Don Quijote
by
Miguel de Cervantes [Saavedra] [in Spanish]

Part 18 out of 19



Y fuele respondido:

-Sé muy honesta.

-No te pregunto más -dijo la preguntanta.

Llegó luego la compañera, y dijo:

-Querría saber, cabeza, si mi marido me quiere bien, o no.

Y respondiéronle:

-Mira las obras que te hace, y echarlo has de ver.

Apartóse la casada diciendo:

-Esta respuesta no tenía necesidad de pregunta, porque, en efecto, las
obras que se hacen declaran la voluntad que tiene el que las hace.

Luego llegó uno de los dos amigos de don Antonio, y preguntóle:

-¿Quién soy yo?

Y fuele respondido:

-Tú lo sabes.

-No te pregunto eso -respondió el caballero-, sino que me digas si me
conoces tú.

-Sí conozco -le respondieron-, que eres don Pedro Noriz.

-No quiero saber más, pues esto basta para entender, ¡oh cabeza!, que lo
sabes todo.

Y, apartándose, llegó el otro amigo y preguntóle:

-Dime, cabeza, ¿qué deseos tiene mi hijo el mayorazgo?

-Ya yo he dicho -le respondieron- que yo no juzgo de deseos, pero, con todo
eso, te sé decir que los que tu hijo tiene son de enterrarte.

-Eso es -dijo el caballero-: lo que veo por los ojos, con el dedo lo
señalo.

Y no preguntó más. Llegóse la mujer de don Antonio, y dijo:

-Yo no sé, cabeza, qué preguntarte; sólo querría saber de ti si gozaré
muchos años de buen marido.

Y respondiéronle:

-Sí gozarás, porque su salud y su templanza en el vivir prometen muchos
años de vida, la cual muchos suelen acortar por su destemplanza.

Llegóse luego don Quijote, y dijo:

-Dime tú, el que respondes: ¿fue verdad o fue sueño lo que yo cuento que me
pasó en la cueva de Montesinos? ¿Serán ciertos los azotes de Sancho mi
escudero? ¿Tendrá efeto el desencanto de Dulcinea?

-A lo de la cueva -respondieron- hay mucho que decir: de todo tiene; los
azotes de Sancho irán de espacio, el desencanto de Dulcinea llegará a
debida ejecución.

-No quiero saber más -dijo don Quijote-; que como yo vea a Dulcinea
desencantada, haré cuenta que vienen de golpe todas las venturas que
acertare a desear.

El último preguntante fue Sancho, y lo que preguntó fue:

-¿Por ventura, cabeza, tendré otro gobierno? ¿Saldré de la estrecheza de
escudero? ¿Volveré a ver a mi mujer y a mis hijos?

A lo que le respondieron:

-Gobernarás en tu casa; y si vuelves a ella, verás a tu mujer y a tus
hijos; y, dejando de servir, dejarás de ser escudero.

-¡Bueno, par Dios! -dijo Sancho Panza-. Esto yo me lo dijera: no dijera más
el profeta Perogrullo.

-Bestia -dijo don Quijote-, ¿qué quieres que te respondan? ¿No basta que
las respuestas que esta cabeza ha dado correspondan a lo que se le
pregunta?

-Sí basta -respondió Sancho-, pero quisiera yo que se declarara más y me
dijera más.

