Don Quijote
by
Miguel de Cervantes [Saavedra] [in Spanish]

Part 17 out of 19



sentenciado pleitos, siempre muerto de hambre, por haberlo querido así el
doctor Pedro Recio, natural de Tirteafuera, médico insulano y
gobernadoresco. Acometiéronnos enemigos de noche, y, habiéndonos puesto en
grande aprieto, dicen los de la ínsula que salieron libres y con vitoria
por el valor de mi brazo, que tal salud les dé Dios como ellos dicen
verdad. En resolución, en este tiempo yo he tanteado las cargas que trae
consigo, y las obligaciones, el gobernar, y he hallado por mi cuenta que no
las podrán llevar mis hombros, ni son peso de mis costillas, ni flechas de
mi aljaba; y así, antes que diese conmigo al través el gobierno, he querido
yo dar con el gobierno al través, y ayer de mañana dejé la ínsula como la
hallé: con las mismas calles, casas y tejados que tenía cuando entré en
ella. No he pedido prestado a nadie, ni metídome en granjerías; y, aunque
pensaba hacer algunas ordenanzas provechosas, no hice ninguna, temeroso que
no se habían de guardar: que es lo mesmo hacerlas que no hacerlas. Salí,
como digo, de la ínsula sin otro acompañamiento que el de mi rucio; caí en
una sima, víneme por ella adelante, hasta que, esta mañana, con la luz del
sol, vi la salida, pero no tan fácil que, a no depararme el cielo a mi
señor don Quijote, allí me quedara hasta la fin del mundo. Así que, mis
señores duque y duquesa, aquí está vuestro gobernador Sancho Panza, que ha
granjeado en solos diez días que ha tenido el gobierno a conocer que no se
le ha de dar nada por ser gobernador, no que de una ínsula, sino de todo el
mundo; y, con este presupuesto, besando a vuestras mercedes los pies,
imitando al juego de los muchachos, que dicen "Salta tú, y dámela tú", doy
un salto del gobierno, y me paso al servicio de mi señor don Quijote; que,
en fin, en él, aunque como el pan con sobresalto, hártome, a lo menos, y
para mí, como yo esté harto, eso me hace que sea de zanahorias que de
perdices.

Con esto dio fin a su larga plática Sancho, temiendo siempre don Quijote
que había de decir en ella millares de disparates; y, cuando le vio acabar
con tan pocos, dio en su corazón gracias al cielo, y el duque abrazó a
Sancho, y le dijo que le pesaba en el alma de que hubiese dejado tan presto
el gobierno; pero que él haría de suerte que se le diese en su estado otro
oficio de menos carga y de más provecho. Abrazóle la duquesa asimismo, y
mandó que le regalasen, porque daba señales de venir mal molido y peor
parado.





Capítulo LVI. De la descomunal y nunca vista batalla que pasó entre don
Quijote de la Mancha y el lacayo Tosilos, en la defensa de la hija de la
dueña doña Rodríguez


No quedaron arrepentidos los duques de la burla hecha a Sancho Panza del
gobierno que le dieron; y más, que aquel mismo día vino su mayordomo, y les
contó punto por punto, todas casi, las palabras y acciones que Sancho había
dicho y hecho en aquellos días, y finalmente les encareció el asalto de la
ínsula, y el miedo de Sancho, y su salida, de que no pequeño gusto
recibieron.

Después desto, cuenta la historia que se llegó el día de la batalla
aplazada, y, habiendo el duque una y muy muchas veces advertido a su lacayo
Tosilos cómo se había de avenir con don Quijote para vencerle sin matarle
ni herirle, ordenó que se quitasen los hierros a las lanzas, diciendo a don
Quijote que no permitía la cristiandad, de que él se preciaba, que aquella
batalla fuese con tanto riesgo y peligro de las vidas, y que se contentase
con que le daba campo franco en su tierra, puesto que iba contra el decreto
del Santo Concilio, que prohíbe los tales desafíos, y no quisiese llevar
por todo rigor aquel trance tan fuerte.

Don Quijote dijo que Su Excelencia dispusiese las cosas de aquel negocio
como más fuese servido; que él le obedecería en todo. Llegado, pues, el
temeroso día, y habiendo mandado el duque que delante de la plaza del
castillo se hiciese un espacioso cadahalso, donde estuviesen los jueces del
campo y las dueñas, madre y hija, demandantes, había acudido de todos los
lugares y aldeas circunvecinas infinita gente, a ver la novedad de aquella
batalla; que nunca otra tal no habían visto, ni oído decir en aquella
tierra los que vivían ni los que habían muerto.

El primero que entró en el campo y estacada fue el maestro de las
ceremonias, que tanteó el campo, y le paseó todo, porque en él no hubiese
algún engaño, ni cosa encubierta donde se tropezase y cayese; luego
entraron las dueñas y se sentaron en sus asientos, cubiertas con los mantos
hasta los ojos y aun hasta los pechos, con muestras de no pequeño
sentimiento. Presente don Quijote en la estacada, de allí a poco,
acompañado de muchas trompetas, asomó por una parte de la plaza, sobre un
poderoso caballo, hundiéndola toda, el grande lacayo Tosilos, calada la
visera y todo encambronado, con unas fuertes y lucientes armas. El caballo
mostraba ser frisón, ancho y de color tordillo; de cada mano y pie le
pendía una arroba de lana.

Venía el valeroso combatiente bien informado del duque su señor de cómo se
había de portar con el valeroso don Quijote de la Mancha, advertido que en
ninguna manera le matase, sino que procurase huir el primer encuentro por
escusar el peligro de su muerte, que estaba cierto si de lleno en lleno le
encontrase. Paseó la plaza, y, llegando donde las dueñas estaban, se puso
algún tanto a mirar a la que por esposo le pedía. Llamó el maese de campo a
don Quijote, que ya se había presentado en la plaza, y junto con Tosilos
habló a las dueñas, preguntándoles si consentían que volviese por su
derecho don Quijote de la Mancha. Ellas dijeron que sí, y que todo lo que
en aquel caso hiciese lo daban por bien hecho, por firme y por valedero.

Ya en este tiempo estaban el duque y la duquesa puestos en una galería que
caía sobre la estacada, toda la cual estaba coronada de infinita gente, que
esperaba ver el riguroso trance nunca visto. Fue condición de los
combatientes que si don Quijote vencía, su contrario se había de casar con
la hija de doña Rodríguez; y si él fuese vencido, quedaba libre su
contendor de la palabra que se le pedía, sin dar otra satisfación alguna.

Partióles el maestro de las ceremonias el sol, y puso a los dos cada uno en
el puesto donde habían de estar. Sonaron los atambores, llenó el aire el
son de las trompetas, temblaba debajo de los pies la tierra; estaban
suspensos los corazones de la mirante turba, temiendo unos y esperando
otros el bueno o el mal suceso de aquel caso. Finalmente, don Quijote,
encomendándose de todo su corazón a Dios Nuestro Señor y a la señora
Dulcinea del Toboso, estaba aguardando que se le diese señal precisa de la
arremetida; empero, nuestro lacayo tenía diferentes pensamientos: no
pensaba él sino en lo que agora diré:

Parece ser que, cuando estuvo mirando a su enemiga, le pareció la más
hermosa mujer que había visto en toda su vida, y el niño ceguezuelo, a
quien suelen llamar de ordinario Amor por esas calles, no quiso perder la
ocasión que se le ofreció de triunfar de una alma lacayuna y ponerla en la
lista de sus trofeos; y así, llegándose a él bonitamente, sin que nadie le
viese, le envasó al pobre lacayo una flecha de dos varas por el lado
izquierdo, y le pasó el corazón de parte a parte; y púdolo hacer bien al
seguro, porque el Amor es invisible, y entra y sale por do quiere, sin que
nadie le pida cuenta de sus hechos.

Digo, pues, que, cuando dieron la señal de la arremetida, estaba nuestro
lacayo transportado, pensando en la hermosura de la que ya había hecho
señora de su libertad, y así, no atendió al son de la trompeta, como hizo
don Quijote, que, apenas la hubo oído, cuando arremetió, y, a todo el
correr que permitía Rocinante, partió contra su enemigo; y, viéndole partir
su buen escudero Sancho, dijo a grandes voces:

-¡Dios te guíe, nata y flor de los andantes caballeros! ¡Dios te dé la
vitoria, pues llevas la razón de tu parte!

Y, aunque Tosilos vio venir contra sí a don Quijote, no se movió un paso de
su puesto; antes, con grandes voces, llamó al maese de campo, el cual
venido a ver lo que quería, le dijo:

-Señor, ¿esta batalla no se hace porque yo me case, o no me case, con
aquella señora?

-Así es -le fue respondido.

-Pues yo -dijo el lacayo- soy temeroso de mi conciencia, y pondríala en
gran cargo si pasase adelante en esta batalla; y así, digo que yo me doy
por vencido y que quiero casarme luego con aquella señora.

Quedó admirado el maese de campo de las razones de Tosilos; y, como era uno
de los sabidores de la máquina de aquel caso, no le supo responder palabra.
Detúvose don Quijote en la mitad de su carrera, viendo que su enemigo no
le acometía. El duque no sabía la ocasión porque no se pasaba adelante en
la batalla, pero el maese de campo le fue a declarar lo que Tosilos decía,
de lo que quedó suspenso y colérico en estremo.

En tanto que esto pasaba, Tosilos se llegó adonde doña Rodríguez estaba, y
dijo a grandes voces:

-Yo, señora, quiero casarme con vuestra hija, y no quiero alcanzar por
pleitos ni contiendas lo que puedo alcanzar por paz y sin peligro de la
muerte.

Oyó esto el valeroso don Quijote, y dijo:

-Pues esto así es, yo quedo libre y suelto de mi promesa: cásense en hora
buena, y, pues Dios Nuestro Señor se la dio, San Pedro se la bendiga.

El duque había bajado a la plaza del castillo, y, llegándose a Tosilos, le
dijo:

-¿Es verdad, caballero, que os dais por vencido, y que, instigado de
vuestra temerosa conciencia, os queréis casar con esta doncella?

-Sí, señor -respondió Tosilos.

-Él hace muy bien -dijo a esta sazón Sancho Panza-, porque lo que has de
dar al mur, dalo al gato, y sacarte ha de cuidado.

Íbase Tosilos desenlazando la celada, y rogaba que apriesa le ayudasen,
porque le iban faltando los espíritus del aliento, y no podía verse
encerrado tanto tiempo en la estrecheza de aquel aposento. Quitáronsela
apriesa, y quedó descubierto y patente su rostro de lacayo. Viendo lo cual
doña Rodríguez y su hija, dando grandes voces, dijeron:

-¡Éste es engaño, engaño es éste! ¡A Tosilos, el lacayo del duque mi señor,
nos han puesto en lugar de mi verdadero esposo! ¡Justicia de Dios y del
Rey, de tanta malicia, por no decir bellaquería!

-No vos acuitéis, señoras -dijo don Quijote-, que ni ésta es malicia ni es
bellaquería; y si la es, y no ha sido la causa el duque, sino los malos
encantadores que me persiguen, los cuales, invidiosos de que yo alcanzase
la gloria deste vencimiento, han convertido el rostro de vuestro esposo en
el de este que decís que es lacayo del duque. Tomad mi consejo, y, a pesar
de la malicia de mis enemigos, casaos con él, que sin duda es el mismo que
vos deseáis alcanzar por esposo.

El duque, que esto oyó, estuvo por romper en risa toda su cólera, y dijo:

-Son tan extraordinarias las cosas que suceden al señor don Quijote que
estoy por creer que este mi lacayo no lo es; pero usemos deste ardid y
maña: dilatemos el casamiento quince días, si quieren, y tengamos encerrado
a este personaje que nos tiene dudosos, en los cuales podría ser que
volviese a su prístina figura; que no ha de durar tanto el rancor que los
encantadores tienen al señor don Quijote, y más, yéndoles tan poco en usar
estos embelecos y transformaciones.

-¡Oh señor! -dijo Sancho-, que ya tienen estos malandrines por uso y
costumbre de mudar las cosas, de unas en otras, que tocan a mi amo. Un
caballero que venció los días pasados, llamado el de los Espejos, le
volvieron en la figura del bachiller Sansón Carrasco, natural de nuestro
pueblo y grande amigo nuestro, y a mi señora Dulcinea del Toboso la han
vuelto en una rústica labradora; y así, imagino que este lacayo ha de morir
y vivir lacayo todos los días de su vida.

A lo que dijo la hija de Rodríguez:

-Séase quien fuere este que me pide por esposa, que yo se lo agradezco; que
más quiero ser mujer legítima de un lacayo que no amiga y burlada de un
caballero, puesto que el que a mí me burló no lo es.

En resolución, todos estos cuentos y sucesos pararon en que Tosilos se
recogiese, hasta ver en qué paraba su transformación; aclamaron todos la
vitoria por don Quijote, y los más quedaron tristes y melancólicos de ver
que no se habían hecho pedazos los tan esperados combatientes, bien así
como los mochachos quedan tristes cuando no sale el ahorcado que esperan,
porque le ha perdonado, o la parte, o la justicia. Fuese la gente,
volviéronse el duque y don Quijote al castillo, encerraron a Tosilos,
quedaron doña Rodríguez y su hija contentísimas de ver que, por una vía o
por otra, aquel caso había de parar en casamiento, y Tosilos no esperaba
menos.





