Don Quijote
by
Miguel de Cervantes [Saavedra] [in Spanish]

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de hora, y Clavileño no se movió de un lugar, ni pasó adelante.

-Y, en tanto que el buen Sancho se entretenía con las cabras -preguntó el
duque-, ¿en qué se entretenía el señor don Quijote?

A lo que don Quijote respondió:

-Como todas estas cosas y estos tales sucesos van fuera del orden natural,
no es mucho que Sancho diga lo que dice. De mí sé decir que ni me descubrí
por alto ni por bajo, ni vi el cielo ni la tierra, ni la mar ni las arenas.
Bien es verdad que sentí que pasaba por la región del aire, y aun que
tocaba a la del fuego; pero que pasásemos de allí no lo puedo creer, pues,
estando la región del fuego entre el cielo de la luna y la última región
del aire, no podíamos llegar al cielo donde están las siete cabrillas que
Sancho dice, sin abrasarnos; y, pues no nos asuramos, o Sancho miente o
Sancho sueña.

-Ni miento ni sueño -respondió Sancho-: si no, pregúntenme las señas de las
tales cabras, y por ellas verán si digo verdad o no.

-Dígalas, pues, Sancho -dijo la duquesa.

-Son -respondió Sancho- las dos verdes, las dos encarnadas, las dos azules,
y la una de mezcla.

-Nueva manera de cabras es ésa -dijo el duque-, y por esta nuestra región
del suelo no se usan tales colores; digo, cabras de tales colores.

-Bien claro está eso -dijo Sancho-; sí, que diferencia ha de haber de las
cabras del cielo a las del suelo.

-Decidme, Sancho -preguntó el duque-: ¿vistes allá en entre esas cabras
algún cabrón?

-No, señor -respondió Sancho-, pero oí decir que ninguno pasaba de los
cuernos de la luna.

No quisieron preguntarle más de su viaje, porque les pareció que llevaba
Sancho hilo de pasearse por todos los cielos, y dar nuevas de cuanto allá
pasaba, sin haberse movido del jardín.

En resolución, éste fue el fin de la aventura de la dueña Dolorida, que dio
que reír a los duques, no sólo aquel tiempo, sino el de toda su vida, y que
contar a Sancho siglos, si los viviera; y, llegándose don Quijote a Sancho,
al oído le dijo:

-Sancho, pues vos queréis que se os crea lo que habéis visto en el cielo,
yo quiero que vos me creáis a mí lo que vi en la cueva de Montesinos; y no
os digo más.





Capítulo XLII. De los consejos que dio don Quijote a Sancho Panza antes que
fuese a gobernar la ínsula, con otras cosas bien consideradas


Con el felice y gracioso suceso de la aventura de la Dolorida, quedaron tan
contentos los duques, que determinaron pasar con las burlas adelante,
viendo el acomodado sujeto que tenían para que se tuviesen por veras; y
así, habiendo dado la traza y órdenes que sus criados y sus vasallos habían
de guardar con Sancho en el gobierno de la ínsula prometida, otro día, que
fue el que sucedió al vuelo de Clavileño, dijo el duque a Sancho que se
adeliñase y compusiese para ir a ser gobernador, que ya sus insulanos le
estaban esperando como el agua de mayo. Sancho se le humilló y le dijo:

-Después que bajé del cielo, y después que desde su alta cumbre miré la
tierra y la vi tan pequeña, se templó en parte en mí la gana que tenía tan
grande de ser gobernador; porque, ¿qué grandeza es mandar en un grano de
mostaza, o qué dignidad o imperio el gobernar a media docena de hombres
tamaños como avellanas, que, a mi parecer, no había más en toda la tierra?
Si vuestra señoría fuese servido de darme una tantica parte del cielo,
aunque no fuese más de media legua, la tomaría de mejor gana que la mayor
ínsula del mundo.

-Mirad, amigo Sancho -respondió el duque-: yo no puedo dar parte del cielo
a nadie, aunque no sea mayor que una uña, que a solo Dios están reservadas
esas mercedes y gracias. Lo que puedo dar os doy, que es una ínsula hecha y
derecha, redonda y bien proporcionada, y sobremanera fértil y abundosa,
donde si vos os sabéis dar maña, podéis con las riquezas de la tierra
granjear las del cielo.

-Ahora bien -respondió Sancho-, venga esa ínsula, que yo pugnaré por ser
tal gobernador que, a pesar de bellacos, me vaya al cielo; y esto no es por
codicia que yo tenga de salir de mis casillas ni de levantarme a mayores,
sino por el deseo que tengo de probar a qué sabe el ser gobernador.

-Si una vez lo probáis, Sancho -dijo el duque-, comeros heis las manos tras
el gobierno, por ser dulcísima cosa el mandar y ser obedecido. A buen
seguro que cuando vuestro dueño llegue a ser emperador, que lo será sin
duda, según van encaminadas sus cosas, que no se lo arranquen comoquiera, y
que le duela y le pese en la mitad del alma del tiempo que hubiere dejado
de serlo.

-Señor -replicó Sancho-, yo imagino que es bueno mandar, aunque sea a un
hato de ganado.

-Con vos me entierren, Sancho, que sabéis de todo -respondió el duque-, y
yo espero que seréis tal gobernador como vuestro juicio promete, y quédese
esto aquí y advertid que mañana en ese mesmo día habéis de ir al gobierno
de la ínsula, y esta tarde os acomodarán del traje conveniente que habéis
de llevar y de todas las cosas necesarias a vuestra partida.

-Vístanme -dijo Sancho- como quisieren, que de cualquier manera que vaya
vestido seré Sancho Panza.

-Así es verdad -dijo el duque-, pero los trajes se han de acomodar con el
oficio o dignidad que se profesa, que no sería bien que un jurisperito se
vistiese como soldado, ni un soldado como un sacerdote. Vos, Sancho, iréis
vestido parte de letrado y parte de capitán, porque en la ínsula que os doy
tanto son menester las armas como las letras, y las letras como las armas.

-Letras -respondió Sancho-, pocas tengo, porque aún no sé el A, B, C; pero
bástame tener el Christus en la memoria para ser buen gobernador. De las
armas manejaré las que me dieren, hasta caer, y Dios delante.

-Con tan buena memoria -dijo el duque-, no podrá Sancho errar en nada.

En esto llegó don Quijote, y, sabiendo lo que pasaba y la celeridad con que
Sancho se había de partir a su gobierno, con licencia del duque le tomó por
la mano y se fue con él a su estancia, con intención de aconsejarle cómo se
había de haber en su oficio.

Entrados, pues, en su aposento, cerró tras sí la puerta, y hizo casi por
fuerza que Sancho se sentase junto a él, y con reposada voz le dijo:

-Infinitas gracias doy al cielo, Sancho amigo, de que, antes y primero que
yo haya encontrado con alguna buena dicha, te haya salido a ti a recebir y
a encontrar la buena ventura. Yo, que en mi buena suerte te tenía librada
la paga de tus servicios, me veo en los principios de aventajarme, y tú,
antes de tiempo, contra la ley del razonable discurso, te vees premiado de
tus deseos. Otros cohechan, importunan, solicitan, madrugan, ruegan,
porfían, y no alcanzan lo que pretenden; y llega otro, y sin saber cómo ni
cómo no, se halla con el cargo y oficio que otros muchos pretendieron; y
aquí entra y encaja bien el decir que hay buena y mala fortuna en las
pretensiones. Tú, que para mí, sin duda alguna, eres un porro, sin madrugar
ni trasnochar y sin hacer diligencia alguna, con solo el aliento que te ha
tocado de la andante caballería, sin más ni más te vees gobernador de una
ínsula, como quien no dice nada. Todo esto digo, ¡oh Sancho!, para que no
atribuyas a tus merecimientos la merced recebida, sino que des gracias al
cielo, que dispone suavemente las cosas, y después las darás a la grandeza
que en sí encierra la profesión de la caballería andante. Dispuesto, pues,
el corazón a creer lo que te he dicho, está, ¡oh hijo!, atento a este tu
Catón, que quiere aconsejarte y ser norte y guía que te encamine y saque a
seguro puerto deste mar proceloso donde vas a engolfarte; que los oficios y
grandes cargos no son otra cosa sino un golfo profundo de confusiones.
Primeramente, ¡oh hijo!, has de temer a Dios, porque en el temerle está la
sabiduría, y siendo sabio no podrás errar en nada. Lo segundo, has de poner
los ojos en quien eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el más
difícil conocimiento que puede imaginarse. Del conocerte saldrá el no
hincharte como la rana que quiso igualarse con el buey, que si esto haces,
vendrá a ser feos pies de la rueda de tu locura la consideración de haber
guardado puercos en tu tierra.

-Así es la verdad -respondió Sancho-, pero fue cuando muchacho; pero
después, algo hombrecillo, gansos fueron los que guardé, que no puercos;
pero esto paréceme a mí que no hace al caso, que no todos los que gobiernan
vienen de casta de reyes.

-Así es verdad -replicó don Quijote-, por lo cual los no de principios
nobles deben acompañar la gravedad del cargo que ejercitan con una blanda
suavidad que, guiada por la prudencia, los libre de la murmuración
maliciosa, de quien no hay estado que se escape. Haz gala, Sancho, de la
humildad de tu linaje, y no te desprecies de decir que vienes de
labradores; porque, viendo que no te corres, ninguno se pondrá a correrte;
y préciate más de ser humilde virtuoso que pecador soberbio. Inumerables
son aquellos que, de baja estirpe nacidos, han subido a la suma dignidad
pontificia e imperatoria; y desta verdad te pudiera traer tantos ejemplos,
que te cansaran. Mira, Sancho: si tomas por medio a la virtud, y te precias
de hacer hechos virtuosos, no hay para qué tener envidia a los que los
tienen de príncipes y señores, porque la sangre se hereda y la virtud se
aquista, y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale. Siendo esto
así, como lo es, que si acaso viniere a verte cuando estés en tu ínsula
alguno de tus parientes, no le deseches ni le afrentes; antes le has de
acoger, agasajar y regalar, que con esto satisfarás al cielo, que gusta que
nadie se desprecie de lo que él hizo, y corresponderás a lo que debes a la
naturaleza bien concertada. Si trujeres a tu mujer contigo (porque no es
bien que los que asisten a gobiernos de mucho tiempo estén sin las
propias), enséñala, doctrínala y desbástala de su natural rudeza, porque
todo lo que suele adquirir un gobernador discreto suele perder y derramar
una mujer rústica y tonta. Si acaso enviudares, cosa que puede suceder, y
con el cargo mejorares de consorte, no la tomes tal, que te sirva de
anzuelo y de caña de pescar, y del no quiero de tu capilla, porque en
verdad te digo que de todo aquello que la mujer del juez recibiere ha de
dar cuenta el marido en la residencia universal, donde pagará con el cuatro
tanto en la muerte las partidas de que no se hubiere hecho cargo en la
vida. Nunca te guíes por la ley del encaje, que suele tener mucha cabida
con los ignorantes que presumen de agudos. Hallen en ti más compasión las
lágrimas del pobre, pero no más justicia, que las informaciones del rico.
Procura descubrir la verdad por entre las promesas y dádivas del rico, como
por entre los sollozos e importunidades del pobre. Cuando pudiere y debiere
tener lugar la equidad, no cargues todo el rigor de la ley al delincuente,
que no es mejor la fama del juez riguroso que la del compasivo. Si acaso
doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con
el de la misericordia. Cuando te sucediere juzgar algún pleito de algún tu
enemigo, aparta las mientes de tu injuria y ponlas en la verdad del caso.
No te ciegue la pasión propia en la causa ajena, que los yerros que en ella
hicieres, las más veces, serán sin remedio; y si le tuvieren, será a costa
de tu crédito, y aun de tu hacienda. Si alguna mujer hermosa veniere a
pedirte justicia, quita los ojos de sus lágrimas y tus oídos de sus
gemidos, y considera de espacio la sustancia de lo que pide, si no quieres
que se anegue tu razón en su llanto y tu bondad en sus suspiros. Al que has
de castigar con obras no trates mal con palabras, pues le basta al
desdichado la pena del suplicio, sin la añadidura de las malas razones. Al
culpado que cayere debajo de tu juridición considérale hombre miserable,
sujeto a las condiciones de la depravada naturaleza nuestra, y en todo
cuanto fuere de tu parte, sin hacer agravio a la contraria, muéstratele
piadoso y clemente, porque, aunque los atributos de Dios todos son iguales,
más resplandece y campea a nuestro ver el de la misericordia que el de la
justicia. Si estos preceptos y estas reglas sigues, Sancho, serán luengos
tus días, tu fama será eterna, tus premios colmados, tu felicidad
indecible, casarás tus hijos como quisieres, títulos tendrán ellos y tus
nietos, vivirás en paz y beneplácito de las gentes, y en los últimos pasos
de la vida te alcanzará el de la muerte, en vejez suave y madura, y
cerrarán tus ojos las tiernas y delicadas manos de tus terceros netezuelos.
Esto que hasta aquí te he dicho son documentos que han de adornar tu alma;
escucha ahora los que han de servir para adorno del cuerpo.





Capítulo XLIII. De los consejos segundos que dio don Quijote a Sancho Panza


¿Quién oyera el pasado razonamiento de don Quijote que no le tuviera por
persona muy cuerda y mejor intencionada? Pero, como muchas veces en el
progreso desta grande historia queda dicho, solamente disparaba en
tocándole en la caballería, y en los demás discursos mostraba tener claro y
desenfadado entendimiento, de manera que a cada paso desacreditaban sus
obras su juicio, y su juicio sus obras; pero en ésta destos segundos
documentos que dio a Sancho, mostró tener gran donaire, y puso su
discreción y su locura en un levantado punto.

