Don Quijote
by
Miguel de Cervantes [Saavedra] [in Spanish]

Part 16 out of 19



mucha razón en cuanto ha dicho, y que yo ofrezco en nombre de todos los
insulanos desta ínsula que han de servir a vuestra merced con toda
puntualidad, amor y benevolencia, porque el suave modo de gobernar que en
estos principios vuesa merced ha dado no les da lugar de hacer ni de pensar
cosa que en deservicio de vuesa merced redunde.

-Yo lo creo -respondió Sancho-, y serían ellos unos necios si otra cosa
hiciesen o pensasen. Y vuelvo a decir que se tenga cuenta con mi sustento y
con el de mi rucio, que es lo que en este negocio importa y hace más al
caso; y, en siendo hora, vamos a rondar, que es mi intención limpiar esta
ínsula de todo género de inmundicia y de gente vagamunda, holgazanes, y mal
entretenida; porque quiero que sepáis, amigos, que la gente baldía y
perezosa es en la república lo mesmo que los zánganos en las colmenas, que
se comen la miel que las trabajadoras abejas hacen. Pienso favorecer a los
labradores, guardar sus preeminencias a los hidalgos, premiar los virtuosos
y, sobre todo, tener respeto a la religión y a la honra de los religiosos.
¿Qué os parece desto, amigos? ¿Digo algo, o quiébrome la cabeza?

-Dice tanto vuesa merced, señor gobernador -dijo el mayordomo-, que estoy
admirado de ver que un hombre tan sin letras como vuesa merced, que, a lo
que creo, no tiene ninguna, diga tales y tantas cosas llenas de sentencias
y de avisos, tan fuera de todo aquello que del ingenio de vuesa merced
esperaban los que nos enviaron y los que aquí venimos. Cada día se veen
cosas nuevas en el mundo: las burlas se vuelven en veras y los burladores
se hallan burlados.

Llegó la noche, y cenó el gobernador, con licencia del señor doctor Recio.
Aderezáronse de ronda; salió con el mayordomo, secretario y maestresala, y
el coronista que tenía cuidado de poner en memoria sus hechos, y alguaciles
y escribanos, tantos que podían formar un mediano escuadrón. Iba Sancho en
medio, con su vara, que no había más que ver, y pocas calles andadas del
lugar, sintieron ruido de cuchilladas; acudieron allá, y hallaron que eran
dos solos hombres los que reñían, los cuales, viendo venir a la justicia,
se estuvieron quedos; y el uno dellos dijo:

-¡Aquí de Dios y del rey! ¿Cómo y que se ha de sufrir que roben en poblado
en este pueblo, y que salga a saltear en él en la mitad de las calles?

-Sosegaos, hombre de bien -dijo Sancho-, y contadme qué es la causa desta
pendencia, que yo soy el gobernador.

El otro contrario dijo:

-Señor gobernador, yo la diré con toda brevedad. Vuestra merced sabrá que
este gentilhombre acaba de ganar ahora en esta casa de juego que está aquí
frontero más de mil reales, y sabe Dios cómo; y, hallándome yo presente,
juzgué más de una suerte dudosa en su favor, contra todo aquello que me
dictaba la conciencia; alzóse con la ganancia, y, cuando esperaba que me
había de dar algún escudo, por lo menos, de barato, como es uso y costumbre
darle a los hombres principales como yo, que estamos asistentes para bien y
mal pasar, y para apoyar sinrazones y evitar pendencias, él embolsó su
dinero y se salió de la casa. Yo vine despechado tras él, y con buenas y
corteses palabras le he pedido que me diese siquiera ocho reales, pues sabe
que yo soy hombre honrado y que no tengo oficio ni beneficio, porque mis
padres no me le enseñaron ni me le dejaron, y el socarrón, que no es más
ladrón que Caco, ni más fullero que Andradilla, no quería darme más de
cuatro reales; ¡porque vea vuestra merced, señor gobernador, qué poca
vergüenza y qué poca conciencia! Pero a fee que, si vuesa merced no
llegara, que yo le hiciera vomitar la ganancia, y que había de saber con
cuántas entraba la romana.

-¿Qué decís vos a esto? -preguntó Sancho.

Y el otro respondió que era verdad cuanto su contrario decía, y no había
querido darle más de cuatro reales porque se los daba muchas veces; y los
que esperan barato han de ser comedidos y tomar con rostro alegre lo que
les dieren, sin ponerse en cuentas con los gananciosos, si ya no supiesen
de cierto que son fulleros y que lo que ganan es mal ganado; y que, para
señal que él era hombre de bien y no ladrón, como decía, ninguna había
mayor que el no haberle querido dar nada; que siempre los fulleros son
tributarios de los mirones que los conocen.

-Así es -dijo el mayordomo-. Vea vuestra merced, señor gobernador, qué es
lo que se ha de hacer destos hombres.

-Lo que se ha de hacer es esto -respondió Sancho-: vos, ganancioso, bueno,
o malo, o indiferente, dad luego a este vuestro acuchillador cien reales, y
más, habéis de desembolsar treinta para los pobres de la cárcel; y vos, que
no tenéis oficio ni beneficio y andáis de nones en esta ínsula, tomad luego
esos cien reales, y mañana en todo el día salid desta ínsula desterrado por
diez años, so pena, si lo quebrantáredes, los cumpláis en la otra vida,
colgándoos yo de una picota, o, a lo menos, el verdugo por mi mandado; y
ninguno me replique, que le asentaré la mano.

Desembolsó el uno, recibió el otro, éste se salió de la ínsula, y aquél se
fue a su casa, y el gobernador quedó diciendo:

-Ahora, yo podré poco, o quitaré estas casas de juego, que a mí se me
trasluce que son muy perjudiciales.

-Ésta, a lo menos -dijo un escribano-, no la podrá vuesa merced quitar,
porque la tiene un gran personaje, y más es sin comparación lo que él
pierde al año que lo que saca de los naipes. Contra otros garitos de menor
cantía podrá vuestra merced mostrar su poder, que son los que más daño
hacen y más insolencias encubren; que en las casas de los caballeros
principales y de los señores no se atreven los famosos fulleros a usar de
sus tretas; y, pues el vicio del juego se ha vuelto en ejercicio común,
mejor es que se juegue en casas principales que no en la de algún oficial,
donde cogen a un desdichado de media noche abajo y le desuellan vivo.

-Agora, escribano -dijo Sancho-, yo sé que hay mucho que decir en eso.

Y, en esto, llegó un corchete que traía asido a un mozo, y dijo:

-Señor gobernador, este mancebo venía hacia nosotros, y, así como columbró
la justicia, volvió las espaldas y comenzó a correr como un gamo, señal que
debe de ser algún delincuente. Yo partí tras él, y, si no fuera porque
tropezó y cayó, no le alcanzara jamás.

-¿Por qué huías, hombre? -preguntó Sancho.

A lo que el mozo respondió:

-Señor, por escusar de responder a las muchas preguntas que las justicias
hacen.

-¿Qué oficio tienes?

-Tejedor.

-¿Y qué tejes?

-Hierros de lanzas, con licencia buena de vuestra merced.

-¿Graciosico me sois? ¿De chocarrero os picáis? ¡Está bien! Y ¿adónde
íbades ahora?

-Señor, a tomar el aire.

-Y ¿adónde se toma el aire en esta ínsula?

-Adonde sopla.

-¡Bueno: respondéis muy a propósito! Discreto sois, mancebo; pero haced
cuenta que yo soy el aire, y que os soplo en popa, y os encamino a la
cárcel. ¡Asilde, hola, y llevadle, que yo haré que duerma allí sin aire
esta noche!

-¡Par Dios -dijo el mozo-, así me haga vuestra merced dormir en la cárcel
como hacerme rey!

-Pues, ¿por qué no te haré yo dormir en la cárcel? -respondió Sancho-. ¿No
tengo yo poder para prenderte y soltarte cada y cuando que quisiere?

-Por más poder que vuestra merced tenga -dijo el mozo-, no será bastante
para hacerme dormir en la cárcel.

-¿Cómo que no? -replicó Sancho-. Llevalde luego donde verá por sus ojos el
desengaño, aunque más el alcaide quiera usar con él de su interesal
liberalidad; que yo le pondré pena de dos mil ducados si te deja salir un
paso de la cárcel.

-Todo eso es cosa de risa -respondió el mozo-. El caso es que no me harán
dormir en la cárcel cuantos hoy viven.

-Dime, demonio -dijo Sancho-, ¿tienes algún ángel que te saque y que te
quite los grillos que te pienso mandar echar?

-Ahora, señor gobernador -respondió el mozo con muy buen donaire-, estemos
a razón y vengamos al punto. Prosuponga vuestra merced que me manda llevar
a la cárcel, y que en ella me echan grillos y cadenas, y que me meten en un
calabozo, y se le ponen al alcaide graves penas si me deja salir, y que él
lo cumple como se le manda; con todo esto, si yo no quiero dormir, y
estarme despierto toda la noche, sin pegar pestaña, ¿será vuestra merced
bastante con todo su poder para hacerme dormir, si yo no quiero?

-No, por cierto -dijo el secretario-, y el hombre ha salido con su
intención.

-De modo -dijo Sancho- que no dejaréis de dormir por otra cosa que por
vuestra voluntad, y no por contravenir a la mía.

-No, señor -dijo el mozo-, ni por pienso.

-Pues andad con Dios -dijo Sancho-; idos a dormir a vuestra casa, y Dios os
dé buen sueño, que yo no quiero quitárosle; pero aconséjoos que de aquí
adelante no os burléis con la justicia, porque toparéis con alguna que os
dé con la burla en los cascos.

Fuese el mozo, y el gobernador prosiguió con su ronda, y de allí a poco
vinieron dos corchetes que traían a un hombre asido, y dijeron:

-Señor gobernador, este que parece hombre no lo es, sino mujer, y no fea,
que viene vestida en hábito de hombre.

Llegáronle a los ojos dos o tres lanternas, a cuyas luces descubrieron un
rostro de una mujer, al parecer, de diez y seis o pocos más años, recogidos
los cabellos con una redecilla de oro y seda verde, hermosa como mil
perlas. Miráronla de arriba abajo, y vieron que venía con unas medias de
seda encarnada, con ligas de tafetán blanco y rapacejos de oro y aljófar;
los greguescos eran verdes, de tela de oro, y una saltaembarca o ropilla de
lo mesmo, suelta, debajo de la cual traía un jubón de tela finísima de oro
y blanco, y los zapatos eran blancos y de hombre. No traía espada ceñida,
sino una riquísima daga, y en los dedos, muchos y muy buenos anillos.
Finalmente, la moza parecía bien a todos, y ninguno la conoció de cuantos
la vieron, y los naturales del lugar dijeron que no podían pensar quién
fuese, y los consabidores de las burlas que se habían de hacer a Sancho
fueron los que más se admiraron, porque aquel suceso y hallazgo no venía
ordenado por ellos; y así, estaban dudosos, esperando en qué pararía el
caso.

Sancho quedó pasmado de la hermosura de la moza, y preguntóle quién era,
adónde iba y qué ocasión le había movido para vestirse en aquel hábito.
Ella, puestos los ojos en tierra con honestísima vergüenza, respondió:

-No puedo, señor, decir tan en público lo que tanto me importaba fuera
secreto; una cosa quiero que se entienda: que no soy ladrón ni persona
facinorosa, sino una doncella desdichada a quien la fuerza de unos celos ha
hecho romper el decoro que a la honestidad se debe.

Oyendo esto el mayordomo, dijo a Sancho:

-Haga, señor gobernador, apartar la gente, porque esta señora con menos
empacho pueda decir lo que quisiere.

Mandólo así el gobernador; apartáronse todos, si no fueron el mayordomo,
maestresala y el secretario. Viéndose, pues, solos, la doncella prosiguió
diciendo:

-«Yo, señores, soy hija de Pedro Pérez Mazorca, arrendador de las lanas
deste lugar, el cual suele muchas veces ir en casa de mi padre.»

-Eso no lleva camino -dijo el mayordomo-, señora, porque yo conozco muy
bien a Pedro Pérez y sé que no tiene hijo ninguno, ni varón ni hembra; y
más, que decís que es vuestro padre, y luego añadís que suele ir muchas
veces en casa de vuestro padre.

-Ya yo había dado en ello -dijo Sancho.

-Ahora, señores, yo estoy turbada, y no sé lo que me digo -respondió la
doncella-; pero la verdad es que yo soy hija de Diego de la Llana, que
todos vuesas mercedes deben de conocer.

-Aún eso lleva camino -respondió el mayordomo-, que yo conozco a Diego de
la Llana, y sé que es un hidalgo principal y rico, y que tiene un hijo y
una hija, y que después que enviudó no ha habido nadie en todo este lugar
que pueda decir que ha visto el rostro de su hija; que la tiene tan
encerrada que no da lugar al sol que la vea; y, con todo esto, la fama dice
que es en estremo hermosa.

-Así es la verdad -respondió la doncella-, y esa hija soy yo; si la fama
miente o no en mi hermosura ya os habréis, señores, desengañado, pues me
habéis visto.

Y, en esto, comenzó a llorar tiernamente; viendo lo cual el secretario, se
llegó al oído del maestresala y le dijo muy paso:

-Sin duda alguna que a esta pobre doncella le debe de haber sucedido algo
de importancia, pues en tal traje, y a tales horas, y siendo tan principal,
anda fuera de su casa.

-No hay dudar en eso -respondió el maestresala-; y más, que esa sospecha la
confirman sus lágrimas.

Sancho la consoló con las mejores razones que él supo, y le pidió que sin
temor alguno les dijese lo que le había sucedido; que todos procurarían
remediarlo con muchas veras y por todas las vías posibles.