Capítulo LVII. Que trata de cómo don Quijote se despidió del duque, y de lo
que le sucedió con la discreta y desenvuelta Altisidora, doncella de la
duquesa


Ya le pareció a don Quijote que era bien salir de tanta ociosidad como la
que en aquel castillo tenía; que se imaginaba ser grande la falta que su
persona hacía en dejarse estar encerrado y perezoso entre los infinitos
regalos y deleites que como a caballero andante aquellos señores le hacían,
y parecíale que había de dar cuenta estrecha al cielo de aquella ociosidad
y encerramiento; y así, pidió un día licencia a los duques para partirse.
Diéronsela, con muestras de que en gran manera les pesaba de que los
dejase. Dio la duquesa las cartas de su mujer a Sancho Panza, el cual lloró
con ellas, y dijo:

-¿Quién pensara que esperanzas tan grandes como las que en el pecho de mi
mujer Teresa Panza engendraron las nuevas de mi gobierno habían de parar en
volverme yo agora a las arrastradas aventuras de mi amo don Quijote de la
Mancha? Con todo esto, me contento de ver que mi Teresa correspondió a ser
quien es, enviando las bellotas a la duquesa; que, a no habérselas enviado,
quedando yo pesaroso, me mostrara ella desagradecida. Lo que me consuela es
que esta dádiva no se le puede dar nombre de cohecho, porque ya tenía yo el
gobierno cuando ella las envió, y está puesto en razón que los que reciben
algún beneficio, aunque sea con niñerías, se muestren agradecidos. En
efecto, yo entré desnudo en el gobierno y salgo desnudo dél; y así, podré
decir con segura conciencia, que no es poco: "Desnudo nací, desnudo me
hallo: ni pierdo ni gano".

Esto pasaba entre sí Sancho el día de la partida; y, saliendo don Quijote,
habiéndose despedido la noche antes de los duques, una mañana se presentó
armado en la plaza del castillo. Mirábanle de los corredores toda la gente
del castillo, y asimismo los duques salieron a verle. Estaba Sancho sobre
su rucio, con sus alforjas, maleta y repuesto, contentísimo, porque el
mayordomo del duque, el que fue la Trifaldi, le había dado un bolsico con
docientos escudos de oro, para suplir los menesteres del camino, y esto aún
no lo sabía don Quijote.

Estando, como queda dicho, mirándole todos, a deshora, entre las otras
dueñas y doncellas de la duquesa, que le miraban, alzó la voz la
desenvuelta y discreta Altisidora, y en son lastimero dijo:

-Escucha, mal caballero;

detén un poco las riendas;

no fatigues las ijadas

de tu mal regida bestia.

Mira, falso, que no huyas

de alguna serpiente fiera,

sino de una corderilla

que está muy lejos de oveja.

Tú has burlado, monstruo horrendo,

la más hermosa doncella

que Dïana vio en sus montes,

que Venus miró en sus selvas.

Cruel Vireno, fugitivo Eneas,

Barrabás te acompañe; allá te avengas.

Tú llevas, ¡llevar impío!,

en las garras de tus cerras

las entrañas de una humilde,

como enamorada, tierna.

Llévaste tres tocadores,

y unas ligas, de unas piernas

que al mármol puro se igualan

en lisas, blancas y negras.

Llévaste dos mil suspiros,

que, a ser de fuego, pudieran

abrasar a dos mil Troyas,

si dos mil Troyas hubiera.

Cruel Vireno, fugitivo Eneas,

Barrabás te acompañe; allá te avengas.

De ese Sancho, tu escudero,

las entrañas sean tan tercas

y tan duras, que no salga

de su encanto Dulcinea.

De la culpa que tú tienes

lleve la triste la pena;

que justos por pecadores

tal vez pagan en mi tierra.

Tus más finas aventuras

en desventuras se vuelvan,

en sueños tus pasatiempos,

en olvidos tus firmezas.

Cruel Vireno, fugitivo Eneas,

Barrabás te acompañe; allá te avengas.

Seas tenido por falso

desde Sevilla a Marchena,

desde Granada hasta Loja,

de Londres a Inglaterra.

Si jugares al reinado,

los cientos, o la primera,

los reyes huyan de ti;

ases ni sietes no veas.

Si te cortares los callos,

sangre las heridas viertan,

y quédente los raigones

si te sacares las muelas.

Cruel Vireno, fugitivo Eneas,

Barrabás te acompañe; allá te avengas.

En tanto que, de la suerte que se ha dicho, se quejaba la lastimada
Altisidora, la estuvo mirando don Quijote, y, sin responderla palabra,
volviendo el rostro a Sancho, le dijo:

-Por el siglo de tus pasados, Sancho mío, te conjuro que me digas una
verdad. Dime, ¿llevas por ventura los tres tocadores y las ligas que esta
enamorada doncella dice?

A lo que Sancho respondió:

-Los tres tocadores sí llevo; pero las ligas, como por los cerros de Úbeda.

Quedó la duquesa admirada de la desenvoltura de Altisidora, que, aunque la
tenía por atrevida, graciosa y desenvuelta, no en grado que se atreviera a
semejantes desenvolturas; y, como no estaba advertida desta burla, creció
más su admiración. El duque quiso reforzar el donaire, y dijo:

-No me parece bien, señor caballero, que, habiendo recebido en este mi
castillo el buen acogimiento que en él se os ha hecho, os hayáis atrevido a
llevaros tres tocadores, por lo menos, si por lo más las ligas de mi
doncella; indicios son de mal pecho y muestras que no corresponden a
vuestra fama. Volvedle las ligas; si no, yo os desafío a mortal batalla,
sin tener temor que malandrines encantadores me vuelvan ni muden el rostro,
como han hecho en el de Tosilos mi lacayo, el que entró con vos en batalla.

-No quiera Dios -respondió don Quijote- que yo desenvaine mi espada contra
vuestra ilustrísima persona, de quien tantas mercedes he recebido; los
tocadores volveré, porque dice Sancho que los tiene; las ligas es
imposible, porque ni yo las he recebido ni él tampoco; y si esta vuestra
doncella quisiere mirar sus escondrijos, a buen seguro que las halle. Yo,
señor duque, jamás he sido ladrón, ni lo pienso ser en toda mi vida, como
Dios no me deje de su mano. Esta doncella habla, como ella dice, como
enamorada, de lo que yo no le tengo culpa; y así, no tengo de qué pedirle
perdón ni a ella ni a Vuestra Excelencia, a quien suplico me tenga en mejor
opinión, y me dé de nuevo licencia para seguir mi camino.

-Déosle Dios tan bueno -dijo la duquesa-, señor don Quijote, que siempre
oigamos buenas nuevas de vuestras fechurías. Y andad con Dios; que,
mientras más os detenéis, más aumentáis el fuego en los pechos de las
doncellas que os miran; y a la mía yo la castigaré de modo, que de aquí
adelante no se desmande con la vista ni con las palabras.

-Una no más quiero que me escuches, ¡oh valeroso don Quijote! -dijo
entonces Altisidora-; y es que te pido perdón del latrocinio de las ligas,
porque, en Dios y en mi ánima que las tengo puestas, y he caído en el
descuido del que yendo sobre el asno, le buscaba.

-¿No lo dije yo? -dijo Sancho-. ¡Bonico soy yo para encubrir hurtos! Pues,
a quererlos hacer, de paleta me había venido la ocasión en mi gobierno.

Abajó la cabeza don Quijote y hizo reverencia a los duques y a todos los
circunstantes, y, volviendo las riendas a Rocinante, siguiéndole Sancho
sobre el rucio, se salió del castillo, enderezando su camino a Zaragoza.





Capítulo LVIII. Que trata de cómo menudearon sobre don Quijote aventuras
tantas, que no se daban vagar unas a otras


Cuando don Quijote se vio en la campaña rasa, libre y desembarazado de los
requiebros de Altisidora, le pareció que estaba en su centro, y que los
espíritus se le renovaban para proseguir de nuevo el asumpto de sus
caballerías, y, volviéndose a Sancho, le dijo:

-La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres
dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la
tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede
y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor
mal que puede venir a los hombres. Digo esto, Sancho, porque bien has visto
el regalo, la abundancia que en este castillo que dejamos hemos tenido;
pues en metad de aquellos banquetes sazonados y de aquellas bebidas de
nieve, me parecía a mí que estaba metido entre las estrechezas de la
hambre, porque no lo gozaba con la libertad que lo gozara si fueran míos;
que las obligaciones de las recompensas de los beneficios y mercedes
recebidas son ataduras que no dejan campear al ánimo libre. ¡Venturoso
aquél a quien el cielo dio un pedazo de pan, sin que le quede obligación de
agradecerlo a otro que al mismo cielo!

-Con todo eso -dijo Sancho- que vuesa merced me ha dicho, no es bien que se
quede sin agradecimiento de nuestra parte docientos escudos de oro que en
una bolsilla me dio el mayordomo del duque, que como píctima y confortativo
la llevo puesta sobre el corazón, para lo que se ofreciere; que no siempre
hemos de hallar castillos donde nos regalen, que tal vez toparemos con
algunas ventas donde nos apaleen.

En estos y otros razonamientos iban los andantes, caballero y escudero,
cuando vieron, habiendo andado poco más de una legua, que encima de la
yerba de un pradillo verde, encima de sus capas, estaban comiendo hasta una
docena de hombres, vestidos de labradores. Junto a sí tenían unas como
sábanas blancas, con que cubrían alguna cosa que debajo estaba; estaban
empinadas y tendidas, y de trecho a trecho puestas. Llegó don Quijote a los
que comían, y, saludándolos primero cortésmente, les preguntó que qué era
lo que aquellos lienzos cubrían. Uno dellos le respondió:

-Señor, debajo destos lienzos están unas imágines de relieve y entabladura
que han de servir en un retablo que hacemos en nuestra aldea; llevámoslas
cubiertas, porque no se desfloren, y en hombros, porque no se quiebren.

-Si sois servidos -respondió don Quijote-, holgaría de verlas, pues
imágines que con tanto recato se llevan, sin duda deben de ser buenas.

-Y ¡cómo si lo son! -dijo otro-. Si no, dígalo lo que cuesta: que en verdad
que no hay ninguna que no esté en más de cincuenta ducados; y, porque vea
vuestra merced esta verdad, espere vuestra merced, y verla ha por vista de
ojos.

Y, levantándose, dejó de comer y fue a quitar la cubierta de la primera
imagen, que mostró ser la de San Jorge puesto a caballo, con una serpiente
enroscada a los pies y la lanza atravesada por la boca, con la fiereza que
suele pintarse. Toda la imagen parecía una ascua de oro, como suele
decirse. Viéndola don Quijote, dijo:

-Este caballero fue uno de los mejores andantes que tuvo la milicia divina:
llamóse don San Jorge, y fue además defendedor de doncellas. Veamos esta
otra.

Descubrióla el hombre, y pareció ser la de San Martín puesto a caballo, que
partía la capa con el pobre; y, apenas la hubo visto don Quijote, cuando
dijo:

-Este caballero también fue de los aventureros cristianos, y creo que fue
más liberal que valiente, como lo puedes echar de ver, Sancho, en que está
partiendo la capa con el pobre y le da la mitad; y sin duda debía de ser
entonces invierno, que, si no, él se la diera toda, según era de
caritativo.

-No debió de ser eso -dijo Sancho-, sino que se debió de atener al refrán
que dicen: que para dar y tener, seso es menester.

Rióse don Quijote y pidió que quitasen otro lienzo, debajo del cual se
descubrió la imagen del Patrón de las Españas a caballo, la espada
ensangrentada, atropellando moros y pisando cabezas; y, en viéndola, dijo
don Quijote:

-Éste sí que es caballero, y de las escuadras de Cristo; éste se llama don
San Diego Matamoros, uno de los más valientes santos y caballeros que tuvo
el mundo y tiene agora el cielo.

Luego descubrieron otro lienzo, y pareció que encubría la caída de San
Pablo del caballo abajo, con todas las circunstancias que en el retablo de
su conversión suelen pintarse. Cuando le vido tan al vivo, que dijeran que
Cristo le hablaba y Pablo respondía.

-Éste -dijo don Quijote- fue el mayor enemigo que tuvo la Iglesia de Dios
Nuestro Señor en su tiempo, y el mayor defensor suyo que tendrá jamás:
caballero andante por la vida, y santo a pie quedo por la muerte,
trabajador incansable en la viña del Señor, doctor de las gentes, a quien
sirvieron de escuelas los cielos y de catedrático y maestro que le enseñase
el mismo Jesucristo.

No había más imágines, y así, mandó don Quijote que las volviesen a cubrir,
y dijo a los que las llevaban:

-Por buen agüero he tenido, hermanos, haber visto lo que he visto, porque
estos santos y caballeros profesaron lo que yo profeso, que es el ejercicio
de las armas; sino que la diferencia que hay entre mí y ellos es que ellos
fueron santos y pelearon a lo divino, y yo soy pecador y peleo a lo humano.
Ellos conquistaron el cielo a fuerza de brazos, porque el cielo padece
fuerza, y yo hasta agora no sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos;
pero si mi Dulcinea del Toboso saliese de los que padece, mejorándose mi
ventura y adobándoseme el juicio, podría ser que encaminase mis pasos por
mejor camino del que llevo.

-Dios lo oiga y el pecado sea sordo -dijo Sancho a esta ocasión.

Admiráronse los hombres, así de la figura como de las razones de don
Quijote, sin entender la mitad de lo que en ellas decir quería. Acabaron de
comer, cargaron con sus imágines, y, despidiéndose de don Quijote,
siguieron su viaje.

Quedó Sancho de nuevo como si jamás hubiera conocido a su señor, admirado
de lo que sabía, pareciéndole que no debía de haber historia en el mundo ni
suceso que no lo tuviese cifrado en la uña y clavado en la memoria, y
díjole:

-En verdad, señor nuestramo, que si esto que nos ha sucedido hoy se puede
llamar aventura, ella ha sido de las más suaves y dulces que en todo el
discurso de nuestra peregrinación nos ha sucedido: della habemos salido sin
palos y sobresalto alguno, ni hemos echado mano a las espadas, ni hemos
batido la tierra con los cuerpos, ni quedamos hambrientos. Bendito sea
Dios, que tal me ha dejado ver con mis propios ojos.