Atentísimamente le escuchaba Sancho, y procuraba conservar en la memoria
sus consejos, como quien pensaba guardarlos y salir por ellos a buen parto
de la preñez de su gobierno. Prosiguió, pues, don Quijote, y dijo:

-En lo que toca a cómo has de gobernar tu persona y casa, Sancho, lo
primero que te encargo es que seas limpio, y que te cortes las uñas, sin
dejarlas crecer, como algunos hacen, a quien su ignorancia les ha dado a
entender que las uñas largas les hermosean las manos, como si aquel
escremento y añadidura que se dejan de cortar fuese uña, siendo antes
garras de cernícalo lagartijero: puerco y extraordinario abuso. No andes,
Sancho, desceñido y flojo, que el vestido descompuesto da indicios de ánimo
desmazalado, si ya la descompostura y flojedad no cae debajo de
socarronería, como se juzgó en la de Julio César. Toma con discreción el
pulso a lo que pudiere valer tu oficio, y si sufriere que des librea a tus
criados, dásela honesta y provechosa más que vistosa y bizarra, y repártela
entre tus criados y los pobres: quiero decir que si has de vestir seis
pajes, viste tres y otros tres pobres, y así tendrás pajes para el cielo y
para el suelo; y este nuevo modo de dar librea no la alcanzan los
vanagloriosos. No comas ajos ni cebollas, porque no saquen por el olor tu
villanería. Anda despacio; habla con reposo, pero no de manera que parezca
que te escuchas a ti mismo, que toda afectación es mala. Come poco y cena
más poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del
estómago. Sé templado en el beber, considerando que el vino demasiado ni
guarda secreto ni cumple palabra. Ten cuenta, Sancho, de no mascar a dos
carrillos, ni de erutar delante de nadie.

-Eso de erutar no entiendo -dijo Sancho.

Y don Quijote le dijo:

-Erutar, Sancho, quiere decir regoldar, y éste es uno de los más torpes
vocablos que tiene la lengua castellana, aunque es muy sinificativo; y así,
la gente curiosa se ha acogido al latín, y al regoldar dice erutar, y a los
regüeldos, erutaciones; y, cuando algunos no entienden estos términos,
importa poco, que el uso los irá introduciendo con el tiempo, que con
facilidad se entiendan; y esto es enriquecer la lengua, sobre quien tiene
poder el vulgo y el uso.

-En verdad, señor -dijo Sancho-, que uno de los consejos y avisos que
pienso llevar en la memoria ha de ser el de no regoldar, porque lo suelo
hacer muy a menudo.

-Erutar, Sancho, que no regoldar -dijo don Quijote.

-Erutar diré de aquí adelante -respondió Sancho-, y a fee que no se me
olvide.

-También, Sancho, no has de mezclar en tus pláticas la muchedumbre de
refranes que sueles; que, puesto que los refranes son sentencias breves,
muchas veces los traes tan por los cabellos, que más parecen disparates que
sentencias.

-Eso Dios lo puede remediar -respondió Sancho-, porque sé más refranes que
un libro, y viénenseme tantos juntos a la boca cuando hablo, que riñen por
salir unos con otros, pero la lengua va arrojando los primeros que
encuentra, aunque no vengan a pelo. Mas yo tendré cuenta de aquí adelante
de decir los que convengan a la gravedad de mi cargo, que en casa llena
presto se guisa la cena, y quien destaja no baraja, y a buen salvo está el
que repica, y el dar y el tener seso ha menester.

-¡Eso sí, Sancho! -dijo don Quijote-: ¡encaja, ensarta, enhila refranes,
que nadie te va a la mano! ¡Castígame mi madre, y yo trómpogelas! Estoyte
diciendo que escuses refranes, y en un instante has echado aquí una letanía
dellos, que así cuadran con lo que vamos tratando como por los cerros de
Úbeda. Mira, Sancho, no te digo yo que parece mal un refrán traído a
propósito, pero cargar y ensartar refranes a troche moche hace la plática
desmayada y baja. Cuando subieres a caballo, no vayas echando el cuerpo
sobre el arzón postrero, ni lleves las piernas tiesas y tiradas y desviadas
de la barriga del caballo, ni tampoco vayas tan flojo que parezca que vas
sobre el rucio: que el andar a caballo a unos hace caballeros; a otros,
caballerizos. Sea moderado tu sueño, que el que no madruga con el sol, no
goza del día; y advierte, ¡oh Sancho!, que la diligencia es madre de la
buena ventura, y la pereza, su contraria, jamás llegó al término que pide
un buen deseo. Este último consejo que ahora darte quiero, puesto que no
sirva para adorno del cuerpo, quiero que le lleves muy en la memoria, que
creo que no te será de menos provecho que los que hasta aquí te he dado; y
es que jamás te pongas a disputar de linajes, a lo menos, comparándolos
entre sí, pues, por fuerza, en los que se comparan uno ha de ser el mejor,
y del que abatieres serás aborrecido, y del que levantares en ninguna
manera premiado. Tu vestido será calza entera, ropilla larga, herreruelo un
poco más largo; greguescos, ni por pienso, que no les están bien ni a los
caballeros ni a los gobernadores. Por ahora, esto se me ha ofrecido,
Sancho, que aconsejarte; andará el tiempo, y, según las ocasiones, así
serán mis documentos, como tú tengas cuidado de avisarme el estado en que
te hallares.

-Señor -respondió Sancho-, bien veo que todo cuanto vuestra merced me ha
dicho son cosas buenas, santas y provechosas, pero ¿de qué han de servir,
si de ninguna me acuerdo? Verdad sea que aquello de no dejarme crecer las
uñas y de casarme otra vez, si se ofreciere, no se me pasará del magín,
pero esotros badulaques y enredos y revoltillos, no se me acuerda ni
acordará más dellos que de las nubes de antaño, y así, será menester que se
me den por escrito, que, puesto que no sé leer ni escribir, yo se los daré
a mi confesor para que me los encaje y recapacite cuando fuere menester.

-¡Ah, pecador de mí -respondió don Quijote-, y qué mal parece en los
gobernadores el no saber leer ni escribir!; porque has de saber, ¡oh
Sancho!, que no saber un hombre leer, o ser zurdo, arguye una de dos cosas:
o que fue hijo de padres demasiado de humildes y bajos, o él tan travieso
y malo que no pudo entrar en el buen uso ni la buena doctrina. Gran falta
es la que llevas contigo, y así, querría que aprendieses a firmar siquiera.

-Bien sé firmar mi nombre -respondió Sancho-, que cuando fui prioste en mi
lugar, aprendí a hacer unas letras como de marca de fardo, que decían que
decía mi nombre; cuanto más, que fingiré que tengo tullida la mano derecha,
y haré que firme otro por mí; que para todo hay remedio, si no es para la
muerte; y, teniendo yo el mando y el palo, haré lo que quisiere; cuanto
más, que el que tiene el padre alcalde... Y, siendo yo gobernador, que es
más que ser alcalde, ¡llegaos, que la dejan ver! No, sino popen y
calóñenme, que vendrán por lana y volverán trasquilados; y a quien Dios
quiere bien, la casa le sabe; y las necedades del rico por sentencias pasan
en el mundo; y, siéndolo yo, siendo gobernador y juntamente liberal, como
lo pienso ser, no habrá falta que se me parezca. No, sino haceos miel, y
paparos han moscas; tanto vales cuanto tienes, decía una mi agüela, y del
hombre arraigado no te verás vengado.

-¡Oh, maldito seas de Dios, Sancho! -dijo a esta sazón don Quijote-.
¡Sesenta mil satanases te lleven a ti y a tus refranes! Una hora ha que los
estás ensartando y dándome con cada uno tragos de tormento. Yo te aseguro
que estos refranes te han de llevar un día a la horca; por ellos te han de
quitar el gobierno tus vasallos, o ha de haber entre ellos comunidades.
Dime, ¿dónde los hallas, ignorante, o cómo los aplicas, mentecato, que para
decir yo uno y aplicarle bien, sudo y trabajo como si cavase?

-Por Dios, señor nuestro amo -replicó Sancho-, que vuesa merced se queja de
bien pocas cosas. ¿A qué diablos se pudre de que yo me sirva de mi
hacienda, que ninguna otra tengo, ni otro caudal alguno, sino refranes y
más refranes? Y ahora se me ofrecen cuatro que venían aquí pintiparados, o
como peras en tabaque, pero no los diré, porque al buen callar llaman
Sancho.

-Ese Sancho no eres tú -dijo don Quijote-, porque no sólo no eres buen
callar, sino mal hablar y mal porfiar; y, con todo eso, querría saber qué
cuatro refranes te ocurrían ahora a la memoria que venían aquí a propósito,
que yo ando recorriendo la mía, que la tengo buena, y ninguno se me ofrece.

-¿Qué mejores -dijo Sancho- que "entre dos muelas cordales nunca pongas tus
pulgares", y "a idos de mi casa y qué queréis con mi mujer, no hay
responder", y "si da el cántaro en la piedra o la piedra en el cántaro, mal
para el cántaro", todos los cuales vienen a pelo? Que nadie se tome con su
gobernador ni con el que le manda, porque saldrá lastimado, como el que
pone el dedo entre dos muelas cordales, y aunque no sean cordales, como
sean muelas, no importa; y a lo que dijere el gobernador no hay que
replicar, como al "salíos de mi casa y qué queréis con mi mujer". Pues lo
de la piedra en el cántaro un ciego lo verá. Así que, es menester que el
que vee la mota en el ojo ajeno, vea la viga en el suyo, porque no se diga
por él: "espantóse la muerta de la degollada", y vuestra merced sabe bien
que más sabe el necio en su casa que el cuerdo en la ajena.

-Eso no, Sancho -respondió don Quijote-, que el necio en su casa ni en la
ajena sabe nada, a causa que sobre el aumento de la necedad no asienta
ningún discreto edificio. Y dejemos esto aquí, Sancho, que si mal
gobernares, tuya será la culpa, y mía la vergüenza; mas consuélome que he
hecho lo que debía en aconsejarte con las veras y con la discreción a mí
posible: con esto salgo de mi obligación y de mi promesa. Dios te guíe,
Sancho, y te gobierne en tu gobierno, y a mí me saque del escrúpulo que me
queda que has de dar con toda la ínsula patas arriba, cosa que pudiera yo
escusar con descubrir al duque quién eres, diciéndole que toda esa gordura
y esa personilla que tienes no es otra cosa que un costal lleno de refranes
y de malicias.

-Señor -replicó Sancho-, si a vuestra merced le parece que no soy de pro
para este gobierno, desde aquí le suelto, que más quiero un solo negro de
la uña de mi alma que a todo mi cuerpo; y así me sustentaré Sancho a secas
con pan y cebolla, como gobernador con perdices y capones; y más que,
mientras se duerme, todos son iguales, los grandes y los menores, los
pobres y los ricos; y si vuestra merced mira en ello, verá que sólo vuestra
merced me ha puesto en esto de gobernar: que yo no sé más de gobiernos de
ínsulas que un buitre; y si se imagina que por ser gobernador me ha de
llevar el diablo, más me quiero ir Sancho al cielo que gobernador al
infierno.

-Por Dios, Sancho -dijo don Quijote-, que, por solas estas últimas razones
que has dicho, juzgo que mereces ser gobernador de mil ínsulas: buen
natural tienes, sin el cual no hay ciencia que valga; encomiéndate a Dios,
y procura no errar en la primera intención; quiero decir que siempre tengas
intento y firme propósito de acertar en cuantos negocios te ocurrieren,
porque siempre favorece el cielo los buenos deseos. Y vámonos a comer, que
creo que ya estos señores nos aguardan.





Capítulo XLIV. Cómo Sancho Panza fue llevado al gobierno, y de la estraña
aventura que en el castillo sucedió a don Quijote


Dicen que en el propio original desta historia se lee que, llegando Cide
Hamete a escribir este capítulo, no le tradujo su intérprete como él le
había escrito, que fue un modo de queja que tuvo el moro de sí mismo, por
haber tomado entre manos una historia tan seca y tan limitada como esta de
don Quijote, por parecerle que siempre había de hablar dél y de Sancho, sin
osar estenderse a otras digresiones y episodios más graves y más
entretenidos; y decía que el ir siempre atenido el entendimiento, la mano y
la pluma a escribir de un solo sujeto y hablar por las bocas de pocas
personas era un trabajo incomportable, cuyo fruto no redundaba en el de su
autor, y que, por huir deste inconveniente, había usado en la primera parte
del artificio de algunas novelas, como fueron la del Curioso impertinente y
la del Capitán cautivo, que están como separadas de la historia, puesto que
las demás que allí se cuentan son casos sucedidos al mismo don Quijote, que
no podían dejar de escribirse. También pensó, como él dice, que muchos,
llevados de la atención que piden las hazañas de don Quijote, no la darían
a las novelas, y pasarían por ellas, o con priesa o con enfado, sin
advertir la gala y artificio que en sí contienen, el cual se mostrara bien
al descubierto cuando, por sí solas, sin arrimarse a las locuras de don
Quijote ni a las sandeces de Sancho, salieran a luz. Y así, en esta segunda
parte no quiso ingerir novelas sueltas ni pegadizas, sino algunos episodios
que lo pareciesen, nacidos de los mesmos sucesos que la verdad ofrece; y
aun éstos, limitadamente y con solas las palabras que bastan a
declararlos; y, pues se contiene y cierra en los estrechos límites de la
narración, teniendo habilidad, suficiencia y entendimiento para tratar del
universo todo, pide no se desprecie su trabajo, y se le den alabanzas, no
por lo que escribe, sino por lo que ha dejado de escribir.