-«Es el caso, señores -respondió ella-, que mi padre me ha tenido encerrada
diez años ha, que son los mismos que a mi madre come la tierra. En casa
dicen misa en un rico oratorio, y yo en todo este tiempo no he visto que el
sol del cielo de día, y la luna y las estrellas de noche, ni sé qué son
calles, plazas, ni templos, ni aun hombres, fuera de mi padre y de un
hermano mío, y de Pedro Pérez el arrendador, que, por entrar de ordinario
en mi casa, se me antojó decir que era mi padre, por no declarar el mío.
Este encerramiento y este negarme el salir de casa, siquiera a la iglesia,
ha muchos días y meses que me trae muy desconsolada; quisiera yo ver el
mundo, o, a lo menos, el pueblo donde nací, pareciéndome que este deseo no
iba contra el buen decoro que las doncellas principales deben guardar a sí
mesmas. Cuando oía decir que corrían toros y jugaban cañas, y se
representaban comedias, preguntaba a mi hermano, que es un año menor que
yo, que me dijese qué cosas eran aquéllas y otras muchas que yo no he
visto; él me lo declaraba por los mejores modos que sabía, pero todo era
encenderme más el deseo de verlo. Finalmente, por abreviar el cuento de mi
perdición, digo que yo rogué y pedí a mi hermano, que nunca tal pidiera ni
tal rogara...»

Y tornó a renovar el llanto. El mayordomo le dijo:

-Prosiga vuestra merced, señora, y acabe de decirnos lo que le ha sucedido,
que nos tienen a todos suspensos sus palabras y sus lágrimas.

-Pocas me quedan por decir -respondió la doncella-, aunque muchas lágrimas
sí que llorar, porque los mal colocados deseos no pueden traer consigo
otros descuentos que los semejantes.

Habíase sentado en el alma del maestresala la belleza de la doncella, y
llegó otra vez su lanterna para verla de nuevo; y parecióle que no eran
lágrimas las que lloraba, sino aljófar o rocío de los prados, y aun las
subía de punto y las llegaba a perlas orientales, y estaba deseando que su
desgracia no fuese tanta como daban a entender los indicios de su llanto y
de sus suspiros. Desesperábase el gobernador de la tardanza que tenía la
moza en dilatar su historia, y díjole que acabase de tenerlos más
suspensos, que era tarde y faltaba mucho que andar del pueblo. Ella, entre
interrotos sollozos y mal formados suspiros, dijo:

-«No es otra mi desgracia, ni mi infortunio es otro sino que yo rogué a mi
hermano que me vistiese en hábitos de hombre con uno de sus vestidos y que
me sacase una noche a ver todo el pueblo, cuando nuestro padre durmiese;
él, importunado de mis ruegos, condecendió con mi deseo, y, poniéndome este
vestido y él vestiéndose de otro mío, que le está como nacido, porque él no
tiene pelo de barba y no parece sino una doncella hermosísima, esta noche,
debe de haber una hora, poco más o menos, nos salimos de casa; y, guiados
de nuestro mozo y desbaratado discurso, hemos rodeado todo el pueblo, y
cuando queríamos volver a casa, vimos venir un gran tropel de gente, y mi
hermano me dijo: ''Hermana, ésta debe de ser la ronda: aligera los pies y
pon alas en ellos, y vente tras mí corriendo, porque no nos conozcan, que
nos será mal contado''. Y, diciendo esto, volvió las espaldas y comenzó, no
digo a correr, sino a volar; yo, a menos de seis pasos, caí, con el
sobresalto, y entonces llegó el ministro de la justicia que me trujo ante
vuestras mercedes, adonde, por mala y antojadiza, me veo avergonzada ante
tanta gente.»

-¿En efecto, señora -dijo Sancho-, no os ha sucedido otro desmán alguno, ni
celos, como vos al principio de vuestro cuento dijistes, no os sacaron de
vuestra casa?

-No me ha sucedido nada, ni me sacaron celos, sino sólo el deseo de ver
mundo, que no se estendía a más que a ver las calles de este lugar.

Y acabó de confirmar ser verdad lo que la doncella decía llegar los
corchetes con su hermano preso, a quien alcanzó uno dellos cuando se huyó
de su hermana. No traía sino un faldellín rico y una mantellina de damasco
azul con pasamanos de oro fino, la cabeza sin toca ni con otra cosa
adornada que con sus mesmos cabellos, que eran sortijas de oro, según eran
rubios y enrizados. Apartáronse con el gobernador, mayordomo y maestresala,
y, sin que lo oyese su hermana, le preguntaron cómo venía en aquel traje, y
él, con no menos vergüenza y empacho, contó lo mesmo que su hermana había
contado, de que recibió gran gusto el enamorado maestresala. Pero el
gobernador les dijo:

-Por cierto, señores, que ésta ha sido una gran rapacería, y para contar
esta necedad y atrevimiento no eran menester tantas largas, ni tantas
lágrimas y suspiros; que con decir: ''Somos fulano y fulana, que nos
salimos a espaciar de casa de nuestros padres con esta invención, sólo por
curiosidad, sin otro designio alguno'', se acabara el cuento, y no
gemidicos, y lloramicos, y darle.

-Así es la verdad -respondió la doncella-, pero sepan vuesas mercedes que
la turbación que he tenido ha sido tanta, que no me ha dejado guardar el
término que debía.

-No se ha perdido nada -respondió Sancho-. Vamos, y dejaremos a vuesas
mercedes en casa de su padre; quizá no los habrá echado menos. Y, de aquí
adelante, no se muestren tan niños, ni tan deseosos de ver mundo, que la
doncella honrada, la pierna quebrada, y en casa; y la mujer y la gallina,
por andar se pierden aína; y la que es deseosa de ver, también tiene deseo
de ser vista. No digo más.

El mancebo agradeció al gobernador la merced que quería hacerles de
volverlos a su casa, y así, se encaminaron hacia ella, que no estaba muy
lejos de allí. Llegaron, pues, y, tirando el hermano una china a una reja,
al momento bajó una criada, que los estaba esperando, y les abrió la
puerta, y ellos se entraron, dejando a todos admirados, así de su gentileza
y hermosura como del deseo que tenían de ver mundo, de noche y sin salir
del lugar; pero todo lo atribuyeron a su poca edad.

Quedó el maestresala traspasado su corazón, y propuso de luego otro día
pedírsela por mujer a su padre, teniendo por cierto que no se la negaría,
por ser él criado del duque; y aun a Sancho le vinieron deseos y barruntos
de casar al mozo con Sanchica, su hija, y determinó de ponerlo en plática a
su tiempo, dándose a entender que a una hija de un gobernador ningún marido
se le podía negar.

Con esto, se acabó la ronda de aquella noche, y de allí a dos días el
gobierno, con que se destroncaron y borraron todos sus designios, como se
verá adelante.





Capítulo L. Donde se declara quién fueron los encantadores y verdugos que
azotaron a la dueña y pellizcaron y arañaron a don Quijote, con el suceso
que tuvo el paje que llevó la carta a Teresa Sancha, mujer de Sancho Panza


Dice Cide Hamete, puntualísimo escudriñador de los átomos desta verdadera
historia, que al tiempo que doña Rodríguez salió de su aposento para ir a
la estancia de don Quijote, otra dueña que con ella dormía lo sintió, y
que, como todas las dueñas son amigas de saber, entender y oler, se fue
tras ella, con tanto silencio, que la buena Rodríguez no lo echó de ver; y,
así como la dueña la vio entrar en la estancia de don Quijote, porque no
faltase en ella la general costumbre que todas las dueñas tienen de ser
chismosas, al momento lo fue a poner en pico a su señora la duquesa, de
cómo doña Rodríguez quedaba en el aposento de don Quijote.

La duquesa se lo dijo al duque, y le pidió licencia para que ella y
Altisidora viniesen a ver lo que aquella dueña quería con don Quijote; el
duque se la dio, y las dos, con gran tiento y sosiego, paso ante paso,
llegaron a ponerse junto a la puerta del aposento, y tan cerca, que oían
todo lo que dentro hablaban; y, cuando oyó la duquesa que Rodríguez había
echado en la calle el Aranjuez de sus fuentes, no lo pudo sufrir, ni menos
Altisidora; y así, llenas de cólera y deseosas de venganza, entraron de
golpe en el aposento, y acrebillaron a don Quijote y vapularon a la dueña
del modo que queda contado; porque las afrentas que van derechas contra la
hermosura y presunción de las mujeres, despierta en ellas en gran manera la
ira y enciende el deseo de vengarse.

Contó la duquesa al duque lo que le había pasado, de lo que se holgó mucho,
y la duquesa, prosiguiendo con su intención de burlarse y recibir
pasatiempo con don Quijote, despachó al paje que había hecho la figura de
Dulcinea en el concierto de su desencanto -que tenía bien olvidado Sancho
Panza con la ocupación de su gobierno- a Teresa Panza, su mujer, con la
carta de su marido, y con otra suya, y con una gran sarta de corales ricos
presentados.

Dice, pues, la historia, que el paje era muy discreto y agudo, y, con deseo
de servir a sus señores, partió de muy buena gana al lugar de Sancho; y,
antes de entrar en él, vio en un arroyo estar lavando cantidad de mujeres,
a quien preguntó si le sabrían decir si en aquel lugar vivía una mujer
llamada Teresa Panza, mujer de un cierto Sancho Panza, escudero de un
caballero llamado don Quijote de la Mancha, a cuya pregunta se levantó en
pie una mozuela que estaba lavando, y dijo:

-Esa Teresa Panza es mi madre, y ese tal Sancho, mi señor padre, y el tal
caballero, nuestro amo.

-Pues venid, doncella -dijo el paje-, y mostradme a vuestra madre, porque
le traigo una carta y un presente del tal vuestro padre.

-Eso haré yo de muy buena gana, señor mío -respondió la moza, que mostraba
ser de edad de catorce años, poco más a menos.

Y, dejando la ropa que lavaba a otra compañera, sin tocarse ni calzarse,
que estaba en piernas y desgreñada, saltó delante de la cabalgadura del
paje, y dijo:

-Venga vuesa merced, que a la entrada del pueblo está nuestra casa, y mi
madre en ella, con harta pena por no haber sabido muchos días ha de mi
señor padre.

-Pues yo se las llevo tan buenas -dijo el paje- que tiene que dar bien
gracias a Dios por ellas.

Finalmente, saltando, corriendo y brincando, llegó al pueblo la muchacha,
y, antes de entrar en su casa, dijo a voces desde la puerta:

-Salga, madre Teresa, salga, salga, que viene aquí un señor que trae cartas
y otras cosas de mi buen padre.

A cuyas voces salió Teresa Panza, su madre, hilando un copo de estopa, con
una saya parda. Parecía, según era de corta, que se la habían cortado por
vergonzoso lugar, con un corpezuelo asimismo pardo y una camisa de pechos.
No era muy vieja, aunque mostraba pasar de los cuarenta, pero fuerte,
tiesa, nervuda y avellanada; la cual, viendo a su hija, y al paje a
caballo, le dijo:

-¿Qué es esto, niña? ¿Qué señor es éste?

-Es un servidor de mi señora doña Teresa Panza -respondió el paje.

Y, diciendo y haciendo, se arrojó del caballo y se fue con mucha humildad a
poner de hinojos ante la señora Teresa, diciendo:

-Déme vuestra merced sus manos, mi señora doña Teresa, bien así como mujer
legítima y particular del señor don Sancho Panza, gobernador propio de la
ínsula Barataria.

-¡Ay, señor mío, quítese de ahí; no haga eso -respondió Teresa-, que yo no
soy nada palaciega, sino una pobre labradora, hija de un estripaterrones y
mujer de un escudero andante, y no de gobernador alguno!

-Vuesa merced -respondió el paje- es mujer dignísima de un gobernador
archidignísimo; y, para prueba desta verdad, reciba vuesa merced esta carta
y este presente.

Y sacó al instante de la faldriquera una sarta de corales con estremos de
oro, y se la echó al cuello y dijo:

-Esta carta es del señor gobernador, y otra que traigo y estos corales son
de mi señora la duquesa, que a vuestra merced me envía.

Quedó pasmada Teresa, y su hija ni más ni menos, y la muchacha dijo:

-Que me maten si no anda por aquí nuestro señor amo don Quijote, que debe
de haber dado a padre el gobierno o condado que tantas veces le había
prometido.

-Así es la verdad -respondió el paje-: que, por respeto del señor don
Quijote, es ahora el señor Sancho gobernador de la ínsula Barataria, como
se verá por esta carta.

-Léamela vuesa merced, señor gentilhombre -dijo Teresa-, porque, aunque yo
sé hilar, no sé leer migaja.

-Ni yo tampoco -añadió Sanchica-; pero espérenme aquí, que yo iré a llamar
quien la lea, ora sea el cura mesmo, o el bachiller Sansón Carrasco, que
vendrán de muy buena gana, por saber nuevas de mi padre.

-No hay para qué se llame a nadie, que yo no sé hilar, pero sé leer, y la
leeré.

Y así, se la leyó toda, que, por quedar ya referida, no se pone aquí; y
luego sacó otra de la duquesa, que decía desta manera:

Amiga Teresa:

Las buenas partes de la bondad y del ingenio de vuestro marido Sancho me
movieron y obligaron a pedir a mi marido el duque le diese un gobierno de
una ínsula, de muchas que tiene. Tengo noticia que gobierna como un
girifalte, de lo que yo estoy muy contenta, y el duque mi señor, por el
consiguiente; por lo que doy muchas gracias al cielo de no haberme engañado
en haberle escogido para el tal gobierno; porque quiero que sepa la señora
Teresa que con dificultad se halla un buen gobernador en el mundo, y tal me
haga a mí Dios como Sancho gobierna.

Ahí le envío, querida mía, una sarta de corales con estremos de oro; yo me
holgara que fuera de perlas orientales, pero quien te da el hueso, no te
querría ver muerta: tiempo vendrá en que nos conozcamos y nos comuniquemos,
y Dios sabe lo que será. Encomiéndeme a Sanchica, su hija, y dígale de mi
parte que se apareje, que la tengo de casar altamente cuando menos lo
piense.

Dícenme que en ese lugar hay bellotas gordas: envíeme hasta dos docenas,
que las estimaré en mucho, por ser de su mano, y escríbame largo,
avisándome de su salud y de su bienestar; y si hubiere menester alguna
cosa, no tiene que hacer más que boquear: que su boca será medida, y Dios
me la guarde. Deste lugar.

Su amiga, que bien la quiere,

La Duquesa.

