligencia secreta, ni algún encantador escondido, sino el
mismo curso del agua, blando entonces y suave.

En esto, descubrieron unas grandes aceñas que en la mitad del río estaban;
y apenas las hubo visto don Quijote, cuando con voz alta dijo a Sancho:

-¿Vees? Allí, ¡oh amigo!, se descubre la ciudad, castillo o fortaleza donde
debe de estar algún caballero oprimido, o alguna reina, infanta o princesa
malparada, para cuyo socorro soy aquí traído.

-¿Qué diablos de ciudad, fortaleza o castillo dice vuesa merced, señor?
-dijo Sancho-. ¿No echa de ver que aquéllas son aceñas que están en el río,
donde se muele el trigo?

-Calla, Sancho -dijo don Quijote-; que, aunque parecen aceñas, no lo son; y
ya te he dicho que todas las cosas trastruecan y mudan de su ser natural
los encantos. No quiero decir que las mudan de en uno en otro ser
realmente, sino que lo parece, como lo mostró la experiencia en la
transformación de Dulcinea, único refugio de mis esperanzas.

En esto, el barco, entrado en la mitad de la corriente del río, comenzó a
caminar no tan lentamente como hasta allí. Los molineros de las aceñas, que
vieron venir aquel barco por el río, y que se iba a embocar por el raudal
de las ruedas, salieron con presteza muchos dellos con varas largas a
detenerle, y, como salían enharinados, y cubiertos los rostros y los
vestidos del polvo de la harina, representaban una mala vista. Daban voces
grandes, diciendo:

-¡Demonios de hombres! ¿Dónde vais? ¿Venís desesperados? ¿Qué queréis,
ahogaros y haceros pedazos en estas ruedas?

-¿No te dije yo, Sancho -dijo a esta sazón don Quijote-, que habíamos
llegado donde he de mostrar a dó llega el valor de mi brazo? Mira qué de
malandrines y follones me salen al encuentro, mira cuántos vestiglos se me
oponen, mira cuántas feas cataduras nos hacen cocos... Pues ¡ahora lo
veréis, bellacos!

Y, puesto en pie en el barco, con grandes voces comenzó a amenazar a los
molineros, diciéndoles:

-Canalla malvada y peor aconsejada, dejad en su libertad y libre albedrío a
la persona que en esa vuestra fortaleza o prisión tenéis oprimida, alta o
baja, de cualquiera suerte o calidad que sea, que yo soy don Quijote de la
Mancha, llamado el Caballero de los Leones por otro nombre, a quien está
reservada por orden de los altos cielos el dar fin felice a esta aventura.

Y, diciendo esto, echó mano a su espada y comenzó a esgrimirla en el aire
contra los molineros; los cuales, oyendo y no entendiendo aquellas
sandeces, se pusieron con sus varas a detener el barco, que ya iba entrando
en el raudal y canal de las ruedas.

Púsose Sancho de rodillas, pidiendo devotamente al cielo le librase de tan
manifiesto peligro, como lo hizo, por la industria y presteza de los
molineros, que, oponiéndose con sus palos al barco, le detuvieron, pero no
de manera que dejasen de trastornar el barco y dar con don Quijote y con
Sancho al través en el agua; pero vínole bien a don Quijote, que sabía
nadar como un ganso, aunque el peso de las armas le llevó al fondo dos
veces; y si no fuera por los molineros, que se arrojaron al agua y los
sacaron como en peso a entrambos, allí había sido Troya para los dos.

Puestos, pues, en tierra, más mojados que muertos de sed, Sancho, puesto de
rodillas, las manos juntas y los ojos clavados al cielo, pidió a Dios con
una larga y devota plegaria le librase de allí adelante de los atrevidos
deseos y acometimientos de su señor.

Llegaron en esto los pescadores dueños del barco, a quien habían hecho
pedazos las ruedas de las aceñas; y, viéndole roto, acometieron a desnudar
a Sancho, y a pedir a don Quijote se lo pagase; el cual, con gran sosiego,
como si no hubiera pasado nada por él, dijo a los molineros y pescadores
que él pagaría el barco de bonísima gana, con condición que le diesen libre
y sin cautela a la persona o personas que en aquel su castillo estaban
oprimidas.

-¿Qué personas o qué castillo dice -respondió uno de los molineros-, hombre
sin juicio? ¿Quiéreste llevar por ventura las que vienen a moler trigo a
estas aceñas?

-¡Basta! -dijo entre sí don Quijote-. Aquí será predicar en desierto
querer reducir a esta canalla a que por ruegos haga virtud alguna. Y en
esta aventura se deben de haber encontrado dos valientes encantadores, y el
uno estorba lo que el otro intenta: el uno me deparó el barco, y el otro
dio conmigo al través. Dios lo remedie, que todo este mundo es máquinas y
trazas, contrarias unas de otras. Yo no puedo más.

Y, alzando la voz, prosiguió diciendo, y mirando a las aceñas:

-Amigos, cualesquiera que seáis, que en esa prisión quedáis encerrados,
perdonadme; que, por mi desgracia y por la vuestra, yo no os puedo sacar de
vuestra cuita. Para otro caballero debe de estar guardada y reservada esta
aventura.

En diciendo esto, se concertó con los pescadores, y pagó por el barco
cincuenta reales, que los dio Sancho de muy mala gana, diciendo:

-A dos barcadas como éstas, daremos con todo el caudal al fondo.

Los pescadores y molineros estaban admirados, mirando aquellas dos figuras
tan fuera del uso, al parecer, de los otros hombres, y no acababan de
entender a dó se encaminaban las razones y preguntas que don Quijote les
decía; y, teniéndolos por locos, les dejaron y se recogieron a sus aceñas,
y los pescadores a sus ranchos. Volvieron a sus bestias, y a ser bestias,
don Quijote y Sancho, y este fin tuvo la aventura del encantado barco.





Capítulo XXX. De lo que le avino a don Quijote con una bella cazadora


Asaz melancólicos y de mal talante llegaron a sus animales caballero y
escudero, especialmente Sancho, a quien llegaba al alma llegar al caudal
del dinero, pareciéndole que todo lo que dél se quitaba era quitárselo a
él de las niñas de sus ojos. Finalmente, sin hablarse palabra, se pusieron
a caballo y se apartaron del famoso río, don Quijote sepultado en los
pensamientos de sus amores, y Sancho en los de su acrecentamiento, que por
entonces le parecía que estaba bien lejos de tenerle; porque, maguer era
tonto, bien se le alcanzaba que las acciones de su amo, todas o las más,
eran disparates, y buscaba ocasión de que, sin entrar en cuentas ni en
despedimientos con su señor, un día se desgarrase y se fuese a su casa.
Pero la fortuna ordenó las cosas muy al revés de lo que él temía.

Sucedió, pues, que otro día, al poner del sol y al salir de una selva,
tendió don Quijote la vista por un verde prado, y en lo último dél vio
gente, y, llegándose cerca, conoció que eran cazadores de altanería.
Llegóse más, y entre ellos vio una gallarda señora sobre un palafrén o
hacanea blanquísima, adornada de guarniciones verdes y con un sillón de
plata. Venía la señora asimismo vestida de verde, tan bizarra y ricamente
que la misma bizarría venía transformada en ella. En la mano izquierda
traía un azor, señal que dio a entender a don Quijote ser aquélla alguna
gran señora, que debía serlo de todos aquellos cazadores, como era la
verdad; y así, dijo a Sancho:

-Corre, hijo Sancho, y di a aquella señora del palafrén y del azor que yo,
el Caballero de los Leones, besa las manos a su gran fermosura, y que si su
grandeza me da licencia, se las iré a besar, y a servirla en cuanto mis
fuerzas pudieren y su alteza me mandare. Y mira, Sancho, cómo hablas, y ten
cuenta de no encajar algún refrán de los tuyos en tu embajada.

-¡Hallado os le habéis el encajador! -respondió Sancho-. ¡A mí con eso!
¡Sí, que no es ésta la vez primera que he llevado embajadas a altas y
crecidas señoras en esta vida!

-Si no fue la que llevaste a la señora Dulcinea -replicó don Quijote-, yo
no sé que hayas llevado otra, a lo menos en mi poder.