Con esto se acabaron las preguntas y las respuestas, pero no se acabó la
admiración en que todos quedaron, excepto los dos amigos de don Antonio,
que el caso sabían. El cual quiso Cide Hamete Benengeli declarar luego, por
no tener suspenso al mundo, creyendo que algún hechicero y extraordinario
misterio en la tal cabeza se encerraba; y así, dice que don Antonio Moreno,
a imitación de otra cabeza que vio en Madrid, fabricada por un estampero,
hizo ésta en su casa, para entretenerse y suspender a los ignorantes; y la
fábrica era de esta suerte: la tabla de la mesa era de palo, pintada y
barnizada como jaspe, y el pie sobre que se sostenía era de lo mesmo, con
cuatro garras de águila que dél salían, para mayor firmeza del peso. La
cabeza, que parecía medalla y figura de emperador romano, y de color de
bronce, estaba toda hueca, y ni más ni menos la tabla de la mesa, en que se
encajaba tan justamente, que ninguna señal de juntura se parecía. El pie de
la tabla era ansimesmo hueco, que respondía a la garganta y pechos de la
cabeza, y todo esto venía a responder a otro aposento que debajo de la
estancia de la cabeza estaba. Por todo este hueco de pie, mesa, garganta y
pechos de la medalla y figura referida se encaminaba un cañón de hoja de
lata, muy justo, que de nadie podía ser visto. En el aposento de abajo
correspondiente al de arriba se ponía el que había de responder, pegada la
boca con el mesmo cañón, de modo que, a modo de cerbatana, iba la voz de
arriba abajo y de abajo arriba, en palabras articuladas y claras; y de esta
manera no era posible conocer el embuste. Un sobrino de don Antonio,
estudiante agudo y discreto, fue el respondiente; el cual, estando avisado
de su señor tío de los que habían de entrar con él en aquel día en el
aposento de la cabeza, le fue fácil responder con presteza y puntualidad a
la primera pregunta; a las demás respondió por conjeturas, y, como
discreto, discretamente. Y dice más Cide Hamete: que hasta diez o doce días
duró esta maravillosa máquina; pero que, divulgándose por la ciudad que don
Antonio tenía en su casa una cabeza encantada, que a cuantos le preguntaban
respondía, temiendo no llegase a los oídos de las despiertas centinelas de
nuestra Fe, habiendo declarado el caso a los señores inquisidores, le
mandaron que lo deshiciese y no pasase más adelante, porque el vulgo
ignorante no se escandalizase; pero en la opinión de don Quijote y de
Sancho Panza, la cabeza quedó por encantada y por respondona, más a
satisfación de don Quijote que de Sancho.

Los caballeros de la ciudad, por complacer a don Antonio y por agasajar a
don Quijote y dar lugar a que descubriese sus sandeces, ordenaron de correr
sortija de allí a seis días; que no tuvo efecto por la ocasión que se dirá
adelante. Diole gana a don Quijote de pasear la ciudad a la llana y a pie,
temiendo que, si iba a caballo, le habían de perseguir los mochachos, y
así, él y Sancho, con otros dos criados que don Antonio le dio, salieron a
pasearse.

Sucedió, pues, que, yendo por una calle, alzó los ojos don Quijote, y vio
escrito sobre una puerta, con letras muy grandes: Aquí se imprimen libros;
de lo que se contentó mucho, porque hasta entonces no había visto emprenta
alguna, y deseaba saber cómo fuese. Entró dentro, con todo su
acompañamiento, y vio tirar en una parte, corregir en otra, componer en
ésta, enmendar en aquélla, y, finalmente, toda aquella máquina que en las
emprentas grandes se muestra. Llegábase don Quijote a un cajón y preguntaba
qué era aquéllo que allí se hacía; dábanle cuenta los oficiales, admirábase
y pasaba adelante. Llegó en otras a uno, y preguntóle qué era lo que hacía.
El oficial le respondió:

-Señor, este caballero que aquí está -y enseñóle a un hombre de muy buen
talle y parecer y de alguna gravedad- ha traducido un libro toscano en
nuestra lengua castellana, y estoyle yo componiendo, para darle a la
estampa.

-¿Qué título tiene el libro? -preguntó don Quijote.

-A lo que el autor respondió:

-Señor, el libro, en toscano, se llama Le bagatele.

-Y ¿qué responde le bagatele en nuestro castellano? -preguntó don Quijote.

-Le bagatele -dijo el autor- es como si en castellano dijésemos los
juguetes; y, aunque este libro es en el nombre humilde, contiene y
encierra en sí cosas muy buenas y sustanciales.