-¡Ay -dijo Teresa en oyendo la carta-, y qué buena y qué llana y qué
humilde señora! Con estas tales señoras me entierren a mí, y no las
hidalgas que en este pueblo se usan, que piensan que por ser hidalgas no
las ha de tocar el viento, y van a la iglesia con tanta fantasía como si
fuesen las mesmas reinas, que no parece sino que tienen a deshonra el mirar
a una labradora; y veis aquí donde esta buena señora, con ser duquesa, me
llama amiga, y me trata como si fuera su igual, que igual la vea yo con el
más alto campanario que hay en la Mancha. Y, en lo que toca a las bellotas,
señor mío, yo le enviaré a su señoría un celemín, que por gordas las pueden
venir a ver a la mira y a la maravilla. Y por ahora, Sanchica, atiende a
que se regale este señor: pon en orden este caballo, y saca de la
caballeriza güevos, y corta tocino adunia, y démosle de comer como a un
príncipe, que las buenas nuevas que nos ha traído y la buena cara que él
tiene lo merece todo; y, en tanto, saldré yo a dar a mis vecinas las nuevas
de nuestro contento, y al padre cura y a maese Nicolás el barbero, que tan
amigos son y han sido de tu padre.

-Sí haré, madre -respondió Sanchica-; pero mire que me ha de dar la mitad
desa sarta; que no tengo yo por tan boba a mi señora la duquesa, que se la
había de enviar a ella toda.

-Todo es para ti, hija -respondió Teresa-, pero déjamela traer algunos
días al cuello, que verdaderamente parece que me alegra el corazón.

-También se alegrarán -dijo el paje- cuando vean el lío que viene en este
portamanteo, que es un vestido de paño finísimo que el gobernador sólo un
día llevó a caza, el cual todo le envía para la señora Sanchica.

-Que me viva él mil años -respondió Sanchica-, y el que lo trae, ni más ni
menos, y aun dos mil, si fuere necesidad.

Salióse en esto Teresa fuera de casa, con las cartas, y con la sarta al
cuello, y iba tañendo en las cartas como si fuera en un pandero; y,
encontrándose acaso con el cura y Sansón Carrasco, comenzó a bailar y a
decir:

-¡A fee que agora que no hay pariente pobre! ¡Gobiernito tenemos! ¡No, sino
tómese conmigo la más pintada hidalga, que yo la pondré como nueva!

-¿Qué es esto, Teresa Panza? ¿Qué locuras son éstas, y qué papeles son
ésos?

-No es otra la locura sino que éstas son cartas de duquesas y de
gobernadores, y estos que traigo al cuello son corales finos; las avemarías
y los padres nuestros son de oro de martillo, y yo soy gobernadora.

-De Dios en ayuso, no os entendemos, Teresa, ni sabemos lo que os decís.

-Ahí lo podrán ver ellos -respondió Teresa.

Y dioles las cartas. Leyólas el cura de modo que las oyó Sansón Carrasco, y
Sansón y el cura se miraron el uno al otro, como admirados de lo que habían
leído; y preguntó el bachiller quién había traído aquellas cartas.
Respondió Teresa que se viniesen con ella a su casa y verían el mensajero,
que era un mancebo como un pino de oro, y que le traía otro presente que
valía más de tanto. Quitóle el cura los corales del cuello, y mirólos y
remirólos, y, certificándose que eran finos, tornó a admirarse de nuevo, y
dijo:

-Por el hábito que tengo, que no sé qué me diga ni qué me piense de estas
cartas y destos presentes: por una parte, veo y toco la fineza de estos
corales, y por otra, leo que una duquesa envía a pedir dos docenas de
bellotas.

-¡Aderézame esas medidas! -dijo entonces Carrasco-. Agora bien, vamos a ver
al portador deste pliego, que dél nos informaremos de las dificultades que
se nos ofrecen.

Hiciéronlo así, y volvióse Teresa con ellos. Hallaron al paje cribando un
poco de cebada para su cabalgadura, y a Sanchica cortando un torrezno para
empedrarle con güevos y dar de comer al paje, cuya presencia y buen adorno
contentó mucho a los dos; y, después de haberle saludado cortésmente, y él
a ellos, le preguntó Sansón les dijese nuevas así de don Quijote como de
Sancho Panza; que, puesto que habían leído las cartas de Sancho y de la
señora duquesa, todavía estaban confusos y no acababan de atinar qué sería
aquello del gobierno de Sancho, y más de una ínsula, siendo todas o las más
que hay en el mar Mediterráneo de Su Majestad. A lo que el paje respondió:

-De que el señor Sancho Panza sea gobernador, no hay que dudar en ello; de
que sea ínsula o no la que gobierna, en eso no me entremeto, pero basta que
sea un lugar de más de mil vecinos; y, en cuanto a lo de las bellotas, digo
que mi señora la duquesa es tan llana y tan humilde, que no -decía él-
enviar a pedir bellotas a una labradora, pero que le acontecía enviar a
pedir un peine prestado a una vecina suya. Porque quiero que sepan vuestras
mercedes que las señoras de Aragón, aunque son tan principales, no son tan
puntuosas y levantadas como las señoras castellanas; con más llaneza tratan
con las gentes.

Estando en la mitad destas pláticas, saltó Sanchica con un halda de güevos,
y preguntó al paje:

-Dígame, señor: ¿mi señor padre trae por ventura calzas atacadas después
que es gobernador?

-No he mirado en ello -respondió el paje-, pero sí debe de traer.

-¡Ay Dios mío -replicó Sanchica-, y que será de ver a mi padre con
pedorreras! ¿No es bueno sino que desde que nací tengo deseo de ver a mi
padre con calzas atacadas?

-Como con esas cosas le verá vuestra merced si vive -respondió el paje-.
Par Dios, términos lleva de caminar con papahígo, con solos dos meses que
le dure el gobierno.

Bien echaron de ver el cura y el bachiller que el paje hablaba
socarronamente, pero la fineza de los corales y el vestido de caza que
Sancho enviaba lo deshacía todo; que ya Teresa les había mostrado el
vestido. Y no dejaron de reírse del deseo de Sanchica, y más cuando Teresa
dijo:

-Señor cura, eche cata por ahí si hay alguien que vaya a Madrid, o a
Toledo, para que me compre un verdugado redondo, hecho y derecho, y sea al
uso y de los mejores que hubiere; que en verdad en verdad que tengo de
honrar el gobierno de mi marido en cuanto yo pudiere, y aun que si me
enojo, me tengo de ir a esa corte, y echar un coche, como todas; que la que
tiene marido gobernador muy bien le puede traer y sustentar.

-Y ¡cómo, madre! -dijo Sanchica-. Pluguiese a Dios que fuese antes hoy que
mañana, aunque dijesen los que me viesen ir sentada con mi señora madre en
aquel coche: ''¡Mirad la tal por cual, hija del harto de ajos, y cómo va
sentada y tendida en el coche, como si fuera una papesa!'' Pero pisen ellos
los lodos, y ándeme yo en mi coche, levantados los pies del suelo. ¡Mal
año y mal mes para cuantos murmuradores hay en el mundo, y ándeme yo
caliente, y ríase la gente! ¿Digo bien, madre mía?

-Y ¡cómo que dices bien, hija! -respondió Teresa-. Y todas estas venturas,
y aun mayores, me las tiene profetizadas mi buen Sancho, y verás tú, hija,
cómo no para hasta hacerme condesa: que todo es comenzar a ser venturosas;
y, como yo he oído decir muchas veces a tu buen padre, que así como lo es
tuyo lo es de los refranes, cuando te dieren la vaquilla, corre con
soguilla: cuando te dieren un gobierno, cógele; cuando te dieren un
condado, agárrale, y cuando te hicieren tus, tus, con alguna buena dádiva,
envásala. ¡No, sino dormíos, y no respondáis a las venturas y buenas dichas
que están llamando a la puerta de vuestra casa!

-Y ¿qué se me da a mí -añadió Sanchica- que diga el que quisiere cuando me
vea entonada y fantasiosa: "Viose el perro en bragas de cerro...", y lo
demás?

Oyendo lo cual el cura, dijo:

-Yo no puedo creer sino que todos los deste linaje de los Panzas nacieron
cada uno con un costal de refranes en el cuerpo: ninguno dellos he visto
que no los derrame a todas horas y en todas las pláticas que tienen.

-Así es la verdad -dijo el paje-, que el señor gobernador Sancho a cada
paso los dice, y, aunque muchos no vienen a propósito, todavía dan gusto, y
mi señora la duquesa y el duque los celebran mucho.

-¿Que todavía se afirma vuestra merced, señor mío -dijo el bachiller-, ser
verdad esto del gobierno de Sancho, y de que hay duquesa en el mundo que le
envíe presentes y le escriba? Porque nosotros, aunque tocamos los presentes
y hemos leído las cartas, no lo creemos, y pensamos que ésta es una de las
cosas de don Quijote, nuestro compatrioto, que todas piensa que son hechas
por encantamento; y así, estoy por decir que quiero tocar y palpar a
vuestra merced, por ver si es embajador fantástico o hombre de carne y
hueso.

-Señores, yo no sé más de mí -respondió el paje- sino que soy embajador
verdadero, y que el señor Sancho Panza es gobernador efectivo, y que mis
señores duque y duquesa pueden dar, y han dado, el tal gobierno; y que he
oído decir que en él se porta valentísimamente el tal Sancho Panza; si en
esto hay encantamento o no, vuestras mercedes lo disputen allá entre ellos,
que yo no sé otra cosa, para el juramento que hago, que es por vida de mis
padres, que los tengo vivos y los amo y los quiero mucho.

-Bien podrá ello ser así -replicó el bachiller-, pero dubitat Augustinus.

-Dude quien dudare -respondió el paje-, la verdad es la que he dicho, y
esta que ha de andar siempre sobre la mentira,como el aceite sobre el agua;
y si no, operibus credite, et non verbis: véngase alguno de vuesas mercedes
conmigo, y verán con los ojos lo que no creen por los oídos.

-Esa ida a mí toca -dijo Sanchica-: lléveme vuestra merced, señor, a las
ancas de su rocín, que yo iré de muy buena gana a ver a mi señor padre.

-Las hijas de los gobernadores no han de ir solas por los caminos, sino
acompañadas de carrozas y literas y de gran número de sirvientes.

-Par Dios -respondió Sancha-, tan bién me vaya yo sobre una pollina como
sobre un coche. ¡Hallado la habéis la melindrosa!

-Calla, mochacha -dijo Teresa-, que no sabes lo que te dices, y este señor
está en lo cierto: que tal el tiempo, tal el tiento; cuando Sancho, Sancha,
y cuando gobernador, señora, y no sé si diga algo.

-Más dice la señora Teresa de lo que piensa -dijo el paje-; y denme de
comer y despáchenme luego, porque pienso volverme esta tarde.

A lo que dijo el cura:

-Vuestra merced se vendrá a hacer penitencia conmigo, que la señora Teresa
más tiene voluntad que alhajas para servir a tan buen huésped.

Rehusólo el paje; pero, en efecto, lo hubo de conceder por su mejora, y el
cura le llevó consigo de buena gana, por tener lugar de preguntarle de
espacio por don Quijote y sus hazañas.

El bachiller se ofreció de escribir las cartas a Teresa de la respuesta,
pero ella no quiso que el bachiller se metiese en sus cosas, que le tenía
por algo burlón; y así, dio un bollo y dos huevos a un monacillo que sabía
escribir, el cual le escribió dos cartas, una para su marido y otra para la
duquesa, notadas de su mismo caletre, que no son las peores que en esta
grande historia se ponen, como se verá adelante.





Capítulo LI. Del progreso del gobierno de Sancho Panza, con otros sucesos
tales como buenos


Amaneció el día que se siguió a la noche de la ronda del gobernador, la
cual el maestresala pasó sin dormir, ocupado el pensamiento en el rostro,
brío y belleza de la disfrazada doncella; y el mayordomo ocupó lo que della
faltaba en escribir a sus señores lo que Sancho Panza hacía y decía, tan
admirado de sus hechos como de sus dichos: porque andaban mezcladas sus
palabras y sus acciones, con asomos discretos y tontos.

Levantóse, en fin, el señor gobernador, y, por orden del doctor Pedro
Recio, le hicieron desayunar con un poco de conserva y cuatro tragos de
agua fría, cosa que la trocara Sancho con un pedazo de pan y un racimo de
uvas; pero, viendo que aquello era más fuerza que voluntad, pasó por ello,
con harto dolor de su alma y fatiga de su estómago, haciéndole creer Pedro
Recio que los manjares pocos y delicados avivaban el ingenio, que era lo
que más convenía a las personas constituidas en mandos y en oficios graves,
donde se han de aprovechar no tanto de las fuerzas corporales como de las
del entendimiento.

Con esta sofistería padecía hambre Sancho, y tal, que en su secreto
maldecía el gobierno y aun a quien se le había dado; pero, con su hambre y
con su conserva, se puso a juzgar aquel día, y lo primero que se le ofreció
fue una pregunta que un forastero le hizo, estando presentes a todo el
mayordomo y los demás acólitos, que fue:

-Señor, un caudaloso río dividía dos términos de un mismo señorío (y esté
vuestra merced atento, porque el caso es de importancia y algo
dificultoso). Digo, pues, que sobre este río estaba una puente, y al cabo
della, una horca y una como casa de audiencia, en la cual de ordinario
había cuatro jueces que juzgaban la ley que puso el dueño del río, de la
puente y del señorío, que era en esta forma: "Si alguno pasare por esta
puente de una parte a otra, ha de jurar primero adónde y a qué va; y si
jurare verdad, déjenle pasar; y si dijere mentira, muera por ello ahorcado
en la horca que allí se muestra, sin remisión alguna". Sabida esta ley y la
rigurosa condición della, pasaban muchos, y luego en lo que juraban se
echaba de ver que decían verdad, y los jueces los dejaban pasar
libremente. Sucedió, pues, que, tomando juramento a un hombre, juró y dijo
que para el juramento que hacía, que iba a morir en aquella horca que allí
estaba, y no a otra cosa. Repararon los jueces en el juramento y dijeron:
''Si a este hombre le dejamos pasar libremente, mintió en su juramento, y,
conforme a la ley, debe morir; y si le ahorcamos, él juró que iba a morir
en aquella horca, y, habiendo jurado verdad, por la misma ley debe ser
libre''. Pídese a vuesa merced, señor gobernador, qué harán los jueces del
tal hombre; que aun hasta agora están dudosos y suspensos. Y, habiendo
tenido noticia del agudo y elevado entendimiento de vuestra merced, me
enviaron a mí a que suplicase a vuestra merced de su parte diese su parecer
en tan intricado y dudoso caso.