-Así es verdad -respondió Sancho-, pero al buen pagador no le duelen
prendas, y en casa llena presto se guisa la cena; quiero decir que a mí no
hay que decirme ni advertirme de nada, que para todo tengo y de todo se me
alcanza un poco.

-Yo lo creo, Sancho -dijo don Quijote-; ve en buena hora, y Dios te guíe.

Partió Sancho de carrera, sacando de su paso al rucio, y llegó donde la
bella cazadora estaba, y, apeándose, puesto ante ella de hinojos, le dijo:

-Hermosa señora, aquel caballero que allí se parece, llamado el Caballero
de los Leones, es mi amo, y yo soy un escudero suyo, a quien llaman en su
casa Sancho Panza. Este tal Caballero de los Leones, que no ha mucho que se
llamaba el de la Triste Figura, envía por mí a decir a vuestra grandeza sea
servida de darle licencia para que, con su propósito y beneplácito y
consentimiento, él venga a poner en obra su deseo, que no es otro, según él
dice y yo pienso, que de servir a vuestra encumbrada altanería y fermosura;
que en dársela vuestra señoría hará cosa que redunde en su pro, y él
recibirá señaladísima merced y contento.

-Por cierto, buen escudero -respondió la señora-, vos habéis dado la
embajada vuestra con todas aquellas circunstancias que las tales embajadas
piden. Levantaos del suelo, que escudero de tan gran caballero como es el
de la Triste Figura, de quien ya tenemos acá mucha noticia, no es justo que
esté de hinojos; levantaos, amigo, y decid a vuestro señor que venga mucho
en hora buena a servirse de mí y del duque mi marido, en una casa de placer
que aquí tenemos.

Levantóse Sancho admirado, así de la hermosura de la buena señora como de
su mucha crianza y cortesía, y más de lo que le había dicho que tenía
noticia de su señor el Caballero de la Triste Figura, y que si no le
había llamado el de los Leones, debía de ser por habérsele puesto tan
nuevamente. Preguntóle la duquesa, cuyo título aún no se sabe:

-Decidme, hermano escudero: este vuestro señor, ¿no es uno de quien anda
impresa una historia que se llama del ingenioso hidalgo don Quijote de la
Mancha, que tiene por señora de su alma a una tal Dulcinea del Toboso?

-El mesmo es, señora -respondió Sancho-; y aquel escudero suyo que anda, o
debe de andar, en la tal historia, a quien llaman Sancho Panza, soy yo, si
no es que me trocaron en la cuna; quiero decir, que me trocaron en la
estampa.

-De todo eso me huelgo yo mucho -dijo la duquesa-. Id, hermano Panza, y
decid a vuestro señor que él sea el bien llegado y el bien venido a mis
estados, y que ninguna cosa me pudiera venir que más contento me diera.

Sancho, con esta tan agradable respuesta, con grandísimo gusto volvió a su
amo, a quien contó todo lo que la gran señora le había dicho, levantando
con sus rústicos términos a los cielos su mucha fermosura, su gran donaire
y cortesía. Don Quijote se gallardeó en la silla, púsose bien en los
estribos, acomodóse la visera, arremetió a Rocinante, y con gentil denuedo
fue a besar las manos a la duquesa; la cual, haciendo llamar al duque, su
marido, le contó, en tanto que don Quijote llegaba, toda la embajada suya;
y los dos, por haber leído la primera parte desta historia y haber
entendido por ella el disparatado humor de don Quijote, con grandísimo
gusto y con deseo de conocerle le atendían, con prosupuesto de seguirle el
humor y conceder con él en cuanto les dijese, tratándole como a caballero
andante los días que con ellos se detuviese, con todas las ceremonias
acostumbradas en los libros de caballerías, que ellos habían leído, y aun
les eran muy aficionados.

En esto, llegó don Quijote, alzada la visera; y, dando muestras de apearse,
acudió Sancho a tenerle el estribo; pero fue tan desgraciado que, al
apearse del rucio, se le asió un pie en una soga del albarda, de tal modo
que no fue posible desenredarle, antes quedó colgado dél, con la boca y los
pechos en el suelo. Don Quijote, que no tenía en costumbre apearse sin que
le tuviesen el estribo, pensando que ya Sancho había llegado a tenérsele,
descargó de golpe el cuerpo, y llevóse tras sí la silla de Rocinante, que
debía de estar mal cinchado, y la silla y él vinieron al suelo, no sin
vergüenza suya y de muchas maldiciones que entre dientes echó al desdichado
de Sancho, que aún todavía tenía el pie en la corma.

El duque mandó a sus cazadores que acudiesen al caballero y al escudero,
los cuales levantaron a don Quijote maltrecho de la caída, y, renqueando y
como pudo, fue a hincar las rodillas ante los dos señores; pero el duque no
lo consintió en ninguna manera, antes, apeándose de su caballo, fue a
abrazar a don Quijote, diciéndole:

-A mí me pesa, señor Caballero de la Triste Figura, que la primera que
vuesa merced ha hecho en mi tierra haya sido tan mala como se ha visto;
pero descuidos de escuderos suelen ser causa de otros peores sucesos.

-El que yo he tenido en veros, valeroso príncipe -respondió don Quijote-,
es imposible ser malo, aunque mi caída no parara hasta el profundo de los
abismos, pues de allí me levantara y me sacara la gloria de haberos visto.
Mi escudero, que Dios maldiga, mejor desata la lengua para decir malicias
que ata y cincha una silla para que esté firme; pero, comoquiera que yo me
halle, caído o levantado, a pie o a caballo, siempre estaré al servicio
vuestro y al de mi señora la duquesa, digna consorte vuestra, y digna
señora de la hermosura y universal princesa de la cortesía.

-¡Pasito, mi señor don Quijote de la Mancha! -dijo el duque-, que adonde
está mi señora doña Dulcinea del Toboso no es razón que se alaben otras
fermosuras.

Ya estaba a esta sazón libre Sancho Panza del lazo, y, hallándose allí
cerca, antes que su amo respondiese, dijo:

-No se puede negar, sino afirmar, que es muy hermosa mi señora Dulcinea del
Toboso, pero donde menos se piensa se levanta la liebre; que yo he oído
decir que esto que llaman naturaleza es como un alcaller que hace vasos de
barro, y el que hace un vaso hermoso también puede hacer dos, y tres y
ciento; dígolo porque mi señora la duquesa a fee que no va en zaga a mi ama
la señora Dulcinea del Toboso.

Volvióse don Quijote a la duquesa y dijo:

-Vuestra grandeza imagine que no tuvo caballero andante en el mundo
escudero más hablador ni más gracioso del que yo tengo, y él me sacará
verdadero si algunos días quisiere vuestra gran celsitud servirse de mí.

A lo que respondió la duquesa:

-De que Sancho el bueno sea gracioso lo estimo yo en mucho, porque es señal
que es discreto; que las gracias y los donaires, señor don Quijote, como
vuesa merced bien sabe, no asientan sobre ingenios torpes; y, pues el buen
Sancho es gracioso y donairoso, desde aquí le confirmo por discreto.

-Y hablador -añadió don Quijote.

-Tanto que mejor -dijo el duque-, porque muchas gracias no se pueden decir
con pocas palabras. Y, porque no se nos vaya el tiempo en ellas, venga el
gran Caballero de la Triste Figura...

-De los Leones ha de decir vuestra alteza -dijo Sancho-, que ya no hay
Triste Figura, ni figuro.

-Sea el de los Leones -prosiguió el duque-. Digo que venga el señor
Caballero de los Leones a un castillo mío que está aquí cerca, donde se le
hará el acogimiento que a tan alta persona se debe justamente, y el que yo
y la duquesa solemos hacer a todos los caballeros andantes que a él llegan.

Ya en esto, Sancho había aderezado y cinchado bien la silla a Rocinante; y,
subiendo en él don Quijote, y el duque en un hermoso caballo, pusieron a la
duquesa en medio y encaminaron al castillo. Mandó la duquesa a Sancho que
fuese junto a ella, porque gustaba infinito de oír sus discreciones. No se
hizo de rogar Sancho, y entretejióse entre los tres, y hizo cuarto en la
conversación, con gran gusto de la duquesa y del duque, que tuvieron a gran
ventura acoger en su castillo tal caballero andante y tal escudero andado.