-Tú dices bien, Sancho -dijo don Quijote-, pero has de advertir que no
todos los tiempos son unos, ni corren de una misma suerte, y esto que el
vulgo suele llamar comúnmente agüeros, que no se fundan sobre natural razón
alguna, del que es discreto han de ser tenidos y juzgar por buenos
acontecimientos. Levántase uno destos agoreros por la mañana, sale de su
casa, encuéntrase con un fraile de la orden del bienaventurado San
Francisco, y, como si hubiera encontrado con un grifo, vuelve las espaldas
y vuélvese a su casa. Derrámasele al otro Mendoza la sal encima de la mesa,
y derrámasele a él la melancolía por el corazón, como si estuviese obligada
la naturaleza a dar señales de las venideras desgracias con cosas tan de
poco momento como las referidas. El discreto y cristiano no ha de andar en
puntillos con lo que quiere hacer el cielo. Llega Cipión a África, tropieza
en saltando en tierra, tiénenlo por mal agüero sus soldados; pero él,
abrazándose con el suelo, dijo: ''No te me podrás huir, África, porque te
tengo asida y entre mis brazos''. Así que, Sancho, el haber encontrado con
estas imágines ha sido para mí felicísimo acontecimiento.

-Yo así lo creo -respondió Sancho-, y querría que vuestra merced me dijese
qué es la causa por que dicen los españoles cuando quieren dar alguna
batalla, invocando aquel San Diego Matamoros: "¡Santiago, y cierra,
España!" ¿Está por ventura España abierta, y de modo que es menester
cerrarla, o qué ceremonia es ésta?

-Simplicísimo eres, Sancho -respondió don Quijote-; y mira que este gran
caballero de la cruz bermeja háselo dado Dios a España por patrón y amparo
suyo, especialmente en los rigurosos trances que con los moros los
españoles han tenido; y así, le invocan y llaman como a defensor suyo en
todas las batallas que acometen, y muchas veces le han visto visiblemente
en ellas, derribando, atropellando, destruyendo y matando los agarenos
escuadrones; y desta verdad te pudiera traer muchos ejemplos que en las
verdaderas historias españolas se cuentan.

Mudó Sancho plática, y dijo a su amo:

-Maravillado estoy, señor, de la desenvoltura de Altisidora, la doncella de
la duquesa: bravamente la debe de tener herida y traspasada aquel que
llaman Amor, que dicen que es un rapaz ceguezuelo que, con estar lagañoso,
o, por mejor decir, sin vista, si toma por blanco un corazón, por pequeño
que sea, le acierta y traspasa de parte a parte con sus flechas. He oído
decir también que en la vergüenza y recato de las doncellas se despuntan y
embotan las amorosas saetas, pero en esta Altisidora más parece que se
aguzan que despuntan.

-Advierte, Sancho -dijo don Quijote-, que el amor ni mira respetos ni
guarda términos de razón en sus discursos, y tiene la misma condición que
la muerte: que así acomete los altos alcázares de los reyes como las
humildes chozas de los pastores, y cuando toma entera posesión de una alma,
lo primero que hace es quitarle el temor y la vergüenza; y así, sin ella
declaró Altisidora sus deseos, que engendraron en mi pecho antes confusión
que lástima.

-¡Crueldad notoria! -dijo Sancho-. ¡Desagradecimiento inaudito! Yo de mí sé
decir que me rindiera y avasallara la más mínima razón amorosa suya.
¡Hideputa, y qué corazón de mármol, qué entrañas de bronce y qué alma de
argamasa! Pero no puedo pensar qué es lo que vio esta doncella en vuestra
merced que así la rindiese y avasallase: qué gala, qué brío, qué donaire,
qué rostro, que cada cosa por sí déstas, o todas juntas, le enamoraron; que
en verdad en verdad que muchas veces me paro a mirar a vuestra merced desde
la punta del pie hasta el último cabello de la cabeza, y que veo más cosas
para espantar que para enamorar; y, habiendo yo también oído decir que la
hermosura es la primera y principal parte que enamora, no teniendo vuestra
merced ninguna, no sé yo de qué se enamoró la pobre.

-Advierte, Sancho -respondió don Quijote-, que hay dos maneras de
hermosura: una del alma y otra del cuerpo; la del alma campea y se muestra
en el entendimiento, en la honestidad, en el buen proceder, en la
liberalidad y en la buena crianza, y todas estas partes caben y pueden
estar en un hombre feo; y cuando se pone la mira en esta hermosura, y no en
la del cuerpo, suele nacer el amor con ímpetu y con ventajas. Yo, Sancho,
bien veo que no soy hermoso, pero también conozco que no soy disforme; y
bástale a un hombre de bien no ser monstruo para ser bien querido, como
tenga los dotes del alma que te he dicho.

En estas razones y pláticas se iban entrando por una selva que fuera del
camino estaba, y a deshora, sin pensar en ello, se halló don Quijote
enredado entre unas redes de hilo verde, que desde unos árboles a otros
estaban tendidas; y, sin poder imaginar qué pudiese ser aquello, dijo a
Sancho:

-Paréceme, Sancho, que esto destas redes debe de ser una de las más nuevas
aventuras que pueda imaginar. Que me maten si los encantadores que me
persiguen no quieren enredarme en ellas y detener mi camino, como en
venganza de la riguridad que con Altisidora he tenido. Pues mándoles yo
que, aunque estas redes, si como son hechas de hilo verde fueran de
durísimos diamantes, o más fuertes que aquélla con que el celoso dios de
los herreros enredó a Venus y a Marte, así la rompiera como si fuera de
juncos marinos o de hilachas de algodón.

Y, queriendo pasar adelante y romperlo todo, al improviso se le ofrecieron
delante, saliendo de entre unos árboles, dos hermosísimas pastoras; a lo
menos, vestidas como pastoras, sino que los pellicos y sayas eran de fino
brocado, digo, que las sayas eran riquísimos faldellines de tabí de oro.
Traían los cabellos sueltos por las espaldas, que en rubios podían competir
con los rayos del mismo sol; los cuales se coronaban con dos guirnaldas de
verde laurel y de rojo amaranto tejidas. La edad, al parecer, ni bajaba de
los quince ni pasaba de los diez y ocho.

Vista fue ésta que admiró a Sancho, suspendió a don Quijote, hizo parar al
sol en su carrera para verlas, y tuvo en maravilloso silencio a todos
cuatro. En fin, quien primero habló fue una de las dos zagalas, que dijo a
don Quijote:

-Detened, señor caballero, el paso, y no rompáis las redes, que no para
daño vuestro, sino para nuestro pasatiempo, ahí están tendidas; y, porque
sé que nos habéis de preguntar para qué se han puesto y quién somos, os lo
quiero decir en breves palabras. En una aldea que está hasta dos leguas de
aquí, donde hay mucha gente principal y muchos hidalgos y ricos, entre
muchos amigos y parientes se concertó que con sus hijos, mujeres y hijas,
vecinos, amigos y parientes, nos viniésemos a holgar a este sitio, que es
uno de los más agradables de todos estos contornos, formando entre todos
una nueva y pastoril Arcadia, vistiéndonos las doncellas de zagalas y los
mancebos de pastores. Traemos estudiadas dos églogas, una del famoso poeta
Garcilaso, y otra del excelentísimo Camoes, en su misma lengua
portuguesa, las cuales hasta agora no hemos representado. Ayer fue el
primero día que aquí llegamos; tenemos entre estos ramos plantadas algunas
tiendas, que dicen se llaman de campaña, en el margen de un abundoso arroyo
que todos estos prados fertiliza; tendimos la noche pasada estas redes de
estos árboles para engañar los simples pajarillos, que, ojeados con nuestro
ruido, vinieren a dar en ellas. Si gustáis, señor, de ser nuestro huésped,
seréis agasajado liberal y cortésmente; porque por agora en este sitio no
ha de entrar la pesadumbre ni la melancolía.

Calló y no dijo más. A lo que respondió don Quijote:

-Por cierto, hermosísima señora, que no debió de quedar más suspenso ni
admirado Anteón cuando vio al improviso bañarse en las aguas a Diana, como
yo he quedado atónito en ver vuestra belleza. Alabo el asumpto de vuestros
entretenimientos, y el de vuestros ofrecimientos agradezco; y, si os puedo
servir, con seguridad de ser obedecidas me lo podéis mandar; porque no es
ésta la profesión mía, sino de mostrarme agradecido y bienhechor con todo
género de gente, en especial con la principal que vuestras personas
representa; y, si como estas redes, que deben de ocupar algún pequeño
espacio, ocuparan toda la redondez de la tierra, buscara yo nuevos mundos
por do pasar sin romperlas; y porque deis algún crédito a esta mi
exageración, ved que os lo promete, por lo menos, don Quijote de la Mancha,
si es que ha llegado a vuestros oídos este nombre.

-¡Ay, amiga de mi alma -dijo entonces la otra zagala-, y qué ventura tan
grande nos ha sucedido! ¿Ves este señor que tenemos delante? Pues hágote
saber que es el más valiente, y el más enamorado, y el más comedido que
tiene el mundo, si no es que nos miente y nos engaña una historia que de
sus hazañas anda impresa y yo he leído. Yo apostaré que este buen hombre
que viene consigo es un tal Sancho Panza, su escudero, a cuyas gracias no
hay ningunas que se le igualen.

-Así es la verdad -dijo Sancho-: que yo soy ese gracioso y ese escudero que
vuestra merced dice, y este señor es mi amo, el mismo don Quijote de la
Mancha historiado y referido.

-¡Ay! -dijo la otra-. Supliquémosle, amiga, que se quede; que nuestros
padres y nuestros hermanos gustarán infinito dello, que también he oído yo
decir de su valor y de sus gracias lo mismo que tú me has dicho, y, sobre
todo, dicen dél que es el más firme y más leal enamorado que se sabe, y que
su dama es una tal Dulcinea del Toboso, a quien en toda España la dan la
palma de la hermosura.

-Con razón se la dan -dijo don Quijote-, si ya no lo pone en duda vuestra
sin igual belleza. No os canséis, señoras, en detenerme, porque las
precisas obligaciones de mi profesión no me dejan reposar en ningún cabo.

Llegó, en esto, adonde los cuatro estaban un hermano de una de las dos
pastoras, vestido asimismo de pastor, con la riqueza y galas que a las de
las zagalas correspondía; contáronle ellas que el que con ellas estaba era
el valeroso don Quijote de la Mancha, y el otro, su escudero Sancho, de
quien tenía él ya noticia, por haber leído su historia. Ofreciósele el
gallardo pastor, pidióle que se viniese con él a sus tiendas; húbolo de
conceder don Quijote, y así lo hizo.

Llegó, en esto, el ojeo, llenáronse las redes de pajarillos diferentes que,
engañados de la color de las redes, caían en el peligro de que iban
huyendo. Juntáronse en aquel sitio más de treinta personas, todas
bizarramente de pastores y pastoras vestidas, y en un instante quedaron
enteradas de quiénes eran don Quijote y su escudero, de que no poco
contento recibieron, porque ya tenían dél noticia por su historia.
Acudieron a las tiendas, hallaron las mesas puestas, ricas, abundantes y
limpias; honraron a don Quijote dándole el primer lugar en ellas; mirábanle
todos, y admirábanse de verle.

Finalmente, alzados los manteles, con gran reposo alzó don Quijote la voz,
y dijo:

-Entre los pecados mayores que los hombres cometen, aunque algunos dicen
que es la soberbia, yo digo que es el desagradecimiento, ateniéndome a lo
que suele decirse: que de los desagradecidos está lleno el infierno. Este
pecado, en cuanto me ha sido posible, he procurado yo huir desde el
instante que tuve uso de razón; y si no puedo pagar las buenas obras que me
hacen con otras obras, pongo en su lugar los deseos de hacerlas, y cuando
éstos no bastan, las publico; porque quien dice y publica las buenas obras
que recibe, también las recompensara con otras, si pudiera; porque, por la
mayor parte, los que reciben son inferiores a los que dan; y así, es Dios
sobre todos, porque es dador sobre todos y no pueden corresponder las
dádivas del hombre a las de Dios con igualdad, por infinita distancia; y
esta estrecheza y cortedad, en cierto modo, la suple el agradecimiento. Yo,
pues, agradecido a la merced que aquí se me ha hecho, no pudiendo
corresponder a la misma medida, conteniéndome en los estrechos límites de
mi poderío, ofrezco lo que puedo y lo que tengo de mi cosecha; y así, digo
que sustentaré dos días naturales en metad de ese camino real que va a
Zaragoza, que estas señoras zagalas contrahechas que aquí están son las más
hermosas doncellas y más corteses que hay en el mundo, excetado sólo a la
sin par Dulcinea del Toboso, única señora de mis pensamientos, con paz sea
dicho de cuantos y cuantas me escuchan.

Oyendo lo cual, Sancho, que con grande atención le había estado escuchando,
dando una gran voz, dijo:

-¿Es posible que haya en el mundo personas que se atrevan a decir y a jurar
que este mi señor es loco? Digan vuestras mercedes, señores pastores: ¿hay
cura de aldea, por discreto y por estudiante que sea, que pueda decir lo
que mi amo ha dicho, ni hay caballero andante, por más fama que tenga de
valiente, que pueda ofrecer lo que mi amo aquí ha ofrecido?