Y luego prosigue la historia diciendo que, en acabando de comer don
Quijote, el día que dio los consejos a Sancho, aquella tarde se los dio
escritos, para que él buscase quien se los leyese; pero, apenas se los hubo
dado, cuando se le cayeron y vinieron a manos del duque, que los comunicó
con la duquesa, y los dos se admiraron de nuevo de la locura y del ingenio
de don Quijote; y así, llevando adelante sus burlas, aquella tarde enviaron
a Sancho con mucho acompañamiento al lugar que para él había de ser ínsula.

Acaeció, pues, que el que le llevaba a cargo era un mayordomo del duque,
muy discreto y muy gracioso -que no puede haber gracia donde no hay
discreción-, el cual había hecho la persona de la condesa Trifaldi, con el
donaire que queda referido; y con esto, y con ir industriado de sus
señores de cómo se había de haber con Sancho, salió con su intento
maravillosamente. Digo, pues, que acaeció que, así como Sancho vio al tal
mayordomo, se le figuró en su rostro el mesmo de la Trifaldi, y,
volviéndose a su señor, le dijo:

-Señor, o a mí me ha de llevar el diablo de aquí de donde estoy, en justo
y en creyente, o vuestra merced me ha de confesar que el rostro deste
mayordomo del duque, que aquí está, es el mesmo de la Dolorida.

Miró don Quijote atentamente al mayordomo, y, habiéndole mirado, dijo a
Sancho:

-No hay para qué te lleve el diablo, Sancho, ni en justo ni en creyente,
que no sé lo que quieres decir; que el rostro de la Dolorida es el del
mayordomo, pero no por eso el mayordomo es la Dolorida; que, a serlo,
implicaría contradición muy grande, y no es tiempo ahora de hacer estas
averiguaciones, que sería entrarnos en intricados laberintos. Créeme,
amigo, que es menester rogar a Nuestro Señor muy de veras que nos libre a
los dos de malos hechiceros y de malos encantadores.

-No es burla, señor -replicó Sancho-, sino que denantes le oí hablar, y no
pareció sino que la voz de la Trifaldi me sonaba en los oídos. Ahora bien,
yo callaré, pero no dejaré de andar advertido de aquí adelante, a ver si
descubre otra señal que confirme o desfaga mi sospecha.

-Así lo has de hacer, Sancho -dijo don Quijote-, y darásme aviso de todo lo
que en este caso descubrieres y de todo aquello que en el gobierno te
sucediere.

Salió, en fin, Sancho, acompañado de mucha gente, vestido a lo letrado, y
encima un gabán muy ancho de chamelote de aguas leonado, con una montera de
lo mesmo, sobre un macho a la jineta, y detrás dél, por orden del duque,
iba el rucio con jaeces y ornamentos jumentiles de seda y flamantes. Volvía
Sancho la cabeza de cuando en cuando a mirar a su asno, con cuya compañía
iba tan contento que no se trocara con el emperador de Alemaña.

Al despedirse de los duques, les besó las manos, y tomó la bendición de su
señor, que se la dio con lágrimas, y Sancho la recibió con pucheritos.

Deja, lector amable, ir en paz y en hora buena al buen Sancho, y espera dos
fanegas de risa, que te ha de causar el saber cómo se portó en su cargo, y,
en tanto, atiende a saber lo que le pasó a su amo aquella noche; que si con
ello no rieres, por lo menos desplegarás los labios con risa de jimia,
porque los sucesos de don Quijote, o se han de celebrar con admiración, o
con risa.

Cuéntase, pues, que, apenas se hubo partido Sancho, cuando don Quijote
sintió su soledad; y si le fuera posible revocarle la comisión y quitarle
el gobierno, lo hiciera. Conoció la duquesa su melancolía, y preguntóle que
de qué estaba triste; que si era por la ausencia de Sancho, que escuderos,
dueñas y doncellas había en su casa que le servirían muy a satisfación de
su deseo.

-Verdad es, señora mía -respondió don Quijote-, que siento la ausencia de
Sancho, pero no es ésa la causa principal que me hace parecer que estoy
triste, y, de los muchos ofrecimientos que vuestra excelencia me hace,
solamente acepto y escojo el de la voluntad con que se me hacen, y, en lo
demás, suplico a Vuestra Excelencia que dentro de mi aposento consienta y
permita que yo solo sea el que me sirva.

-En verdad -dijo la duquesa-, señor don Quijote, que no ha de ser así: que
le han de servir cuatro doncellas de las mías, hermosas como unas flores.

-Para mí -respondió don Quijote- no serán ellas como flores, sino como
espinas que me puncen el alma. Así entrarán ellas en mi aposento, ni cosa
que lo parezca, como volar. Si es que vuestra grandeza quiere llevar
adelante el hacerme merced sin yo merecerla, déjeme que yo me las haya
conmigo, y que yo me sirva de mis puertas adentro, que yo ponga una muralla
en medio de mis deseos y de mi honestidad; y no quiero perder esta
costumbre por la liberalidad que vuestra alteza quiere mostrar conmigo. Y,
en resolución, antes dormiré vestido que consentir que nadie me desnude.

-No más, no más, señor don Quijote -replicó la duquesa-. Por mí digo que
daré orden que ni aun una mosca entre en su estancia, no que una doncella;
no soy yo persona, que por mí se ha de descabalar la decencia del señor don
Quijote; que, según se me ha traslucido, la que más campea entre sus muchas
virtudes es la de la honestidad. Desnúdese vuesa merced y vístase a sus
solas y a su modo, como y cuando quisiere, que no habrá quien lo impida,
pues dentro de su aposento hallará los vasos necesarios al menester del que
duerme a puerta cerrada, porque ninguna natural necesidad le obligue a que
la abra. Viva mil siglos la gran Dulcinea del Toboso, y sea su nombre
estendido por toda la redondez de la tierra, pues mereció ser amada de tan
valiente y tan honesto caballero, y los benignos cielos infundan en el
corazón de Sancho Panza, nuestro gobernador, un deseo de acabar presto sus
diciplinas, para que vuelva a gozar el mundo de la belleza de tan gran
señora.

A lo cual dijo don Quijote:

-Vuestra altitud ha hablado como quien es, que en la boca de las buenas
señoras no ha de haber ninguna que sea mala; y más venturosa y más conocida
será en el mundo Dulcinea por haberla alabado vuestra grandeza, que por
todas las alabanzas que puedan darle los más elocuentes de la tierra.

-Agora bien, señor don Quijote -replicó la duquesa-, la hora de cenar se
llega, y el duque debe de esperar: venga vuesa merced y cenemos, y
acostaráse temprano, que el viaje que ayer hizo de Candaya no fue tan corto
que no haya causado algún molimiento.

-No siento ninguno, señora -respondió don Quijote-, porque osaré jurar a
Vuestra Excelencia que en mi vida he subido sobre bestia más reposada ni de
mejor paso que Clavileño; y no sé yo qué le pudo mover a Malambruno para
deshacerse de tan ligera y tan gentil cabalgadura, y abrasarla así, sin más
ni más.

-A eso se puede imaginar -respondió la duquesa- que, arrepentido del mal
que había hecho a la Trifaldi y compañía, y a otras personas, y de las
maldades que como hechicero y encantador debía de haber cometido, quiso
concluir con todos los instrumentos de su oficio, y, como a principal y que
más le traía desasosegado, vagando de tierra en tierra, abrasó a Clavileño;
que con sus abrasadas cenizas y con el trofeo del cartel queda eterno el
valor del gran don Quijote de la Mancha.

De nuevo nuevas gracias dio don Quijote a la duquesa, y, en cenando, don
Quijote se retiró en su aposento solo, sin consentir que nadie entrase con
él a servirle: tanto se temía de encontrar ocasiones que le moviesen o
forzasen a perder el honesto decoro que a su señora Dulcinea guardaba,
siempre puesta en la imaginación la bondad de Amadís, flor y espejo de los
andantes caballeros. Cerró tras sí la puerta, y a la luz de dos velas de
cera se desnudó, y al descalzarse -¡oh desgracia indigna de tal persona!-
se le soltaron, no suspiros, ni otra cosa, que desacreditasen la limpieza
de su policía, sino hasta dos docenas de puntos de una media, que quedó
hecha celosía. Afligióse en estremo el buen señor, y diera él por tener
allí un adarme de seda verde una onza de plata; digo seda verde porque las
medias eran verdes.

Aquí exclamó Benengeli, y, escribiendo, dijo ''¡Oh pobreza, pobreza! ¡No sé
yo con qué razón se movió aquel gran poeta cordobés a llamarte

dádiva santa desagradecida!

Yo, aunque moro, bien sé, por la comunicación que he tenido con cristianos,
que la santidad consiste en la caridad, humildad, fee, obediencia y
pobreza; pero, con todo eso, digo que ha de tener mucho de Dios el que se
viniere a contentar con ser pobre, si no es de aquel modo de pobreza de
quien dice uno de sus mayores santos: "Tened todas las cosas como si no las
tuviésedes"; y a esto llaman pobreza de espíritu; pero tú, segunda pobreza,
que eres de la que yo hablo, ¿por qué quieres estrellarte con los hidalgos
y bien nacidos más que con la otra gente? ¿Por qué los obligas a dar
pantalia a los zapatos, y a que los botones de sus ropillas unos sean de
seda, otros de cerdas, y otros de vidro? ¿Por qué sus cuellos, por la mayor
parte, han de ser siempre escarolados, y no abiertos con molde?'' Y en esto
se echará de ver que es antiguo el uso del almidón y de los cuellos
abiertos. Y prosiguió: ''¡Miserable del bien nacido que va dando pistos a
su honra, comiendo mal y a puerta cerrada, haciendo hipócrita al palillo de
dientes con que sale a la calle después de no haber comido cosa que le
obligue a limpiárselos! ¡Miserable de aquel, digo, que tiene la honra
espantadiza, y piensa que desde una legua se le descubre el remiendo del
zapato, el trasudor del sombrero, la hilaza del herreruelo y la hambre de
su estómago!''

Todo esto se le renovó a don Quijote en la soltura de sus puntos, pero
consolóse con ver que Sancho le había dejado unas botas de camino, que
pensó ponerse otro día. Finalmente, él se recostó pensativo y pesaroso, así
de la falta que Sancho le hacía como de la inreparable desgracia de sus
medias, a quien tomara los puntos, aunque fuera con seda de otra color, que
es una de las mayores señales de miseria que un hidalgo puede dar en el
discurso de su prolija estrecheza. Mató las velas; hacía calor y no podía
dormir; levantóse del lecho y abrió un poco la ventana de una reja que daba
sobre un hermoso jardín, y, al abrirla, sintió y oyó que andaba y hablaba
gente en el jardín. Púsose a escuchar atentamente. Levantaron la voz los de
abajo, tanto, que pudo oír estas razones:

-No me porfíes, ¡oh Emerencia!, que cante, pues sabes que, desde el punto
que este forastero entró en este castillo y mis ojos le miraron, yo no sé
cantar, sino llorar; cuanto más, que el sueño de mi señora tiene más de
ligero que de pesado, y no querría que nos hallase aquí por todo el tesoro
del mundo. Y, puesto caso que durmiese y no despertase, en vano sería mi
canto si duerme y no despierta para oírle este nuevo Eneas, que ha llegado
a mis regiones para dejarme escarnida.

-No des en eso, Altisidora amiga -respondieron-, que sin duda la duquesa y
cuantos hay en esa casa duermen, si no es el señor de tu corazón y el
despertador de tu alma, porque ahora sentí que abría la ventana de la reja
de su estancia, y sin duda debe de estar despierto; canta, lastimada mía,
en tono bajo y suave al son de tu arpa, y, cuando la duquesa nos sienta, le
echaremos la culpa al calor que hace.

-No está en eso el punto, ¡oh Emerencia! -respondió la Altisidora-, sino en
que no querría que mi canto descubriese mi corazón y fuese juzgada de los
que no tienen noticia de las fuerzas poderosas de amor por doncella
antojadiza y liviana. Pero venga lo que viniere, que más vale vergüenza en
cara que mancilla en corazón.

Y, en esto, sintió tocar una arpa suavísimamente. Oyendo lo cual, quedó don
Quijote pasmado, porque en aquel instante se le vinieron a la memoria las
infinitas aventuras semejantes a aquélla, de ventanas, rejas y jardines,
músicas, requiebros y desvanecimientos que en los sus desvanecidos libros
de caballerías había leído. Luego imaginó que alguna doncella de la duquesa
estaba dél enamorada, y que la honestidad la forzaba a tener secreta su
voluntad; temió no le rindiese, y propuso en su pensamiento el no dejarse
vencer; y, encomendándose de todo buen ánimo y buen talante a su señora
Dulcinea del Toboso, determinó de escuchar la música; y, para dar a
entender que allí estaba, dio un fingido estornudo, de que no poco se
alegraron las doncellas, que otra cosa no deseaban sino que don Quijote las
oyese. Recorrida, pues, y afinada la arpa, Altisidora dio principio a este
romance:

-¡Oh, tú, que estás en tu lecho,

entre sábanas de holanda,

durmiendo a pierna tendida

de la noche a la mañana,

caballero el más valiente

que ha producido la Mancha,

más honesto y más bendito

que el oro fino de Arabia!

Oye a una triste doncella,

bien crecida y mal lograda,

que en la luz de tus dos soles

se siente abrasar el alma.

Tú buscas tus aventuras,

y ajenas desdichas hallas;

das las feridas, y niegas

el remedio de sanarlas.