Capítulo XXXI. Que trata de muchas y grandes cosas


Suma era la alegría que llevaba consigo Sancho, viéndose, a su parecer, en
privanza con la duquesa, porque se le figuraba que había de hallar en su
castillo lo que en la casa de don Diego y en la de Basilio, siempre
aficionado a la buena vida; y así, tomaba la ocasión por la melena en esto
del regalarse cada y cuando que se le ofrecía.

Cuenta, pues, la historia, que antes que a la casa de placer o castillo
llegasen, se adelantó el duque y dio orden a todos sus criados del modo que
habían de tratar a don Quijote; el cual, como llegó con la duquesa a las
puertas del castillo, al instante salieron dél dos lacayos o palafreneros,
vestidos hasta en pies de unas ropas que llaman de levantar, de finísimo
raso carmesí, y, cogiendo a don Quijote en brazos, sin ser oído ni visto,
le dijeron:

-Vaya la vuestra grandeza a apear a mi señora la duquesa.

Don Quijote lo hizo, y hubo grandes comedimientos entre los dos sobre el
caso; pero, en efecto, venció la porfía de la duquesa, y no quiso decender
o bajar del palafrén sino en los brazos del duque, diciendo que no se
hallaba digna de dar a tan gran caballero tan inútil carga. En fin, salió
el duque a apearla; y al entrar en un gran patio, llegaron dos hermosas
doncellas y echaron sobre los hombros a don Quijote un gran manto de
finísima escarlata, y en un instante se coronaron todos los corredores del
patio de criados y criadas de aquellos señores, diciendo a grandes voces:

-¡Bien sea venido la flor y la nata de los caballeros andantes!

Y todos, o los más, derramaban pomos de aguas olorosas sobre don Quijote y
sobre los duques, de todo lo cual se admiraba don Quijote; y aquél fue el
primer día que de todo en todo conoció y creyó ser caballero andante
verdadero, y no fantástico, viéndose tratar del mesmo modo que él había
leído se trataban los tales caballeros en los pasados siglos.

Sancho, desamparando al rucio, se cosió con la duquesa y se entró en el
castillo; y, remordiéndole la conciencia de que dejaba al jumento solo, se
llegó a una reverenda dueña, que con otras a recebir a la duquesa había
salido, y con voz baja le dijo:

-Señora González, o como es su gracia de vuesa merced...

-Doña Rodríguez de Grijalba me llamo -respondió la dueña-. ¿Qué es lo que
mandáis, hermano?

A lo que respondió Sancho:

-Querría que vuesa merced me la hiciese de salir a la puerta del castillo,
donde hallará un asno rucio mío; vuesa merced sea servida de mandarle
poner, o ponerle, en la caballeriza, porque el pobrecito es un poco
medroso, y no se hallará a estar solo en ninguna de las maneras.

-Si tan discreto es el amo como el mozo -respondió la dueña-, ¡medradas
estamos! Andad, hermano, mucho de enhoramala para vos y para quien acá os
trujo, y tened cuenta con vuestro jumento, que las dueñas desta casa no
estamos acostumbradas a semejantes haciendas.

-Pues en verdad -respondió Sancho- que he oído yo decir a mi señor, que es
zahorí de las historias, contando aquella de Lanzarote,

cuando de Bretaña vino,

que damas curaban dél,

y dueñas del su rocino;

y que en el particular de mi asno, que no le trocara yo con el rocín del
señor Lanzarote.

-Hermano, si sois juglar -replicó la dueña-, guardad vuestras gracias para
donde lo parezcan y se os paguen, que de mi no podréis llevar sino una
higa.

-¡Aun bien -respondió Sancho- que será bien madura, pues no perderá vuesa
merced la quínola de sus años por punto menos!

-Hijo de puta -dijo la dueña, toda ya encendida en cólera-, si soy vieja o
no, a Dios daré la cuenta, que no a vos, bellaco, harto de ajos.

Y esto dijo en voz tan alta, que lo oyó la duquesa; y, volviendo y viendo a
la dueña tan alborotada y tan encarnizados los ojos, le preguntó con quién
las había.

-Aquí las he -respondió la dueña- con este buen hombre, que me ha pedido
encarecidamente que vaya a poner en la caballeriza a un asno suyo que está
a la puerta del castillo, trayéndome por ejemplo que así lo hicieron no sé
dónde, que unas damas curaron a un tal Lanzarote, y unas dueñas a su
rocino, y, sobre todo, por buen término me ha llamado vieja.

-Eso tuviera yo por afrenta -respondió la duquesa-, más que cuantas
pudieran decirme.

Y, hablando con Sancho, le dijo:

-Advertid, Sancho amigo, que doña Rodríguez es muy moza, y que aquellas
tocas más las trae por autoridad y por la usanza que por los años.

-Malos sean los que me quedan por vivir -respondió Sancho-, si lo dije por
tanto; sólo lo dije porque es tan grande el cariño que tengo a mi jumento,
que me pareció que no podía encomendarle a persona más caritativa que a la
señora doña Rodríguez.

Don Quijote, que todo lo oía, le dijo:

-¿Pláticas son éstas, Sancho, para este lugar?

-Señor -respondió Sancho-, cada uno ha de hablar de su menester dondequiera
que estuviere; aquí se me acordó del rucio, y aquí hablé dél; y si en la
caballeriza se me acordara, allí hablara.

A lo que dijo el duque:

-Sancho está muy en lo cierto, y no hay que culparle en nada; al rucio se
le dará recado a pedir de boca, y descuide Sancho, que se le tratará como a
su mesma persona.

Con estos razonamientos, gustosos a todos sino a don Quijote, llegaron a lo
alto y entraron a don Quijote en una sala adornada de telas riquísimas de
oro y de brocado; seis doncellas le desarmaron y sirvieron de pajes, todas
industriadas y advertidas del duque y de la duquesa de lo que habían de
hacer, y de cómo habían de tratar a don Quijote, para que imaginase y viese
que le trataban como caballero andante. Quedó don Quijote, después de
desarmado, en sus estrechos greguescos y en su jubón de camuza, seco, alto,
tendido, con las quijadas, que por de dentro se besaba la una con la otra;
figura que, a no tener cuenta las doncellas que le servían con disimular la
risa -que fue una de las precisas órdenes que sus señores les habían dado-,
reventaran riendo.

Pidiéronle que se dejase desnudar para una camisa, pero nunca lo consintió,
diciendo que la honestidad parecía tan bien en los caballeros andantes como
la valentía. Con todo, dijo que diesen la camisa a Sancho, y, encerrándose
con él en una cuadra donde estaba un rico lecho, se desnudó y vistió la
camisa; y, viéndose solo con Sancho, le dijo:

-Dime, truhán moderno y majadero antiguo: ¿parécete bien deshonrar y
afrentar a una dueña tan veneranda y tan digna de respeto como aquélla?
¿Tiempos eran aquéllos para acordarte del rucio, o señores son éstos para
dejar mal pasar a las bestias, tratando tan elegantemente a sus dueños? Por
quien Dios es, Sancho, que te reportes, y que no descubras la hilaza de
manera que caigan en la cuenta de que eres de villana y grosera tela
tejido. Mira, pecador de ti, que en tanto más es tenido el señor cuanto
tiene más honrados y bien nacidos criados, y que una de las ventajas
mayores que llevan los príncipes a los demás hombres es que se sirven de
criados tan buenos como ellos. ¿No adviertes, angustiado de ti, y
malaventurado de mí, que si veen que tú eres un grosero villano, o un
mentecato gracioso, pensarán que yo soy algún echacuervos, o algún
caballero de mohatra? No, no, Sancho amigo, huye, huye destos
inconvinientes, que quien tropieza en hablador y en gracioso, al primer
puntapié cae y da en truhán desgraciado. Enfrena la lengua, considera y
rumia las palabras antes que te salgan de la boca, y advierte que hemos
llegado a parte donde, con el favor de Dios y valor de mi brazo, hemos de
salir mejorados en tercio y quinto en fama y en hacienda.

Sancho le prometió con muchas veras de coserse la boca, o morderse la
lengua, antes de hablar palabra que no fuese muy a propósito y bien
considerada, como él se lo mandaba, y que descuidase acerca de lo tal, que
nunca por él se descubriría quién ellos eran.

Vistióse don Quijote, púsose su tahalí con su espada, echóse el mantón de
escarlata a cuestas, púsose una montera de raso verde que las doncellas le
dieron, y con este adorno salió a la gran sala, adonde halló a las
doncellas puestas en ala, tantas a una parte como a otra, y todas con
aderezo de darle aguamanos, la cual le dieron con muchas reverencias y
ceremonias.