-Yo -dijo don Quijote- sé algún tanto de el toscano, y me precio de cantar
algunas estancias del Ariosto. Pero dígame vuesa merced, señor mío, y no
digo esto porque quiero examinar el ingenio de vuestra merced, sino por
curiosidad no más: ¿ha hallado en su escritura alguna vez nombrar piñata?

-Sí, muchas veces -respondió el autor.

-Y ¿cómo la traduce vuestra merced en castellano? -preguntó don Quijote.

-¿Cómo la había de traducir -replicó el autor-, sino diciendo olla?

-¡Cuerpo de tal -dijo don Quijote-, y qué adelante está vuesa merced en el
toscano idioma! Yo apostaré una buena apuesta que adonde diga en el toscano
piache, dice vuesa merced en el castellano place; y adonde diga più, dice
más, y el su declara con arriba, y el giù con abajo.

-Sí declaro, por cierto -dijo el autor-, porque ésas son sus propias
correspondencias.

-Osaré yo jurar -dijo don Quijote- que no es vuesa merced conocido en el
mundo, enemigo siempre de premiar los floridos ingenios ni los loables
trabajos. ¡Qué de habilidades hay perdidas por ahí! ¡Qué de ingenios
arrinconados! ¡Qué de virtudes menospreciadas! Pero, con todo esto, me
parece que el traducir de una lengua en otra, como no sea de las reinas de
las lenguas, griega y latina, es como quien mira los tapices flamencos por
el revés, que, aunque se veen las figuras, son llenas de hilos que las
escurecen, y no se veen con la lisura y tez de la haz; y el traducir de
lenguas fáciles, ni arguye ingenio ni elocución, como no le arguye el que
traslada ni el que copia un papel de otro papel. Y no por esto quiero
inferir que no sea loable este ejercicio del traducir; porque en otras
cosas peores se podría ocupar el hombre, y que menos provecho le trujesen.
Fuera desta cuenta van los dos famosos traductores: el uno, el doctor
Cristóbal de Figueroa, en su Pastor Fido, y el otro, don Juan de Jáurigui,
en su Aminta, donde felizmente ponen en duda cuál es la tradución o cuál el
original. Pero dígame vuestra merced: este libro, ¿imprímese por su cuenta,
o tiene ya vendido el privilegio a algún librero?

-Por mi cuenta lo imprimo -respondió el autor-, y pienso ganar mil ducados,
por lo menos, con esta primera impresión, que ha de ser de dos mil cuerpos,
y se han de despachar a seis reales cada uno, en daca las pajas.

-¡Bien está vuesa merced en la cuenta! -respondió don Quijote-. Bien parece
que no sabe las entradas y salidas de los impresores, y las
correspondencias que hay de unos a otros; yo le prometo que, cuando se vea
cargado de dos mil cuerpos de libros, vea tan molido su cuerpo, que se
espante, y más si el libro es un poco avieso y no nada picante.

-Pues, ¿qué? -dijo el autor-. ¿Quiere vuesa merced que se lo dé a un
librero, que me dé por el privilegio tres maravedís, y aún piensa que me
hace merced en dármelos? Yo no imprimo mis libros para alcanzar fama en el
mundo, que ya en él soy conocido por mis obras: provecho quiero, que sin él
no vale un cuatrín la buena fama.

-Dios le dé a vuesa merced buena manderecha -respondió don Quijote.

Y pasó adelante a otro cajón, donde vio que estaban corrigiendo un pliego
de un libro que se intitulaba Luz del alma; y,en viéndole, dijo:

-Estos tales libros, aunque hay muchos deste género, son los que se deben
imprimir, porque son muchos los pecadores que se usan, y son menester
infinitas luces para tantos desalumbrados.

Pasó adelante y vio que asimesmo estaban corrigiendo otro libro; y,
preguntando su título, le respondieron que se llamaba la Segunda parte del
Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, compuesta por un tal vecino de
Tordesillas.