Dime, valeroso joven,

que Dios prospere tus ansias,

si te criaste en la Libia,

o en las montañas de Jaca;

si sierpes te dieron leche;

si, a dicha, fueron tus amas

la aspereza de las selvas

y el horror de las montañas.

Muy bien puede Dulcinea,

doncella rolliza y sana,

preciarse de que ha rendido

a una tigre y fiera brava.

Por esto será famosa

desde Henares a Jarama,

desde el Tajo a Manzanares,

desde Pisuerga hasta Arlanza.

Trocáreme yo por ella,

y diera encima una saya

de las más gayadas mías,

que de oro le adornan franjas.

¡Oh, quién se viera en tus brazos,

o si no, junto a tu cama,

rascándote la cabeza

y matándote la caspa!

Mucho pido, y no soy digna

de merced tan señalada:

los pies quisiera traerte,

que a una humilde esto le basta.

¡Oh, qué de cofias te diera,

qué de escarpines de plata,

qué de calzas de damasco,

qué de herreruelos de holanda!

¡Qué de finísimas perlas,

cada cual como una agalla,

que, a no tener compañeras,

Las solas fueran llamadas!

No mires de tu Tarpeya

este incendio que me abrasa,

Nerón manchego del mundo,

ni le avives con tu saña.

Niña soy, pulcela tierna,

mi edad de quince no pasa:

catorce tengo y tres meses,

te juro en Dios y en mi ánima.

No soy renca, ni soy coja,

ni tengo nada de manca;

los cabellos, como lirios,

que, en pie, por el suelo arrastran.

Y, aunque es mi boca aguileña

y la nariz algo chata,

ser mis dientes de topacios

mi belleza al cielo ensalza.

Mi voz, ya ves, si me escuchas,

que a la que es más dulce iguala,

y soy de disposición

algo menos que mediana.

Estas y otras gracias mías,

son despojos de tu aljaba;

desta casa soy doncella,

y Altisidora me llaman.

Aquí dio fin el canto de la malferida Altisidora, y comenzó el asombro del
requirido don Quijote, el cual, dando un gran suspiro, dijo entre sí:

-¡Que tengo de ser tan desdichado andante, que no ha de haber doncella que
me mire que de mí no se enamore...! ¡Que tenga de ser tan corta de ventura
la sin par Dulcinea del Toboso, que no la han de dejar a solas gozar de la
incomparable firmeza mía...! ¿Qué la queréis, reinas? ¿A qué la perseguís,
emperatrices? ¿Para qué la acosáis, doncellas de a catorce a quince años?
Dejad, dejad a la miserable que triunfe, se goce y ufane con la suerte que
Amor quiso darle en rendirle mi corazón y entregarle mi alma. Mirad,
caterva enamorada, que para sola Dulcinea soy de masa y de alfenique, y
para todas las demás soy de pedernal; para ella soy miel, y para vosotras
acíbar; para mí sola Dulcinea es la hermosa, la discreta, la honesta, la
gallarda y la bien nacida, y las demás, las feas, las necias, las livianas
y las de peor linaje; para ser yo suyo, y no de otra alguna, me arrojó la
naturaleza al mundo. Llore o cante Altisidora; desespérese Madama, por
quien me aporrearon en el castillo del moro encantado, que yo tengo de ser
de Dulcinea, cocido o asado, limpio, bien criado y honesto, a pesar de
todas las potestades hechiceras de la tierra.

Y, con esto, cerró de golpe la ventana, y, despechado y pesaroso, como si
le hubiera acontecido alguna gran desgracia, se acostó en su lecho, donde
le dejaremos por ahora, porque nos está llamando el gran Sancho Panza, que
quiere dar principio a su famoso gobierno.





Capítulo XLV. De cómo el gran Sancho Panza tomó la posesión de su ínsula, y
del modo que comenzó a gobernar


¡Oh perpetuo descubridor de los antípodas, hacha del mundo, ojo del cielo,
meneo dulce de las cantimploras, Timbrio aquí, Febo allí, tirador acá,
médico acullá, padre de la Poesía, inventor de la Música: tú que siempre
sales, y, aunque lo parece, nunca te pones! A ti digo, ¡oh sol, con cuya
ayuda el hombre engendra al hombre!; a ti digo que me favorezcas, y
alumbres la escuridad de mi ingenio, para que pueda discurrir por sus
puntos en la narración del gobierno del gran Sancho Panza; que sin ti, yo
me siento tibio, desmazalado y confuso.

Digo, pues, que con todo su acompañamiento llegó Sancho a un lugar de hasta
mil vecinos, que era de los mejores que el duque tenía. Diéronle a entender
que se llamaba la ínsula Barataria, o ya porque el lugar se llamaba
Baratario, o ya por el barato con que se le había dado el gobierno. Al
llegar a las puertas de la villa, que era cercada, salió el regimiento del
pueblo a recebirle; tocaron las campanas, y todos los vecinos dieron
muestras de general alegría, y con mucha pompa le llevaron a la iglesia
mayor a dar gracias a Dios, y luego, con algunas ridículas ceremonias, le
entregaron las llaves del pueblo, y le admitieron por perpetuo gobernador
de la ínsula Barataria.

El traje, las barbas, la gordura y pequeñez del nuevo gobernador tenía
admirada a toda la gente que el busilis del cuento no sabía, y aun a todos
los que lo sabían, que eran muchos. Finalmente, en sacándole de la iglesia,
le llevaron a la silla del juzgado y le sentaron en ella; y el mayordomo
del duque le dijo:

-Es costumbre antigua en esta ínsula, señor gobernador, que el que viene a
tomar posesión desta famosa ínsula está obligado a responder a una pregunta
que se le hiciere, que sea algo intricada y dificultosa, de cuya respuesta
el pueblo toma y toca el pulso del ingenio de su nuevo gobernador; y así, o
se alegra o se entristece con su venida.

En tanto que el mayordomo decía esto a Sancho, estaba él mirando unas
grandes y muchas letras que en la pared frontera de su silla estaban
escritas; y, como él no sabía leer, preguntó que qué eran aquellas pinturas
que en aquella pared estaban. Fuele respondido:

-Señor, allí esta escrito y notado el día en que Vuestra Señoría tomó
posesión desta ínsula, y dice el epitafio: Hoy día, a tantos de tal mes y
de tal año, tomó la posesión desta ínsula el señor don Sancho Panza, que
muchos años la goce.

-Y ¿a quién llaman don Sancho Panza? -preguntó Sancho.

-A vuestra señoría -respondió el mayordomo-, que en esta ínsula no ha
entrado otro Panza sino el que está sentado en esa silla.

-Pues advertid, hermano -dijo Sancho-, que yo no tengo don, ni en todo mi
linaje le ha habido: Sancho Panza me llaman a secas, y Sancho se llamó mi
padre, y Sancho mi agüelo, y todos fueron Panzas, sin añadiduras de dones
ni donas; y yo imagino que en esta ínsula debe de haber más dones que
piedras; pero basta: Dios me entiende, y podrá ser que, si el gobierno me
dura cuatro días, yo escardaré estos dones, que, por la muchedumbre, deben
de enfadar como los mosquitos. Pase adelante con su pregunta el señor
mayordomo, que yo responderé lo mejor que supiere, ora se entristezca o no
se entristezca el pueblo.

A este instante entraron en el juzgado dos hombres, el uno vestido de
labrador y el otro de sastre, porque traía unas tijeras en la mano, y el
sastre dijo:

-Señor gobernador, yo y este hombre labrador venimos ante vuestra merced en
razón que este buen hombre llegó a mi tienda ayer (que yo, con perdón de
los presentes, soy sastre examinado, que Dios sea bendito), y, poniéndome
un pedazo de paño en las manos, me preguntó: ''Señor, ¿habría en esto
paño harto para hacerme una caperuza?'' Yo, tanteando el paño, le respondí
que sí; él debióse de imaginar, a lo que yo imagino, e imaginé bien, que
sin duda yo le quería hurtar alguna parte del paño, fundándose en su
malicia y en la mala opinión de los sastres, y replicóme que mirase si
habría para dos; adivinéle el pensamiento y díjele que sí; y él, caballero
en su dañada y primera intención, fue añadiendo caperuzas, y yo añadiendo
síes, hasta que llegamos a cinco caperuzas, y ahora en este punto acaba de
venir por ellas: yo se las doy, y no me quiere pagar la hechura, antes me
pide que le pague o vuelva su paño.

-¿Es todo esto así, hermano? -preguntó Sancho.

-Sí, señor -respondió el hombre-, pero hágale vuestra merced que muestre
las cinco caperuzas que me ha hecho.

-De buena gana -respondió el sastre.

Y, sacando encontinente la mano debajo del herreruelo, mostró en ella cinco
caperuzas puestas en las cinco cabezas de los dedos de la mano, y dijo:

-He aquí las cinco caperuzas que este buen hombre me pide, y en Dios y en
mi conciencia que no me ha quedado nada del paño, y yo daré la obra a vista
de veedores del oficio.

Todos los presentes se rieron de la multitud de las caperuzas y del nuevo
pleito. Sancho se puso a considerar un poco, y dijo:

-Paréceme que en este pleito no ha de haber largas dilaciones, sino juzgar
luego a juicio de buen varón; y así, yo doy por sentencia que el sastre
pierda las hechuras, y el labrador el paño, y las caperuzas se lleven a los
presos de la cárcel, y no haya más.

Si la sentencia pasada de la bolsa del ganadero movió a admiración a los
circunstantes, ésta les provocó a risa; pero, en fin, se hizo lo que mandó
el gobernador; ante el cual se presentaron dos hombres ancianos; el uno
traía una cañaheja por báculo, y el sin báculo dijo:

-Señor, a este buen hombre le presté días ha diez escudos de oro en oro,
por hacerle placer y buena obra, con condición que me los volviese cuando
se los pidiese; pasáronse muchos días sin pedírselos, por no ponerle en
mayor necesidad de volvérmelos que la que él tenía cuando yo se los presté;
pero, por parecerme que se descuidaba en la paga, se los he pedido una y
muchas veces, y no solamente no me los vuelve, pero me los niega y dice que
nunca tales diez escudos le presté, y que si se los presté, que ya me los
ha vuelto. Yo no tengo testigos ni del prestado ni de la vuelta, porque no
me los ha vuelto; querría que vuestra merced le tomase juramento, y si
jurare que me los ha vuelto, yo se los perdono para aquí y para delante de
Dios.

-¿Qué decís vos a esto, buen viejo del báculo? -dijo Sancho.

A lo que dijo el viejo:

-Yo, señor, confieso que me los prestó, y baje vuestra merced esa vara; y,
pues él lo deja en mi juramento, yo juraré como se los he vuelto y pagado
real y verdaderamente.

Bajó el gobernador la vara, y, en tanto, el viejo del báculo dio el báculo
al otro viejo, que se le tuviese en tanto que juraba, como si le embarazara
mucho, y luego puso la mano en la cruz de la vara, diciendo que era verdad
que se le habían prestado aquellos diez escudos que se le pedían; pero que
él se los había vuelto de su mano a la suya, y que por no caer en ello se
los volvía a pedir por momentos. Viendo lo cual el gran gobernador,
preguntó al acreedor qué respondía a lo que decía su contrario; y dijo que
sin duda alguna su deudor debía de decir verdad, porque le tenía por hombre
de bien y buen cristiano, y que a él se le debía de haber olvidado el cómo
y cuándo se los había vuelto, y que desde allí en adelante jamás le pidiría
nada. Tornó a tomar su báculo el deudor, y, bajando la cabeza, se salió del
juzgado. Visto lo cual Sancho, y que sin más ni más se iba, y viendo
también la paciencia del demandante, inclinó la cabeza sobre el pecho, y,
poniéndose el índice de la mano derecha sobre las cejas y las narices,
estuvo como pensativo un pequeño espacio, y luego alzó la cabeza y mandó
que le llamasen al viejo del báculo, que ya se había ido. Trujéronsele, y,
en viéndole Sancho, le dijo:

-Dadme, buen hombre, ese báculo, que le he menester.

-De muy buena gana -respondió el viejo-: hele aquí, señor.

Y púsosele en la mano. Tomóle Sancho, y, dándosele al otro viejo, le dijo:

-Andad con Dios, que ya vais pagado.

-¿Yo, señor? -respondió el viejo-. Pues, ¿vale esta cañaheja diez escudos
de oro?

-Sí -dijo el gobernador-; o si no, yo soy el mayor porro del mundo. Y ahora
se verá si tengo yo caletre para gobernar todo un reino.

Y mandó que allí, delante de todos, se rompiese y abriese la caña. Hízose
así, y en el corazón della hallaron diez escudos en oro. Quedaron todos
admirados, y tuvieron a su gobernador por un nuevo Salomón.

Preguntáronle de dónde había colegido que en aquella cañaheja estaban
aquellos diez escudos, y respondió que de haberle visto dar el viejo que
juraba, a su contrario, aquel báculo, en tanto que hacía el juramento, y
jurar que se los había dado real y verdaderamente, y que, en acabando de
jurar, le tornó a pedir el báculo, le vino a la imaginación que dentro dél
estaba la paga de lo que pedían. De donde se podía colegir que los que
gobiernan, aunque sean unos tontos, tal vez los encamina Dios en sus
juicios; y más, que él había oído contar otro caso como aquél al cura de su
lugar, y que él tenía tan gran memoria, que, a no olvidársele todo aquello
de que quería acordarse, no hubiera tal memoria en toda la ínsula.
Finalmente, el un viejo corrido y el otro pagado, se fueron, y los
presentes quedaron admirados, y el que escribía las palabras, hechos y
movimientos de Sancho no acababa de determinarse si le tendría y pondría
por tonto o por discreto.