Luego llegaron doce pajes con el maestresala, para llevarle a comer, que ya
los señores le aguardaban. Cogiéronle en medio, y, lleno de pompa y
majestad, le llevaron a otra sala, donde estaba puesta una rica mesa con
solos cuatro servicios. La duquesa y el duque salieron a la puerta de la
sala a recebirle, y con ellos un grave eclesiástico, destos que gobiernan
las casas de los príncipes; destos que, como no nacen príncipes, no
aciertan a enseñar cómo lo han de ser los que lo son; destos que quieren
que la grandeza de los grandes se mida con la estrecheza de sus ánimos;
destos que, queriendo mostrar a los que ellos gobiernan a ser limitados,
les hacen ser miserables; destos tales, digo que debía de ser el grave
religioso que con los duques salió a recebir a don Quijote. Hiciéronse mil
corteses comedimientos, y, finalmente, cogiendo a don Quijote en medio, se
fueron a sentar a la mesa.

Convidó el duque a don Quijote con la cabecera de la mesa, y aunque él lo
rehusó, las importunaciones del duque fueron tantas que la hubo de tomar.
El eclesiástico se sentó frontero, y el duque y la duquesa a los dos lados.

A todo estaba presente Sancho, embobado y atónito de ver la honra que a su
señor aquellos príncipes le hacían; y, viendo las muchas ceremonias y
ruegos que pasaron entre el duque y don Quijote para hacerle sentar a la
cabecera de la mesa, dijo:

-Si sus mercedes me dan licencia, les contaré un cuento que pasó en mi
pueblo acerca desto de los asientos.

Apenas hubo dicho esto Sancho, cuando don Quijote tembló, creyendo sin duda
alguna que había de decir alguna necedad. Miróle Sancho y entendióle, y
dijo:

-No tema vuesa merced, señor mío, que yo me desmande, ni que diga cosa que
no venga muy a pelo, que no se me han olvidado los consejos que poco ha
vuesa merced me dio sobre el hablar mucho o poco, o bien o mal.

-Yo no me acuerdo de nada, Sancho -respondió don Quijote-; di lo que
quisieres, como lo digas presto.

-Pues lo que quiero decir -dijo Sancho- es tan verdad, que mi señor don
Quijote, que está presente, no me dejará mentir.

-Por mí -replicó don Quijote-, miente tú, Sancho, cuanto quisieres, que yo
no te iré a la mano, pero mira lo que vas a decir.

-Tan mirado y remirado lo tengo, que a buen salvo está el que repica, como
se verá por la obra.

-Bien será -dijo don Quijote- que vuestras grandezas manden echar de aquí a
este tonto, que dirá mil patochadas.

-Por vida del duque -dijo la duquesa-, que no se ha de apartar de mí Sancho
un punto: quiérole yo mucho, porque sé que es muy discreto.

-Discretos días -dijo Sancho- viva vuestra santidad por el buen crédito que
de mí tiene, aunque en mí no lo haya. Y el cuento que quiero decir es éste:
«Convidó un hidalgo de mi pueblo, muy rico y principal, porque venía de los
Álamos de Medina del Campo, que casó con doña Mencía de Quiñones, que fue
hija de don Alonso de Marañón, caballero del hábito de Santiago, que se
ahogó en la Herradura, por quien hubo aquella pendencia años ha en nuestro
lugar, que, a lo que entiendo, mi señor don Quijote se halló en ella, de
donde salió herido Tomasillo el Travieso, el hijo de Balbastro el
herrero...» ¿No es verdad todo esto, señor nuestro amo? Dígalo, por su
vida, porque estos señores no me tengan por algún hablador mentiroso.

-Hasta ahora -dijo el eclesiástico-, más os tengo por hablador que por
mentiroso, pero de aquí adelante no sé por lo que os tendré.

-Tú das tantos testigos, Sancho, y tantas señas, que no puedo dejar de
decir que debes de decir verdad. Pasa adelante y acorta el cuento, porque
llevas camino de no acabar en dos días.

-No ha de acortar tal -dijo la duquesa-, por hacerme a mí placer; antes, le
ha de contar de la manera que le sabe, aunque no le acabe en seis días; que
si tantos fuesen, serían para mí los mejores que hubiese llevado en mi
vida.

-«Digo, pues, señores míos -prosiguió Sancho-, que este tal hidalgo, que yo
conozco como a mis manos, porque no hay de mi casa a la suya un tiro de
ballesta, convidó un labrador pobre, pero honrado.»

-Adelante, hermano -dijo a esta sazón el religioso-, que camino lleváis de
no parar con vuestro cuento hasta el otro mundo.

-A menos de la mitad pararé, si Dios fuere servido -respondió Sancho-. «Y
así, digo que, llegando el tal labrador a casa del dicho hidalgo
convidador, que buen poso haya su ánima, que ya es muerto, y por más señas
dicen que hizo una muerte de un ángel, que yo no me hallé presente, que
había ido por aquel tiempo a segar a Tembleque...»

-Por vida vuestra, hijo, que volváis presto de Tembleque, y que, sin
enterrar al hidalgo, si no queréis hacer más exequias, acabéis vuestro
cuento.

-«Es, pues, el caso -replicó Sancho- que, estando los dos para asentarse a
la mesa, que parece que ahora los veo más que nunca...»

Gran gusto recebían los duques del disgusto que mostraba tomar el buen
religioso de la dilación y pausas con que Sancho contaba su cuento, y don
Quijote se estaba consumiendo en cólera y en rabia.

-«Digo, así -dijo Sancho-, que, estando, como he dicho, los dos para
sentarse a la mesa, el labrador porfiaba con el hidalgo que tomase la
cabecera de la mesa, y el hidalgo porfiaba también que el labrador la
tomase, porque en su casa se había de hacer lo que él mandase; pero el
labrador, que presumía de cortés y bien criado, jamás quiso, hasta que el
hidalgo, mohíno, poniéndole ambas manos sobre los hombros, le hizo sentar
por fuerza, diciéndole: ''Sentaos, majagranzas, que adondequiera que yo me
siente será vuestra cabecera''.» Y éste es el cuento, y en verdad que creo
que no ha sido aquí traído fuera de propósito.

Púsose don Quijote de mil colores, que sobre lo moreno le jaspeaban y se le
parecían; los señores disimularon la risa, porque don Quijote no acabase de
correrse, habiendo entendido la malicia de Sancho; y, por mudar de plática
y hacer que Sancho no prosiguiese con otros disparates, preguntó la duquesa
a don Quijote que qué nuevas tenía de la señora Dulcinea, y que si le había
enviado aquellos días algunos presentes de gigantes o malandrines, pues no
podía dejar de haber vencido muchos. A lo que don Quijote respondió:

-Señora mía, mis desgracias, aunque tuvieron principio, nunca tendrán fin.
Gigantes he vencido, y follones y malandrines le he enviado, pero ¿adónde
la habían de hallar, si está encantada y vuelta en la más fea labradora que
imaginar se puede?

-No sé -dijo Sancho Panza-, a mí me parece la más hermosa criatura del
mundo; a lo menos, en la ligereza y en el brincar bien sé yo que no dará
ella la ventaja a un volteador; a buena fe, señora duquesa, así salta desde
el suelo sobre una borrica como si fuera un gato.

-¿Habéisla visto vos encantada, Sancho? -preguntó el duque.

-Y ¡cómo si la he visto! -respondió Sancho-. Pues, ¿quién diablos sino yo
fue el primero que cayó en el achaque del encantorio? ¡Tan encantada está
como mi padre!

El eclesiástico, que oyó decir de gigantes, de follones y de encantos, cayó
en la cuenta de que aquél debía de ser don Quijote de la Mancha, cuya
historia leía el duque de ordinario, y él se lo había reprehendido muchas
veces, diciéndole que era disparate leer tales disparates; y, enterándose
ser verdad lo que sospechaba, con mucha cólera, hablando con el duque, le
dijo:

-Vuestra Excelencia, señor mío, tiene que dar cuenta a Nuestro Señor de lo
que hace este buen hombre. Este don Quijote, o don Tonto, o como se llama,
imagino yo que no debe de ser tan mentecato como Vuestra Excelencia quiere
que sea, dándole ocasiones a la mano para que lleve adelante sus sandeces y
vaciedades.