A lo que respondió Sancho:

-Por cierto que esos señores jueces que a mí os envían lo pudieran haber
escusado, porque yo soy un hombre que tengo más de mostrenco que de agudo;
pero, con todo eso, repetidme otra vez el negocio de modo que yo le
entienda: quizá podría ser que diese en el hito.

Volvió otra y otra vez el preguntante a referir lo que primero había dicho,
y Sancho dijo:

-A mi parecer, este negocio en dos paletas le declararé yo, y es así: el
tal hombre jura que va a morir en la horca, y si muere en ella, juró
verdad, y por la ley puesta merece ser libre y que pase la puente; y si no
le ahorcan, juró mentira, y por la misma ley merece que le ahorquen.

-Así es como el señor gobernador dice -dijo el mensajero-; y cuanto a la
entereza y entendimiento del caso, no hay más que pedir ni que dudar.

-Digo yo, pues, agora -replicó Sancho- que deste hombre aquella parte que
juró verdad la dejen pasar, y la que dijo mentira la ahorquen, y desta
manera se cumplirá al pie de la letra la condición del pasaje.

-Pues, señor gobernador -replicó el preguntador-, será necesario que el tal
hombre se divida en partes, en mentirosa y verdadera; y si se divide, por
fuerza ha de morir, y así no se consigue cosa alguna de lo que la ley pide,
y es de necesidad espresa que se cumpla con ella.

-Venid acá, señor buen hombre -respondió Sancho-; este pasajero que decís,
o yo soy un porro, o él tiene la misma razón para morir que para vivir y
pasar la puente; porque si la verdad le salva, la mentira le condena
igualmente; y, siendo esto así, como lo es, soy de parecer que digáis a
esos señores que a mí os enviaron que, pues están en un fil las razones de
condenarle o asolverle, que le dejen pasar libremente, pues siempre es
alabado más el hacer bien que mal, y esto lo diera firmado de mi nombre, si
supiera firmar; y yo en este caso no he hablado de mío, sino que se me vino
a la memoria un precepto, entre otros muchos que me dio mi amo don Quijote
la noche antes que viniese a ser gobernador desta ínsula: que fue que,
cuando la justicia estuviese en duda, me decantase y acogiese a la
misericordia; y ha querido Dios que agora se me acordase, por venir en este
caso como de molde.

Así es -respondió el mayordomo-, y tengo para mí que el mismo Licurgo, que
dio leyes a los lacedemonios, no pudiera dar mejor sentencia que la que el
gran Panza ha dado. Y acábese con esto la audiencia desta mañana, y yo daré
orden como el señor gobernador coma muy a su gusto.

-Eso pido, y barras derechas -dijo Sancho-: denme de comer, y lluevan casos
y dudas sobre mí, que yo las despabilaré en el aire.

Cumplió su palabra el mayordomo, pareciéndole ser cargo de conciencia matar
de hambre a tan discreto gobernador; y más, que pensaba concluir con él
aquella misma noche haciéndole la burla última que traía en comisión de
hacerle.

Sucedió, pues, que, habiendo comido aquel día contra las reglas y aforismos
del doctor Tirteafuera, al levantar de los manteles, entró un correo con
una carta de don Quijote para el gobernador. Mandó Sancho al secretario que
la leyese para sí, y que si no viniese en ella alguna cosa digna de
secreto, la leyese en voz alta. Hízolo así el secretario, y, repasándola
primero, dijo:

-Bien se puede leer en voz alta, que lo que el señor don Quijote escribe a
vuestra merced merece estar estampado y escrito con letras de oro, y dice
así:

Carta de don Quijote de la Mancha a Sancho Panza, gobernador de la ínsula
Barataria

Cuando esperaba oír nuevas de tus descuidos e impertinencias, Sancho amigo,
las oí de tus discreciones, de que di por ello gracias particulares al
cielo, el cual del estiércol sabe levantar los pobres, y de los tontos
hacer discretos. Dícenme que gobiernas como si fueses hombre, y que eres
hombre como si fueses bestia, según es la humildad con que te tratas; y
quiero que adviertas, Sancho, que muchas veces conviene y es necesario, por
la autoridad del oficio, ir contra la humildad del corazón; porque el buen
adorno de la persona que está puesta en graves cargos ha de ser conforme a
lo que ellos piden, y no a la medida de lo que su humilde condición le
inclina. Vístete bien, que un palo compuesto no parece palo. No digo que
traigas dijes ni galas, ni que siendo juez te vistas como soldado, sino que
te adornes con el hábito que tu oficio requiere, con tal que sea limpio y
bien compuesto.

Para ganar la voluntad del pueblo que gobiernas, entre otras has de hacer
dos cosas: la una, ser bien criado con todos, aunque esto ya otra vez te lo
he dicho; y la otra, procurar la abundancia de los mantenimientos; que no
hay cosa que más fatigue el corazón de los pobres que la hambre y la
carestía.

No hagas muchas pragmáticas; y si las hicieres, procura que sean buenas, y,
sobre todo, que se guarden y cumplan; que las pragmáticas que no se
guardan, lo mismo es que si no lo fuesen; antes dan a entender que el
príncipe que tuvo discreción y autoridad para hacerlas, no tuvo valor para
hacer que se guardasen; y las leyes que atemorizan y no se ejecutan, vienen
a ser como la viga, rey de las ranas: que al principio las espantó, y con
el tiempo la menospreciaron y se subieron sobre ella.

Sé padre de las virtudes y padrastro de los vicios. No seas siempre
riguroso, ni siempre blando, y escoge el medio entre estos dos estremos,
que en esto está el punto de la discreción. Visita las cárceles, las
carnicerías y las plazas, que la presencia del gobernador en lugares tales
es de mucha importancia: consuela a los presos, que esperan la brevedad de
su despacho; es coco a los carniceros, que por entonces igualan los pesos,
y es espantajo a las placeras, por la misma razón. No te muestres, aunque
por ventura lo seas -lo cual yo no creo-, codicioso, mujeriego ni glotón;
porque, en sabiendo el pueblo y los que te tratan tu inclinación
determinada, por allí te darán batería, hasta derribarte en el profundo de
la perdición.

Mira y remira, pasa y repasa los consejos y documentos que te di por
escrito antes que de aquí partieses a tu gobierno, y verás como hallas en
ellos, si los guardas, una ayuda de costa que te sobrelleve los trabajos y
dificultades que a cada paso a los gobernadores se les ofrecen. Escribe a
tus señores y muéstrateles agradecido, que la ingratitud es hija de la
soberbia, y uno de los mayores pecados que se sabe, y la persona que es
agradecida a los que bien le han hecho, da indicio que también lo será a
Dios, que tantos bienes le hizo y de contino le hace.

La señora duquesa despachó un propio con tu vestido y otro presente a tu
mujer Teresa Panza; por momentos esperamos respuesta.

Yo he estado un poco mal dispuesto de un cierto gateamiento que me sucedió
no muy a cuento de mis narices; pero no fue nada, que si hay encantadores
que me maltraten, también los hay que me defiendan.

Avísame si el mayordomo que está contigo tuvo que ver en las acciones de la
Trifaldi, como tú sospechaste, y de todo lo que te sucediere me irás dando
aviso, pues es tan corto el camino; cuanto más, que yo pienso dejar presto
esta vida ociosa en que estoy, pues no nací para ella.

Un negocio se me ha ofrecido, que creo que me ha de poner en desgracia
destos señores; pero, aunque se me da mucho, no se me da nada, pues, en fin
en fin, tengo de cumplir antes con mi profesión que con su gusto, conforme
a lo que suele decirse: amicus Plato, sed magis amica veritas. Dígote este
latín porque me doy a entender que, después que eres gobernador, lo habrás
aprendido. Y a Dios, el cual te guarde de que ninguno te tenga lástima.

Tu amigo,

Don Quijote de la Mancha.

Oyó Sancho la carta con mucha atención, y fue celebrada y tenida por
discreta de los que la oyeron; y luego Sancho se levantó de la mesa, y,
llamando al secretario, se encerró con él en su estancia, y, sin dilatarlo
más, quiso responder luego a su señor don Quijote, y dijo al secretario
que, sin añadir ni quitar cosa alguna, fuese escribiendo lo que él le
dijese, y así lo hizo; y la carta de la respuesta fue del tenor siguiente:

Carta de Sancho Panza a don Quijote de la Mancha

La ocupación de mis negocios es tan grande que no tengo lugar para rascarme
la cabeza, ni aun para cortarme las uñas; y así, las traigo tan crecidas
cual Dios lo remedie. Digo esto, señor mío de mi alma, porque vuesa merced
no se espante si hasta agora no he dado aviso de mi bien o mal estar en
este gobierno, en el cual tengo más hambre que cuando andábamos los dos por
las selvas y por los despoblados.

Escribióme el duque, mi señor, el otro día, dándome aviso que habían
entrado en esta ínsula ciertas espías para matarme, y hasta agora yo no he
descubierto otra que un cierto doctor que está en este lugar asalariado
para matar a cuantos gobernadores aquí vinieren: llámase el doctor Pedro
Recio, y es natural de Tirteafuera: ¡porque vea vuesa merced qué nombre
para no temer que he de morir a sus manos! Este tal doctor dice él mismo de
sí mismo que él no cura las enfermedades cuando las hay, sino que las
previene, para que no vengan; y las medecinas que usa son dieta y más
dieta, hasta poner la persona en los huesos mondos, como si no fuese mayor
mal la flaqueza que la calentura. Finalmente, él me va matando de hambre, y
yo me voy muriendo de despecho, pues cuando pensé venir a este gobierno a
comer caliente y a beber frío, y a recrear el cuerpo entre sábanas de
holanda, sobre colchones de pluma, he venido a hacer penitencia, como si
fuera ermitaño; y, como no la hago de mi voluntad, pienso que, al cabo al
cabo, me ha de llevar el diablo.

Hasta agora no he tocado derecho ni llevado cohecho, y no puedo pensar en
qué va esto; porque aquí me han dicho que los gobernadores que a esta
ínsula suelen venir, antes de entrar en ella, o les han dado o les han
prestado los del pueblo muchos dineros, y que ésta es ordinaria usanza en
los demás que van a gobiernos, no solamente en éste.

Anoche, andando de ronda, topé una muy hermosa doncella en traje de varón y
un hermano suyo en hábito de mujer; de la moza se enamoró mi maestresala, y
la escogió en su imaginación para su mujer, según él ha dicho, y yo escogí
al mozo para mi yerno; hoy los dos pondremos en plática nuestros
pensamientos con el padre de entrambos, que es un tal Diego de la Llana,
hidalgo y cristiano viejo cuanto se quiere.

Yo visito las plazas, como vuestra merced me lo aconseja, y ayer hallé una
tendera que vendía avellanas nuevas, y averigüéle que había mezclado con
una hanega de avellanas nuevas otra de viejas, vanas y podridas; apliquélas
todas para los niños de la doctrina, que las sabrían bien distinguir, y
sentenciéla que por quince días no entrase en la plaza. Hanme dicho que lo
hice valerosamente; lo que sé decir a vuestra merced es que es fama en este
pueblo que no hay gente más mala que las placeras, porque todas son
desvergonzadas, desalmadas y atrevidas, y yo así lo creo, por las que he
visto en otros pueblos.

De que mi señora la duquesa haya escrito a mi mujer Teresa Panza y
enviádole el presente que vuestra merced dice, estoy muy satisfecho, y
procuraré de mostrarme agradecido a su tiempo: bésele vuestra merced las
manos de mi parte, diciendo que digo yo que no lo ha echado en saco roto,
como lo verá por la obra.

No querría que vuestra merced tuviese trabacuentas de disgusto con esos mis
señores, porque si vuestra merced se enoja con ellos, claro está que ha de
redundar en mi daño, y no será bien que, pues se me da a mí por consejo que
sea agradecido, que vuestra merced no lo sea con quien tantas mercedes le
tiene hechas y con tanto regalo ha sido tratado en su castillo.

Aquello del gateado no entiendo, pero imagino que debe de ser alguna de las
malas fechorías que con vuestra merced suelen usar los malos encantadores;
yo lo sabré cuando nos veamos.

Quisiera enviarle a vuestra merced alguna cosa, pero no sé qué envíe, si no
es algunos cañutos de jeringas, que para con vejigas los hacen en esta
ínsula muy curiosos; aunque si me dura el oficio, yo buscaré qué enviar de
haldas o de mangas.

Si me escribiere mi mujer Teresa Panza, pague vuestra merced el porte y
envíeme la carta,que tengo grandísimo deseo de saber del estado de mi casa,
de mi mujer y de mis hijos. Y con esto, Dios libre a vuestra merced de mal
intencionados encantadores, y a mí me saque con bien y en paz deste
gobierno, que lo dudo, porque le pienso dejar con la vida, según me trata
el doctor Pedro Recio.

Criado de vuestra merced,

Sancho Panza, el Gobernador.

Cerró la carta el secretario y despachó luego al correo; y, juntándose los
burladores de Sancho, dieron orden entre sí cómo despacharle del gobierno;
y aquella tarde la pasó Sancho en hacer algunas ordenanzas tocantes al buen
gobierno de la que él imaginaba ser ínsula, y ordenó que no hubiese
regatones de los bastimentos en la república, y que pudiesen meter en ella
vino de las partes que quisiesen, con aditamento que declarasen el lugar de
donde era, para ponerle el precio según su estimación, bondad y fama, y el
que lo aguase o le mudase el nombre, perdiese la vida por ello.

Moderó el precio de todo calzado, principalmente el de los zapatos, por
parecerle que corría con exorbitancia; puso tasa en los salarios de los
criados, que caminaban a rienda suelta por el camino del interese; puso
gravísimas penas a los que cantasen cantares lascivos y descompuestos, ni
de noche ni de día. Ordenó que ningún ciego cantase milagro en coplas si no
trujese testimonio auténtico de ser verdadero, por parecerle que los más
que los ciegos cantan son fingidos, en perjuicio de los verdaderos.

Hizo y creó un alguacil de pobres, no para que los persiguiese, sino para
que los examinase si lo eran, porque a la sombra de la manquedad fingida y
de la llaga falsa andan los brazos ladrones y la salud borracha. En
resolución: él ordenó cosas tan buenas que hasta hoy se guardan en aquel
lugar, y se nombran Las constituciones del gran gobernador Sancho Panza.