Luego, acabado este pleito, entró en el juzgado una mujer asida fuertemente
de un hombre vestido de ganadero rico, la cual venía dando grandes voces,
diciendo:

-¡Justicia, señor gobernador, justicia, y si no la hallo en la tierra, la
iré a buscar al cielo! Señor gobernador de mi ánima, este mal hombre me ha
cogido en la mitad dese campo, y se ha aprovechado de mi cuerpo como si
fuera trapo mal lavado, y, ¡desdichada de mí!, me ha llevado lo que yo
tenía guardado más de veinte y tres años ha, defendiéndolo de moros y
cristianos, de naturales y estranjeros; y yo, siempre dura como un
alcornoque, conservándome entera como la salamanquesa en el fuego, o como
la lana entre las zarzas, para que este buen hombre llegase ahora con sus
manos limpias a manosearme.

-Aun eso está por averiguar: si tiene limpias o no las manos este galán
-dijo Sancho.

Y, volviéndose al hombre, le dijo qué decía y respondía a la querella de
aquella mujer. El cual, todo turbado, respondió:

-Señores, yo soy un pobre ganadero de ganado de cerda, y esta mañana salía
deste lugar de vender, con perdón sea dicho, cuatro puercos, que me
llevaron de alcabalas y socaliñas poco menos de lo que ellos valían;
volvíame a mi aldea, topé en el camino a esta buena dueña, y el diablo, que
todo lo añasca y todo lo cuece, hizo que yogásemos juntos; paguéle lo
soficiente, y ella, mal contenta, asió de mí, y no me ha dejado hasta
traerme a este puesto. Dice que la forcé, y miente, para el juramento que
hago o pienso hacer; y ésta es toda la verdad, sin faltar meaja.

Entonces el gobernador le preguntó si traía consigo algún dinero en plata;
él dijo que hasta veinte ducados tenía en el seno, en una bolsa de cuero.
Mandó que la sacase y se la entregase, así como estaba, a la querellante;
él lo hizo temblando; tomóla la mujer, y, haciendo mil zalemas a todos y
rogando a Dios por la vida y salud del señor gobernador, que así miraba por
las huérfanas menesterosas y doncellas; y con esto se salió del juzgado,
llevando la bolsa asida con entrambas manos, aunque primero miró si era de
plata la moneda que llevaba dentro.

Apenas salió, cuando Sancho dijo al ganadero, que ya se le saltaban las
lágrimas, y los ojos y el corazón se iban tras su bolsa:

-Buen hombre, id tras aquella mujer y quitadle la bolsa, aunque no quiera,
y volved aquí con ella.

Y no lo dijo a tonto ni a sordo, porque luego partió como un rayo y fue a
lo que se le mandaba. Todos los presentes estaban suspensos, esperando el
fin de aquel pleito, y de allí a poco volvieron el hombre y la mujer más
asidos y aferrados que la vez primera: ella la saya levantada y en el
regazo puesta la bolsa, y el hombre pugnando por quitársela; mas no era
posible, según la mujer la defendía, la cual daba voces diciendo:

-¡Justicia de Dios y del mundo! Mire vuestra merced, señor gobernador, la
poca vergüenza y el poco temor deste desalmado, que, en mitad de poblado y
en mitad de la calle, me ha querido quitar la bolsa que vuestra merced
mandó darme.

-Y ¿háosla quitado? -preguntó el gobernador.

-¿Cómo quitar? -respondió la mujer-. Antes me dejara yo quitar la vida que
me quiten la bolsa. ¡Bonita es la niña! ¡Otros gatos me han de echar a las
barbas, que no este desventurado y asqueroso! ¡Tenazas y martillos, mazos y
escoplos no serán bastantes a sacármela de las uñas, ni aun garras de
leones: antes el ánima de en mitad en mitad de las carnes!

-Ella tiene razón -dijo el hombre-, y yo me doy por rendido y sin fuerzas,
y confieso que las mías no son bastantes para quitársela, y déjola.

Entonces el gobernador dijo a la mujer:

-Mostrad, honrada y valiente, esa bolsa.

Ella se la dio luego, y el gobernador se la volvió al hombre, y dijo a la
esforzada y no forzada:

-Hermana mía, si el mismo aliento y valor que habéis mostrado para defender
esta bolsa le mostrárades, y aun la mitad menos, para defender vuestro
cuerpo, las fuerzas de Hércules no os hicieran fuerza. Andad con Dios, y
mucho de enhoramala, y no paréis en toda esta ínsula ni en seis leguas a la
redonda, so pena de docientos azotes. ¡Andad luego digo, churrillera,
desvergonzada y embaidora!

Espantóse la mujer y fuese cabizbaja y mal contenta, y el gobernador dijo
al hombre:

-Buen hombre, andad con Dios a vuestro lugar con vuestro dinero, y de aquí
adelante, si no le queréis perder, procurad que no os venga en voluntad de
yogar con nadie.

El hombre le dio las gracias lo peor que supo, y fuese, y los circunstantes
quedaron admirados de nuevo de los juicios y sentencias de su nuevo
gobernador. Todo lo cual, notado de su coronista, fue luego escrito al
duque, que con gran deseo lo estaba esperando.

Y quédese aquí el buen Sancho, que es mucha la priesa que nos da su amo,
alborozado con la música de Altisidora.





Capítulo XLVI. Del temeroso espanto cencerril y gatuno que recibió don
Quijote en el discurso de los amores de la enamorada Altisidora


Dejamos al gran don Quijote envuelto en los pensamientos que le habían
causado la música de la enamorada doncella Altisidora. Acostóse con ellos,
y, como si fueran pulgas, no le dejaron dormir ni sosegar un punto, y
juntábansele los que le faltaban de sus medias; pero, como es ligero el
tiempo, y no hay barranco que le detenga, corrió caballero en las horas, y
con mucha presteza llegó la de la mañana. Lo cual visto por don Quijote,
dejó las blandas plumas, y, no nada perezoso, se vistió su acamuzado
vestido y se calzó sus botas de camino, por encubrir la desgracia de sus
medias; arrojóse encima su mantón de escarlata y púsose en la cabeza una
montera de terciopelo verde, guarnecida de pasamanos de plata; colgó el
tahelí de sus hombros con su buena y tajadora espada, asió un gran rosario
que consigo contino traía, y con gran prosopopeya y contoneo salió a la
antesala, donde el duque y la duquesa estaban ya vestidos y como
esperándole; y, al pasar por una galería, estaban aposta esperándole
Altisidora y la otra doncella su amiga, y, así como Altisidora vio a don
Quijote, fingió desmayarse, y su amiga la recogió en sus faldas, y con gran
presteza la iba a desabrochar el pecho. Don Quijote, que lo vio, llegándose
a ellas, dijo:

-Ya sé yo de qué proceden estos accidentes.

-No sé yo de qué -respondió la amiga-, porque Altisidora es la doncella más
sana de toda esta casa, y yo nunca la he sentido un ¡ay! en cuanto ha que
la conozco, que mal hayan cuantos caballeros andantes hay en el mundo, si
es que todos son desagradecidos. Váyase vuesa merced, señor don Quijote,
que no volverá en sí esta pobre niña en tanto que vuesa merced aquí
estuviere.

A lo que respondió don Quijote:

-Haga vuesa merced, señora, que se me ponga un laúd esta noche en mi
aposento, que yo consolaré lo mejor que pudiere a esta lastimada doncella;
que en los principios amorosos los desengaños prestos suelen ser remedios
calificados.

Y con esto se fue, porque no fuese notado de los que allí le viesen. No se
hubo bien apartado, cuando, volviendo en sí la desmayada Altisidora, dijo a
su compañera:

-Menester será que se le ponga el laúd, que sin duda don Quijote quiere
darnos música, y no será mala, siendo suya.

Fueron luego a dar cuenta a la duquesa de lo que pasaba y del laúd que
pedía don Quijote, y ella, alegre sobremodo, concertó con el duque y con
sus doncellas de hacerle una burla que fuese más risueña que dañosa, y con
mucho contento esperaban la noche, que se vino tan apriesa como se había
venido el día, el cual pasaron los duques en sabrosas pláticas con don
Quijote. Y la duquesa aquel día real y verdaderamente despachó a un paje
suyo, que había hecho en la selva la figura encantada de Dulcinea, a Teresa
Panza, con la carta de su marido Sancho Panza, y con el lío de ropa que
había dejado para que se le enviase, encargándole le trujese buena
relación de todo lo que con ella pasase.

Hecho esto, y llegadas las once horas de la noche, halló don Quijote una
vihuela en su aposento; templóla, abrió la reja, y sintió que andaba gente
en el jardín; y, habiendo recorrido los trastes de la vihuela y afinándola
lo mejor que supo, escupió y remondóse el pecho, y luego, con una voz
ronquilla, aunque entonada, cantó el siguiente romance, que él mismo aquel
día había compuesto:

-Suelen las fuerzas de amor

sacar de quicio a las almas,

tomando por instrumento

la ociosidad descuidada.

Suele el coser y el labrar,

y el estar siempre ocupada,

ser antídoto al veneno

de las amorosas ansias.

Las doncellas recogidas

que aspiran a ser casadas,

la honestidad es la dote

y voz de sus alabanzas.

Los andantes caballeros,

y los que en la corte andan,

requiébranse con las libres,

con las honestas se casan.

Hay amores de levante,

que entre huéspedes se tratan,

que llegan presto al poniente,

porque en el partirse acaban.

El amor recién venido,

que hoy llegó y se va mañana,

las imágines no deja

bien impresas en el alma.

Pintura sobre pintura

ni se muestra ni señala;

y do hay primera belleza,

la segunda no hace baza.

Dulcinea del Toboso

del alma en la tabla rasa

tengo pintada de modo

que es imposible borrarla.

La firmeza en los amantes

es la parte más preciada,

por quien hace amor milagros,

y asimesmo los levanta.

Aquí llegaba don Quijote de su canto, a quien estaban escuchando el duque y
la duquesa, Altisidora y casi toda la gente del castillo, cuando de
improviso, desde encima de un corredor que sobre la reja de don Quijote a
plomo caía, descolgaron un cordel donde venían más de cien cencerros
asidos, y luego, tras ellos, derramaron un gran saco de gatos, que asimismo
traían cencerros menores atados a las colas. Fue tan grande el ruido de los
cencerros y el mayar de los gatos, que, aunque los duques habían sido
inventores de la burla, todavía les sobresaltó; y, temeroso, don Quijote
quedó pasmado. Y quiso la suerte que dos o tres gatos se entraron por la
reja de su estancia, y, dando de una parte a otra, parecía que una región
de diablos andaba en ella. Apagaron las velas que en el aposento ardían, y
andaban buscando por do escaparse. El descolgar y subir del cordel de los
grandes cencerros no cesaba; la mayor parte de la gente del castillo, que
no sabía la verdad del caso, estaba suspensa y admirada.

Levantóse don Quijote en pie, y, poniendo mano a la espada, comenzó a tirar
estocadas por la reja y a decir a grandes voces:

-¡Afuera, malignos encantadores! ¡Afuera, canalla hechiceresca, que yo soy
don Quijote de la Mancha, contra quien no valen ni tienen fuerza vuestras
malas intenciones!

Y, volviéndose a los gatos que andaban por el aposento, les tiró muchas
cuchilladas; ellos acudieron a la reja, y por allí se salieron, aunque uno,
viéndose tan acosado de las cuchilladas de don Quijote, le saltó al rostro
y le asió de las narices con las uñas y los dientes, por cuyo dolor don
Quijote comenzó a dar los mayores gritos que pudo. Oyendo lo cual el duque
y la duquesa, y considerando lo que podía ser, con mucha presteza acudieron
a su estancia, y, abriendo con llave maestra, vieron al pobre caballero
pugnando con todas sus fuerzas por arrancar el gato de su rostro. Entraron
con luces y vieron la desigual pelea; acudió el duque a despartirla, y don
Quijote dijo a voces:

-¡No me le quite nadie! ¡Déjenme mano a mano con este demonio, con este
hechicero, con este encantador, que yo le daré a entender de mí a él quién
es don Quijote de la Mancha!

Pero el gato, no curándose destas amenazas, gruñía y apretaba. Mas, en fin,
el duque se le desarraigó y le echó por la reja.

Quedó don Quijote acribado el rostro y no muy sanas las narices, aunque muy
despechado porque no le habían dejado fenecer la batalla que tan trabada
tenía con aquel malandrín encantador. Hicieron traer aceite de Aparicio, y
la misma Altisidora, con sus blanquísimas manos, le puso unas vendas por
todo lo herido; y, al ponérselas, con voz baja le dijo:

-Todas estas malandanzas te suceden, empedernido caballero, por el pecado
de tu dureza y pertinacia; y plega a Dios que se le olvide a Sancho tu
escudero el azotarse, porque nunca salga de su encanto esta tan amada tuya
Dulcinea, ni tú lo goces, ni llegues a tálamo con ella, a lo menos viviendo
yo, que te adoro.

A todo esto no respondió don Quijote otra palabra si no fue dar un profundo
suspiro, y luego se tendió en su lecho, agradeciendo a los duques la
merced, no porque él tenía temor de aquella canalla gatesca, encantadora y
cencerruna, sino porque había conocido la buena intención con que habían
venido a socorrerle. Los duques le dejaron sosegar, y se fueron, pesarosos
del mal suceso de la burla; que no creyeron que tan pesada y costosa le
saliera a don Quijote aquella aventura, que le costó cinco días de
encerramiento y de cama, donde le sucedió otra aventura más gustosa que la
pasada, la cual no quiere su historiador contar ahora, por acudir a Sancho
Panza, que andaba muy solícito y muy gracioso en su gobierno.