Y, volviendo la plática a don Quijote, le dijo:

-Y a vos, alma de cántaro, ¿quién os ha encajado en el celebro que sois
caballero andante y que vencéis gigantes y prendéis malandrines? Andad en
hora buena, y en tal se os diga: volveos a vuestra casa, y criad vuestros
hijos, si los tenéis, y curad de vuestra hacienda, y dejad de andar vagando
por el mundo, papando viento y dando que reír a cuantos os conocen y no
conocen. ¿En dónde, nora tal, habéis vos hallado que hubo ni hay ahora
caballeros andantes? ¿Dónde hay gigantes en España, o malandrines en la
Mancha, ni Dulcineas encantadas, ni toda la caterva de las simplicidades
que de vos se cuentan?

Atento estuvo don Quijote a las razones de aquel venerable varón, y, viendo
que ya callaba, sin guardar respeto a los duques, con semblante airado y
alborotado rostro, se puso en pie y dijo...

Pero esta respuesta capítulo por sí merece.





Capítulo XXXII. De la respuesta que dio don Quijote a su reprehensor, con
otros graves y graciosos sucesos


Levantado, pues, en pie don Quijote, temblando de los pies a la cabeza como
azogado, con presurosa y turbada lengua, dijo:

-El lugar donde estoy, y la presencia ante quien me hallo y el respeto que
siempre tuve y tengo al estado que vuesa merced profesa tienen y atan las
manos de mi justo enojo; y, así por lo que he dicho como por saber que
saben todos que las armas de los togados son las mesmas que las de la
mujer, que son la lengua, entraré con la mía en igual batalla con vuesa
merced, de quien se debía esperar antes buenos consejos que infames
vituperios. Las reprehensiones santas y bien intencionadas otras
circunstancias requieren y otros puntos piden: a lo menos, el haberme
reprehendido en público y tan ásperamente ha pasado todos los límites de la
buena reprehensión, pues las primeras mejor asientan sobre la blandura que
sobre la aspereza, y no es bien que, sin tener conocimiento del pecado que
se reprehende, llamar al pecador, sin más ni más, mentecato y tonto. Si no,
dígame vuesa merced: ¿por cuál de las mentecaterías que en mí ha visto me
condena y vitupera, y me manda que me vaya a mi casa a tener cuenta en el
gobierno della y de mi mujer y de mis hijos, sin saber si la tengo o los
tengo? ¿No hay más sino a troche moche entrarse por las casas ajenas a
gobernar sus dueños, y, habiéndose criado algunos en la estrecheza de algún
pupilaje, sin haber visto más mundo que el que puede contenerse en veinte o
treinta leguas de distrito, meterse de rondón a dar leyes a la caballería y
a juzgar de los caballeros andantes? ¿Por ventura es asumpto vano o es
tiempo mal gastado el que se gasta en vagar por el mundo, no buscando los
regalos dél, sino las asperezas por donde los buenos suben al asiento de la
inmortalidad? Si me tuvieran por tonto los caballeros, los magníficos, los
generosos, los altamente nacidos, tuviéralo por afrenta inreparable; pero
de que me tengan por sandio los estudiantes, que nunca entraron ni pisaron
las sendas de la caballería, no se me da un ardite: caballero soy y
caballero he de morir si place al Altísimo. Unos van por el ancho campo de
la ambición soberbia; otros, por el de la adulación servil y baja; otros,
por el de la hipocresía engañosa, y algunos, por el de la verdadera
religión; pero yo, inclinado de mi estrella, voy por la angosta senda de la
caballería andante, por cuyo ejercicio desprecio la hacienda, pero no la
honra. Yo he satisfecho agravios, enderezado tuertos, castigado
insolencias, vencido gigantes y atropellado vestiglos; yo soy enamorado, no
más de porque es forzoso que los caballeros andantes lo sean; y, siéndolo,
no soy de los enamorados viciosos, sino de los platónicos continentes. Mis
intenciones siempre las enderezo a buenos fines, que son de hacer bien a
todos y mal a ninguno; si el que esto entiende, si el que esto obra, si el
que desto trata merece ser llamado bobo, díganlo vuestras grandezas, duque
y duquesa excelentes.

-¡Bien, por Dios! -dijo Sancho-. No diga más vuestra merced, señor y amo
mío, en su abono, porque no hay más que decir, ni más que pensar, ni más
que perseverar en el mundo. Y más, que, negando este señor, como ha negado,
que no ha habido en el mundo, ni los hay, caballeros andantes, ¿qué mucho
que no sepa ninguna de las cosas que ha dicho?

-¿Por ventura -dijo el eclesiástico- sois vos, hermano, aquel Sancho Panza
que dicen, a quien vuestro amo tiene prometida una ínsula?

-Sí soy -respondió Sancho-; y soy quien la merece tan bien como otro
cualquiera; soy quien "júntate a los buenos y serás uno dellos", y soy yo
de aquellos "no con quien naces, sino con quien paces", y de los "quien a
buen árbol se arrima, buena sombra le cobija". Yo me he arrimado a buen
señor, y ha muchos meses que ando en su compañía, y he de ser otro como él,
Dios queriendo; y viva él y viva yo: que ni a él le faltarán imperios que
mandar ni a mí ínsulas que gobernar.

-No, por cierto, Sancho amigo -dijo a esta sazón el duque-, que yo, en
nombre del señor don Quijote, os mando el gobierno de una que tengo de
nones, de no pequeña calidad.

-Híncate de rodillas, Sancho -dijo don Quijote-, y besa los pies a Su
Excelencia por la merced que te ha hecho.

Hízolo así Sancho; lo cual visto por el eclesiástico, se levantó de la
mesa, mohíno además, diciendo:

-Por el hábito que tengo, que estoy por decir que es tan sandio Vuestra
Excelencia como estos pecadores. ¡Mirad si no han de ser ellos locos, pues
los cuerdos canonizan sus locuras! Quédese Vuestra Excelencia con ellos;
que, en tanto que estuvieren en casa, me estaré yo en la mía, y me escusaré
de reprehender lo que no puedo remediar.

Y, sin decir más ni comer más, se fue, sin que fuesen parte a detenerle los
ruegos de los duques; aunque el duque no le dijo mucho, impedido de la risa
que su impertinente cólera le había causado. Acabó de reír y dijo a don
Quijote:

-Vuesa merced, señor Caballero de los Leones, ha respondido por sí tan
altamente que no le queda cosa por satisfacer deste que, aunque parece
agravio, no lo es en ninguna manera; porque, así como no agravian las
mujeres, no agravian los eclesiásticos, como vuesa merced mejor sabe.

-Así es -respondió don Quijote-, y la causa es que el que no puede ser
agraviado no puede agraviar a nadie. Las mujeres, los niños y los
eclesiásticos, como no pueden defenderse, aunque sean ofendidos, no pueden
ser afrentados; porque entre el agravio y la afrenta hay esta diferencia,
como mejor Vuestra Excelencia sabe: la afrenta viene de parte de quien la
puede hacer, y la hace y la sustenta; el agravio puede venir de cualquier
parte, sin que afrente. Sea ejemplo: está uno en la calle descuidado,
llegan diez con mano armada, y, dándole de palos, pone mano a la espada y
hace su deber, pero la muchedumbre de los contrarios se le opone, y no le
deja salir con su intención, que es de vengarse; este tal queda agraviado,
pero no afrentado. Y lo mesmo confirmará otro ejemplo: está uno vuelto de
espaldas, llega otro y dale de palos, y en dándoselos huye y no espera, y
el otro le sigue y no alcanza; este que recibió los palos, recibió agravio,
mas no afrenta, porque la afrenta ha de ser sustentada. Si el que le dio
los palos, aunque se los dio a hurtacordel, pusiera mano a su espada y se
estuviera quedo, haciendo rostro a su enemigo, quedara el apaleado
agraviado y afrentado juntamente: agraviado, porque le dieron a traición;
afrentado, porque el que le dio sustentó lo que había hecho, sin volver las
espaldas y a pie quedo. Y así, según las leyes del maldito duelo, yo puedo
estar agraviado, mas no afrentado; porque los niños no sienten, ni las
mujeres, ni pueden huir, ni tienen para qué esperar, y lo mesmo los
constituidos en la sacra religión, porque estos tres géneros de gente
carecen de armas ofensivas y defensivas; y así, aunque naturalmente estén
obligados a defenderse, no lo están para ofender a nadie. Y, aunque poco ha
dije que yo podía estar agraviado, agora digo que no, en ninguna manera,
porque quien no puede recebir afrenta, menos la puede dar; por las cuales
razones yo no debo sentir, ni siento, las que aquel buen hombre me ha
dicho; sólo quisiera que esperara algún poco, para darle a entender en el
error en que está en pensar y decir que no ha habido, ni los hay,
caballeros andantes en el mundo; que si lo tal oyera Amadís, o uno de los
infinitos de su linaje, yo sé que no le fuera bien a su merced.