Volvióse don Quijote a Sancho, y, encendido el rostro y colérico, le dijo:

-¿Es posible, ¡oh Sancho!, que haya en todo el orbe alguna persona que diga
que no eres tonto, aforrado de lo mismo, con no sé qué ribetes de malicioso
y de bellaco? ¿Quién te mete a ti en mis cosas, y en averiguar si soy
discreto o majadero? Calla y no me repliques, sino ensilla, si está
desensillado Rocinante: vamos a poner en efecto mi ofrecimiento, que, con
la razón que va de mi parte, puedes dar por vencidos a todos cuantos
quisieren contradecirla.

Y, con gran furia y muestras de enojo, se levantó de la silla, dejando
admirados a los circunstantes, haciéndoles dudar si le podían tener por
loco o por cuerdo. Finalmente, habiéndole persuadido que no se pusiese en
tal demanda, que ellos daban por bien conocida su agradecida voluntad y que
no eran menester nuevas demostraciones para conocer su ánimo valeroso, pues
bastaban las que en la historia de sus hechos se referían, con todo esto,
salió don Quijote con su intención; y, puesto sobre Rocinante, embrazando
su escudo y tomando su lanza, se puso en la mitad de un real camino que no
lejos del verde prado estaba. Siguióle Sancho sobre su rucio, con toda la
gente del pastoral rebaño, deseosos de ver en qué paraba su arrogante y
nunca visto ofrecimiento.

Puesto, pues, don Quijote en mitad del camino -como os he dicho-, hirió el
aire con semejantes palabras:

-¡Oh vosotros, pasajeros y viandantes, caballeros, escuderos, gente de a
pie y de a caballo que por este camino pasáis, o habéis de pasar en estos
dos días siguientes! Sabed que don Quijote de la Mancha, caballero andante,
está aquí puesto para defender que a todas las hermosuras y cortesías del
mundo exceden las que se encierran en las ninfas habitadoras destos prados
y bosques, dejando a un lado a la señora de mi alma Dulcinea del Toboso.
Por eso, el que fuere de parecer contrario, acuda, que aquí le espero.

Dos veces repitió estas mismas razones, y dos veces no fueron oídas de
ningún aventurero; pero la suerte, que sus cosas iba encaminando de mejor
en mejor, ordenó que de allí a poco se descubriese por el camino
muchedumbre de hombres de a caballo, y muchos dellos con lanzas en las
manos, caminando todos apiñados, de tropel y a gran priesa. No los hubieron
bien visto los que con don Quijote estaban, cuando, volviendo las espaldas,
se apartaron bien lejos del camino, porque conocieron que si esperaban les
podía suceder algún peligro; sólo don Quijote, con intrépido corazón, se
estuvo quedo, y Sancho Panza se escudó con las ancas de Rocinante.

Llegó el tropel de los lanceros, y uno dellos, que venía más delante, a
grandes voces comenzó a decir a don Quijote:

-¡Apártate, hombre del diablo, del camino, que te harán pedazos estos
toros!

-¡Ea, canalla -respondió don Quijote-, para mí no hay toros que valgan,
aunque sean de los más bravos que cría Jarama en sus riberas! Confesad,
malandrines, así a carga cerrada, que es verdad lo que yo aquí he
publicado; si no, conmigo sois en batalla.

No tuvo lugar de responder el vaquero, ni don Quijote le tuvo de desviarse,
aunque quisiera; y así, el tropel de los toros bravos y el de los mansos
cabestros, con la multitud de los vaqueros y otras gentes que a encerrar
los llevaban a un lugar donde otro día habían de correrse, pasaron sobre
don Quijote, y sobre Sancho, Rocinante y el rucio, dando con todos ellos en
tierra, echándole a rodar por el suelo. Quedó molido Sancho, espantado don
Quijote, aporreado el rucio y no muy católico Rocinante; pero, en fin, se
levantaron todos, y don Quijote, a gran priesa, tropezando aquí y cayendo
allí, comenzó a correr tras la vacada, diciendo a voces:

-¡Deteneos y esperad, canalla malandrina, que un solo caballero os espera,
el cual no tiene condición ni es de parecer de los que dicen que al enemigo
que huye, hacerle la puente de plata!

Pero no por eso se detuvieron los apresurados corredores, ni hicieron más
caso de sus amenazas que de las nubes de antaño. Detúvole el cansancio a
don Quijote, y, más enojado que vengado, se sentó en el camino, esperando a
que Sancho, Rocinante y el rucio llegasen. Llegaron, volvieron a subir amo
y mozo, y, sin volver a despedirse de la Arcadia fingida o contrahecha, y
con más vergüenza que gusto, siguieron su camino.





Capítulo LIX. Donde se cuenta del extraordinario suceso, que se puede
tener por aventura, que le sucedió a don Quijote


Al polvo y al cansancio que don Quijote y Sancho sacaron del
descomedimiento de los toros, socorrió una fuente clara y limpia que entre
una fresca arboleda hallaron, en el margen de la cual, dejando libres, sin
jáquima y freno, al rucio y a Rocinante, los dos asendereados amo y mozo se
sentaron. Acudió Sancho a la repostería de su alforjas, y dellas sacó de lo
que él solía llamar condumio; enjuagóse la boca, lavóse don Quijote el
rostro, con cuyo refrigerio cobraron aliento los espíritus desalentados. No
comía don Quijote, de puro pesaroso, ni Sancho no osaba tocar a los
manjares que delante tenía, de puro comedido, y esperaba a que su señor
hiciese la salva; pero, viendo que, llevado de sus imaginaciones, no se
acordaba de llevar el pan a la boca, no abrió la suya, y, atropellando por
todo género de crianza, comenzó a embaular en el estómago el pan y queso
que se le ofrecía.

-Come, Sancho amigo -dijo don Quijote-, sustenta la vida, que más que a mí
te importa, y déjame morir a mí a manos de mis pensamientos y a fuerzas de
mis desgracias. Yo, Sancho, nací para vivir muriendo, y tú para morir
comiendo; y, porque veas que te digo verdad en esto, considérame impreso en
historias, famoso en las armas, comedido en mis acciones, respetado de
príncipes, solicitado de doncellas; al cabo al cabo, cuando esperaba
palmas, triunfos y coronas, granjeadas y merecidas por mis valerosas
hazañas, me he visto esta mañana pisado y acoceado y molido de los pies de
animales inmundos y soeces. Esta consideración me embota los dientes,
entorpece las muelas, y entomece las manos, y quita de todo en todo la
gana del comer, de manera que pienso dejarme morir de hambre: muerte la más
cruel de las muertes.

-Desa manera -dijo Sancho, sin dejar de mascar apriesa- no aprobará vuestra
merced aquel refrán que dicen: "muera Marta, y muera harta". Yo, a lo
menos, no pienso matarme a mí mismo; antes pienso hacer como el zapatero,
que tira el cuero con los dientes hasta que le hace llegar donde él quiere;
yo tiraré mi vida comiendo hasta que llegue al fin que le tiene determinado
el cielo; y sepa, señor, que no hay mayor locura que la que toca en querer
desesperarse como vuestra merced, y créame, y después de comido, échese a
dormir un poco sobre los colchones verdes destas yerbas, y verá como cuando
despierte se halla algo más aliviado.

Hízolo así don Quijote, pareciéndole que las razones de Sancho más eran de
filósofo que de mentecato, y díjole:

-Si tú, ¡oh Sancho!, quisieses hacer por mí lo que yo ahora te diré, serían
mis alivios más ciertos y mis pesadumbres no tan grandes; y es que,
mientras yo duermo, obedeciendo tus consejos, tú te desviases un poco lejos
de aquí, y con las riendas de Rocinante, echando al aire tus carnes, te
dieses trecientos o cuatrocientos azotes a buena cuenta de los tres mil y
tantos que te has de dar por el desencanto de Dulcinea; que es lástima no
pequeña que aquella pobre señora esté encantada por tu descuido y
negligencia.

-Hay mucho que decir en eso -dijo Sancho-. Durmamos, por ahora, entrambos,
y después, Dios dijo lo que será. Sepa vuestra merced que esto de azotarse
un hombre a sangre fría es cosa recia, y más si caen los azotes sobre un
cuerpo mal sustentado y peor comido: tenga paciencia mi señora Dulcinea,
que, cuando menos se cate, me verá hecho una criba, de azotes; y hasta la
muerte, todo es vida; quiero decir que aún yo la tengo, junto con el deseo
de cumplir con lo que he prometido.

Agradeciéndoselo don Quijote, comió algo, y Sancho mucho, y echáronse a
dormir entrambos, dejando a su albedrío y sin orden alguna pacer del
abundosa yerba de que aquel prado estaba lleno a los dos continuos
compañeros y amigos Rocinante y el rucio. Despertaron algo tarde, volvieron
a subir y a seguir su camino, dándose priesa para llegar a una venta que,
al parecer, una legua de allí se descubría. Digo que era venta porque don
Quijote la llamó así, fuera del uso que tenía de llamar a todas las ventas
castillos.

Llegaron, pues, a ella; preguntaron al huésped si había posada. Fueles
respondido que sí, con toda la comodidad y regalo que pudiera hallar en
Zaragoza. Apeáronse y recogió Sancho su repostería en un aposento, de quien
el huésped le dio la llave; llevó las bestias a la caballeriza, echóles sus
piensos, salió a ver lo que don Quijote, que estaba sentado sobre un poyo,
le mandaba, dando particulares gracias al cielo de que a su amo no le
hubiese parecido castillo aquella venta.

Llegóse la hora del cenar; recogiéronse a su estancia; preguntó Sancho al
huésped que qué tenía para darles de cenar. A lo que el huésped respondió
que su boca sería medida; y así, que pidiese lo que quisiese: que de las
pajaricas del aire, de las aves de la tierra y de los pescados del mar
estaba proveída aquella venta.

-No es menester tanto -respondió Sancho-, que con un par de pollos que nos
asen tendremos lo suficiente, porque mi señor es delicado y come poco, y yo
no soy tragantón en demasía.

Respondióle el huésped que no tenía pollos, porque los milanos los tenían
asolados.

-Pues mande el señor huésped -dijo Sancho- asar una polla que sea tierna.

-¿Polla? ¡Mi padre! -respondió el huésped-. En verdad en verdad que envié
ayer a la ciudad a vender más de cincuenta; pero, fuera de pollas, pida
vuestra merced lo que quisiere.

-Desa manera -dijo Sancho-, no faltará ternera o cabrito.

-En casa, por ahora -respondió el huésped-, no lo hay, porque se ha
acabado; pero la semana que viene lo habrá de sobra.

-¡Medrados estamos con eso! -respondió Sancho-. Yo pondré que se vienen a
resumirse todas estas faltas en las sobras que debe de haber de tocino y
huevos.

-¡Por Dios -respondió el huésped-, que es gentil relente el que mi huésped
tiene!, pues hele dicho que ni tengo pollas ni gallinas, y ¿quiere que
tenga huevos? Discurra, si quisiere, por otras delicadezas, y déjese de
pedir gallinas.

-Resolvámonos, cuerpo de mí -dijo Sancho-, y dígame finalmente lo que
tiene, y déjese de discurrimientos, señor huésped.

Dijo el ventero:

-Lo que real y verdaderamente tengo son dos uñas de vaca que parecen manos
de ternera, o dos manos de ternera que parecen uñas de vaca; están cocidas
con sus garbanzos, cebollas y tocino, y la hora de ahora están diciendo:
''¡Coméme! ¡Coméme!''

-Por mías las marco desde aquí -dijo Sancho-; y nadie las toque, que yo las
pagaré mejor que otro, porque para mí ninguna otra cosa pudiera esperar de
más gusto, y no se me daría nada que fuesen manos, como fuesen uñas.

-Nadie las tocará -dijo el ventero-, porque otros huéspedes que tengo, de
puro principales, traen consigo cocinero, despensero y repostería.

-Si por principales va -dijo Sancho-, ninguno más que mi amo; pero el
oficio que él trae no permite despensas ni botillerías: ahí nos tendemos en
mitad de un prado y nos hartamos de bellotas o de nísperos.

Esta fue la plática que Sancho tuvo con el ventero, sin querer Sancho pasar
adelante en responderle; que ya le había preguntado qué oficio o qué
ejercicio era el de su amo.

Llegóse, pues, la hora del cenar, recogióse a su estancia don Quijote,
trujo el huésped la olla, así como estaba, y sentóse a cenar muy de
propósito. Parece ser que en otro aposento que junto al de don Quijote
estaba, que no le dividía más que un sutil tabique, oyó decir don Quijote:

-Por vida de vuestra merced, señor don Jerónimo, que en tanto que trae la
cena leamos otro capítulo de la segunda parte de Don Quijote de la Mancha.

Apenas oyó su nombre don Quijote, cuando se puso en pie, y con oído alerto
escuchó lo que dél trataban, y oyó que el tal don Jerónimo referido
respondió:

-¿Para qué quiere vuestra merced, señor don Juan, que leamos estos
disparates? Y el que hubiere leído la primera parte de la historia de don
Quijote de la Mancha no es posible que pueda tener gusto en leer esta
segunda.

-Con todo eso -dijo el don Juan-, será bien leerla, pues no hay libro tan
malo que no tenga alguna cosa buena. Lo que a mí en éste más desplace es
que pinta a don Quijote ya desenamorado de Dulcinea del Toboso.

Oyendo lo cual don Quijote, lleno de ira y de despecho, alzó la voz y dijo:

-Quienquiera que dijere que don Quijote de la Mancha ha olvidado, ni puede
olvidar, a Dulcinea del Toboso, yo le haré entender con armas iguales que
va muy lejos de la verdad; porque la sin par Dulcinea del Toboso ni puede
ser olvidada, ni en don Quijote puede caber olvido: su blasón es la
firmeza, y su profesión, el guardarla con suavidad y sin hacerse fuerza
alguna.

-¿Quién es el que nos responde? -respondieron del otro aposento.