Capítulo LII. Donde se cuenta la aventura de la segunda dueña Dolorida, o
Angustiada, llamada por otro nombre doña Rodríguez


Cuenta Cide Hamete que estando ya don Quijote sano de sus aruños, le
pareció que la vida que en aquel castillo tenía era contra toda la orden de
caballería que profesaba, y así, determinó de pedir licencia a los duques
para partirse a Zaragoza, cuyas fiestas llegaban cerca, adonde pensaba
ganar el arnés que en las tales fiestas se conquista.

Y, estando un día a la mesa con los duques, y comenzando a poner en obra su
intención y pedir la licencia, veis aquí a deshora entrar por la puerta de
la gran sala dos mujeres, como después pareció, cubiertas de luto de los
pies a la cabeza, y la una dellas, llegándose a don Quijote, se le echó a
los pies tendida de largo a largo, la boca cosida con los pies de don
Quijote, y daba unos gemidos tan tristes, tan profundos y tan dolorosos,
que puso en confusión a todos los que la oían y miraban; y, aunque los
duques pensaron que sería alguna burla que sus criados querían hacer a don
Quijote, todavía, viendo con el ahínco que la mujer suspiraba, gemía y
lloraba, los tuvo dudosos y suspensos, hasta que don Quijote, compasivo, la
levantó del suelo y hizo que se descubriese y quitase el manto de sobre la
faz llorosa.

Ella lo hizo así, y mostró ser lo que jamás se pudiera pensar, porque
descubrió el rostro de doña Rodríguez, la dueña de casa, y la otra enlutada
era su hija, la burlada del hijo del labrador rico. Admiráronse todos
aquellos que la conocían, y más los duques que ninguno; que, puesto que la
tenían por boba y de buena pasta, no por tanto que viniese a hacer locuras.
Finalmente, doña Rodríguez, volviéndose a los señores, les dijo:

-Vuesas excelencias sean servidos de darme licencia que yo departa un poco
con este caballero, porque así conviene para salir con bien del negocio en
que me ha puesto el atrevimiento de un mal intencionado villano.

El duque dijo que él se la daba, y que departiese con el señor don Quijote
cuanto le viniese en deseo. Ella, enderezando la voz y el rostro a don
Quijote, dijo:

-Días ha, valeroso caballero, que os tengo dada cuenta de la sinrazón y
alevosía que un mal labrador tiene fecha a mi muy querida y amada fija, que
es esta desdichada que aquí está presente, y vos me habedes prometido de
volver por ella, enderezándole el tuerto que le tienen fecho, y agora ha
llegado a mi noticia que os queredes partir deste castillo, en busca de las
buenas venturas que Dios os depare; y así, querría que, antes que os
escurriésedes por esos caminos, desafiásedes a este rústico indómito, y le
hiciésedes que se casase con mi hija, en cumplimiento de la palabra que le
dio de ser su esposo, antes y primero que yogase con ella; porque pensar
que el duque mi señor me ha de hacer justicia es pedir peras al olmo, por
la ocasión que ya a vuesa merced en puridad tengo declarada. Y con esto,
Nuestro Señor dé a vuesa merced mucha salud, y a nosotras no nos desampare.

A cuyas razones respondió don Quijote, con mucha gravedad y prosopopeya:

-Buena dueña, templad vuestras lágrimas, o, por mejor decir, enjugadlas y
ahorrad de vuestros suspiros, que yo tomo a mi cargo el remedio de vuestra
hija, a la cual le hubiera estado mejor no haber sido tan fácil en creer
promesas de enamorados, las cuales, por la mayor parte, son ligeras de
prometer y muy pesadas de cumplir; y así, con licencia del duque mi señor,
yo me partiré luego en busca dese desalmado mancebo, y le hallaré, y le
desafiaré, y le mataré cada y cuando que se escusare de cumplir la
prometida palabra; que el principal asumpto de mi profesión es perdonar a
los humildes y castigar a los soberbios; quiero decir: acorrer a los
miserables y destruir a los rigurosos.

-No es menester -respondió el duque- que vuesa merced se ponga en trabajo
de buscar al rústico de quien esta buena dueña se queja, ni es menester
tampoco que vuesa merced me pida a mí licencia para desafiarle; que yo le
doy por desafiado, y tomo a mi cargo de hacerle saber este desafío, y que
le acete, y venga a responder por sí a este mi castillo, donde a entrambos
daré campo seguro, guardando todas las condiciones que en tales actos
suelen y deben guardarse, guardando igualmente su justicia a cada uno, como
están obligados a guardarla todos aquellos príncipes que dan campo franco a
los que se combaten en los términos de sus señoríos.

-Pues con ese seguro y con buena licencia de vuestra grandeza -replicó don
Quijote-, desde aquí digo que por esta vez renuncio a mi hidalguía, y me
allano y ajusto con la llaneza del dañador, y me hago igual con él,
habilitándole para poder combatir conmigo; y así, aunque ausente, le
desafío y repto, en razón de que hizo mal en defraudar a esta pobre, que
fue doncella y ya por su culpa no lo es, y que le ha de cumplir la palabra
que le dio de ser su legítimo esposo, o morir en la demanda.

Y luego, descalzándose un guante, le arrojó en mitad de la sala, y el duque
le alzó, diciendo que, como ya había dicho, él acetaba el tal desafío en
nombre de su vasallo, y señalaba el plazo de allí a seis días; y el campo,
en la plaza de aquel castillo; y las armas, las acostumbradas de los
caballeros: lanza y escudo, y arnés tranzado, con todas las demás piezas,
sin engaño, superchería o superstición alguna, examinadas y vistas por los
jueces del campo.

-Pero, ante todas cosas, es menester que esta buena dueña y esta mala
doncella pongan el derecho de su justicia en manos del señor don Quijote;
que de otra manera no se hará nada, ni llegará a debida ejecución el tal
desafío.

-Yo sí pongo -respondió la dueña.

-Y yo también -añadió la hija, toda llorosa y toda vergonzosa y de mal
talante.

Tomado, pues, este apuntamiento, y habiendo imaginado el duque lo que había
de hacer en el caso, las enlutadas se fueron, y ordenó la duquesa que de
allí adelante no las tratasen como a sus criadas, sino como a señoras
aventureras que venían a pedir justicia a su casa; y así, les dieron cuarto
aparte y las sirvieron como a forasteras, no sin espanto de las demás
criadas, que no sabían en qué había de parar la sandez y desenvoltura de
doña Rodríguez y de su malandante hija.

Estando en esto, para acabar de regocijar la fiesta y dar buen fin a la
comida, veis aquí donde entró por la sala el paje que llevó las cartas y
presentes a Teresa Panza, mujer del gobernador Sancho Panza, de cuya
llegada recibieron gran contento los duques, deseosos de saber lo que le
había sucedido en su viaje; y, preguntándoselo, respondió el paje que no lo
podía decir tan en público ni con breves palabras: que sus excelencias
fuesen servidos de dejarlo para a solas, y que entretanto se entretuviesen
con aquellas cartas. Y, sacando dos cartas, las puso en manos de la
duquesa. La una decía en el sobreescrito: Carta para mi señora la duquesa
tal, de no sé dónde, y la otra: A mi marido Sancho Panza, gobernador de la
ínsula Barataria, que Dios prospere más años que a mí. No se le cocía el
pan, como suele decirse, a la duquesa hasta leer su carta, y abriéndola y
leído para sí, y viendo que la podía leer en voz alta para que el duque y
los circunstantes la oyesen, leyó desta manera:

Carta de Teresa Panza a la Duquesa

Mucho contento me dio, señora mía, la carta que vuesa grandeza me escribió,
que en verdad que la tenía bien deseada. La sarta de corales es muy buena,
y el vestido de caza de mi marido no le va en zaga. De que vuestra señoría
haya hecho gobernador a Sancho, mi consorte, ha recebido mucho gusto todo
este lugar, puesto que no hay quien lo crea, principalmente el cura, y mase
Nicolás el barbero, y Sansón Carrasco el bachiller; pero a mí no se me da
nada; que, como ello sea así, como lo es, diga cada uno lo que quisiere;
aunque, si va a decir verdad, a no venir los corales y el vestido, tampoco
yo lo creyera, porque en este pueblo todos tienen a mi marido por un porro,
y que, sacado de gobernar un hato de cabras, no pueden imaginar para qué
gobierno pueda ser bueno. Dios lo haga, y lo encamine como vee que lo han
menester sus hijos.

Yo, señora de mi alma, estoy determinada, con licencia de vuesa merced, de
meter este buen día en mi casa, yéndome a la corte a tenderme en un coche,
para quebrar los ojos a mil envidiosos que ya tengo; y así, suplico a vuesa
excelencia mande a mi marido me envíe algún dinerillo, y que sea algo qué,
porque en la corte son los gastos grandes: que el pan vale a real, y la
carne, la libra, a treinta maravedís, que es un juicio; y si quisiere que
no vaya, que me lo avise con tiempo, porque me están bullendo los pies por
ponerme en camino; que me dicen mis amigas y mis vecinas que, si yo y mi
hija andamos orondas y pomposas en la corte, vendrá a ser conocido mi
marido por mí más que yo por él, siendo forzoso que pregunten muchos:
''-¿Quién son estas señoras deste coche?'' Y un criado mío responder: ''-La
mujer y la hija de Sancho Panza, gobernador de la ínsula Barataria''; y
desta manera será conocido Sancho, y yo seré estimada, y a Roma por todo.

Pésame, cuanto pesarme puede, que este año no se han cogido bellotas en
este pueblo; con todo eso, envío a vuesa alteza hasta medio celemín, que
una a una las fui yo a coger y a escoger al monte, y no las hallé más
mayores; yo quisiera que fueran como huevos de avestruz.

No se le olvide a vuestra pomposidad de escribirme, que yo tendré cuidado
de la respuesta, avisando de mi salud y de todo lo que hubiere que avisar
deste lugar, donde quedo rogando a Nuestro Señor guarde a vuestra grandeza,
y a mí no olvide. Sancha, mi hija, y mi hijo besan a vuestra merced las
manos.

La que tiene más deseo de ver a vuestra señoría que de escribirla, su
criada,

Teresa Panza.

Grande fue el gusto que todos recibieron de oír la carta de Teresa Panza,
principalmente los duques, y la duquesa pidió parecer a don Quijote si
sería bien abrir la carta que venía para el gobernador, que imaginaba debía
de ser bonísima. Don Quijote dijo que él la abriría por darles gusto, y así
lo hizo, y vio que decía desta manera:

Carta de Teresa Panza a Sancho Panza su marido

Tu carta recibí, Sancho mío de mi alma, y yo te prometo y juro como
católica cristiana que no faltaron dos dedos para volverme loca de
contento. Mira, hermano: cuando yo llegué a oír que eres gobernador, me
pensé allí caer muerta de puro gozo, que ya sabes tú que dicen que así mata
la alegría súbita como el dolor grande. A Sanchica, tu hija, se le fueron
las aguas sin sentirlo, de puro contento. El vestido que me enviaste tenía
delante, y los corales que me envió mi señora la duquesa al cuello, y las
cartas en las manos, y el portador dellas allí presente, y, con todo eso,
creía y pensaba que era todo sueño lo que veía y lo que tocaba; porque,
¿quién podía pensar que un pastor de cabras había de venir a ser gobernador
de ínsulas? Ya sabes tú, amigo, que decía mi madre que era menester vivir
mucho para ver mucho: dígolo porque pienso ver más si vivo más; porque no
pienso parar hasta verte arrendador o alcabalero, que son oficios que,
aunque lleva el diablo a quien mal los usa, en fin en fin, siempre tienen y
manejan dineros. Mi señora la duquesa te dirá el deseo que tengo de ir a la
corte; mírate en ello, y avísame de tu gusto, que yo procuraré honrarte en
ella andando en coche.

El cura, el barbero, el bachiller y aun el sacristán no pueden creer que
eres gobernador, y dicen que todo es embeleco, o cosas de encantamento,
como son todas las de don Quijote tu amo; y dice Sansón que ha de ir a
buscarte y a sacarte el gobierno de la cabeza, y a don Quijote la locura de
los cascos; yo no hago sino reírme, y mirar mi sarta, y dar traza del
vestido que tengo de hacer del tuyo a nuestra hija.

Unas bellotas envié a mi señora la duquesa; yo quisiera que fueran de oro.
Envíame tú algunas sartas de perlas, si se usan en esa ínsula.

Las nuevas deste lugar son que la Berrueca casó a su hija con un pintor de
mala mano, que llegó a este pueblo a pintar lo que saliese; mandóle el
Concejo pintar las armas de Su Majestad sobre las puertas del Ayuntamiento,
pidió dos ducados, diéronselos adelantados, trabajó ocho días, al cabo de
los cuales no pintó nada, y dijo que no acertaba a pintar tantas baratijas;
volvió el dinero, y, con todo eso, se casó a título de buen oficial; verdad
es que ya ha dejado el pincel y tomado el azada, y va al campo como
gentilhombre. El hijo de Pedro de Lobo se ha ordenado de grados y corona,
con intención de hacerse clérigo; súpolo Minguilla, la nieta de Mingo
Silvato, y hale puesto demanda de que la tiene dada palabra de casamiento;
malas lenguas quieren decir que ha estado encinta dél, pero él lo niega a
pies juntillas.

Hogaño no hay aceitunas, ni se halla una gota de vinagre en todo este
pueblo. Por aquí pasó una compañía de soldados; lleváronse de camino tres
mozas deste pueblo; no te quiero decir quién son: quizá volverán, y no
faltará quien las tome por mujeres, con sus tachas buenas o malas.

Sanchica hace puntas de randas; gana cada día ocho maravedís horros, que
los va echando en una alcancía para ayuda a su ajuar; pero ahora que es
hija de un gobernador, tú le darás la dote sin que ella lo trabaje. La
fuente de la plaza se secó; un rayo cayó en la picota, y allí me las den
todas.

Espero respuesta désta y la resolución de mi ida a la corte; y, con esto,
Dios te me guarde más años que a mí o tantos, porque no querría dejarte sin
mí en este mundo.

Tu mujer,

Teresa Panza.

Las cartas fueron solenizadas, reídas, estimadas y admiradas; y, para
acabar de echar el sello, llegó el correo, el que traía la que Sancho
enviaba a don Quijote, que asimesmo se leyó públicamente, la cual puso en
duda la sandez del gobernador.