Capítulo XLVII. Donde se prosigue cómo se portaba Sancho Panza en su
gobierno


Cuenta la historia que desde el juzgado llevaron a Sancho Panza a un
suntuoso palacio, adonde en una gran sala estaba puesta una real y
limpísima mesa; y, así como Sancho entró en la sala, sonaron chirimías, y
salieron cuatro pajes a darle aguamanos, que Sancho recibió con mucha
gravedad.

Cesó la música, sentóse Sancho a la cabecera de la mesa, porque no había
más de aquel asiento, y no otro servicio en toda ella. Púsose a su lado en
pie un personaje, que después mostró ser médico, con una varilla de ballena
en la mano. Levantaron una riquísima y blanca toalla con que estaban
cubiertas las frutas y mucha diversidad de platos de diversos manjares; uno
que parecía estudiante echó la bendición, y un paje puso un babador randado
a Sancho; otro que hacía el oficio de maestresala, llegó un plato de fruta
delante; pero, apenas hubo comido un bocado, cuando el de la varilla
tocando con ella en el plato, se le quitaron de delante con grandísima
celeridad; pero el maestresala le llegó otro de otro manjar. Iba a probarle
Sancho; pero, antes que llegase a él ni le gustase, ya la varilla había
tocado en él, y un paje alzádole con tanta presteza como el de la fruta.
Visto lo cual por Sancho, quedó suspenso, y, mirando a todos, preguntó si
se había de comer aquella comida como juego de maesecoral. A lo cual
respondió el de la vara:

-No se ha de comer, señor gobernador, sino como es uso y costumbre en las
otras ínsulas donde hay gobernadores. Yo, señor, soy médico, y estoy
asalariado en esta ínsula para serlo de los gobernadores della, y miro por
su salud mucho más que por la mía, estudiando de noche y de día, y
tanteando la complexión del gobernador, para acertar a curarle cuando
cayere enfermo; y lo principal que hago es asistir a sus comidas y cenas, y
a dejarle comer de lo que me parece que le conviene, y a quitarle lo que
imagino que le ha de hacer daño y ser nocivo al estómago; y así, mandé
quitar el plato de la fruta, por ser demasiadamente húmeda, y el plato del
otro manjar también le mandé quitar, por ser demasiadamente caliente y
tener muchas especies, que acrecientan la sed; y el que mucho bebe mata y
consume el húmedo radical, donde consiste la vida.

-Desa manera, aquel plato de perdices que están allí asadas, y, a mi
parecer, bien sazonadas, no me harán algún daño.

A lo que el médico respondió:

-Ésas no comerá el señor gobernador en tanto que yo tuviere vida.

-Pues, ¿por qué? -dijo Sancho.

Y el médico respondió:

-Porque nuestro maestro Hipócrates, norte y luz de la medicina, en un
aforismo suyo, dice: Omnis saturatio mala, perdices autem pessima. Quiere
decir: "Toda hartazga es mala; pero la de las perdices, malísima".

-Si eso es así -dijo Sancho-, vea el señor doctor de cuantos manjares hay
en esta mesa cuál me hará más provecho y cuál menos daño, y déjeme comer
dél sin que me le apalee; porque, por vida del gobernador, y así Dios me le
deje gozar, que me muero de hambre, y el negarme la comida, aunque le pese
al señor doctor y él más me diga, antes será quitarme la vida que
aumentármela.

-Vuestra merced tiene razón, señor gobernador -respondió el médico-; y así,
es mi parecer que vuestra merced no coma de aquellos conejos guisados que
allí están, porque es manjar peliagudo. De aquella ternera, si no fuera
asada y en adobo, aún se pudiera probar, pero no hay para qué.

Y Sancho dijo:

-Aquel platonazo que está más adelante vahando me parece que es olla
podrida, que por la diversidad de cosas que en las tales ollas podridas
hay, no podré dejar de topar con alguna que me sea de gusto y de provecho.

-Absit! -dijo el médico-. Vaya lejos de nosotros tan mal pensamiento: no
hay cosa en el mundo de peor mantenimiento que una olla podrida. Allá las
ollas podridas para los canónigos, o para los retores de colegios, o para
las bodas labradorescas, y déjennos libres las mesas de los gobernadores,
donde ha de asistir todo primor y toda atildadura; y la razón es porque
siempre y a doquiera y de quienquiera son más estimadas las medicinas
simples que las compuestas, porque en las simples no se puede errar y en
las compuestas sí, alterando la cantidad de las cosas de que son
compuestas; mas lo que yo sé que ha de comer el señor gobernador ahora,
para conservar su salud y corroborarla, es un ciento de cañutillos de
suplicaciones y unas tajadicas subtiles de carne de membrillo, que le
asienten el estómago y le ayuden a la digestión.

Oyendo esto Sancho, se arrimó sobre el espaldar de la silla y miró de hito
en hito al tal médico, y con voz grave le preguntó cómo se llamaba y dónde
había estudiado. A lo que él respondió:

-Yo, señor gobernador, me llamo el doctor Pedro Recio de Agüero, y soy
natural de un lugar llamado Tirteafuera, que está entre Caracuel y
Almodóvar del Campo, a la mano derecha, y tengo el grado de doctor por la
universidad de Osuna.

A lo que respondió Sancho, todo encendido en cólera:

-Pues, señor doctor Pedro Recio de Mal Agüero, natural de Tirteafuera,
lugar que está a la derecha mano como vamos de Caracuel a Almodóvar del
Campo, graduado en Osuna, quíteseme luego delante, si no, voto al sol que
tome un garrote y que a garrotazos, comenzando por él, no me ha de quedar
médico en toda la ínsula, a lo menos de aquellos que yo entienda que son
ignorantes; que a los médicos sabios, prudentes y discretos los pondré
sobre mi cabeza y los honraré como a personas divinas. Y vuelvo a decir que
se me vaya, Pedro Recio, de aquí; si no, tomaré esta silla donde estoy
sentado y se la estrellaré en la cabeza; y pídanmelo en residencia, que yo
me descargaré con decir que hice servicio a Dios en matar a un mal médico,
verdugo de la república. Y denme de comer, o si no, tómense su gobierno,
que oficio que no da de comer a su dueño no vale dos habas.

Alborotóse el doctor, viendo tan colérico al gobernador, y quiso hacer
tirteafuera de la sala, sino que en aquel instante sonó una corneta de
posta en la calle, y, asomándose el maestresala a la ventana, volvió
diciendo:

-Correo viene del duque mi señor; algún despacho debe de traer de
importancia.

Entró el correo sudando y asustado, y, sacando un pliego del seno, le puso
en las manos del gobernador, y Sancho le puso en las del mayordomo, a quien
mandó leyese el sobreescrito, que decía así: A don Sancho Panza, gobernador
de la ínsula Barataria, en su propia mano o en las de su secretario. Oyendo
lo cual, Sancho dijo:

-¿Quién es aquí mi secretario?

Y uno de los que presentes estaban respondió:

-Yo, señor, porque sé leer y escribir, y soy vizcaíno.

-Con esa añadidura -dijo Sancho-, bien podéis ser secretario del mismo
emperador. Abrid ese pliego, y mirad lo que dice.

Hízolo así el recién nacido secretario, y, habiendo leído lo que decía,
dijo que era negocio para tratarle a solas. Mandó Sancho despejar la sala,
y que no quedasen en ella sino el mayordomo y el maestresala, y los demás y
el médico se fueron; y luego el secretario leyó la carta, que así decía:

A mi noticia ha llegado, señor don Sancho Panza, que unos enemigos míos y
desa ínsula la han de dar un asalto furioso, no sé qué noche; conviene
velar y estar alerta, porque no le tomen desapercebido. Sé también, por
espías verdaderas, que han entrado en ese lugar cuatro personas disfrazadas
para quitaros la vida, porque se temen de vuestro ingenio; abrid el ojo, y
mirad quién llega a hablaros, y no comáis de cosa que os presentaren. Yo
tendré cuidado de socorreros si os viéredes en trabajo, y en todo haréis
como se espera de vuestro entendimiento. Deste lugar, a 16 de agosto, a las
cuatro de la mañana.

Vuestro amigo,

El Duque.

Quedó atónito Sancho, y mostraron quedarlo asimismo los circunstantes; y,
volviéndose al mayordomo, le dijo:

-Lo que agora se ha de hacer, y ha de ser luego, es meter en un calabozo al
doctor Recio; porque si alguno me ha de matar, ha de ser él, y de muerte
adminícula y pésima, como es la de la hambre.

-También -dijo el maestresala- me parece a mí que vuesa merced no coma de
todo lo que está en esta mesa, porque lo han presentado unas monjas, y,
como suele decirse, detrás de la cruz está el diablo.

-No lo niego -respondió Sancho-, y por ahora denme un pedazo de pan y obra
de cuatro libras de uvas, que en ellas no podrá venir veneno; porque, en
efecto, no puedo pasar sin comer, y si es que hemos de estar prontos para
estas batallas que nos amenazan, menester será estar bien mantenidos,
porque tripas llevan corazón, que no corazón tripas. Y vos, secretario,
responded al duque mi señor y decidle que se cumplirá lo que manda como lo
manda, sin faltar punto; y daréis de mi parte un besamanos a mi señora la
duquesa, y que le suplico no se le olvide de enviar con un propio mi carta
y mi lío a mi mujer Teresa Panza, que en ello recibiré mucha merced, y
tendré cuidado de servirla con todo lo que mis fuerzas alcanzaren; y de
camino podéis encajar un besamanos a mi señor don Quijote de la Mancha,
porque vea que soy pan agradecido; y vos, como buen secretario y como buen
vizcaíno, podéis añadir todo lo que quisiéredes y más viniere a cuento. Y
álcense estos manteles, y denme a mí de comer, que yo me avendré con
cuantas espías y matadores y encantadores vinieren sobre mí y sobre mi
ínsula.

En esto entró un paje, y dijo:

-Aquí está un labrador negociante que quiere hablar a Vuestra Señoría en un
negocio, según él dice, de mucha importancia.

-Estraño caso es éste -dijo Sancho- destos negociantes. ¿Es posible que
sean tan necios, que no echen de ver que semejantes horas como éstas no son
en las que han de venir a negociar? ¿Por ventura los que gobernamos, los
que somos jueces, no somos hombres de carne y de hueso, y que es menester
que nos dejen descansar el tiempo que la necesidad pide, sino que quieren
que seamos hechos de piedra marmol? Por Dios y en mi conciencia que si me
dura el gobierno (que no durará, según se me trasluce), que yo ponga en
pretina a más de un negociante. Agora decid a ese buen hombre que entre;
pero adviértase primero no sea alguno de los espías, o matador mío.

-No, señor -respondió el paje-, porque parece una alma de cántaro, y yo sé
poco, o él es tan bueno como el buen pan.

-No hay que temer -dijo el mayordomo-, que aquí estamos todos.

-¿Sería posible -dijo Sancho-, maestresala, que agora que no está aquí el
doctor Pedro Recio, que comiese yo alguna cosa de peso y de sustancia,
aunque fuese un pedazo de pan y una cebolla?

-Esta noche, a la cena, se satisfará la falta de la comida, y quedará
Vuestra Señoría satisfecho y pagado -dijo el maestresala.

-Dios lo haga -respondió Sancho.

Y, en esto, entró el labrador, que era de muy buena presencia, y de mil
leguas se le echaba de ver que era bueno y buena alma. Lo primero que dijo
fue:

-¿Quién es aquí el señor gobernador?

-¿Quién ha de ser -respondió el secretario-, sino el que está sentado en la
silla?

-Humíllome, pues, a su presencia -dijo el labrador.

Y, poniéndose de rodillas, le pidió la mano para besársela. Negósela
Sancho, y mandó que se levantase y dijese lo que quisiese. Hízolo así el
labrador, y luego dijo:

-Yo, señor, soy labrador, natural de Miguel Turra, un lugar que está dos
leguas de Ciudad Real.

-¡Otro Tirteafuera tenemos! -dijo Sancho-. Decid, hermano, que lo que yo os
sé decir es que sé muy bien a Miguel Turra, y que no está muy lejos de mi
pueblo.

-Es, pues, el caso, señor -prosiguió el labrador-, que yo, por la
misericordia de Dios, soy casado en paz y en haz de la Santa Iglesia
Católica Romana; tengo dos hijos estudiantes que el menor estudia para
bachiller y el mayor para licenciado; soy viudo, porque se murió mi mujer,
o, por mejor decir, me la mató un mal médico, que la purgó estando preñada,
y si Dios fuera servido que saliera a luz el parto, y fuera hijo, yo le
pusiere a estudiar para doctor, porque no tuviera invidia a sus hermanos el
bachiller y el licenciado.

-De modo -dijo Sancho- que si vuestra mujer no se hubiera muerto, o la
hubieran muerto, vos no fuérades agora viudo.

-No, señor, en ninguna manera -respondió el labrador.

-¡Medrados estamos! -replicó Sancho-. Adelante, hermano, que es hora de
dormir más que de negociar.