-¿Quién ha de ser -respondió Sancho- sino el mismo don Quijote de la
Mancha, que hará bueno cuanto ha dicho, y aun cuanto dijere?; que al buen
pagador no le duelen prendas.

Apenas hubo dicho esto Sancho, cuando entraron por la puerta de su aposento
dos caballeros, que tales lo parecían, y uno dellos echando los brazos al
cuello de don Quijote, le dijo:

-Ni vuestra presencia puede desmentir vuestro nombre, ni vuestro nombre
puede no acreditar vuestra presencia: sin duda, vos, señor, sois el
verdadero don Quijote de la Mancha, norte y lucero de la andante
caballería, a despecho y pesar del que ha querido usurpar vuestro nombre y
aniquilar vuestras hazañas, como lo ha hecho el autor deste libro que aquí
os entrego.

Y, poniéndole un libro en las manos, que traía su compañero, le tomó don
Quijote, y, sin responder palabra, comenzó a hojearle, y de allí a un poco
se le volvió, diciendo:

-En esto poco que he visto he hallado tres cosas en este autor dignas de
reprehensión. La primera es algunas palabras que he leído en el prólogo; la
otra, que el lenguaje es aragonés, porque tal vez escribe sin artículos, y
la tercera, que más le confirma por ignorante, es que yerra y se desvía de
la verdad en lo más principal de la historia; porque aquí dice que la mujer
de Sancho Panza mi escudero se llama Mari Gutiérrez, y no llama tal, sino
Teresa Panza; y quien en esta parte tan principal yerra, bien se podrá
temer que yerra en todas las demás de la historia.

A esto dijo Sancho:

-¡Donosa cosa de historiador! ¡Por cierto, bien debe de estar en el cuento
de nuestros sucesos, pues llama a Teresa Panza, mi mujer, Mari Gutiérrez!
Torne a tomar el libro, señor, y mire si ando yo por ahí y si me ha mudado
el nombre.

-Por lo que he oído hablar, amigo -dijo don Jerónimo-, sin duda debéis de
ser Sancho Panza, el escudero del señor don Quijote.

-Sí soy -respondió Sancho-, y me precio dello.

-Pues a fe -dijo el caballero- que no os trata este autor moderno con la
limpieza que en vuestra persona se muestra: píntaos comedor, y simple, y no
nada gracioso, y muy otro del Sancho que en la primera parte de la historia
de vuestro amo se describe.

-Dios se lo perdone -dijo Sancho-. Dejárame en mi rincón, sin acordarse de
mí, porque quien las sabe las tañe, y bien se está San Pedro en Roma.

Los dos caballeros pidieron a don Quijote se pasase a su estancia a cenar
con ellos, que bien sabían que en aquella venta no había cosas
pertenecientes para su persona. Don Quijote, que siempre fue comedido,
condecenció con su demanda y cenó con ellos; quedóse Sancho con la olla con
mero mixto imperio; sentóse en cabecera de mesa, y con él el ventero, que
no menos que Sancho estaba de sus manos y de sus uñas aficionado.

En el discurso de la cena preguntó don Juan a don Quijote qué nuevas tenía
de la señora Dulcinea del Toboso: si se había casado, si estaba parida o
preñada, o si, estando en su entereza, se acordaba -guardando su honestidad
y buen decoro- de los amorosos pensamientos del señor don Quijote. A lo que
él respondió:

-Dulcinea se está entera, y mis pensamientos, más firmes que nunca; las
correspondencias, en su sequedad antigua; su hermosura, en la de una soez
labradora transformada.

Y luego les fue contando punto por punto el encanto de la señora Dulcinea,
y lo que le había sucedido en la cueva de Montesinos, con la orden que el
sabio Merlín le había dado para desencantarla, que fue la de los azotes de
Sancho.

Sumo fue el contento que los dos caballeros recibieron de oír contar a don
Quijote los estraños sucesos de su historia, y así quedaron admirados de
sus disparates como del elegante modo con que los contaba. Aquí le tenían
por discreto, y allí se les deslizaba por mentecato, sin saber determinarse
qué grado le darían entre la discreción y la locura.

Acabó de cenar Sancho, y, dejando hecho equis al ventero, se pasó a la
estancia de su amo; y, en entrando, dijo:

-Que me maten, señores, si el autor deste libro que vuesas mercedes tienen
quiere que no comamos buenas migas juntos; yo querría que, ya que me llama
comilón, como vuesas mercedes dicen, no me llamase también borracho.

-Sí llama -dijo don Jerónimo-, pero no me acuerdo en qué manera, aunque sé
que son malsonantes las razones, y además, mentirosas, según yo echo de ver
en la fisonomía del buen Sancho que está presente.

-Créanme vuesas mercedes -dijo Sancho- que el Sancho y el don Quijote desa
historia deben de ser otros que los que andan en aquella que compuso Cide
Hamete Benengeli, que somos nosotros: mi amo, valiente, discreto y
enamorado; y yo, simple gracioso, y no comedor ni borracho.

-Yo así lo creo -dijo don Juan-; y si fuera posible, se había de mandar que
ninguno fuera osado a tratar de las cosas del gran don Quijote, si no fuese
Cide Hamete, su primer autor, bien así como mandó Alejandro que ninguno
fuese osado a retratarle sino Apeles.

-Retráteme el que quisiere -dijo don Quijote-, pero no me maltrate; que
muchas veces suele caerse la paciencia cuando la cargan de injurias.

-Ninguna -dijo don Juan- se le puede hacer al señor don Quijote de quien él
no se pueda vengar, si no la repara en el escudo de su paciencia, que, a mi
parecer, es fuerte y grande.

En estas y otras pláticas se pasó gran parte de la noche; y, aunque don
Juan quisiera que don Quijote leyera más del libro, por ver lo que
discantaba, no lo pudieron acabar con él, diciendo que él lo daba por leído
y lo confirmaba por todo necio, y que no quería, si acaso llegase a noticia
de su autor que le había tenido en sus manos, se alegrase con pensar que le
había leído; pues de las cosas obscenas y torpes, los pensamientos se han
de apartar, cuanto más los ojos. Preguntáronle que adónde llevaba
determinado su viaje. Respondió que a Zaragoza, a hallarse en las justas
del arnés, que en aquella ciudad suelen hacerse todos los años. Díjole
don Juan que aquella nueva historia contaba como don Quijote, sea quien
se quisiere, se había hallado en ella en una sortija, falta de invención,
pobre de letras, pobrísima de libreas, aunque rica de simplicidades.

-Por el mismo caso -respondió don Quijote-, no pondré los pies en Zaragoza,
y así sacaré a la plaza del mundo la mentira dese historiador moderno, y
echarán de ver las gentes como yo no soy el don Quijote que él dice.

-Hará muy bien -dijo don Jerónimo-; y otras justas hay en Barcelona, donde
podrá el señor don Quijote mostrar su valor.

-Así lo pienso hacer -dijo don Quijote-; y vuesas mercedes me den licencia,
pues ya es hora para irme al lecho, y me tengan y pongan en el número de
sus mayores amigos y servidores.

-Y a mí también -dijo Sancho-: quizá seré bueno para algo.

Con esto se despidieron, y don Quijote y Sancho se retiraron a su aposento,
dejando a don Juan y a don Jerónimo admirados de ver la mezcla que había
hecho de su discreción y de su locura; y verdaderamente creyeron que éstos
eran los verdaderos don Quijote y Sancho, y no los que describía su autor
aragonés.

Madrugó don Quijote, y, dando golpes al tabique del otro aposento, se
despidió de sus huéspedes. Pagó Sancho al ventero magníficamente, y
aconsejóle que alabase menos la provisión de su venta, o la tuviese más
proveída.





Capítulo LX. De lo que sucedió a don Quijote yendo a Barcelona


Era fresca la mañana, y daba muestras de serlo asimesmo el día en que don
Quijote salió de la venta, informándose primero cuál era el más derecho
camino para ir a Barcelona sin tocar en Zaragoza: tal era el deseo que
tenía de sacar mentiroso aquel nuevo historiador que tanto decían que le
vituperaba.

Sucedió, pues, que en más de seis días no le sucedió cosa digna de ponerse
en escritura, al cabo de los cuales, yendo fuera de camino, le tomó la
noche entre unas espesas encinas o alcornoques; que en esto no guarda la
puntualidad Cide Hamete que en otras cosas suele.

Apeáronse de sus bestias amo y mozo, y, acomodándose a los troncos de los
árboles, Sancho, que había merendado aquel día, se dejó entrar de rondón
por las puertas del sueño; pero don Quijote, a quien desvelaban sus
imaginaciones mucho más que la hambre, no podía pegar sus ojos; antes iba y
venía con el pensamiento por mil géneros de lugares. Ya le parecía hallarse
en la cueva de Montesinos; ya ver brincar y subir sobre su pollina a la
convertida en labradora Dulcinea; ya que le sonaban en los oídos las
palabras del sabio Merlín que le referían las condiciones y diligencias que
se habían de hacer y tener en el desencanto de Dulcinea. Desesperábase de
ver la flojedad y caridad poca de Sancho su escudero, pues, a lo que creía,
solos cinco azotes se había dado, número desigual y pequeño para los
infinitos que le faltaban; y desto recibió tanta pesadumbre y enojo, que
hizo este discurso:

-Si nudo gordiano cortó el Magno Alejandro, diciendo: ''Tanto monta cortar
como desatar'', y no por eso dejó de ser universal señor de toda la Asia,
ni más ni menos podría suceder ahora en el desencanto de Dulcinea, si yo
azotase a Sancho a pesar suyo; que si la condición deste remedio está en
que Sancho reciba los tres mil y tantos azotes, ¿qué se me da a mí que se
los dé él, o que se los dé otro, pues la sustancia está en que él los
reciba, lleguen por do llegaren?

Con esta imaginación se llegó a Sancho, habiendo primero tomado las riendas
de Rocinante, y acomodádolas en modo que pudiese azotarle con ellas,
comenzóle a quitar las cintas, que es opinión que no tenía más que la
delantera, en que se sustentaban los greguescos; pero, apenas hubo llegado,
cuando Sancho despertó en todo su acuerdo, y dijo:

-¿Qué es esto? ¿Quién me toca y desencinta?

-Yo soy -respondió don Quijote-, que vengo a suplir tus faltas y a remediar
mis trabajos: véngote a azotar, Sancho, y a descargar, en parte, la deuda a
que te obligaste. Dulcinea perece; tú vives en descuido; yo muero deseando;
y así, desatácate por tu voluntad, que la mía es de darte en esta soledad,
por lo menos, dos mil azotes.

-Eso no -dijo Sancho-; vuesa merced se esté quedo; si no, por Dios
verdadero que nos han de oír los sordos. Los azotes a que yo me obligué han
de ser voluntarios, y no por fuerza, y ahora no tengo gana de azotarme;
basta que doy a vuesa merced mi palabra de vapularme y mosquearme cuando en
voluntad me viniere.

-No hay dejarlo a tu cortesía, Sancho -dijo don Quijote-, porque eres duro
de corazón, y, aunque villano, blando de carnes.

Y así, procuraba y pugnaba por desenlazarle. Viendo lo cual Sancho Panza,
se puso en pie, y, arremetiendo a su amo, se abrazó con él a brazo partido,
y, echándole una zancadilla, dio con él en el suelo boca arriba; púsole
la rodilla derecha sobre el pecho, y con las manos le tenía las manos, de
modo que ni le dejaba rodear ni alentar. Don Quijote le decía:

-¿Cómo, traidor? ¿Contra tu amo y señor natural te desmandas? ¿Con quien te
da su pan te atreves?

-Ni quito rey, ni pongo rey -respondió Sancho-, sino ayúdome a mí, que soy
mi señor. Vuesa merced me prometa que se estará quedo, y no tratará de
azotarme por agora, que yo le dejaré libre y desembarazado; donde no,

Aquí morirás, traidor,

enemigo de doña Sancha.

Prometióselo don Quijote, y juró por vida de sus pensamientos no tocarle en
el pelo de la ropa, y que dejaría en toda su voluntad y albedrío el
azotarse cuando quisiese.

Levantóse Sancho, y desvióse de aquel lugar un buen espacio; y, yendo a
arrimarse a otro árbol, sintió que le tocaban en la cabeza, y, alzando las
manos, topó con dos pies de persona, con zapatos y calzas. Tembló de miedo;
acudió a otro árbol, y sucedióle lo mesmo. Dio voces llamando a don Quijote
que le favoreciese. Hízolo así don Quijote, y, preguntándole qué le había
sucedido y de qué tenía miedo, le respondió Sancho que todos aquellos
árboles estaban llenos de pies y de piernas humanas. Tentólos don Quijote,
y cayó luego en la cuenta de lo que podía ser, y díjole a Sancho:

-No tienes de qué tener miedo, porque estos pies y piernas que tientas y no
vees, sin duda son de algunos forajidos y bandoleros que en estos árboles
están ahorcados; que por aquí los suele ahorcar la justicia cuando los
coge, de veinte en veinte y de treinta en treinta; por donde me doy a
entender que debo de estar cerca de Barcelona.

Y así era la verdad como él lo había imaginado.

Al parecer alzaron los ojos, y vieron los racimos de aquellos árboles, que
eran cuerpos de bandoleros. Ya, en esto, amanecía, y si los muertos los
habían espantado, no menos los atribularon más de cuarenta bandoleros vivos
que de improviso les rodearon, diciéndoles en lengua catalana que
estuviesen quedos, y se detuviesen, hasta que llegase su capitán.

Hallóse don Quijote a pie, su caballo sin freno, su lanza arrimada a un
árbol, y, finalmente, sin defensa alguna; y así, tuvo por bien de cruzar
las manos e inclinar la cabeza, guardándose para mejor sazón y coyuntura.