Retiróse la duquesa, para saber del paje lo que le había sucedido en el
lugar de Sancho, el cual se lo contó muy por estenso, sin dejar
circunstancia que no refiriese; diole las bellotas, y más un queso que
Teresa le dio, por ser muy bueno, que se aventajaba a los de Tronchón
Recibiólo la duquesa con grandísimo gusto, con el cual la dejaremos, por
contar el fin que tuvo el gobierno del gran Sancho Panza, flor y espejo de
todos los insulanos gobernadores.





Capítulo LIII. Del fatigado fin y remate que tuvo el gobierno de Sancho
Panza


''Pensar que en esta vida las cosas della han de durar siempre en un estado
es pensar en lo escusado; antes parece que ella anda todo en redondo, digo,
a la redonda: la primavera sigue al verano, el verano al estío, el estío al
otoño, y el otoño al invierno, y el invierno a la primavera, y así torna a
andarse el tiempo con esta rueda continua; sola la vida humana corre a su
fin ligera más que el tiempo, sin esperar renovarse si no es en la otra,
que no tiene términos que la limiten''. Esto dice Cide Hamete, filósofo
mahomético; porque esto de entender la ligereza e instabilidad de la vida
presente, y de la duración de la eterna que se espera, muchos sin lumbre de
fe, sino con la luz natural, lo han entendido; pero aquí, nuestro autor lo
dice por la presteza con que se acabó, se consumió, se deshizo, se fue como
en sombra y humo el gobierno de Sancho.

El cual, estando la séptima noche de los días de su gobierno en su cama, no
harto de pan ni de vino, sino de juzgar y dar pareceres y de hacer
estatutos y pragmáticas, cuando el sueño, a despecho y pesar de la hambre,
le comenzaba a cerrar los párpados, oyó tan gran ruido de campanas y de
voces, que no parecía sino que toda la ínsula se hundía. Sentóse en la
cama, y estuvo atento y escuchando, por ver si daba en la cuenta de lo que
podía ser la causa de tan grande alboroto; pero no sólo no lo supo, pero,
añadiéndose al ruido de voces y campanas el de infinitas trompetas y
atambores, quedó más confuso y lleno de temor y espanto; y, levantándose en
pie, se puso unas chinelas, por la humedad del suelo, y, sin ponerse
sobrerropa de levantar, ni cosa que se pareciese, salió a la puerta de su
aposento, a tiempo cuando vio venir por unos corredores más de veinte
personas con hachas encendidas en las manos y con las espadas
desenvainadas, gritando todos a grandes voces:

-¡Arma, arma, señor gobernador, arma!; que han entrado infinitos enemigos
en la ínsula, y somos perdidos si vuestra industria y valor no nos socorre.

Con este ruido, furia y alboroto llegaron donde Sancho estaba, atónito y
embelesado de lo que oía y veía; y, cuando llegaron a él, uno le dijo:

-¡Ármese luego vuestra señoría, si no quiere perderse y que toda esta
ínsula se pierda!

-¿Qué me tengo de armar -respondió Sancho-, ni qué sé yo de armas ni de
socorros? Estas cosas mejor será dejarlas para mi amo don Quijote, que en
dos paletas las despachará y pondrá en cobro; que yo, pecador fui a Dios,
no se me entiende nada destas priesas.

-¡Ah, señor gobernador! -dijo otro-. ¿Qué relente es ése? Ármese vuesa
merced, que aquí le traemos armas ofensivas y defensivas, y salga a esa
plaza, y sea nuestra guía y nuestro capitán, pues de derecho le toca el
serlo, siendo nuestro gobernador.

-Ármenme norabuena -replicó Sancho.

Y al momento le trujeron dos paveses, que venían proveídos dellos, y le
pusieron encima de la camisa, sin dejarle tomar otro vestido, un pavés
delante y otro detrás, y, por unas concavidades que traían hechas, le
sacaron los brazos, y le liaron muy bien con unos cordeles, de modo que
quedó emparedado y entablado, derecho como un huso, sin poder doblar las
rodillas ni menearse un solo paso. Pusiéronle en las manos una lanza, a la
cual se arrimó para poder tenerse en pie. Cuando así le tuvieron, le
dijeron que caminase, y los guiase y animase a todos; que, siendo él su
norte, su lanterna y su lucero, tendrían buen fin sus negocios.

-¿Cómo tengo de caminar, desventurado yo -respondió Sancho-, que no puedo
jugar las choquezuelas de las rodillas, porque me lo impiden estas tablas
que tan cosidas tengo con mis carnes? Lo que han de hacer es llevarme en
brazos y ponerme, atravesado o en pie, en algún postigo, que yo le
guardaré, o con esta lanza o con mi cuerpo.

-Ande, señor gobernador -dijo otro-, que más el miedo que las tablas le
impiden el paso; acabe y menéese, que es tarde, y los enemigos crecen, y
las voces se aumentan y el peligro carga.

Por cuyas persuasiones y vituperios probó el pobre gobernador a moverse, y
fue dar consigo en el suelo tan gran golpe, que pensó que se había hecho
pedazos. Quedó como galápago encerrado y cubierto con sus conchas, o como
medio tocino metido entre dos artesas, o bien así como barca que da al
través en la arena; y no por verle caído aquella gente burladora le
tuvieron compasión alguna; antes, apagando las antorchas, tornaron a
reforzar las voces, y a reiterar el ¡arma! con tan gran priesa, pasando por
encima del pobre Sancho, dándole infinitas cuchilladas sobre los paveses,
que si él no se recogiera y encogiera, metiendo la cabeza entre los
paveses, lo pasara muy mal el pobre gobernador, el cual, en aquella
estrecheza recogido, sudaba y trasudaba, y de todo corazón se encomendaba a
Dios que de aquel peligro le sacase.

Unos tropezaban en él, otros caían, y tal hubo que se puso encima un buen
espacio, y desde allí, como desde atalaya, gobernaba los ejércitos, y a
grandes voces decía:

-¡Aquí de los nuestros, que por esta parte cargan más los enemigos! ¡Aquel
portillo se guarde, aquella puerta se cierre, aquellas escalas se tranquen!
¡Vengan alcancías, pez y resina en calderas de aceite ardiendo!
¡Trinchéense las calles con colchones!

En fin, él nombraba con todo ahínco todas las baratijas e instrumentos y
pertrechos de guerra con que suele defenderse el asalto de una ciudad, y el
molido Sancho, que lo escuchaba y sufría todo, decía entre sí:

-¡Oh, si mi Señor fuese servido que se acabase ya de perder esta ínsula, y
me viese yo o muerto o fuera desta grande angustia!

Oyó el cielo su petición, y, cuando menos lo esperaba, oyó voces que
decían:

-¡Vitoria, vitoria! ¡Los enemigos van de vencida! ¡Ea, señor gobernador,
levántese vuesa merced y venga a gozar del vencimiento y a repartir los
despojos que se han tomado a los enemigos, por el valor dese invencible
brazo!

-Levántenme -dijo con voz doliente el dolorido Sancho.

Ayudáronle a levantar, y, puesto en pie, dijo:

-El enemigo que yo hubiere vencido quiero que me le claven en la frente. Yo
no quiero repartir despojos de enemigos, sino pedir y suplicar a algún
amigo, si es que le tengo, que me dé un trago de vino, que me seco, y me
enjugue este sudor, que me hago agua.

Limpiáronle, trujéronle el vino, desliáronle los paveses, sentóse sobre su
lecho y desmayóse del temor, del sobresalto y del trabajo. Ya les pesaba a
los de la burla de habérsela hecho tan pesada; pero el haber vuelto en sí
Sancho les templó la pena que les había dado su desmayo. Preguntó qué hora
era, respondiéronle que ya amanecía. Calló, y, sin decir otra cosa, comenzó
a vestirse, todo sepultado en silencio, y todos le miraban y esperaban en
qué había de parar la priesa con que se vestía. Vistióse, en fin, y poco a
poco, porque estaba molido y no podía ir mucho a mucho, se fue a la
caballeriza, siguiéndole todos los que allí se hallaban, y, llegándose al
rucio, le abrazó y le dio un beso de paz en la frente, y, no sin lágrimas
en los ojos, le dijo:

-Venid vos acá, compañero mío y amigo mío, y conllevador de mis trabajos y
miserias: cuando yo me avenía con vos y no tenía otros pensamientos que los
que me daban los cuidados de remendar vuestros aparejos y de sustentar
vuestro corpezuelo, dichosas eran mis horas, mis días y mis años; pero,
después que os dejé y me subí sobre las torres de la ambición y de la
soberbia, se me han entrado por el alma adentro mil miserias, mil trabajos
y cuatro mil desasosiegos.

Y, en tanto que estas razones iba diciendo, iba asimesmo enalbardando el
asno, sin que nadie nada le dijese. Enalbardado, pues, el rucio, con gran
pena y pesar subió sobre él, y, encaminando sus palabras y razones al
mayordomo, al secretario, al maestresala y a Pedro Recio el doctor, y a
otros muchos que allí presentes estaban, dijo:

-Abrid camino, señores míos, y dejadme volver a mi antigua libertad;
dejadme que vaya a buscar la vida pasada, para que me resucite de esta
muerte presente. Yo no nací para ser gobernador, ni para defender ínsulas
ni ciudades de los enemigos que quisieren acometerlas. Mejor se me entiende
a mí de arar y cavar, podar y ensarmentar las viñas, que de dar leyes ni de
defender provincias ni reinos. Bien se está San Pedro en Roma: quiero
decir, que bien se está cada uno usando el oficio para que fue nacido.
Mejor me está a mí una hoz en la mano que un cetro de gobernador; más
quiero hartarme de gazpachos que estar sujeto a la miseria de un médico
impertinente que me mate de hambre; y más quiero recostarme a la sombra de
una encina en el verano y arroparme con un zamarro de dos pelos en el
invierno, en mi libertad, que acostarme con la sujeción del gobierno entre
sábanas de holanda y vestirme de martas cebollinas. Vuestras mercedes se
queden con Dios, y digan al duque mi señor que, desnudo nací, desnudo me
hallo: ni pierdo ni gano; quiero decir, que sin blanca entré en este
gobierno y sin ella salgo, bien al revés de como suelen salir los
gobernadores de otras ínsulas. Y apártense: déjenme ir, que me voy a
bizmar; que creo que tengo brumadas todas las costillas, merced a los
enemigos que esta noche se han paseado sobre mí.

-No ha de ser así, señor gobernador -dijo el doctor Recio-, que yo le daré
a vuesa merced una bebida contra caídas y molimientos, que luego le vuelva
en su prístina entereza y vigor; y, en lo de la comida, yo prometo a vuesa
merced de enmendarme, dejándole comer abundantemente de todo aquello que
quisiere.

-¡Tarde piache! -respondió Sancho-. Así dejaré de irme como volverme turco.
No son estas burlas para dos veces. Por Dios que así me quede en éste, ni
admita otro gobierno, aunque me le diesen entre dos platos, como volar al
cielo sin alas. Yo soy del linaje de los Panzas, que todos son testarudos,
y si una vez dicen nones, nones han de ser, aunque sean pares, a pesar de
todo el mundo. Quédense en esta caballeriza las alas de la hormiga, que me
levantaron en el aire para que me comiesen vencejos y otros pájaros, y
volvámonos a andar por el suelo con pie llano, que, si no le adornaren
zapatos picados de cordobán, no le faltarán alpargatas toscas de cuerda.
Cada oveja con su pareja, y nadie tienda más la pierna de cuanto fuere
larga la sábana; y déjenme pasar, que se me hace tarde.

A lo que el mayordomo dijo:

-Señor gobernador, de muy buena gana dejáramos ir a vuesa merced, puesto
que nos pesará mucho de perderle, que su ingenio y su cristiano proceder
obligan a desearle; pero ya se sabe que todo gobernador está obligado,
antes que se ausente de la parte donde ha gobernado, dar primero
residencia: déla vuesa merced de los diez días que ha que tiene el
gobierno, y váyase a la paz de Dios.

-Nadie me la puede pedir -respondió Sancho-, si no es quien ordenare el
duque mi señor; yo voy a verme con él, y a él se la daré de molde; cuanto
más que, saliendo yo desnudo, como salgo, no es menester otra señal para
dar a entender que he gobernado como un ángel.

-Par Dios que tiene razón el gran Sancho -dijo el doctor Recio-, y que soy
de parecer que le dejemos ir, porque el duque ha de gustar infinito de
verle.

Todos vinieron en ello, y le dejaron ir, ofreciéndole primero compañía y
todo aquello que quisiese para el regalo de su persona y para la comodidad
de su viaje. Sancho dijo que no quería más de un poco de cebada para el
rucio y medio queso y medio pan para él; que, pues el camino era tan corto,
no había menester mayor ni mejor repostería. Abrazáronle todos, y él,
llorando, abrazó a todos, y los dejó admirados, así de sus razones como de
su determinación tan resoluta y tan discreta.





Capítulo LIV. Que trata de cosas tocantes a esta historia, y no a otra
alguna


Resolviéronse el duque y la duquesa de que el desafío que don Quijote hizo
a su vasallo, por la causa ya referida, pasase adelante; y, puesto que el
mozo estaba en Flandes, adonde se había ido huyendo, por no tener por
suegra a doña Rodríguez, ordenaron de poner en su lugar a un lacayo gascón,
que se llamaba Tosilos, industriándole primero muy bien de todo lo que
había de hacer.

De allí a dos días dijo el duque a don Quijote como desde allí a cuatro
vendría su contrario, y se presentaría en el campo, armado como caballero,
y sustentaría como la doncella mentía por mitad de la barba, y aun por toda
la barba entera, si se afirmaba que él le hubiese dado palabra de
casamiento. Don Quijote recibió mucho gusto con las tales nuevas, y se
prometió a sí mismo de hacer maravillas en el caso, y tuvo a gran ventura
habérsele ofrecido ocasión donde aquellos señores pudiesen ver hasta dónde
se estendía el valor de su poderoso brazo; y así, con alborozo y contento,
esperaba los cuatro días, que se le iban haciendo, a la cuenta de su deseo,
cuatrocientos siglos.

Dejémoslos pasar nosotros, como dejamos pasar otras cosas, y vamos a
acompañar a Sancho, que entre alegre y triste venía caminando sobre el
rucio a buscar a su amo, cuya compañía le agradaba más que ser gobernador
de todas las ínsulas del mundo.