-Eso juro yo bien -dijo Sancho-: cuchillada le hubieran dado que le
abrieran de arriba abajo como una granada, o como a un melón muy maduro.
¡Bonitos eran ellos para sufrir semejantes cosquillas! Para mi santiguada,
que tengo por cierto que si Reinaldos de Montalbán hubiera oído estas
razones al hombrecito, tapaboca le hubiera dado que no hablara más en tres
años. ¡No, sino tomárase con ellos y viera cómo escapaba de sus manos!

Perecía de risa la duquesa en oyendo hablar a Sancho, y en su opinión le
tenía por más gracioso y por más loco que a su amo; y muchos hubo en aquel
tiempo que fueron deste mismo parecer. Finalmente, don Quijote se sosegó, y
la comida se acabó, y, en levantando los manteles, llegaron cuatro
doncellas, la una con una fuente de plata, y la otra con un aguamanil,
asimismo de plata, y la otra con dos blanquísimas y riquísimas toallas al
hombro, y la cuarta descubiertos los brazos hasta la mitad, y en sus
blancas manos -que sin duda eran blancas- una redonda pella de jabón
napolitano. Llegó la de la fuente, y con gentil donaire y desenvoltura
encajó la fuente debajo de la barba de don Quijote; el cual, sin hablar
palabra, admirado de semejante ceremonia, creyendo que debía ser usanza de
aquella tierra en lugar de las manos lavar las barbas, y así tendió la suya
todo cuanto pudo, y al mismo punto comenzó a llover el aguamanil, y la
doncella del jabón le manoseó las barbas con mucha priesa, levantando copos
de nieve, que no eran menos blancas las jabonaduras, no sólo por las
barbas, mas por todo el rostro y por los ojos del obediente caballero,
tanto, que se los hicieron cerrar por fuerza.

El duque y la duquesa, que de nada desto eran sabidores, estaban esperando
en qué había de parar tan extraordinario lavatorio. La doncella barbera,
cuando le tuvo con un palmo de jabonadura, fingió que se le había acabado
el agua, y mandó a la del aguamanil fuese por ella, que el señor don
Quijote esperaría. Hízolo así, y quedó don Quijote con la más estraña
figura y más para hacer reír que se pudiera imaginar.

Mirábanle todos los que presentes estaban, que eran muchos, y como le veían
con media vara de cuello, más que medianamente moreno, los ojos cerrados y
las barbas llenas de jabón, fue gran maravilla y mucha discreción poder
disimular la risa; las doncellas de la burla tenían los ojos bajos, sin
osar mirar a sus señores; a ellos les retozaba la cólera y la risa en el
cuerpo, y no sabían a qué acudir: o a castigar el atrevimiento de las
muchachas, o darles premio por el gusto que recibían de ver a don Quijote
de aquella suerte.

Finalmente, la doncella del aguamanil vino, y acabaron de lavar a don
Quijote, y luego la que traía las toallas le limpió y le enjugó muy
reposadamente; y, haciéndole todas cuatro a la par una grande y profunda
inclinación y reverencia, se querían ir; pero el duque, porque don Quijote
no cayese en la burla, llamó a la doncella de la fuente, diciéndole:

-Venid y lavadme a mí, y mirad que no se os acabe el agua.

La muchacha, aguda y diligente, llegó y puso la fuente al duque como a don
Quijote, y, dándose prisa, le lavaron y jabonaron muy bien, y, dejándole
enjuto y limpio, haciendo reverencias se fueron. Después se supo que había
jurado el duque que si a él no le lavaran como a don Quijote, había de
castigar su desenvoltura, lo cual habían enmendado discretamente con
haberle a él jabonado.

Estaba atento Sancho a las ceremonias de aquel lavatorio, y dijo entre sí:

-¡Válame Dios! ¿Si será también usanza en esta tierra lavar las barbas a
los escuderos como a los caballeros? Porque, en Dios y en mi ánima que lo
he bien menester, y aun que si me las rapasen a navaja, lo tendría a más
beneficio.

-¿Qué decís entre vos, Sancho? -preguntó la duquesa.

-Digo, señora -respondió él-, que en las cortes de los otros príncipes
siempre he oído decir que en levantando los manteles dan agua a las manos,
pero no lejía a las barbas; y que por eso es bueno vivir mucho, por ver
mucho; aunque también dicen que el que larga vida vive mucho mal ha de
pasar, puesto que pasar por un lavatorio de éstos antes es gusto que
trabajo.

-No tengáis pena, amigo Sancho -dijo la duquesa-, que yo haré que mis
doncellas os laven, y aun os metan en colada, si fuere menester.

-Con las barbas me contento -respondió Sancho-, por ahora a lo menos, que
andando el tiempo, Dios dijo lo que será.

-Mirad, maestresala -dijo la duquesa-, lo que el buen Sancho pide, y
cumplidle su voluntad al pie de la letra.

El maestresala respondió que en todo sería servido el señor Sancho, y con
esto se fue a comer, y llevó consigo a Sancho, quedándose a la mesa los
duques y don Quijote, hablando en muchas y diversas cosas; pero todas
tocantes al ejercicio de las armas y de la andante caballería.

La duquesa rogó a don Quijote que le delinease y describiese, pues parecía
tener felice memoria, la hermosura y facciones de la señora Dulcinea del
Toboso; que, según lo que la fama pregonaba de su belleza, tenía por
entendido que debía de ser la más bella criatura del orbe, y aun de toda la
Mancha. Sospiró don Quijote, oyendo lo que la duquesa le mandaba, y dijo:

-Si yo pudiera sacar mi corazón y ponerle ante los ojos de vuestra
grandeza, aquí, sobre esta mesa y en un plato, quitara el trabajo a mi
lengua de decir lo que apenas se puede pensar, porque Vuestra Excelencia la
viera en él toda retratada; pero, ¿para qué es ponerme yo ahora a delinear
y describir punto por punto y parte por parte la hermosura de la sin par
Dulcinea, siendo carga digna de otros hombros que de los míos, empresa en
quien se debían ocupar los pinceles de Parrasio, de Timantes y de Apeles, y
los buriles de Lisipo, para pintarla y grabarla en tablas, en mármoles y en
bronces, y la retórica ciceroniana y demostina para alabarla?

-¿Qué quiere decir demostina, señor don Quijote -preguntó la duquesa-, que
es vocablo que no le he oído en todos los días de mi vida?

-Retórica demostina -respondió don Quijote- es lo mismo que decir retórica
de Demóstenes, como ciceroniana, de Cicerón, que fueron los dos mayores
retóricos del mundo.

-Así es -dijo el duque-, y habéis andado deslumbrada en la tal pregunta.
Pero, con todo eso, nos daría gran gusto el señor don Quijote si nos la
pintase; que a buen seguro que, aunque sea en rasguño y bosquejo, que ella
salga tal, que la tengan invidia las más hermosas.

-Sí hiciera, por cierto -respondió don Quijote-, si no me la hubiera
borrado de la idea la desgracia que poco ha que le sucedió, que es tal, que
más estoy para llorarla que para describirla; porque habrán de saber
vuestras grandezas que, yendo los días pasados a besarle las manos, y a
recebir su bendición, beneplácito y licencia para esta tercera salida,
hallé otra de la que buscaba: halléla encantada y convertida de princesa en
labradora, de hermosa en fea, de ángel en diablo, de olorosa en pestífera,
de bien hablada en rústica, de reposada en brincadora, de luz en tinieblas,
y, finalmente, de Dulcinea del Toboso en una villana de Sayago.