Acudieron los bandoleros a espulgar al rucio, y a no dejarle ninguna cosa
de cuantas en las alforjas y la maleta traía; y avínole bien a Sancho que
en una ventrera que tenía ceñida venían los escudos del duque y los que
habían sacado de su tierra, y, con todo eso, aquella buena gente le
escardara y le mirara hasta lo que entre el cuero y la carne tuviera
escondido, si no llegara en aquella sazón su capitán, el cual mostró ser de
hasta edad de treinta y cuatro años, robusto, más que de mediana
proporción, de mirar grave y color morena. Venía sobre un poderoso caballo,
vestida la acerada cota, y con cuatro pistoletes -que en aquella tierra se
llaman pedreñales- a los lados. Vio que sus escuderos, que así llaman a los
que andan en aquel ejercicio, iban a despojar a Sancho Panza; mandóles que
no lo hiciesen, y fue luego obedecido; y así se escapó la ventrera.
Admiróle ver lanza arrimada al árbol, escudo en el suelo, y a don Quijote
armado y pensativo, con la más triste y melancólica figura que pudiera
formar la misma tristeza. Llegóse a él diciéndole:

-No estéis tan triste, buen hombre, porque no habéis caído en las manos de
algún cruel Osiris, sino en las de Roque Guinart, que tienen más de
compasivas que de rigurosas.

-No es mi tristeza -respondió don Quijote- haber caído en tu poder, ¡oh
valeroso Roque, cuya fama no hay límites en la tierra que la encierren!,
sino por haber sido tal mi descuido, que me hayan cogido tus soldados sin
el freno, estando yo obligado, según la orden de la andante caballería, que
profeso, a vivir contino alerta, siendo a todas horas centinela de mí
mismo; porque te hago saber, ¡oh gran Roque!, que si me hallaran sobre mi
caballo, con mi lanza y con mi escudo, no les fuera muy fácil rendirme,
porque yo soy don Quijote de la Mancha, aquel que de sus hazañas tiene
lleno todo el orbe.

Luego Roque Guinart conoció que la enfermedad de don Quijote tocaba más en
locura que en valentía, y, aunque algunas veces le había oído nombrar,
nunca tuvo por verdad sus hechos, ni se pudo persuadir a que semejante
humor reinase en corazón de hombre; y holgóse en estremo de haberle
encontrado, para tocar de cerca lo que de lejos dél había oído; y así, le
dijo:

-Valeroso caballero, no os despechéis ni tengáis a siniestra fortuna ésta
en que os halláis, que podía ser que en estos tropiezos vuestra torcida
suerte se enderezase; que el cielo, por estraños y nunca vistos rodeos, de
los hombres no imaginados, suele levantar los caídos y enriquecer los
pobres.

Ya le iba a dar las gracias don Quijote, cuando sintieron a sus espaldas un
ruido como de tropel de caballos, y no era sino un solo, sobre el cual
venía a toda furia un mancebo, al parecer de hasta veinte años, vestido de
damasco verde, con pasamanos de oro, greguescos y saltaembarca, con
sombrero terciado, a la valona, botas enceradas y justas, espuelas, daga y
espada doradas, una escopeta pequeña en las manos y dos pistolas a los
lados. Al ruido volvió Roque la cabeza y vio esta hermosa figura, la cual,
en llegando a él, dijo:

-En tu busca venía, ¡oh valeroso Roque!, para hallar en ti, si no remedio,
a lo menos alivio en mi desdicha; y, por no tenerte suspenso, porque sé que
no me has conocido, quiero decirte quién soy: y soy Claudia Jerónima, hija
de Simón Forte, tu singular amigo y enemigo particular de Clauquel
Torrellas, que asimismo lo es tuyo, por ser uno de los de tu contrario
bando; y ya sabes que este Torrellas tiene un hijo que don Vicente
Torrellas se llama, o, a lo menos, se llamaba no ha dos horas. Éste, pues,
por abreviar el cuento de mi desventura, te diré en breves palabras la que
me ha causado. Viome, requebróme, escuchéle, enamoréme, a hurto de mi
padre; porque no hay mujer, por retirada que esté y recatada que sea, a
quien no le sobre tiempo para poner en ejecución y efecto sus atropellados
deseos. Finalmente, él me prometió de ser mi esposo, y yo le di la palabra
de ser suya, sin que en obras pasásemos adelante. Supe ayer que, olvidado
de lo que me debía, se casaba con otra, y que esta mañana iba a desposarse,
nueva que me turbó el sentido y acabó la paciencia; y, por no estar mi
padre en el lugar, le tuve yo de ponerme en el traje que vees, y
apresurando el paso a este caballo, alcancé a don Vicente obra de una legua
de aquí; y, sin ponerme a dar quejas ni a oír disculpas, le disparé estas
escopetas, y, por añadidura, estas dos pistolas; y, a lo que creo, le debí
de encerrar más de dos balas en el cuerpo, abriéndole puertas por donde
envuelta en su sangre saliese mi honra. Allí le dejo entre sus criados, que
no osaron ni pudieron ponerse en su defensa. Vengo a buscarte para que me
pases a Francia, donde tengo parientes con quien viva, y asimesmo a rogarte
defiendas a mi padre, porque los muchos de don Vicente no se atrevan a
tomar en él desaforada venganza.

Roque, admirado de la gallardía, bizarría, buen talle y suceso de la
hermosa Claudia, le dijo:

-Ven, señora, y vamos a ver si es muerto tu enemigo, que después veremos lo
que más te importare.

Don Quijote, que estaba escuchando atentamente lo que Claudia había dicho y
lo que Roque Guinart respondió, dijo:

-No tiene nadie para qué tomar trabajo en defender a esta señora, que lo
tomo yo a mi cargo: denme mi caballo y mis armas, y espérenme aquí, que yo
iré a buscar a ese caballero, y, muerto o vivo, le haré cumplir la palabra
prometida a tanta belleza.

-Nadie dude de esto -dijo Sancho-, porque mi señor tiene muy buena mano
para casamentero, pues no ha muchos días que hizo casar a otro que también
negaba a otra doncella su palabra; y si no fuera porque los encantadores
que le persiguen le mudaron su verdadera figura en la de un lacayo, ésta
fuera la hora que ya la tal doncella no lo fuera.

Roque, que atendía más a pensar en el suceso de la hermosa Claudia que en
las razones de amo y mozo, no las entendió; y, mandando a sus escuderos que
volviesen a Sancho todo cuanto le habían quitado del rucio, mandándoles
asimesmo que se retirasen a la parte donde aquella noche habían estado
alojados, y luego se partió con Claudia a toda priesa a buscar al herido, o
muerto, don Vicente. Llegaron al lugar donde le encontró Claudia, y no
hallaron en él sino recién derramada sangre; pero, tendiendo la vista por
todas partes, descubrieron por un recuesto arriba alguna gente, y diéronse
a entender, como era la verdad, que debía ser don Vicente, a quien sus
criados, o muerto o vivo, llevaban, o para curarle, o para enterrarle;
diéronse priesa a alcanzarlos, que, como iban de espacio, con facilidad lo
hicieron.

Hallaron a don Vicente en los brazos de sus criados, a quien con cansada y
debilitada voz rogaba que le dejasen allí morir, porque el dolor de las
heridas no consentía que más adelante pasase.

Arrojáronse de los caballos Claudia y Roque, llegáronse a él, temieron los
criados la presencia de Roque, y Claudia se turbó en ver la de don Vicente;
y así, entre enternecida y rigurosa, se llegó a él, y asiéndole de las
manos, le dijo:

-Si tú me dieras éstas, conforme a nuestro concierto, nunca tú te vieras en
este paso.

Abrió los casi cerrados ojos el herido caballero, y, conociendo a Claudia,
le dijo:

-Bien veo, hermosa y engañada señora, que tú has sido la que me has muerto:
pena no merecida ni debida a mis deseos, con los cuales, ni con mis obras,
jamás quise ni supe ofenderte.

-Luego, ¿no es verdad -dijo Claudia- que ibas esta mañana a desposarte con
Leonora, la hija del rico Balvastro?

-No, por cierto -respondió don Vicente-; mi mala fortuna te debió de llevar
estas nuevas, para que, celosa, me quitases la vida, la cual, pues la dejo
en tus manos y en tus brazos, tengo mi suerte por venturosa. Y, para
asegurarte desta verdad, aprieta la mano y recíbeme por esposo, si
quisieres, que no tengo otra mayor satisfación que darte del agravio que
piensas que de mí has recebido.

Apretóle la mano Claudia, y apretósele a ella el corazón, de manera que
sobre la sangre y pecho de don Vicente se quedó desmayada, y a él le tomó
un mortal parasismo. Confuso estaba Roque, y no sabía qué hacerse.
Acudieron los criados a buscar agua que echarles en los rostros, y
trujéronla, con que se los bañaron. Volvió de su desmayo Claudia, pero no
de su parasismo don Vicente, porque se le acabó la vida. Visto lo cual de
Claudia, habiéndose enterado que ya su dulce esposo no vivía, rompió los
aires con suspiros, hirió los cielos con quejas, maltrató sus cabellos,
entregándolos al viento, afeó su rostro con sus propias manos, con todas
las muestras de dolor y sentimiento que de un lastimado pecho pudieran
imaginarse.

-¡Oh cruel e inconsiderada mujer -decía-, con qué facilidad te moviste a
poner en ejecución tan mal pensamiento! ¡Oh fuerza rabiosa de los celos, a
qué desesperado fin conducís a quien os da acogida en su pecho! ¡Oh esposo
mío, cuya desdichada suerte, por ser prenda mía, te ha llevado del tálamo a
la sepultura!

Tales y tan tristes eran las quejas de Claudia, que sacaron las lágrimas de
los ojos de Roque, no acostumbrados a verterlas en ninguna ocasión.
Lloraban los criados, desmayábase a cada paso Claudia, y todo aquel
circuito parecía campo de tristeza y lugar de desgracia. Finalmente, Roque
Guinart ordenó a los criados de don Vicente que llevasen su cuerpo al lugar
de su padre, que estaba allí cerca, para que le diesen sepultura. Claudia
dijo a Roque que querría irse a un monasterio donde era abadesa una tía
suya, en el cual pensaba acabar la vida, de otro mejor esposo y más eterno
acompañada. Alabóle Roque su buen propósito, ofreciósele de acompañarla
hasta donde quisiese, y de defender a su padre de los parientes y de todo
el mundo, si ofenderle quisiese. No quiso su compañía Claudia, en ninguna
manera, y, agradeciendo sus ofrecimientos con las mejores razones que supo,
se despedió dél llorando. Los criados de don Vicente llevaron su cuerpo, y
Roque se volvió a los suyos, y este fin tuvieron los amores de Claudia
Jerónima. Pero, ¿qué mucho, si tejieron la trama de su lamentable historia
las fuerzas invencibles y rigurosas de los celos?

Halló Roque Guinart a sus escuderos en la parte donde les había ordenado, y
a don Quijote entre ellos, sobre Rocinante, haciéndoles una plática en que
les persuadía dejasen aquel modo de vivir tan peligroso, así para el alma
como para el cuerpo; pero, como los más eran gascones, gente rústica y
desbaratada, no les entraba bien la plática de don Quijote. Llegado que fue
Roque, preguntó a Sancho Panza si le habían vuelto y restituido las alhajas
y preseas que los suyos del rucio le habían quitado. Sancho respondió que
sí, sino que le faltaban tres tocadores, que valían tres ciudades.

-¿Qué es lo que dices, hombre? -dijo uno de los presentes-, que yo los
tengo, y no valen tres reales.

-Así es -dijo don Quijote-, pero estímalos mi escudero en lo que ha dicho,
por habérmelos dado quien me los dio.

Mandóselos volver al punto Roque Guinart, y, mandando poner los suyos en
ala, mandó traer allí delante todos los vestidos, joyas, y dineros, y todo
aquello que desde la última repartición habían robado; y, haciendo
brevemente el tanteo, volviendo lo no repartible y reduciéndolo a dineros,
lo repartió por toda su compañía, con tanta legalidad y prudencia que no
pasó un punto ni defraudó nada de la justicia distributiva. Hecho esto, con
lo cual todos quedaron contentos, satisfechos y pagados, dijo Roque a don
Quijote:

-Si no se guardase esta puntualidad con éstos, no se podría vivir con
ellos.

A lo que dijo Sancho:

-Según lo que aquí he visto, es tan buena la justicia, que es necesaria que
se use aun entre los mesmos ladrones.

Oyólo un escudero, y enarboló el mocho de un arcabuz, con el cual, sin
duda, le abriera la cabeza a Sancho, si Roque Guinart no le diera voces que
se detuviese. Pasmóse Sancho, y propuso de no descoser los labios en tanto
que entre aquella gente estuviese.

Llegó, en esto, uno o algunos de aquellos escuderos que estaban puestos por
centinelas por los caminos para ver la gente que por ellos venía y dar
aviso a su mayor de lo que pasaba, y éste dijo:

-Señor, no lejos de aquí, por el camino que va a Barcelona, viene un gran
tropel de gente.

A lo que respondió Roque:

-¿Has echado de ver si son de los que nos buscan, o de los que nosotros
buscamos?

-No, sino de los que buscamos -respondió el escudero.

-Pues salid todos -replicó Roque-, y traédmelos aquí luego, sin que se os
escape ninguno.