Sucedió, pues, que, no habiéndose alongado mucho de la ínsula del su
gobierno -que él nunca se puso a averiguar si era ínsula, ciudad, villa o
lugar la que gobernaba-, vio que por el camino por donde él iba venían seis
peregrinos con sus bordones, de estos estranjeros que piden la limosna
cantando, los cuales, en llegando a él, se pusieron en ala, y, levantando
las voces todos juntos, comenzaron a cantar en su lengua lo que Sancho no
pudo entender, si no fue una palabra que claramente pronunciaba limosna,
por donde entendió que era limosna la que en su canto pedían; y como él,
según dice Cide Hamete, era caritativo además, sacó de sus alforjas medio
pan y medio queso, de que venía proveído, y dióselo, diciéndoles por señas
que no tenía otra cosa que darles. Ellos lo recibieron de muy buena gana, y
dijeron:

-¡Guelte! ¡Guelte!

-No entiendo -respondió Sancho- qué es lo que me pedís, buena gente.

Entonces uno de ellos sacó una bolsa del seno y mostrósela a Sancho, por
donde entendió que le pedían dineros; y él, poniéndose el dedo pulgar en la
garganta y estendiendo la mano arriba, les dio a entender que no tenía
ostugo de moneda, y, picando al rucio, rompió por ellos; y, al pasar,
habiéndole estado mirando uno dellos con mucha atención, arremetió a él,
echándole los brazos por la cintura; en voz alta y muy castellana, dijo:

-¡Válame Dios! ¿Qué es lo que veo? ¿Es posible que tengo en mis brazos al
mi caro amigo, al mi buen vecino Sancho Panza? Sí tengo, sin duda, porque
yo ni duermo, ni estoy ahora borracho.

Admiróse Sancho de verse nombrar por su nombre y de verse abrazar del
estranjero peregrino, y, después de haberle estado mirando sin hablar
palabra, con mucha atención, nunca pudo conocerle; pero, viendo su
suspensión el peregrino, le dijo:

-¿Cómo, y es posible, Sancho Panza hermano, que no conoces a tu vecino
Ricote el morisco, tendero de tu lugar?

Entonces Sancho le miró con más atención y comenzó a rafigurarle, y ,
finalmente, le vino a conocer de todo punto, y, sin apearse del jumento, le
echó los brazos al cuello, y le dijo:

-¿Quién diablos te había de conocer, Ricote, en ese traje de moharracho que
traes? Dime: ¿quién te ha hecho franchote, y cómo tienes atrevimiento de
volver a España, donde si te cogen y conocen tendrás harta mala ventura?

-Si tú no me descubres, Sancho -respondió el peregrino-, seguro estoy que
en este traje no habrá nadie que me conozca; y apartémonos del camino a
aquella alameda que allí parece, donde quieren comer y reposar mis
compañeros, y allí comerás con ellos, que son muy apacible gente. Yo tendré
lugar de contarte lo que me ha sucedido después que me partí de nuestro
lugar, por obedecer el bando de Su Majestad, que con tanto rigor a los
desdichados de mi nación amenazaba, según oíste.

Hízolo así Sancho, y, hablando Ricote a los demás peregrinos, se apartaron
a la alameda que se parecía, bien desviados del camino real. Arrojaron los
bordones, quitáronse las mucetas o esclavinas y quedaron en pelota, y todos
ellos eran mozos y muy gentileshombres, excepto Ricote, que ya era hombre
entrado en años. Todos traían alforjas, y todas, según pareció, venían bien
proveídas, a lo menos, de cosas incitativas y que llaman a la sed de dos
leguas.

Tendiéronse en el suelo, y, haciendo manteles de las yerbas, pusieron sobre
ellas pan, sal, cuchillos, nueces, rajas de queso, huesos mondos de jamón,
que si no se dejaban mascar, no defendían el ser chupados. Pusieron
asimismo un manjar negro que dicen que se llama cavial, y es hecho de
huevos de pescados, gran despertador de la colambre. No faltaron aceitunas,
aunque secas y sin adobo alguno, pero sabrosas y entretenidas. Pero lo que
más campeó en el campo de aquel banquete fueron seis botas de vino, que
cada uno sacó la suya de su alforja; hasta el buen Ricote, que se había
transformado de morisco en alemán o en tudesco, sacó la suya, que en
grandeza podía competir con las cinco.

Comenzaron a comer con grandísimo gusto y muy de espacio, saboreándose con
cada bocado, que le tomaban con la punta del cuchillo, y muy poquito de
cada cosa, y luego, al punto, todos a una, levantaron los brazos y las
botas en el aire; puestas las bocas en su boca, clavados los ojos en el
cielo, no parecía sino que ponían en él la puntería; y desta manera,
meneando las cabezas a un lado y a otro, señales que acreditaban el gusto
que recebían, se estuvieron un buen espacio, trasegando en sus estómagos
las entrañas de las vasijas.

Todo lo miraba Sancho, y de ninguna cosa se dolía; antes, por cumplir con
el refrán, que él muy bien sabía, de "cuando a Roma fueres, haz como
vieres", pidió a Ricote la bota, y tomó su puntería como los demás, y no
con menos gusto que ellos.

Cuatro veces dieron lugar las botas para ser empinadas; pero la quinta no
fue posible, porque ya estaban más enjutas y secas que un esparto, cosa que
puso mustia la alegría que hasta allí habían mostrado. De cuando en cuando,
juntaba alguno su mano derecha con la de Sancho, y decía:

-Español y tudesqui, tuto uno: bon compaño.

Y Sancho respondía: Bon compaño, jura Di!

Y disparaba con una risa que le duraba un hora, sin acordarse entonces de
nada de lo que le había sucedido en su gobierno; porque sobre el rato y
tiempo cuando se come y bebe, poca jurisdición suelen tener los cuidados.
Finalmente, el acabársele el vino fue principio de un sueño que dio a
todos, quedándose dormidos sobre las mismas mesas y manteles; solos Ricote
y Sancho quedaron alerta, porque habían comido más y bebido menos; y,
apartando Ricote a Sancho, se sentaron al pie de una haya, dejando a los
peregrinos sepultados en dulce sueño; y Ricote, sin tropezar nada en su
lengua morisca, en la pura castellana le dijo las siguientes razones:

-«Bien sabes, ¡oh Sancho Panza, vecino y amigo mío!, como el pregón y bando
que Su Majestad mandó publicar contra los de mi nación puso terror y
espanto en todos nosotros; a lo menos, en mí le puso de suerte que me
parece que antes del tiempo que se nos concedía para que hiciésemos
ausencia de España, ya tenía el rigor de la pena ejecutado en mi persona y
en la de mis hijos. Ordené, pues, a mi parecer como prudente, bien así como
el que sabe que para tal tiempo le han de quitar la casa donde vive y se
provee de otra donde mudarse; ordené, digo, de salir yo solo, sin mi
familia, de mi pueblo, y ir a buscar donde llevarla con comodidad y sin la
priesa con que los demás salieron; porque bien vi, y vieron todos nuestros
ancianos, que aquellos pregones no eran sólo amenazas, como algunos decían,
sino verdaderas leyes, que se habían de poner en ejecución a su determinado
tiempo; y forzábame a creer esta verdad saber yo los ruines y disparatados
intentos que los nuestros tenían, y tales, que me parece que fue
inspiración divina la que movió a Su Majestad a poner en efecto tan
gallarda resolución, no porque todos fuésemos culpados, que algunos había
cristianos firmes y verdaderos; pero eran tan pocos que no se podían oponer
a los que no lo eran, y no era bien criar la sierpe en el seno, teniendo
los enemigos dentro de casa. Finalmente, con justa razón fuimos castigados
con la pena del destierro, blanda y suave al parecer de algunos, pero al
nuestro, la más terrible que se nos podía dar. Doquiera que estamos
lloramos por España, que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria
natural; en ninguna parte hallamos el acogimiento que nuestra desventura
desea, y en Berbería, y en todas las partes de África, donde esperábamos
ser recebidos, acogidos y regalados, allí es donde más nos ofenden y
maltratan. No hemos conocido el bien hasta que le hemos perdido; y es el
deseo tan grande, que casi todos tenemos de volver a España, que los más de
aquellos, y son muchos, que saben la lengua como yo, se vuelven a ella, y
dejan allá sus mujeres y sus hijos desamparados: tanto es el amor que la
tienen; y agora conozco y experimento lo que suele decirse: que es dulce el
amor de la patria. Salí, como digo, de nuestro pueblo, entré en Francia, y,
aunque allí nos hacían buen acogimiento, quise verlo todo. Pasé a Italia y
llegué a Alemania, y allí me pareció que se podía vivir con más libertad,
porque sus habitadores no miran en muchas delicadezas: cada uno vive como
quiere, porque en la mayor parte della se vive con libertad de conciencia.
Dejé tomada casa en un pueblo junto a Augusta; juntéme con estos
peregrinos, que tienen por costumbre de venir a España muchos dellos, cada
año, a visitar los santuarios della, que los tienen por sus Indias, y por
certísima granjería y conocida ganancia. Ándanla casi toda, y no hay pueblo
ninguno de donde no salgan comidos y bebidos, como suele decirse, y con un
real, por lo menos, en dineros, y al cabo de su viaje salen con más de cien
escudos de sobra que, trocados en oro, o ya en el hueco de los bordones, o
entre los remiendos de las esclavinas, o con la industria que ellos pueden,
los sacan del reino y los pasan a sus tierras, a pesar de las guardas de
los puestos y puertos donde se registran. Ahora es mi intención, Sancho,
sacar el tesoro que dejé enterrado, que por estar fuera del pueblo lo podré
hacer sin peligro y escribir o pasar desde Valencia a mi hija y a mi mujer,
que sé que está en Argel, y dar traza como traerlas a algún puerto de
Francia, y desde allí llevarlas a Alemania, donde esperaremos lo que Dios
quisiere hacer de nosotros; que, en resolución, Sancho, yo sé cierto que la
Ricota mi hija y Francisca Ricota, mi mujer, son católicas cristianas, y,
aunque yo no lo soy tanto, todavía tengo más de cristiano que de moro, y
ruego siempre a Dios me abra los ojos del entendimiento y me dé a conocer
cómo le tengo de servir. Y lo que me tiene admirado es no saber por qué se
fue mi mujer y mi hija antes a Berbería que a Francia, adonde podía vivir
como cristiana.»

A lo que respondió Sancho:

-Mira, Ricote, eso no debió estar en su mano, porque las llevó Juan
Tiopieyo, el hermano de tu mujer; y, como debe de ser fino moro, fuese a lo
más bien parado, y séte decir otra cosa: que creo que vas en balde a buscar
lo que dejaste encerrado; porque tuvimos nuevas que habían quitado a tu
cuñado y tu mujer muchas perlas y mucho dinero en oro que llevaban por
registrar.

-Bien puede ser eso -replicó Ricote-, pero yo sé, Sancho, que no tocaron a
mi encierro, porque yo no les descubrí dónde estaba, temeroso de algún
desmán; y así, si tú, Sancho, quieres venir conmigo y ayudarme a sacarlo y
a encubrirlo, yo te daré docientos escudos, con que podrás remediar tus
necesidades, que ya sabes que sé yo que las tienes muchas.

-Yo lo hiciera -respondió Sancho-, pero no soy nada codicioso; que, a
serlo, un oficio dejé yo esta mañana de las manos, donde pudiera hacer las
paredes de mi casa de oro, y comer antes de seis meses en platos de plata;
y, así por esto como por parecerme haría traición a mi rey en dar favor a
sus enemigos, no fuera contigo, si como me prometes docientos escudos, me
dieras aquí de contado cuatrocientos.

-Y ¿qué oficio es el que has dejado, Sancho? -preguntó Ricote.

-He dejado de ser gobernador de una ínsula -respondió Sancho-, y tal, que a
buena fee que no hallen otra como ella a tres tirones.

-¿Y dónde está esa ínsula? -preguntó Ricote.

-¿Adónde? -respondió Sancho-. Dos leguas de aquí, y se llama la ínsula
Barataria.

-Calla, Sancho -dijo Ricote-, que las ínsulas están allá dentro de la mar;
que no hay ínsulas en la tierra firme.

-¿Cómo no? -replicó Sancho-. Dígote, Ricote amigo, que esta mañana me partí
della, y ayer estuve en ella gobernando a mi placer, como un sagitario;
pero, con todo eso, la he dejado, por parecerme oficio peligroso el de los
gobernadores.

-Y ¿qué has ganado en el gobierno? -preguntó Ricote.

-He ganado -respondió Sancho- el haber conocido que no soy bueno para
gobernar, si no es un hato de ganado, y que las riquezas que se ganan en
los tales gobiernos son a costa de perder el descanso y el sueño, y aun el
sustento; porque en las ínsulas deben de comer poco los gobernadores,
especialmente si tienen médicos que miren por su salud.

-Yo no te entiendo, Sancho -dijo Ricote-, pero paréceme que todo lo que
dices es disparate; que, ¿quién te había de dar a ti ínsulas que
gobernases? ¿Faltaban hombres en el mundo más hábiles para gobernadores que
tú eres? Calla, Sancho, y vuelve en ti, y mira si quieres venir conmigo,
como te he dicho, a ayudarme a sacar el tesoro que dejé escondido; que en
verdad que es tanto, que se puede llamar tesoro, y te daré con que vivas,
como te he dicho.

-Ya te he dicho, Ricote -replicó Sancho-, que no quiero; conténtate que por
mí no serás descubierto, y prosigue en buena hora tu camino, y déjame
seguir el mío; que yo sé que lo bien ganado se pierde, y lo malo, ello y su
dueño.

-No quiero porfiar, Sancho -dijo Ricote-, pero dime: ¿hallástete en nuestro
lugar, cuando se partió dél mi mujer, mi hija y mi cuñado?

-Sí hallé -respondió Sancho-, y séte decir que salió tu hija tan hermosa
que salieron a verla cuantos había en el pueblo, y todos decían que era la
más bella criatura del mundo. Iba llorando y abrazaba a todas sus amigas y
conocidas, y a cuantos llegaban a verla, y a todos pedía la encomendasen a
Dios y a Nuestra Señora su madre; y esto, con tanto sentimiento, que a mí
me hizo llorar, que no suelo ser muy llorón. Y a fee que muchos tuvieron
deseo de esconderla y salir a quitársela en el camino; pero el miedo de ir
contra el mandado del rey los detuvo. Principalmente se mostró más
apasionado don Pedro Gregorio, aquel mancebo mayorazgo rico que tú conoces,
que dicen que la quería mucho, y después que ella se partió, nunca más él
ha parecido en nuestro lugar, y todos pensamos que iba tras ella para
robarla; pero hasta ahora no se ha sabido nada.