-¡Válame Dios! -dando una gran voz, dijo a este instante el duque-. ¿Quién
ha sido el que tanto mal ha hecho al mundo? ¿Quién ha quitado dél la
belleza que le alegraba, el donaire que le entretenía y la honestidad que
le acreditaba?

-¿Quién? -respondió don Quijote-. ¿Quién puede ser sino algún maligno
encantador de los muchos invidiosos que me persiguen? Esta raza maldita,
nacida en el mundo para escurecer y aniquilar las hazañas de los buenos, y
para dar luz y levantar los fechos de los malos. Perseguido me han
encantadores, encantadores me persiguen y encantadores me persiguirán hasta
dar conmigo y con mis altas caballerías en el profundo abismo del olvido; y
en aquella parte me dañan y hieren donde veen que más lo siento, porque
quitarle a un caballero andante su dama es quitarle los ojos con que mira,
y el sol con que se alumbra, y el sustento con que se mantiene. Otras
muchas veces lo he dicho, y ahora lo vuelvo a decir: que el caballero
andante sin dama es como el árbol sin hojas, el edificio sin cimiento y la
sombra sin cuerpo de quien se cause.

-No hay más que decir -dijo la duquesa-; pero si, con todo eso, hemos de
dar crédito a la historia que del señor don Quijote de pocos días a esta
parte ha salido a la luz del mundo, con general aplauso de las gentes,
della se colige, si mal no me acuerdo, que nunca vuesa merced ha visto a la
señora Dulcinea, y que esta tal señora no es en el mundo, sino que es dama
fantástica, que vuesa merced la engendró y parió en su entendimiento, y la
pintó con todas aquellas gracias y perfeciones que quiso.

-En eso hay mucho que decir -respondió don Quijote-. Dios sabe si hay
Dulcinea o no en el mundo, o si es fantástica o no es fantástica; y éstas
no son de las cosas cuya averiguación se ha de llevar hasta el cabo. Ni yo
engendré ni parí a mi señora, puesto que la contemplo como conviene que sea
una dama que contenga en sí las partes que puedan hacerla famosa en todas
las del mundo, como son: hermosa, sin tacha, grave sin soberbia, amorosa
con honestidad, agradecida por cortés, cortés por bien criada, y,
finalmente, alta por linaje, a causa que sobre la buena sangre resplandece
y campea la hermosura con más grados de perfeción que en las hermosas
humildemente nacidas.

-Así es -dijo el duque-; pero hame de dar licencia el señor don Quijote
para que diga lo que me fuerza a decir la historia que de sus hazañas he
leído, de donde se infiere que, puesto que se conceda que hay Dulcinea, en
el Toboso o fuera dél, y que sea hermosa en el sumo grado que vuesa merced
nos la pinta, en lo de la alteza del linaje no corre parejas con las
Orianas, con las Alastrajareas, con las Madásimas, ni con otras deste jaez,
de quien están llenas las historias que vuesa merced bien sabe.

-A eso puedo decir -respondió don Quijote- que Dulcinea es hija de sus
obras, y que las virtudes adoban la sangre, y que en más se ha de estimar y
tener un humilde virtuoso que un vicioso levantado; cuanto más, que
Dulcinea tiene un jirón que la puede llevar a ser reina de corona y ceptro;
que el merecimiento de una mujer hermosa y virtuosa a hacer mayores
milagros se estiende, y, aunque no formalmente, virtualmente tiene en sí
encerradas mayores venturas.

-Digo, señor don Quijote -dijo la duquesa-, que en todo cuanto vuestra
merced dice va con pie de plomo, y, como suele decirse, con la sonda en la
mano; y que yo desde aquí adelante creeré y haré creer a todos los de mi
casa, y aun al duque mi señor, si fuere menester, que hay Dulcinea en el
Toboso, y que vive hoy día, y es hermosa, y principalmente nacida y
merecedora que un tal caballero como es el señor don Quijote la sirva; que
es lo más que puedo ni sé encarecer. Pero no puedo dejar de formar un
escrúpulo, y tener algún no sé qué de ojeriza contra Sancho Panza: el
escrúpulo es que dice la historia referida que el tal Sancho Panza halló a
la tal señora Dulcinea, cuando de parte de vuestra merced le llevó una
epístola, ahechando un costal de trigo, y, por más señas, dice que era
rubión: cosa que me hace dudar en la alteza de su linaje.

A lo que respondió don Quijote:

-Señora mía, sabrá la vuestra grandeza que todas o las más cosas que a mí
me suceden van fuera de los términos ordinarios de las que a los otros
caballeros andantes acontecen, o ya sean encaminadas por el querer
inescrutable de los hados, o ya vengan encaminadas por la malicia de algún
encantador invidioso; y, como es cosa ya averiguada que todos o los más
caballeros andantes y famosos, uno tenga gracia de no poder ser encantado,
otro de ser de tan impenetrables carnes que no pueda ser herido, como lo
fue el famoso Roldán, uno de los doce Pares de Francia, de quien se cuenta
que no podía ser ferido sino por la planta del pie izquierdo, y que esto
había de ser con la punta de un alfiler gordo, y no con otra suerte de arma
alguna; y así, cuando Bernardo del Carpio le mató en Roncesvalles, viendo
que no le podía llagar con fierro, le levantó del suelo entre los brazos y
le ahogó, acordándose entonces de la muerte que dio Hércules a Anteón,
aquel feroz gigante que decían ser hijo de la Tierra. Quiero inferir de lo
dicho, que podría ser que yo tuviese alguna gracia déstas, no del no
poder ser ferido, porque muchas veces la experiencia me ha mostrado que soy
de carnes blandas y no nada impenetrables, ni la de no poder ser encantado,
que ya me he visto metido en una jaula, donde todo el mundo no fuera
poderoso a encerrarme, si no fuera a fuerzas de encantamentos; pero, pues
de aquél me libré, quiero creer que no ha de haber otro alguno que me
empezca; y así, viendo estos encantadores que con mi persona no pueden usar
de sus malas mañas, vénganse en las cosas que más quiero, y quieren
quitarme la vida maltratando la de Dulcinea, por quien yo vivo; y así, creo
que, cuando mi escudero le llevó mi embajada, se la convirtieron en villana
y ocupada en tan bajo ejercicio como es el de ahechar trigo; pero ya tengo
yo dicho que aquel trigo ni era rubión ni trigo, sino granos de perlas
orientales; y para prueba desta verdad quiero decir a vuestras magnitudes
cómo, viniendo poco ha por el Toboso, jamás pude hallar los palacios de
Dulcinea; y que otro día, habiéndola visto Sancho, mi escudero, en su mesma
figura, que es la más bella del orbe, a mí me pareció una labradora tosca y
fea, y no nada bien razonada, siendo la discreción del mundo; y, pues yo no
estoy encantado, ni lo puedo estar, según buen discurso, ella es la
encantada, la ofendida y la mudada, trocada y trastrocada, y en ella se han
vengado de mí mis enemigos, y por ella viviré yo en perpetuas lágrimas,
hasta verla en su prístino estado. Todo esto he dicho para que nadie repare
en lo que Sancho dijo del cernido ni del ahecho de Dulcinea; que, pues a mí
me la mudaron, no es maravilla que a él se la cambiasen. Dulcinea es
principal y bien nacida, y de los hidalgos linajes que hay en el Toboso,
que son muchos, antiguos y muy buenos, a buen seguro que no le cabe poca
parte a la sin par Dulcinea, por quien su lugar será famoso y nombrado en
los venideros siglos, como lo ha sido Troya por Elena, y España por la
Cava, aunque con mejor título y fama. Por otra parte, quiero que entiendan
vuestras señorías que Sancho Panza es uno de los más graciosos escuderos
que jamás sirvió a caballero andante; tiene a veces unas simplicidades tan
agudas, que el pensar si es simple o agudo causa no pequeño contento; tiene
malicias que le condenan por bellaco, y descuidos que le confirman por
bobo; duda de todo y créelo todo; cuando pienso que se va a despeñar de
tonto, sale con unas discreciones, que le levantan al cielo. Finalmente, yo
no le trocaría con otro escudero, aunque me diesen de añadidura una ciudad;
y así, estoy en duda si será bien enviarle al gobierno de quien vuestra
grandeza le ha hecho merced; aunque veo en él una cierta aptitud para esto
de gobernar, que atusándole tantico el entendimiento, se saldría con
cualquiera gobierno, como el rey con sus alcabalas; y más, que ya por
muchas experiencias sabemos que no es menester ni mucha habilidad ni muchas
letras para ser uno gobernador, pues hay por ahí ciento que apenas saber
leer, y gobiernan como unos girifaltes; el toque está en que tengan buena
intención y deseen acertar en todo; que nunca les faltará quien les
aconseje y encamine en lo que han de hacer, como los gobernadores
caballeros y no letrados, que sentencian con asesor. Aconsejaríale yo que
ni tome cohecho, ni pierda derecho, y otras cosillas que me quedan en el
estómago, que saldrán a su tiempo, para utilidad de Sancho y provecho de la
ínsula que gobernare.