Hiciéronlo así, y, quedándose solos don Quijote, Sancho y Roque, aguardaron
a ver lo que los escuderos traían; y, en este entretanto, dijo Roque a don
Quijote:

-Nueva manera de vida le debe de parecer al señor don Quijote la nuestra,
nuevas aventuras, nuevos sucesos, y todos peligrosos; y no me maravillo que
así le parezca, porque realmente le confieso que no hay modo de vivir más
inquieto ni más sobresaltado que el nuestro. A mí me han puesto en él no sé
qué deseos de venganza, que tienen fuerza de turbar los más sosegados
corazones; yo, de mi natural, soy compasivo y bien intencionado; pero, como
tengo dicho, el querer vengarme de un agravio que se me hizo, así da con
todas mis buenas inclinaciones en tierra, que persevero en este estado, a
despecho y pesar de lo que entiendo; y, como un abismo llama a otro y un
pecado a otro pecado, hanse eslabonado las venganzas de manera que no sólo
las mías, pero las ajenas tomo a mi cargo; pero Dios es servido de que,
aunque me veo en la mitad del laberinto de mis confusiones, no pierdo la
esperanza de salir dél a puerto seguro.

Admirado quedó don Quijote de oír hablar a Roque tan buenas y concertadas
razones, porque él se pensaba que, entre los de oficios semejantes de
robar, matar y saltear no podía haber alguno que tuviese buen discurso, y
respondióle:

-Señor Roque, el principio de la salud está en conocer la enfermedad y en
querer tomar el enfermo las medicinas que el médico le ordena: vuestra
merced está enfermo, conoce su dolencia, y el cielo, o Dios, por mejor
decir, que es nuestro médico, le aplicará medicinas que le sanen, las
cuales suelen sanar poco a poco y no de repente y por milagro; y más, que
los pecadores discretos están más cerca de enmendarse que los simples; y,
pues vuestra merced ha mostrado en sus razones su prudencia, no hay sino
tener buen ánimo y esperar mejoría de la enfermedad de su conciencia; y si
vuestra merced quiere ahorrar camino y ponerse con facilidad en el de su
salvación, véngase conmigo, que yo le enseñaré a ser caballero andante,
donde se pasan tantos trabajos y desventuras que, tomándolas por
penitencia, en dos paletas le pondrán en el cielo.

Rióse Roque del consejo de don Quijote, a quien, mudando plática, contó el
trágico suceso de Claudia Jerónima, de que le pesó en estremo a Sancho, que
no le había parecido mal la belleza, desenvoltura y brío de la moza.

Llegaron, en esto, los escuderos de la presa, trayendo consigo dos
caballeros a caballo, y dos peregrinos a pie, y un coche de mujeres con
hasta seis criados, que a pie y a caballo las acompañaban, con otros dos
mozos de mulas que los caballeros traían. Cogiéronlos los escuderos en
medio, guardando vencidos y vencedores gran silencio, esperando a que el
gran Roque Guinart hablase, el cual preguntó a los caballeros que quién
eran y adónde iban, y qué dinero llevaban. Uno dellos le respondió:

-Señor, nosotros somos dos capitanes de infantería española; tenemos
nuestras compañías en Nápoles y vamos a embarcarnos en cuatro galeras, que
dicen están en Barcelona con orden de pasar a Sicilia; llevamos hasta
docientos o trecientos escudos, con que, a nuestro parecer, vamos ricos y
contentos, pues la estrecheza ordinaria de los soldados no permite mayores
tesoros.

Preguntó Roque a los peregrinos lo mesmo que a los capitanes; fuele
respondido que iban a embarcarse para pasar a Roma, y que entre entrambos
podían llevar hasta sesenta reales. Quiso saber también quién iba en el
coche, y adónde, y el dinero que llevaban; y uno de los de a caballo dijo:

-Mi señora doña Guiomar de Quiñones, mujer del regente de la Vicaría de
Nápoles, con una hija pequeña, una doncella y una dueña, son las que van en
el coche; acompañámosla seis criados, y los dineros son seiscientos
escudos.

-De modo -dijo Roque Guinart-, que ya tenemos aquí novecientos escudos y
sesenta reales; mis soldados deben de ser hasta sesenta; mírese a cómo le
cabe a cada uno, porque yo soy mal contador.

Oyendo decir esto los salteadores, levantaron la voz, diciendo:

-¡Viva Roque Guinart muchos años, a pesar de los lladres que su perdición
procuran!

Mostraron afligirse los capitanes, entristecióse la señora regenta, y no se
holgaron nada los peregrinos, viendo la confiscación de sus bienes. Túvolos
así un rato suspensos Roque, pero no quiso que pasase adelante su tristeza,
que ya se podía conocer a tiro de arcabuz, y, volviéndose a los capitanes,
dijo:

-Vuesas mercedes, señores capitanes, por cortesía, sean servidos de
prestarme sesenta escudos, y la señora regenta ochenta, para contentar
esta escuadra que me acompaña, porque el abad, de lo que canta yanta, y
luego puédense ir su camino libre y desembarazadamente, con un salvoconduto
que yo les daré, para que, si toparen otras de algunas escuadras mías que
tengo divididas por estos contornos, no les hagan daño; que no es mi
intención de agraviar a soldados ni a mujer alguna, especialmente a las que
son principales.

Infinitas y bien dichas fueron las razones con que los capitanes
agradecieron a Roque su cortesía y liberalidad, que, por tal la tuvieron,
en dejarles su mismo dinero. La señora doña Guiomar de Quiñones se quiso
arrojar del coche para besar los pies y las manos del gran Roque, pero él
no lo consintió en ninguna manera; antes le pidió perdón del agravio que le
hacía, forzado de cumplir con las obligaciones precisas de su mal oficio.
Mandó la señora regenta a un criado suyo diese luego los ochenta escudos
que le habían repartido, y ya los capitanes habían desembolsado los
sesenta. Iban los peregrinos a dar toda su miseria, pero Roque les dijo que
se estuviesen quedos, y volviéndose a los suyos, les dijo:

-Destos escudos dos tocan a cada uno, y sobran veinte: los diez se den a
estos peregrinos, y los otros diez a este buen escudero, porque pueda decir
bien de esta aventura.

Y, trayéndole aderezo de escribir, de que siempre andaba proveído, Roque
les dio por escrito un salvoconduto para los mayorales de sus escuadras, y,
despidiéndose dellos, los dejó ir libres, y admirados de su nobleza, de su
gallarda disposición y estraño proceder, teniéndole más por un Alejandro
Magno que por ladrón conocido. Uno de los escuderos dijo en su lengua
gascona y catalana:

-Este nuestro capitán más es para frade que para bandolero: si de aquí
adelante quisiere mostrarse liberal séalo con su hacienda y no con la
nuestra.

No lo dijo tan paso el desventurado que dejase de oírlo Roque, el cual,
echando mano a la espada, le abrió la cabeza casi en dos partes,
diciéndole:

-Desta manera castigo yo a los deslenguados y atrevidos.

Pasmáronse todos, y ninguno le osó decir palabra: tanta era la obediencia
que le tenían.

Apartóse Roque a una parte y escribió una carta a un su amigo, a Barcelona,
dándole aviso como estaba consigo el famoso don Quijote de la Mancha, aquel
caballero andante de quien tantas cosas se decían; y que le hacía saber que
era el más gracioso y el más entendido hombre del mundo, y que de allí a
cuatro días, que era el de San Juan Bautista, se le pondría en mitad de la
playa de la ciudad, armado de todas sus armas, sobre Rocinante, su caballo,
y a su escudero Sancho sobre un asno, y que diese noticia desto a sus
amigos los Niarros, para que con él se solazasen; que él quisiera que
carecieran deste gusto los Cadells, sus contrarios, pero que esto era
imposible, a causa que las locuras y discreciones de don Quijote y los
donaires de su escudero Sancho Panza no podían dejar de dar gusto general a
todo el mundo. Despachó estas cartas con uno de sus escuderos, que, mudando
el traje de bandolero en el de un labrador, entró en Barcelona y la dio a
quien iba.





Capítulo LXI. De lo que le sucedió a don Quijote en la entrada de
Barcelona, con otras cosas que tienen más de lo verdadero que de lo
discreto


Tres días y tres noches estuvo don Quijote con Roque, y si estuviera
trecientos años, no le faltara qué mirar y admirar en el modo de su vida:
aquí amanecían, acullá comían; unas veces huían, sin saber de quién, y
otras esperaban, sin saber a quién. Dormían en pie, interrompiendo el
sueño, mudándose de un lugar a otro. Todo era poner espías, escuchar
centinelas, soplar las cuerdas de los arcabuces, aunque traían pocos,
porque todos se servían de pedreñales. Roque pasaba las noches apartado de
los suyos, en partes y lugares donde ellos no pudiesen saber dónde estaba;
porque los muchos bandos que el visorrey de Barcelona había echado sobre su
vida le traían inquieto y temeroso, y no se osaba fiar de ninguno, temiendo
que los mismos suyos, o le habían de matar, o entregar a la justicia: vida,
por cierto, miserable y enfadosa.

En fin, por caminos desusados, por atajos y sendas encubiertas, partieron
Roque, don Quijote y Sancho con otros seis escuderos a Barcelona. Llegaron
a su playa la víspera de San Juan en la noche, y, abrazando Roque a don
Quijote y a Sancho, a quien dio los diez escudos prometidos, que hasta
entonces no se los había dado, los dejó, con mil ofrecimientos que de la
una a la otra parte se hicieron.

Volvióse Roque; quedóse don Quijote esperando el día, así, a caballo, como
estaba, y no tardó mucho cuando comenzó a descubrirse por los balcones del
Oriente la faz de la blanca aurora, alegrando las yerbas y las flores, en
lugar de alegrar el oído; aunque al mesmo instante alegraron también el
oído el son de muchas chirimías y atabales, ruido de cascabeles, ''¡trapa,
trapa, aparta, aparta!'' de corredores, que, al parecer, de la ciudad
salían. Dio lugar la aurora al sol, que, un rostro mayor que el de una
rodela, por el más bajo horizonte, poco a poco, se iba levantando.

Tendieron don Quijote y Sancho la vista por todas partes: vieron el mar,
hasta entonces dellos no visto; parecióles espaciosísimo y largo, harto más
que las lagunas de Ruidera, que en la Mancha habían visto; vieron las
galeras que estaban en la playa, las cuales, abatiendo las tiendas, se
descubrieron llenas de flámulas y gallardetes, que tremolaban al viento y
besaban y barrían el agua; dentro sonaban clarines, trompetas y chirimías,
que cerca y lejos llenaban el aire de suaves y belicosos acentos.
Comenzaron a moverse y a hacer modo de escaramuza por las sosegadas aguas,
correspondiéndoles casi al mismo modo infinitos caballeros que de la ciudad
sobre hermosos caballos y con vistosas libreas salían. Los soldados de las
galeras disparaban infinita artillería, a quien respondían los que estaban
en las murallas y fuertes de la ciudad, y la artillería gruesa con
espantoso estruendo rompía los vientos, a quien respondían los cañones de
crujía de las galeras. El mar alegre, la tierra jocunda, el aire claro,
sólo tal vez turbio del humo de la artillería, parece que iba infundiendo y
engendrando gusto súbito en todas las gentes.

No podía imaginar Sancho cómo pudiesen tener tantos pies aquellos bultos
que por el mar se movían. En esto, llegaron corriendo, con grita, lililíes
y algazara, los de las libreas adonde don Quijote suspenso y atónito
estaba, y uno dellos, que era el avisado de Roque, dijo en alta voz a don
Quijote:

-Bien sea venido a nuestra ciudad el espejo, el farol, la estrella y el
norte de toda la caballería andante, donde más largamente se contiene. Bien
sea venido, digo, el valeroso don Quijote de la Mancha: no el falso, no el
ficticio, no el apócrifo que en falsas historias estos días nos han
mostrado, sino el verdadero, el legal y el fiel que nos describió Cide
Hamete Benengeli, flor de los historiadores.

No respondió don Quijote palabra, ni los caballeros esperaron a que la
respondiese, sino, volviéndose y revolviéndose con los demás que los
seguían, comenzaron a hacer un revuelto caracol al derredor de don Quijote;
el cual, volviéndose a Sancho, dijo:

-Éstos bien nos han conocido: yo apostaré que han leído nuestra historia y
aun la del aragonés recién impresa.

Volvió otra vez el caballero que habló a don Quijote, y díjole:

-Vuesa merced, señor don Quijote, se venga con nosotros, que todos somos
sus servidores y grandes amigos de Roque Guinart.

A lo que don Quijote respondió:

-Si cortesías engendran cortesías, la vuestra, señor caballero, es hija o
parienta muy cercana de las del gran Roque. Llevadme do quisiéredes, que yo
no tendré otra voluntad que la vuestra, y más si la queréis ocupar en
vuestro servicio.

Con palabras no menos comedidas que éstas le respondió el caballero, y,
encerrándole todos en medio, al son de las chirimías y de los atabales, se
encaminaron con él a la ciudad, al entrar de la cual, el malo, que todo lo
malo ordena, y los muchachos, que son más malos que el malo, dos dellos
traviesos y atrevidos se entraron por toda la gente, y, alzando el uno de
la cola del rucio y el otro la de Rocinante, les pusieron y encajaron
sendos manojos de aliagas. Sintieron los pobres animales las nuevas
espuelas, y, apretando las colas, aumentaron su disgusto, de manera que,
dando mil corcovos, dieron con sus dueños en tierra. Don Quijote, corrido y
afrentado, acudió a quitar el plumaje de la cola de su matalote, y Sancho,
el de su rucio. Quisieran los que guiaban a don Quijote castigar el
atrevimiento de los muchachos, y no fue posible, porque se encerraron entre
más de otros mil que los seguían.

Volvieron a subir don Quijote y Sancho; con el mismo aplauso y música
llegaron a la casa de su guía, que era grande y principal, en fin, como de
caballero rico; donde le dejaremos por agora, porque así lo quiere Cide
Hamete.