-Siempre tuve yo mala sospecha -dijo Ricote- de que ese caballero adamaba a
mi hija; pero, fiado en el valor de mi Ricota, nunca me dio pesadumbre el
saber que la quería bien; que ya habrás oído decir, Sancho, que las
moriscas pocas o ninguna vez se mezclaron por amores con cristianos viejos,
y mi hija, que, a lo que yo creo, atendía a ser más cristiana que
enamorada, no se curaría de las solicitudes de ese señor mayorazgo.

-Dios lo haga -replicó Sancho-, que a entrambos les estaría mal. Y déjame
partir de aquí, Ricote amigo, que quiero llegar esta noche adonde está mi
señor don Quijote.

-Dios vaya contigo, Sancho hermano, que ya mis compañeros se rebullen, y
también es hora que prosigamos nuestro camino.

Y luego se abrazaron los dos, y Sancho subió en su rucio, y Ricote se
arrimó a su bordón, y se apartaron.





Capítulo LV. De cosas sucedidas a Sancho en el camino, y otras que no hay
más que ver


El haberse detenido Sancho con Ricote no le dio lugar a que aquel día
llegase al castillo del duque, puesto que llegó media legua dél, donde le
tomó la noche, algo escura y cerrada; pero, como era verano, no le dio
mucha pesadumbre; y así, se apartó del camino con intención de esperar la
mañana; y quiso su corta y desventurada suerte que, buscando lugar donde
mejor acomodarse, cayeron él y el rucio en una honda y escurísima sima que
entre unos edificios muy antiguos estaba, y al tiempo del caer, se
encomendó a Dios de todo corazón, pensando que no había de parar hasta el
profundo de los abismos. Y no fue así, porque a poco más de tres estados
dio fondo el rucio, y él se halló encima dél, sin haber recebido lisión ni
daño alguno.

Tentóse todo el cuerpo, y recogió el aliento, por ver si estaba sano o
agujereado por alguna parte; y, viéndose bueno, entero y católico de salud,
no se hartaba de dar gracias a Dios Nuestro Señor de la merced que le había
hecho, porque sin duda pensó que estaba hecho mil pedazos. Tentó asimismo
con las manos por las paredes de la sima, por ver si sería posible salir
della sin ayuda de nadie; pero todas las halló rasas y sin asidero alguno,
de lo que Sancho se congojó mucho, especialmente cuando oyó que el rucio se
quejaba tierna y dolorosamente; y no era mucho, ni se lamentaba de vicio,
que, a la verdad, no estaba muy bien parado.

-¡Ay -dijo entonces Sancho Panza-, y cuán no pensados sucesos suelen
suceder a cada paso a los que viven en este miserable mundo! ¿Quién dijera
que el que ayer se vio entronizado gobernador de una ínsula, mandando a sus
sirvientes y a sus vasallos, hoy se había de ver sepultado en una sima, sin
haber persona alguna que le remedie, ni criado ni vasallo que acuda a su
socorro? Aquí habremos de perecer de hambre yo y mi jumento, si ya no nos
morimos antes, él de molido y quebrantado, y yo de pesaroso. A lo menos, no
seré yo tan venturoso como lo fue mi señor don Quijote de la Mancha cuando
decendió y bajó a la cueva de aquel encantado Montesinos, donde halló quien
le regalase mejor que en su casa, que no parece sino que se fue a mesa
puesta y a cama hecha. Allí vio él visiones hermosas y apacibles, y yo veré
aquí, a lo que creo, sapos y culebras. ¡Desdichado de mí, y en qué han
parado mis locuras y fantasías! De aquí sacarán mis huesos, cuando el cielo
sea servido que me descubran, mondos, blancos y raídos, y los de mi buen
rucio con ellos, por donde quizá se echará de ver quién somos, a lo menos
de los que tuvieren noticia que nunca Sancho Panza se apartó de su asno, ni
su asno de Sancho Panza. Otra vez digo: ¡miserables de nosotros, que no ha
querido nuestra corta suerte que muriésemos en nuestra patria y entre los
nuestros, donde ya que no hallara remedio nuestra desgracia, no faltara
quien dello se doliera, y en la hora última de nuestro pasamiento nos
cerrara los ojos! ¡Oh compañero y amigo mío, qué mal pago te he dado de tus
buenos servicios! Perdóname y pide a la fortuna, en el mejor modo que
supieres, que nos saque deste miserable trabajo en que estamos puestos los
dos; que yo prometo de ponerte una corona de laurel en la cabeza, que no
parezcas sino un laureado poeta, y de darte los piensos doblados.

Desta manera se lamentaba Sancho Panza, y su jumento le escuchaba sin
responderle palabra alguna: tal era el aprieto y angustia en que el pobre
se hallaba. Finalmente, habiendo pasado toda aquella noche en miserables
quejas y lamentaciones, vino el día, con cuya claridad y resplandor vio
Sancho que era imposible de toda imposibilidad salir de aquel pozo sin ser
ayudado, y comenzó a lamentarse y dar voces, por ver si alguno le oía; pero
todas sus voces eran dadas en desierto, pues por todos aquellos contornos
no había persona que pudiese escucharle, y entonces se acabó de dar por
muerto.

Estaba el rucio boca arriba, y Sancho Panza le acomodó de modo que le puso
en pie, que apenas se podía tener; y, sacando de las alforjas, que también
habían corrido la mesma fortuna de la caída, un pedazo de pan, lo dio a su
jumento, que no le supo mal, y díjole Sancho, como si lo entendiera:

-Todos los duelos con pan son buenos.

En esto, descubrió a un lado de la sima un agujero, capaz de caber por él
una persona, si se agobiaba y encogía. Acudió a él Sancho Panza, y,
agazapándose, se entró por él y vio que por de dentro era espacioso y
largo, y púdolo ver, porque por lo que se podía llamar techo entraba un
rayo de sol que lo descubría todo. Vio también que se dilataba y alargaba
por otra concavidad espaciosa; viendo lo cual, volvió a salir adonde estaba
el jumento, y con una piedra comenzó a desmoronar la tierra del agujero, de
modo que en poco espacio hizo lugar donde con facilidad pudiese entrar el
asno, como lo hizo; y, cogiéndole del cabestro, comenzó a caminar por
aquella gruta adelante, por ver si hallaba alguna salida por otra parte. A
veces iba a escuras, y a veces sin luz, pero ninguna vez sin miedo.

-¡Válame Dios todopoderoso! -decía entre sí-. Esta que para mí es
desventura, mejor fuera para aventura de mi amo don Quijote. Él sí que
tuviera estas profundidades y mazmorras por jardines floridos y por
palacios de Galiana, y esperara salir de esta escuridad y estrecheza a
algún florido prado; pero yo, sin ventura, falto de consejo y menoscabado
de ánimo, a cada paso pienso que debajo de los pies de improviso se ha de
abrir otra sima más profunda que la otra, que acabe de tragarme. ¡Bien
vengas mal, si vienes solo!

Desta manera y con estos pensamientos le pareció que habría caminado poco
más de media legua, al cabo de la cual descubrió una confusa claridad, que
pareció ser ya de día, y que por alguna parte entraba, que daba indicio de
tener fin abierto aquel, para él, camino de la otra vida.

Aquí le deja Cide Hamete Benengeli, y vuelve a tratar de don Quijote,
que, alborozado y contento, esperaba el plazo de la batalla que había de
hacer con el robador de la honra de la hija de doña Rodríguez, a quien
pensaba enderezar el tuerto y desaguisado que malamente le tenían fecho.

Sucedió, pues, que, saliéndose una mañana a imponerse y ensayarse en lo que
había de hacer en el trance en que otro día pensaba verse, dando un repelón
o arremetida a Rocinante, llegó a poner los pies tan junto a una cueva,
que, a no tirarle fuertemente las riendas, fuera imposible no caer en ella.
En fin, le detuvo y no cayó, y, llegándose algo más cerca, sin apearse,
miró aquella hondura; y, estándola mirando, oyó grandes voces dentro; y,
escuchando atentamente, pudo percebir y entender que el que las daba decía:

-¡Ah de arriba! ¿Hay algún cristiano que me escuche, o algún caballero
caritativo que se duela de un pecador enterrado en vida, o un desdichado
desgobernado gobernador?

Parecióle a don Quijote que oía la voz de Sancho Panza, de que quedó
suspenso y asombrado, y, levantando la voz todo lo que pudo, dijo:

-¿Quién está allá bajo? ¿Quién se queja?

-¿Quién puede estar aquí, o quién se ha de quejar -respondieron-, sino el
asendereado de Sancho Panza, gobernador, por sus pecados y por su mala
andanza, de la ínsula Barataria, escudero que fue del famoso caballero don
Quijote de la Mancha?

Oyendo lo cual don Quijote, se le dobló la admiración y se le acrecentó el
pasmo, viniéndosele al pensamiento que Sancho Panza debía de ser muerto, y
que estaba allí penando su alma, y llevado desta imaginación dijo:

-Conjúrote por todo aquello que puedo conjurarte como católico cristiano,
que me digas quién eres; y si eres alma en pena, dime qué quieres que haga
por ti; que, pues es mi profesión favorecer y acorrer a los necesitados
deste mundo, también lo seré para acorrer y ayudar a los menesterosos del
otro mundo, que no pueden ayudarse por sí propios.

-Desa manera -respondieron-, vuestra merced que me habla debe de ser mi
señor don Quijote de la Mancha, y aun en el órgano de la voz no es otro,
sin duda.

-Don Quijote soy -replicó don Quijote-, el que profeso socorrer y ayudar en
sus necesidades a los vivos y a los muertos. Por eso dime quién eres, que
me tienes atónito; porque si eres mi escudero Sancho Panza, y te has
muerto, como no te hayan llevado los diablos, y, por la misericordia de
Dios, estés en el purgatorio, sufragios tiene nuestra Santa Madre la
Iglesia Católica Romana bastantes a sacarte de las penas en que estás, y
yo, que lo solicitaré con ella, por mi parte, con cuanto mi hacienda
alcanzare; por eso, acaba de declararte y dime quién eres.

-¡Voto a tal! -respondieron-, y por el nacimiento de quien vuesa merced
quisiere, juro, señor don Quijote de la Mancha, que yo soy su escudero
Sancho Panza, y que nunca me he muerto en todos los días de mi vida; sino
que, habiendo dejado mi gobierno por cosas y causas que es menester más
espacio para decirlas, anoche caí en esta sima donde yago, el rucio
conmigo, que no me dejará mentir, pues, por más señas, está aquí conmigo.

Y hay más: que no parece sino que el jumento entendió lo que Sancho dijo,
porque al momento comenzó a rebuznar, tan recio, que toda la cueva
retumbaba.

-¡Famoso testigo! -dijo don Quijote-. El rebuzno conozco como si le
pariera, y tu voz oigo, Sancho mío. Espérame; iré al castillo del duque,
que está aquí cerca, y traeré quien te saque desta sima, donde tus pecados
te deben de haber puesto.

-Vaya vuesa merced -dijo Sancho-, y vuelva presto, por un solo Dios, que ya
no lo puedo llevar el estar aquí sepultado en vida, y me estoy muriendo de
miedo.

Dejóle don Quijote, y fue al castillo a contar a los duques el suceso de
Sancho Panza, de que no poco se maravillaron, aunque bien entendieron que
debía de haber caído por la correspondencia de aquella gruta que de tiempos
inmemoriales estaba allí hecha; pero no podían pensar cómo había dejado el
gobierno sin tener ellos aviso de su venida. Finalmente, como dicen,
llevaron sogas y maromas; y, a costa de mucha gente y de mucho trabajo,
sacaron al rucio y a Sancho Panza de aquellas tinieblas a la luz del sol.
Viole un estudiante, y dijo:

-Desta manera habían de salir de sus gobiernos todos los malos
gobernadores, como sale este pecador del profundo del abismo: muerto de
hambre, descolorido, y sin blanca, a lo que yo creo.

Oyólo Sancho, y dijo:

-Ocho días o diez ha, hermano murmurador, que entré a gobernar la ínsula
que me dieron, en los cuales no me vi harto de pan siquiera un hora; en
ellos me han perseguido médicos, y enemigos me han brumado los güesos; ni
he tenido lugar de hacer cohechos, ni de cobrar derechos; y, siendo esto
así, como lo es, no merecía yo, a mi parecer, salir de esta manera; pero el
hombre pone y Dios dispone, y Dios sabe lo mejor y lo que le está bien a
cada uno; y cual el tiempo, tal el tiento; y nadie diga "desta agua no
beberé", que adonde se piensa que hay tocinos, no hay estacas; y Dios me
entiende, y basta, y no digo más, aunque pudiera.

-No te enojes, Sancho, ni recibas pesadumbre de lo que oyeres, que será
nunca acabar: ven tú con segura conciencia, y digan lo que dijeren; y es
querer atar las lenguas de los maldicientes lo mesmo que querer poner
puertas al campo. Si el gobernador sale rico de su gobierno, dicen dél que
ha sido un ladrón, y si sale pobre, que ha sido un para poco y un
mentecato.

-A buen seguro -respondió Sancho- que por esta vez antes me han de tener
por tonto que por ladrón.

En estas pláticas llegaron, rodeados de muchachos y de otra mucha gente, al
castillo, adonde en unos corredores estaban ya el duque y la duquesa
esperando a don Quijote y a Sancho, el cual no quiso subir a ver al duque
sin que primero no hubiese acomodado al rucio en la caballeriza, porque
decía que había pasado muy mala noche en la posada; y luego subió a ver a
sus señores, ante los cuales, puesto de rodillas, dijo:

-Yo, señores, porque lo quiso así vuestra grandeza, sin ningún merecimiento
mío, fui a gobernar vuestra ínsula Barataria, en la cual entré desnudo, y
desnudo me hallo: ni pierdo, ni gano. Si he gobernado bien o mal, testigos
he tenido delante, que dirán lo que quisieren. He declarado dudas,


 


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