-Digo, pues -dijo el labrador-, que este mi hijo que ha de ser bachiller se
enamoró en el mesmo pueblo de una doncella llamada Clara Perlerina, hija de
Andrés Perlerino, labrador riquísimo; y este nombre de Perlerines no les
viene de abolengo ni otra alcurnia, sino porque todos los deste linaje son
perláticos, y por mejorar el nombre los llaman Perlerines; aunque, si va
decir la verdad, la doncella es como una perla oriental, y, mirada por el
lado derecho, parece una flor del campo; por el izquierdo no tanto, porque
le falta aquel ojo, que se le saltó de viruelas; y, aunque los hoyos del
rostro son muchos y grandes, dicen los que la quieren bien que aquéllos no
son hoyos, sino sepulturas donde se sepultan las almas de sus amantes. Es
tan limpia que, por no ensuciar la cara, trae las narices, como dicen,
arremangadas, que no parece sino que van huyendo de la boca; y, con todo
esto, parece bien por estremo, porque tiene la boca grande, y, a no
faltarle diez o doce dientes y muelas, pudiera pasar y echar raya entre las
más bien formadas. De los labios no tengo qué decir, porque son tan sutiles
y delicados que, si se usaran aspar labios, pudieran hacer dellos una
madeja; pero, como tienen diferente color de la que en los labios se usa
comúnmente, parecen milagrosos, porque son jaspeados de azul y verde y
aberenjenado; y perdóneme el señor gobernador si por tan menudo voy
pintando las partes de la que al fin al fin ha de ser mi hija, que la
quiero bien y no me parece mal.

-Pintad lo que quisiéredes -dijo Sancho-, que yo me voy recreando en la
pintura, y si hubiera comido, no hubiera mejor postre para mí que vuestro
retrato.

-Eso tengo yo por servir -respondió el labrador-, pero tiempo vendrá en que
seamos, si ahora no somos. Y digo, señor, que si pudiera pintar su
gentileza y la altura de su cuerpo, fuera cosa de admiración; pero no puede
ser, a causa de que ella está agobiada y encogida, y tiene las rodillas con
la boca, y, con todo eso, se echa bien de ver que si se pudiera levantar,
diera con la cabeza en el techo; y ya ella hubiera dado la mano de esposa a
mi bachiller, sino que no la puede estender, que está añudada; y, con todo,
en las uñas largas y acanaladas se muestra su bondad y buena hechura.

-Está bien -dijo Sancho-, y haced cuenta, hermano, que ya la habéis pintado
de los pies a la cabeza. ¿Qué es lo que queréis ahora? Y venid al punto sin
rodeos ni callejuelas, ni retazos ni añadiduras.

-Querría, señor -respondió el labrador-, que vuestra merced me hiciese
merced de darme una carta de favor para mi consuegro, suplicándole sea
servido de que este casamiento se haga, pues no somos desiguales en los
bienes de fortuna, ni en los de la naturaleza; porque, para decir la
verdad, señor gobernador, mi hijo es endemoniado, y no hay día que tres o
cuatro veces no le atormenten los malignos espíritus; y de haber caído una
vez en el fuego, tiene el rostro arrugado como pergamino, y los ojos algo
llorosos y manantiales; pero tiene una condición de un ángel, y si no es
que se aporrea y se da de puñadas él mesmo a sí mesmo, fuera un bendito.

-¿Queréis otra cosa, buen hombre? -replicó Sancho.

-Otra cosa querría -dijo el labrador-, sino que no me atrevo a decirlo;
pero vaya, que, en fin, no se me ha de podrir en el pecho, pegue o no
pegue. Digo, señor, que querría que vuesa merced me diese trecientos o
seiscientos ducados para ayuda a la dote de mi bachiller; digo para ayuda
de poner su casa, porque, en fin, han de vivir por sí, sin estar sujetos a
las impertinencias de los suegros.

-Mirad si queréis otra cosa -dijo Sancho-, y no la dejéis de decir por
empacho ni por vergüenza.

-No, por cierto -respondió el labrador.

Y, apenas dijo esto, cuando, levantándose en pie el gobernador, asió de la
silla en que estaba sentado y dijo:

-¡Voto a tal, don patán rústico y mal mirado, que si no os apartáis y
ascondéis luego de mi presencia, que con esta silla os rompa y abra la
cabeza! Hideputa bellaco, pintor del mesmo demonio, ¿y a estas horas te
vienes a pedirme seiscientos ducados?; y ¿dónde los tengo yo, hediondo?; y
¿por qué te los había de dar, aunque los tuviera, socarrón y mentecato?; y
¿qué se me da a mí de Miguel Turra, ni de todo el linaje de los Perlerines?
¡Va de mí, digo; si no, por vida del duque mi señor, que haga lo que tengo
dicho! Tú no debes de ser de Miguel Turra, sino algún socarrón que, para
tentarme, te ha enviado aquí el infierno. Dime, desalmado, aún no ha día y
medio que tengo el gobierno, y ¿ya quieres que tenga seiscientos ducados?

Hizo de señas el maestresala al labrador que se saliese de la sala, el cual
lo hizo cabizbajo y, al parecer, temeroso de que el gobernador no ejecutase
su cólera, que el bellacón supo hacer muy bien su oficio.

Pero dejemos con su cólera a Sancho, y ándese la paz en el corro, y
volvamos a don Quijote, que le dejamos vendado el rostro y curado de las
gatescas heridas, de las cuales no sanó en ocho días, en uno de los cuales
le sucedió lo que Cide Hamete promete de contar con la puntualidad y
verdad que suele contar las cosas desta historia, por mínimas que sean.





Capítulo XLVIII. De lo que le sucedió a don Quijote con doña Rodríguez, la
dueña de la duquesa, con otros acontecimientos dignos de escritura y de
memoria eterna


Además estaba mohíno y malencólico el mal ferido don Quijote, vendado el
rostro y señalado, no por la mano de Dios, sino por las uñas de un gato,
desdichas anejas a la andante caballería. Seis días estuvo sin salir en
público, en una noche de las cuales, estando despierto y desvelado,
pensando en sus desgracias y en el perseguimiento de Altisidora, sintió que
con una llave abrían la puerta de su aposento, y luego imaginó que la
enamorada doncella venía para sobresaltar su honestidad y ponerle en
condición de faltar a la fee que guardar debía a su señora Dulcinea del
Toboso.

-No -dijo creyendo a su imaginación, y esto, con voz que pudiera ser oída-;
no ha de ser parte la mayor hermosura de la tierra para que yo deje de
adorar la que tengo grabada y estampada en la mitad de mi corazón y en lo
más escondido de mis entrañas, ora estés, señora mía, transformada en
cebolluda labradora, ora en ninfa del dorado Tajo, tejiendo telas de oro y
sirgo compuestas, ora te tenga Merlín, o Montesinos, donde ellos quisieren;
que, adondequiera eres mía, y adoquiera he sido yo, y he de ser, tuyo.

El acabar estas razones y el abrir de la puerta fue todo uno. Púsose en pie
sobre la cama, envuelto de arriba abajo en una colcha de raso amarillo, una
galocha en la cabeza, y el rostro y los bigotes vendados: el rostro, por
los aruños; los bigotes, porque no se le desmayasen y cayesen; en el cual
traje parecía la más extraordinaria fantasma que se pudiera pensar.

Clavó los ojos en la puerta, y, cuando esperaba ver entrar por ella a la
rendida y lastimada Altisidora, vio entrar a una reverendísima dueña con
unas tocas blancas repulgadas y luengas, tanto, que la cubrían y enmantaban
desde los pies a la cabeza. Entre los dedos de la mano izquierda traía una
media vela encendida, y con la derecha se hacía sombra, porque no le diese
la luz en los ojos, a quien cubrían unos muy grandes antojos. Venía pisando
quedito, y movía los pies blandamente.

Miróla don Quijote desde su atalaya, y cuando vio su adeliño y notó su
silencio, pensó que alguna bruja o maga venía en aquel traje a hacer en él
alguna mala fechuría, y comenzó a santiguarse con mucha priesa. Fuese
llegando la visión, y, cuando llegó a la mitad del aposento, alzó los ojos
y vio la priesa con que se estaba haciendo cruces don Quijote; y si él
quedó medroso en ver tal figura, ella quedó espantada en ver la suya,
porque, así como le vio tan alto y tan amarillo, con la colcha y con las
vendas, que le desfiguraban, dio una gran voz, diciendo:

-¡Jesús! ¿Qué es lo que veo?

Y con el sobresalto se le cayó la vela de las manos; y, viéndose a escuras,
volvió las espaldas para irse, y con el miedo tropezó en sus faldas y dio
consigo una gran caída. Don Quijote, temeroso, comenzó a decir:

-Conjúrote, fantasma, o lo que eres, que me digas quién eres, y que me
digas qué es lo que de mí quieres. Si eres alma en pena, dímelo, que yo
haré por ti todo cuanto mis fuerzas alcanzaren, porque soy católico
cristiano y amigo de hacer bien a todo el mundo; que para esto tomé la
orden de la caballería andante que profeso, cuyo ejercicio aun hasta hacer
bien a las ánimas de purgatorio se estiende.

La brumada dueña, que oyó conjurarse, por su temor coligió el de don
Quijote, y con voz afligida y baja le respondió:

-Señor don Quijote, si es que acaso vuestra merced es don Quijote, yo no
soy fantasma, ni visión, ni alma de purgatorio, como vuestra merced debe de
haber pensado, sino doña Rodríguez, la dueña de honor de mi señora la
duquesa, que, con una necesidad de aquellas que vuestra merced suele
remediar, a vuestra merced vengo.

-Dígame, señora doña Rodríguez -dijo don Quijote-: ¿por ventura viene
vuestra merced a hacer alguna tercería? Porque le hago saber que no soy de
provecho para nadie, merced a la sin par belleza de mi señora Dulcinea del
Toboso. Digo, en fin, señora doña Rodríguez, que, como vuestra merced salve
y deje a una parte todo recado amoroso, puede volver a encender su vela, y
vuelva, y departiremos de todo lo que más mandare y más en gusto le
viniere, salvando, como digo, todo incitativo melindre.

-¿Yo recado de nadie, señor mío? -respondió la dueña-. Mal me conoce
vuestra merced; sí, que aún no estoy en edad tan prolongada que me acoja a
semejantes niñerías, pues, Dios loado, mi alma me tengo en las carnes, y
todos mis dientes y muelas en la boca, amén de unos pocos que me han
usurpado unos catarros, que en esta tierra de Aragón son tan ordinarios.
Pero espéreme vuestra merced un poco; saldré a encender mi vela, y volveré
en un instante a contar mis cuitas, como a remediador de todas las del
mundo.

Y, sin esperar respuesta, se salió del aposento, donde quedó don Quijote
sosegado y pensativo esperándola; pero luego le sobrevinieron mil
pensamientos acerca de aquella nueva aventura, y parecíale ser mal hecho y
peor pensado ponerse en peligro de romper a su señora la fee prometida, y
decíase a sí mismo:

-¿Quién sabe si el diablo, que es sutil y mañoso, querrá engañarme agora
con una dueña, lo que no ha podido con emperatrices, reinas, duquesas,
marquesas ni condesas? Que yo he oído decir muchas veces y a muchos
discretos que, si él puede, antes os la dará roma que aguileña. Y ¿quién
sabe si esta soledad, esta ocasión y este silencio despertará mis deseos
que duermen, y harán que al cabo de mis años venga a caer donde nunca he
tropezado? Y, en casos semejantes, mejor es huir que esperar la batalla.
Pero yo no debo de estar en mi juicio, pues tales disparates digo y pienso;
que no es posible que una dueña toquiblanca, larga y antojuna pueda mover
ni levantar pensamiento lascivo en el más desalmado pecho del mundo. ¿Por
ventura hay dueña en la tierra que tenga buenas carnes? ¿Por ventura hay
dueña en el orbe que deje de ser impertinente, fruncida y melindrosa?
¡Afuera, pues, caterva dueñesca, inútil para ningún humano regalo! ¡Oh,
cuán bien hacía aquella señora de quien se dice que tenía dos dueñas de
bulto con sus antojos y almohadillas al cabo de su estrado, como que
estaban labrando, y tanto le servían para la autoridad de la sala aquellas
estatuas como las dueñas verdaderas!

Y, diciendo esto, se arrojó del lecho, con intención de cerrar la puerta y
no dejar entrar a la señora Rodríguez; mas, cuando la llegó a cerrar, ya la
señora Rodríguez volvía, encendida una vela de cera blanca, y cuando ella
vio a don Quijote de más cerca, envuelto en la colcha, con las vendas,
galocha o becoquín, temió de nuevo, y, retirándose atrás como dos pasos,
dijo:

-¿Estamos seguras, señor caballero? Porque no tengo a muy honesta señal
haberse vuesa merced levantado de su lecho.

-Eso mesmo es bien que yo pregunte, señora -respondió don Quijote-; y así,
pregunto si estaré yo seguro de ser acometido y forzado.

-¿De quién o a quién pedís, señor caballero, esa seguridad? -respondió la
dueña.

-A vos y de vos la pido -replicó don Quijote-, porque ni yo soy de mármol
ni vos de bronce, ni ahora son las diez del día, sino media noche, y aun un
poco más, según imagino, y en una estancia más cerrada y secreta que lo
debió de ser la cueva donde el traidor y atrevido Eneas gozó a la hermosa y
piadosa Dido. Pero dadme, señora, la mano, que yo no quiero otra seguridad
mayor que la de mi continencia y recato, y la que ofrecen esas
reverendísimas tocas.

Y, diciendo esto, besó su derecha mano, y le asió de la suya, que ella le
dio con las mesmas ceremonias.

Aquí hace Cide Hamete un paréntesis, y dice que por Mahoma que diera, por
ver ir a los dos así asidos y trabados desde la puerta al lecho, la mejor
almalafa de dos que tenía.