Capítulo LXII. Que trata de la aventura de la cabeza encantada, con otras
niñerías que no pueden dejar de contarse


Don Antonio Moreno se llamaba el huésped de don Quijote, caballero rico y
discreto, y amigo de holgarse a lo honesto y afable, el cual, viendo en su
casa a don Quijote, andaba buscando modos como, sin su perjuicio, sacase a
plaza sus locuras; porque no son burlas las que duelen, ni hay pasatiempos
que valgan si son con daño de tercero. Lo primero que hizo fue hacer
desarmar a don Quijote y sacarle a vistas con aquel su estrecho y acamuzado
vestido -como ya otras veces le hemos descrito y pintado- a un balcón que
salía a una calle de las más principales de la ciudad, a vista de las
gentes y de los muchachos, que como a mona le miraban. Corrieron de nuevo
delante dél los de las libreas, como si para él solo, no para alegrar aquel
festivo día, se las hubieran puesto; y Sancho estaba contentísimo, por
parecerle que se había hallado, sin saber cómo ni cómo no, otras bodas de
Camacho, otra casa como la de don Diego de Miranda y otro castillo como el
del duque.

Comieron aquel día con don Antonio algunos de sus amigos, honrando todos y
tratando a don Quijote como a caballero andante, de lo cual, hueco y
pomposo, no cabía en sí de contento. Los donaires de Sancho fueron tantos,
que de su boca andaban como colgados todos los criados de casa y todos
cuantos le oían. Estando a la mesa, dijo don Antonio a Sancho:

-Acá tenemos noticia, buen Sancho, que sois tan amigo de manjar blanco y de
albondiguillas, que, si os sobran, las guardáis en el seno para el otro
día.

-No, señor, no es así -respondió Sancho-, porque tengo más de limpio que de
goloso, y mi señor don Quijote, que está delante, sabe bien que con un puño
de bellotas, o de nueces, nos solemos pasar entrambos ocho días. Verdad es
que si tal vez me sucede que me den la vaquilla, corro con la soguilla;
quiero decir que como lo que me dan, y uso de los tiempos como los hallo; y
quienquiera que hubiere dicho que yo soy comedor aventajado y no limpio,
téngase por dicho que no acierta; y de otra manera dijera esto si no mirara
a las barbas honradas que están a la mesa.

-Por cierto -dijo don Quijote-, que la parsimonia y limpieza con que Sancho
come se puede escribir y grabar en láminas de bronce, para que quede en
memoria eterna de los siglos venideros. Verdad es que, cuando él tiene
hambre, parece algo tragón, porque come apriesa y masca a dos carrillos;
pero la limpieza siempre la tiene en su punto, y en el tiempo que fue
gobernador aprendió a comer a lo melindroso: tanto, que comía con tenedor
las uvas y aun los granos de la granada.

-¡Cómo! -dijo don Antonio-. ¿Gobernador ha sido Sancho?

-Sí -respondió Sancho-, y de una ínsula llamada la Barataria. Diez días la
goberné a pedir de boca; en ellos perdí el sosiego, y aprendí a despreciar
todos los gobiernos del mundo; salí huyendo della, caí en una cueva, donde
me tuve por muerto, de la cual salí vivo por milagro.

Contó don Quijote por menudo todo el suceso del gobierno de Sancho, con que
dio gran gusto a los oyentes.

Levantados los manteles, y tomando don Antonio por la mano a don Quijote,
se entró con él en un apartado aposento, en el cual no había otra cosa de
adorno que una mesa, al parecer de jaspe, que sobre un pie de lo mesmo se
sostenía, sobre la cual estaba puesta, al modo de las cabezas de los
emperadores romanos, de los pechos arriba, una que semejaba ser de bronce.
Paseóse don Antonio con don Quijote por todo el aposento, rodeando muchas
veces la mesa, después de lo cual dijo:

-Agora, señor don Quijote, que estoy enterado que no nos oye y escucha
alguno, y está cerrada la puerta, quiero contar a vuestra merced una de las
más raras aventuras, o, por mejor decir, novedades que imaginarse pueden,
con condición que lo que a vuestra merced dijere lo ha de depositar en los
últimos retretes del secreto.

-Así lo juro -respondió don Quijote-, y aun le echaré una losa encima, para
más seguridad; porque quiero que sepa vuestra merced, señor don Antonio
-que ya sabía su nombre-, que está hablando con quien, aunque tiene oídos
para oír, no tiene lengua para hablar; así que, con seguridad puede vuestra
merced trasladar lo que tiene en su pecho en el mío y hacer cuenta que lo
ha arrojado en los abismos del silencio.

-En fee de esa promesa -respondió don Antonio-, quiero poner a vuestra
merced en admiración con lo que viere y oyere, y darme a mí algún alivio de
la pena que me causa no tener con quien comunicar mis secretos, que no son
para fiarse de todos.

Suspenso estaba don Quijote, esperando en qué habían de parar tantas
prevenciones. En esto, tomándole la mano don Antonio, se la paseó por la
cabeza de bronce y por toda la mesa, y por el pie de jaspe sobre que se
sostenía, y luego dijo:

-Esta cabeza, señor don Quijote, ha sido hecha y fabricada por uno de los
mayores encantadores y hechiceros que ha tenido el mundo, que creo era
polaco de nación y dicípulo del famoso Escotillo, de quien tantas
maravillas se cuentan; el cual estuvo aquí en mi casa, y por precio de mil
escudos que le di, labró esta cabeza, que tiene propiedad y virtud de
responder a cuantas cosas al oído le preguntaren. Guardó rumbos, pintó
carácteres, observó astros, miró puntos, y, finalmente, la sacó con la
perfeción que veremos mañana, porque los viernes está muda, y hoy, que lo
es, nos ha de hacer esperar hasta mañana. En este tiempo podrá vuestra
merced prevenirse de lo que querrá preguntar, que por esperiencia sé que
dice verdad en cuanto responde.

Admirado quedó don Quijote de la virtud y propiedad de la cabeza, y estuvo
por no creer a don Antonio; pero, por ver cuán poco tiempo había para hacer
la experiencia, no quiso decirle otra cosa sino que le agradecía el haberle
descubierto tan gran secreto. Salieron del aposento, cerró la puerta don
Antonio con llave, y fuéronse a la sala, donde los demás caballeros
estaban. En este tiempo les había contado Sancho muchas de las aventuras y
sucesos que a su amo habían acontecido.

Aquella tarde sacaron a pasear a don Quijote, no armado, sino de rúa,
vestido un balandrán de paño leonado, que pudiera hacer sudar en aquel
tiempo al mismo yelo. Ordenaron con sus criados que entretuviesen a Sancho
de modo que no le dejasen salir de casa. Iba don Quijote, no sobre
Rocinante, sino sobre un gran macho de paso llano, y muy bien aderezado.
Pusiéronle el balandrán, y en las espaldas, sin que lo viese, le cosieron
un pargamino, donde le escribieron con letras grandes: Éste es don Quijote
de la Mancha. En comenzando el paseo, llevaba el rétulo los ojos de cuantos
venían a verle, y como leían: Éste es don Quijote de la Mancha, admirábase
don Quijote de ver que cuantos le miraban le nombraban y conocían; y,
volviéndose a don Antonio, que iba a su lado, le dijo:

-Grande es la prerrogativa que encierra en sí la andante caballería, pues
hace conocido y famoso al que la profesa por todos los términos de la
tierra; si no, mire vuestra merced, señor don Antonio, que hasta los
muchachos desta ciudad, sin nunca haberme visto, me conocen.

-Así es, señor don Quijote -respondió don Antonio-, que, así como el fuego
no puede estar escondido y encerrado, la virtud no puede dejar de ser
conocida, y la que se alcanza por la profesión de las armas resplandece y
campea sobre todas las otras.

Acaeció, pues, que, yendo don Quijote con el aplauso que se ha dicho, un
castellano que leyó el rétulo de las espaldas, alzó la voz, diciendo:

-¡Válgate el diablo por don Quijote de la Mancha! ¿Cómo que hasta aquí has
llegado, sin haberte muerto los infinitos palos que tienes a cuestas? Tu
eres loco, y si lo fueras a solas y dentro de las puertas de tu locura,
fuera menos mal; pero tienes propiedad de volver locos y mentecatos a
cuantos te tratan y comunican; si no, mírenlo por estos señores que te
acompañan. Vuélvete, mentecato, a tu casa, y mira por tu hacienda, por tu
mujer y tus hijos, y déjate destas vaciedades que te carcomen el seso y te
desnatan el entendimiento.

-Hermano -dijo don Antonio-, seguid vuestro camino, y no deis consejos a
quien no os los pide. El señor don Quijote de la Mancha es muy cuerdo, y
nosotros, que le acompañamos, no somos necios; la virtud se ha de honrar
dondequiera que se hallare, y andad en hora mala, y no os metáis donde no
os llaman.

-Pardiez, vuesa merced tiene razón -respondió el castellano-, que aconsejar
a este buen hombre es dar coces contra el aguijón; pero, con todo eso, me
da muy gran lástima que el buen ingenio que dicen que tiene en todas las
cosas este mentecato se le desagüe por la canal de su andante caballería; y
la enhoramala que vuesa merced dijo, sea para mí y para todos mis
descendientes si de hoy más, aunque viviese más años que Matusalén, diere
consejo a nadie, aunque me lo pida.

Apartóse el consejero; siguió adelante el paseo; pero fue tanta la priesa
que los muchachos y toda la gente tenía leyendo el rétulo, que se le hubo
de quitar don Antonio, como que le quitaba otra cosa.

Llegó la noche, volviéronse a casa; hubo sarao de damas, porque la mujer de
don Antonio, que era una señora principal y alegre, hermosa y discreta,
convidó a otras sus amigas a que viniesen a honrar a su huésped y a gustar
de sus nunca vistas locuras. Vinieron algunas, cenóse espléndidamente y
comenzóse el sarao casi a las diez de la noche. Entre las damas había dos
de gusto pícaro y burlonas, y, con ser muy honestas, eran algo
descompuestas, por dar lugar que las burlas alegrasen sin enfado. Éstas
dieron tanta priesa en sacar a danzar a don Quijote, que le molieron, no
sólo el cuerpo, pero el ánima. Era cosa de ver la figura de don Quijote,
largo, tendido, flaco, amarillo, estrecho en el vestido, desairado, y,
sobre todo, no nada ligero. Requebrábanle como a hurto las damiselas, y él,
también como a hurto, las desdeñaba; pero, viéndose apretar de requiebros,
alzó la voz y dijo:

-Fugite, partes adversae!: dejadme en mi sosiego, pensamientos mal venidos.
Allá os avenid, señoras, con vuestros deseos, que la que es reina de los
míos, la sin par Dulcinea del Toboso, no consiente que ningunos otros que
los suyos me avasallen y rindan.

Y, diciendo esto, se sentó en mitad de la sala, en el suelo, molido y
quebrantado de tan bailador ejercicio. Hizo don Antonio que le llevasen en
peso a su lecho, y el primero que asió dél fue Sancho, diciéndole:

-¡Nora en tal, señor nuestro amo, lo habéis bailado! ¿Pensáis que todos los
valientes son danzadores y todos los andantes caballeros bailarines? Digo
que si lo pensáis, que estáis engañado; hombre hay que se atreverá a matar
a un gigante antes que hacer una cabriola. Si hubiérades de zapatear, yo
supliera vuestra falta, que zapateo como un girifalte; pero en lo del
danzar, no doy puntada.

Con estas y otras razones dio que reír Sancho a los del sarao, y dio con su
amo en la cama, arropándole para que sudase la frialdad de su baile.

Otro día le pareció a don Antonio ser bien hacer la experiencia de la
cabeza encantada, y con don Quijote, Sancho y otros dos amigos, con las dos
señoras que habían molido a don Quijote en el baile, que aquella propia
noche se habían quedado con la mujer de don Antonio, se encerró en la
estancia donde estaba la cabeza. Contóles la propiedad que tenía,
encargóles el secreto y díjoles que aquél era el primero día donde se había
de probar la virtud de la tal cabeza encantada; y si no eran los dos amigos
de don Antonio, ninguna otra persona sabía el busilis del encanto, y aun si
don Antonio no se le hubiera descubierto primero a sus amigos, también
ellos cayeran en la admiración en que los demás cayeron, sin ser posible
otra cosa: con tal traza y tal orden estaba fabricada.

El primero que se llegó al oído de la cabeza fue el mismo don Antonio, y
díjole en voz sumisa, pero no tanto que de todos no fuese entendida:

-Dime, cabeza, por la virtud que en ti se encierra: ¿qué pensamientos tengo
yo agora?

Y la cabeza le respondió, sin mover los labios, con voz clara y distinta,
de modo que fue de todos entendida, esta razón:

-Yo no juzgo de pensamientos.

Oyendo lo cual, todos quedaron atónitos, y más viendo que en todo el
aposento ni al derredor de la mesa no había persona humana que responder
pudiese.

-¿Cuántos estamos aquí? -tornó a preguntar don Antonio.

Y fuele respondido por el propio tenor, paso:

-Estáis tú y tu mujer, con dos amigos tuyos, y dos amigas della, y un
caballero famoso llamado don Quijote de la Mancha, y un su escudero que
Sancho Panza tiene por nombre.

¡Aquí sí que fue el admirarse de nuevo, aquí sí que fue el erizarse los
cabellos a todos de puro espanto! Y, apartándose don Antonio de la cabeza,
dijo:

-Esto me basta para darme a entender que no fui engañado del que te me
vendió, ¡cabeza sabia, cabeza habladora, cabeza respondona y admirable
cabeza! Llegue otro y pregúntele lo que quisiere.

Y, como las mujeres de ordinario son presurosas y amigas de saber, la
primera que se llegó fue una de las dos amigas de la mujer de don Antonio,
y lo que le preguntó fue:

-Dime, cabeza, ¿qué haré yo para ser muy hermosa?



 


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