A este punto llegaban de su coloquio el duque, la duquesa y don Quijote,
cuando oyeron muchas voces y gran rumor de gente en el palacio; y a deshora
entró Sancho en la sala, todo asustado, con un cernadero por babador, y
tras él muchos mozos, o, por mejor decir, pícaros de cocina y otra gente
menuda, y uno venía con un artesoncillo de agua, que en la color y poca
limpieza mostraba ser de fregar; seguíale y perseguíale el de la artesa, y
procuraba con toda solicitud ponérsela y encajársela debajo de las barbas,
y otro pícaro mostraba querérselas lavar.

-¿Qué es esto, hermanos? -preguntó la duquesa-. ¿Qué es esto? ¿Qué queréis
a ese buen hombre? ¿Cómo y no consideráis que está electo gobernador?

A lo que respondió el pícaro barbero:

-No quiere este señor dejarse lavar, como es usanza, y como se la lavó el
duque mi señor y el señor su amo.

-Sí quiero -respondió Sancho con mucha cólera-, pero querría que fuese con
toallas más limpias, con lejía mas clara y con manos no tan sucias; que no
hay tanta diferencia de mí a mi amo, que a él le laven con agua de ángeles
y a mí con lejía de diablos. Las usanzas de las tierras y de los palacios
de los príncipes tanto son buenas cuanto no dan pesadumbre, pero la
costumbre del lavatorio que aquí se usa peor es que de diciplinantes. Yo
estoy limpio de barbas y no tengo necesidad de semejantes refrigerios; y el
que se llegare a lavarme ni a tocarme a un pelo de la cabeza, digo, de mi
barba, hablando con el debido acatamiento, le daré tal puñada que le deje
el puño engastado en los cascos; que estas tales ceremonias y jabonaduras
más parecen burlas que gasajos de huéspedes.

Perecida de risa estaba la duquesa, viendo la cólera y oyendo las razones
de Sancho, pero no dio mucho gusto a don Quijote verle tan mal adeliñado
con la jaspeada toalla, y tan rodeado de tantos entretenidos de cocina; y
así, haciendo una profunda reverencia a los duques, como que les pedía
licencia para hablar, con voz reposada dijo a la canalla:

-¡Hola, señores caballeros! Vuesas mercedes dejen al mancebo, y vuélvanse
por donde vinieron, o por otra parte si se les antojare, que mi escudero es
limpio tanto como otro, y esas artesillas son para él estrechas y penantes
búcaros. Tomen mi consejo y déjenle, porque ni él ni yo sabemos de achaque
de burlas.

Cogióle la razón de la boca Sancho, y prosiguió diciendo:

-¡No, sino lléguense a hacer burla del mostrenco, que así lo sufriré como
ahora es de noche! Traigan aquí un peine, o lo que quisieren, y almohácenme
estas barbas, y si sacaren dellas cosa que ofenda a la limpieza, que me
trasquilen a cruces.

A esta sazón, sin dejar la risa, dijo la duquesa:

-Sancho Panza tiene razón en todo cuanto ha dicho, y la tendrá en todo
cuanto dijere: él es limpio, y, como él dice, no tiene necesidad de
lavarse; y si nuestra usanza no le contenta, su alma en su palma, cuanto
más, que vosotros, ministros de la limpieza, habéis andado demasiadamente
de remisos y descuidados, y no sé si diga atrevidos, a traer a tal
personaje y a tales barbas, en lugar de fuentes y aguamaniles de oro puro y
de alemanas toallas, artesillas y dornajos de palo y rodillas de
aparadores. Pero, en fin, sois malos y mal nacidos, y no podéis dejar, como
malandrines que sois, de mostrar la ojeriza que tenéis con los escuderos de
los andantes caballeros.

Creyeron los apicarados ministros, y aun el maestresala, que venía con
ellos, que la duquesa hablaba de veras; y así, quitaron el cernadero del
pecho de Sancho, y todos confusos y casi corridos se fueron y le dejaron;
el cual, viéndose fuera de aquel, a su parecer, sumo peligro, se fue a
hincar de rodillas ante la duquesa y dijo:

-De grandes señoras, grandes mercedes se esperan; esta que la vuestra
merced hoy me ha fecho no puede pagarse con menos, si no es con desear
verme armado caballero andante, para ocuparme todos los días de mi vida en
servir a tan alta señora. Labrador soy, Sancho Panza me llamo, casado soy,
hijos tengo y de escudero sirvo: si con alguna destas cosas puedo servir a
vuestra grandeza, menos tardaré yo en obedecer que vuestra señoría en
mandar.

-Bien parece, Sancho -respondió la duquesa-, que habéis aprendido a ser
cortés en la escuela de la misma cortesía; bien parece, quiero decir, que
os habéis criado a los pechos del señor don Quijote, que debe de ser la
nata de los comedimientos y la flor de las ceremonias, o cirimonias, como
vos decís. Bien haya tal señor y tal criado: el uno, por norte de la
andante caballería; y el otro, por estrella de la escuderil fidelidad.
Levantaos, Sancho amigo, que yo satisfaré vuestras cortesías con hacer que
el duque mi señor, lo más presto que pudiere, os cumpla la merced prometida
del gobierno.

Con esto cesó la plática, y don Quijote se fue a reposar la siesta, y la
duquesa pidió a Sancho que, si no tenía mucha gana de dormir, viniese a
pasar la tarde con ella y con sus doncellas en una muy fresca sala. Sancho
respondió que, aunque era verdad que tenía por costumbre dormir cuatro o
cinco horas las siestas del verano, que, por servir a su bondad, él
procuraría con todas sus fuerzas no dormir aquel día ninguna, y vendría
obediente a su mandado, y fuese. El duque dio nuevas órdenes como se
tratase a don Quijote como a caballero andante, sin salir un punto del
estilo como cuentan que se trataban los antiguos caballeros.





Capítulo XXXIII. De la sabrosa plática que la duquesa y sus doncellas
pasaron con Sancho Panza, digna de que se lea y de que se note


Cuenta, pues, la historia, que Sancho no durmió aquella siesta, sino que,
por cumplir su palabra, vino en comiendo a ver a la duquesa; la cual, con
el gusto que tenía de oírle, le hizo sentar junto a sí en una silla baja,
aunque Sancho, de puro bien criado, no quería sentarse; pero la duquesa le
dijo que se sentase como gobernador y hablase como escudero, puesto que por
entrambas cosas merecía el mismo escaño del Cid Ruy Díaz Campeador.

Encogió Sancho los hombros, obedeció y sentóse, y todas las doncellas y
dueñas de la duquesa la rodearon, atentas, con grandísimo silencio, a
escuchar lo que diría; pero la duquesa fue la que habló primero, diciendo:

-Ahora que estamos solos, y que aquí no nos oye nadie, querría yo que el
señor gobernador me asolviese ciertas dudas que tengo, nacidas de la
historia que del gran don Quijote anda ya impresa; una de las cuales dudas
es que, pues el buen Sancho nunca vio a Dulcinea, digo, a la señora
Dulcinea del Toboso, ni le llevó la carta del señor don Quijote, porque se
quedó en el libro de memoria en Sierra Morena, cómo se atrevió a fingir la
respuesta, y aquello de que la halló ahechando trigo, siendo todo burla y
mentira, y tan en daño de la buena opinión de la sin par Dulcinea, y todas
que no vienen bien con la calidad y fidelidad de los buenos escuderos.

A estas razones, sin responder con alguna, se levantó Sancho de la silla,
y, con pasos quedos, el cuerpo agobiado y el dedo puesto sobre los labios,


 


Back to Full Books