Entróse, en fin, don Quijote en su lecho, y quedóse doña Rodríguez sentada
en una silla, algo desviada de la cama, no quitándose los antojos ni la
vela. Don Quijote se acorrucó y se cubrió todo, no dejando más de el rostro
descubierto; y, habiéndose los dos sosegado, el primero que rompió el
silencio fue don Quijote, diciendo:

-Puede vuesa merced ahora, mi señora doña Rodríguez, descoserse y desbuchar
todo aquello que tiene dentro de su cuitado corazón y lastimadas entrañas,
que será de mí escuchada con castos oídos, y socorrida con piadosas obras.

-Así lo creo yo -respondió la dueña-, que de la gentil y agradable
presencia de vuesa merced no se podía esperar sino tan cristiana respuesta.
«Es, pues, el caso, señor don Quijote, que, aunque vuesa merced me vee
sentada en esta silla y en la mitad del reino de Aragón, y en hábito de
dueña aniquilada y asendereada, soy natural de las Asturias de Oviedo, y de
linaje que atraviesan por él muchos de los mejores de aquella provincia;
pero mi corta suerte y el descuido de mis padres, que empobrecieron antes
de tiempo, sin saber cómo ni cómo no, me trujeron a la corte, a Madrid,
donde por bien de paz y por escusar mayores desventuras, mis padres me
acomodaron a servir de doncella de labor a una principal señora; y quiero
hacer sabidor a vuesa merced que en hacer vainillas y labor blanca ninguna
me ha echado el pie adelante en toda la vida. Mis padres me dejaron
sirviendo y se volvieron a su tierra, y de allí a pocos años se debieron de
ir al cielo, porque eran además buenos y católicos cristianos. Quedé
huérfana, y atenida al miserable salario y a las angustiadas mercedes que
a las tales criadas se suele dar en palacio; y, en este tiempo, sin que
diese yo ocasión a ello, se enamoró de mi un escudero de casa, hombre ya en
días, barbudo y apersonado, y, sobre todo, hidalgo como el rey, porque era
montañés. No tratamos tan secretamente nuestros amores que no viniesen a
noticia de mi señora, la cual, por escusar dimes y diretes, nos casó en paz
y en haz de la Santa Madre Iglesia Católica Romana, de cuyo matrimonio
nació una hija para rematar con mi ventura, si alguna tenía; no porque yo
muriese del parto, que le tuve derecho y en sazón, sino porque desde allí a
poco murió mi esposo de un cierto espanto que tuvo, que, a tener ahora
lugar para contarle, yo sé que vuestra merced se admirara.»

Y, en esto, comenzó a llorar tiernamente, y dijo:

-Perdóneme vuestra merced, señor don Quijote, que no va más en mi mano,
porque todas las veces que me acuerdo de mi mal logrado se me arrasan los
ojos de lágrimas. ¡Válame Dios, y con qué autoridad llevaba a mi señora a
las ancas de una poderosa mula, negra como el mismo azabache! Que entonces
no se usaban coches ni sillas, como agora dicen que se usan, y las señoras
iban a las ancas de sus escuderos. Esto, a lo menos, no puedo dejar de
contarlo, porque se note la crianza y puntualidad de mi buen marido. «Al
entrar de la calle de Santiago, en Madrid, que es algo estrecha, venía a
salir por ella un alcalde de corte con dos alguaciles delante, y, así como
mi buen escudero le vio, volvió las riendas a la mula, dando señal de
volver a acompañarle. Mi señora, que iba a las ancas, con voz baja le
decía: ''-¿Qué hacéis, desventurado? ¿No veis que voy aquí?'' El alcalde,
de comedido, detuvo la rienda al caballo y díjole: ''-Seguid, señor,
vuestro camino, que yo soy el que debo acompañar a mi señora doña
Casilda'', que así era el nombre de mi ama. Todavía porfiaba mi marido, con
la gorra en la mano, a querer ir acompañando al alcalde, viendo lo cual mi
señora, llena de cólera y enojo, sacó un alfiler gordo, o creo que un
punzón, del estuche, y clavósele por los lomos, de manera que mi marido dio
una gran voz y torció el cuerpo, de suerte que dio con su señora en el
suelo. Acudieron dos lacayos suyos a levantarla, y lo mismo hizo el alcalde
y los alguaciles; alborotóse la Puerta de Guadalajara, digo, la gente
baldía que en ella estaba; vínose a pie mi ama, y mi marido acudió en casa
de un barbero diciendo que llevaba pasadas de parte a parte las entrañas.
Divulgóse la cortesía de mi esposo, tanto, que los muchachos le corrían por
las calles, y por esto y porque él era algún tanto corto de vista, mi
señora la duquesa le despidió, de cuyo pesar, sin duda alguna, tengo para
mí que se le causó el mal de la muerte. Quedé yo viuda y desamparada, y con
hija a cuestas, que iba creciendo en hermosura como la espuma de la mar.
Finalmente, como yo tuviese fama de gran labrandera, mi señora la duquesa,
que estaba recién casada con el duque mi señor, quiso traerme consigo a
este reino de Aragón y a mi hija ni más ni menos, adonde, yendo días y
viniendo días, creció mi hija, y con ella todo el donaire del mundo: canta
como una calandria, danza como el pensamiento, baila como una perdida, lee
y escribe como un maestro de escuela, y cuenta como un avariento. De su
limpieza no digo nada: que el agua que corre no es más limpia, y debe de
tener agora, si mal no me acuerdo, diez y seis años, cinco meses y tres
días, uno más a menos. En resolución: de esta mi muchacha se enamoró un
hijo de un labrador riquísimo que está en una aldea del duque mi señor, no
muy lejos de aquí. En efecto, no sé cómo ni cómo no, ellos se juntaron, y,
debajo de la palabra de ser su esposo, burló a mi hija, y no se la quiere
cumplir; y, aunque el duque mi señor lo sabe, porque yo me he quejado a él,
no una, sino muchas veces, y pedídole mande que el tal labrador se case con
mi hija, hace orejas de mercader y apenas quiere oírme; y es la causa que,
como el padre del burlador es tan rico y le presta dineros, y le sale por
fiador de sus trampas por momentos, no le quiere descontentar ni dar
pesadumbre en ningún modo.» Querría, pues, señor mío, que vuesa merced
tomase a cargo el deshacer este agravio, o ya por ruegos, o ya por armas,
pues, según todo el mundo dice, vuesa merced nació en él para deshacerlos y
para enderezar los tuertos y amparar los miserables; y póngasele a vuesa
merced por delante la orfandad de mi hija, su gentileza, su mocedad, con
todas las buenas partes que he dicho que tiene; que en Dios y en mi
conciencia que de cuantas doncellas tiene mi señora, que no hay ninguna que
llegue a la suela de su zapato, y que una que llaman Altisidora, que es la
que tienen por más desenvuelta y gallarda, puesta en comparación de mi
hija, no la llega con dos leguas. Porque quiero que sepa vuesa merced,
señor mío, que no es todo oro lo que reluce; porque esta Altisidorilla
tiene más de presunción que de hermosura, y más de desenvuelta que de
recogida, además que no está muy sana: que tiene un cierto allento cansado,
que no hay sufrir el estar junto a ella un momento. Y aun mi señora la
duquesa... Quiero callar, que se suele decir que las paredes tienen oídos.

-¿Qué tiene mi señora la duquesa, por vida mía, señora doña Rodríguez?
-preguntó don Quijote.

-Con ese conjuro -respondió la dueña-, no puedo dejar de responder a lo que
se me pregunta con toda verdad. ¿Vee vuesa merced, señor don Quijote, la
hermosura de mi señora la duquesa, aquella tez de rostro, que no parece
sino de una espada acicalada y tersa, aquellas dos mejillas de leche y de
carmín, que en la una tiene el sol y en la otra la luna, y aquella
gallardía con que va pisando y aun despreciando el suelo, que no parece
sino que va derramando salud donde pasa? Pues sepa vuesa merced que lo
puede agradecer, primero, a Dios, y luego, a dos fuentes que tiene en las
dos piernas, por donde se desagua todo el mal humor de quien dicen los
médicos que está llena.

-¡Santa María! -dijo don Quijote-. Y ¿es posible que mi señora la duquesa
tenga tales desaguaderos? No lo creyera si me lo dijeran frailes descalzos;
pero, pues la señora doña Rodríguez lo dice, debe de ser así. Pero tales
fuentes, y en tales lugares, no deben de manar humor, sino ámbar líquido.
Verdaderamente que ahora acabo de creer que esto de hacerse fuentes debe de
ser cosa importante para salud.

Apenas acabó don Quijote de decir esta razón, cuando con un gran golpe
abrieron las puertas del aposento, y del sobresalto del golpe se le cayó a
doña Rodríguez la vela de la mano, y quedó la estancia como boca de lobo,
como suele decirse. Luego sintió la pobre dueña que la asían de la garganta
con dos manos, tan fuertemente que no la dejaban gañir, y que otra persona,
con mucha presteza, sin hablar palabra, le alzaba las faldas, y con una, al
parecer, chinela, le comenzó a dar tantos azotes, que era una compasión; y,
aunque don Quijote se la tenía, no se meneaba del lecho, y no sabía qué
podía ser aquello, y estábase quedo y callando, y aun temiendo no viniese
por él la tanda y tunda azotesca. Y no fue vano su temor, porque, en
dejando molida a la dueña los callados verdugos (la cual no osaba
quejarse), acudieron a don Quijote, y, desenvolviéndole de la sábana y de
la colcha, le pellizcaron tan a menudo y tan reciamente, que no pudo dejar
de defenderse a puñadas, y todo esto en silencio admirable. Duró la batalla
casi media hora; saliéronse las fantasmas, recogió doña Rodríguez sus
faldas, y, gimiendo su desgracia, se salió por la puerta afuera, sin decir
palabra a don Quijote, el cual, doloroso y pellizcado, confuso y pensativo,
se quedó solo, donde le dejaremos deseoso de saber quién había sido el
perverso encantador que tal le había puesto. Pero ello se dirá a su tiempo,
que Sancho Panza nos llama, y el buen concierto de la historia lo pide.





Capítulo XLIX. De lo que le sucedió a Sancho Panza rondando su ínsula


Dejamos al gran gobernador enojado y mohíno con el labrador pintor y
socarrón, el cual, industriado del mayordomo, y el mayordomo del duque, se
burlaban de Sancho; pero él se las tenía tiesas a todos, maguera tonto,
bronco y rollizo, y dijo a los que con él estaban, y al doctor Pedro Recio,
que, como se acabó el secreto de la carta del duque, había vuelto a entrar
en la sala:

-Ahora verdaderamente que entiendo que los jueces y gobernadores deben de
ser, o han de ser, de bronce, para no sentir las importunidades de los
negociantes, que a todas horas y a todos tiempos quieren que los escuchen y
despachen, atendiendo sólo a su negocio, venga lo que viniere; y si el
pobre del juez no los escucha y despacha, o porque no puede o porque no es
aquél el tiempo diputado para darles audiencia, luego les maldicen y
murmuran, y les roen los huesos, y aun les deslindan los linajes.
Negociante necio, negociante mentecato, no te apresures; espera sazón y
coyuntura para negociar: no vengas a la hora del comer ni a la del dormir,
que los jueces son de carne y de hueso y han de dar a la naturaleza lo que
naturalmente les pide, si no es yo, que no le doy de comer a la mía, merced
al señor doctor Pedro Recio Tirteafuera, que está delante, que quiere que
muera de hambre, y afirma que esta muerte es vida, que así se la dé Dios a
él y a todos los de su ralea: digo, a la de los malos médicos, que la de
los buenos, palmas y lauros merecen.

Todos los que conocían a Sancho Panza se admiraban, oyéndole hablar tan
elegantemente, y no sabían a qué atribuirlo, sino a que los oficios y
cargos graves, o adoban o entorpecen los entendimientos. Finalmente, el
doctor Pedro Recio Agüero de Tirteafuera prometió de darle de cenar aquella
noche, aunque excediese de todos los aforismos de Hipócrates. Con esto
quedó contento el gobernador, y esperaba con grande ansia llegase la noche
y la hora de cenar; y, aunque el tiempo, al parecer suyo, se estaba quedo,
sin moverse de un lugar, todavía se llegó por él el tanto deseado, donde
le dieron de cenar un salpicón de vaca con cebolla, y unas manos cocidas de
ternera algo entrada en días. Entregóse en todo con más gusto que si le
hubieran dado francolines de Milán, faisanes de Roma, ternera de Sorrento,
perdices de Morón, o gansos de Lavajos; y, entre la cena, volviéndose al
doctor, le dijo:

-Mirad, señor doctor: de aquí adelante no os curéis de darme a comer cosas
regaladas ni manjares esquisitos, porque será sacar a mi estómago de sus
quicios, el cual está acostumbrado a cabra, a vaca, a tocino, a cecina, a
nabos y a cebollas; y, si acaso le dan otros manjares de palacio, los
recibe con melindre, y algunas veces con asco. Lo que el maestresala puede
hacer es traerme estas que llaman ollas podridas, que mientras más podridas
son, mejor huelen, y en ellas puede embaular y encerrar todo lo que él
quisiere, como sea de comer, que yo se lo agradeceré y se lo pagaré algún
día; y no se burle nadie conmigo, porque o somos o no somos: vivamos todos
y comamos en buena paz compaña, pues, cuando Dios amanece, para todos
amanece. Yo gobernaré esta ínsula sin perdonar derecho ni llevar cohecho, y
todo el mundo traiga el ojo alerta y mire por el virote, porque les hago
saber que el diablo está en Cantillana, y que, si me dan ocasión, han de
ver maravillas. No, sino haceos miel, y comeros han moscas.

-Por cierto, señor gobernador -dijo el maestresala-, que vuesa merced tiene


 


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