-Ya yo tengo noticia deste libro -dijo don Quijote-, y en verdad y en mi
conciencia que pensé que ya estaba quemado y hecho polvos, por
impertinente; pero su San Martín se le llegará, como a cada puerco, que las
historias fingidas tanto tienen de buenas y de deleitables cuanto se llegan
a la verdad o la semejanza della, y las verdaderas tanto son mejores cuanto
son más verdaderas.

Y, diciendo esto, con muestras de algún despecho, se salió de la emprenta.
Y aquel mesmo día ordenó don Antonio de llevarle a ver las galeras que en
la playa estaban, de que Sancho se regocijó mucho, a causa que en su vida
las había visto. Avisó don Antonio al cuatralbo de las galeras como aquella
tarde había de llevar a verlas a su huésped el famoso don Quijote de la
Mancha, de quien ya el cuatralbo y todos los vecinos de la ciudad tenían
noticia; y lo que le sucedió en ellas se dirá en el siguiente capítulo.





Capítulo LXIII. De lo mal que le avino a Sancho Panza con la visita de las
galeras, y la nueva aventura de la hermosa morisca


Grandes eran los discursos que don Quijote hacía sobre la respuesta de la
encantada cabeza, sin que ninguno dellos diese en el embuste, y todos
paraban con la promesa, que él tuvo por cierto, del desencanto de Dulcinea.
Allí iba y venía, y se alegraba entre sí mismo, creyendo que había de ver
presto su cumplimiento; y Sancho, aunque aborrecía el ser gobernador, como
queda dicho, todavía deseaba volver a mandar y a ser obedecido; que esta
mala ventura trae consigo el mando, aunque sea de burlas.

En resolución, aquella tarde don Antonio Moreno, su huésped, y sus dos
amigos, con don Quijote y Sancho, fueron a las galeras. El cuatralbo, que
estaba avisado de su buena venida, por ver a los dos tan famosos Quijote y
Sancho, apenas llegaron a la marina, cuando todas las galeras abatieron
tienda, y sonaron las chirimías; arrojaron luego el esquife al agua,
cubierto de ricos tapetes y de almohadas de terciopelo carmesí, y, en
poniendo que puso los pies en él don Quijote, disparó la capitana el cañón
de crujía, y las otras galeras hicieron lo mesmo, y, al subir don Quijote
por la escala derecha, toda la chusma le saludó como es usanza cuando una
persona principal entra en la galera, diciendo: ''¡Hu, hu, hu!'' tres
veces. Diole la mano el general, que con este nombre le llamaremos, que era
un principal caballero valenciano; abrazó a don Quijote, diciéndole:

-Este día señalaré yo con piedra blanca, por ser uno de los mejores que
pienso llevar en mi vida, habiendo visto al señor don Quijote de la Mancha:
tiempo y señal que nos muestra que en él se encierra y cifra todo el valor
del andante caballería.

Con otras no menos corteses razones le respondió don Quijote, alegre
sobremanera de verse tratar tan a lo señor. Entraron todos en la popa, que
estaba muy bien aderezada, y sentáronse por los bandines, pasóse el cómitre
en crujía, y dio señal con el pito que la chusma hiciese fuera ropa, que se
hizo en un instante. Sancho, que vio tanta gente en cueros, quedó pasmado,
y más cuando vio hacer tienda con tanta priesa, que a él le pareció que
todos los diablos andaban allí trabajando; pero esto todo fueron tortas y
pan pintado para lo que ahora diré. Estaba Sancho sentado sobre el
estanterol, junto al espalder de la mano derecha, el cual ya avisado de lo
que había de hacer, asió de Sancho, y, levantándole en los brazos, toda la
chusma puesta en pie y alerta, comenzando de la derecha banda, le fue dando
y volteando sobre los brazos de la chusma de banco en banco, con tanta
priesa, que el pobre Sancho perdió la vista de los ojos, y sin duda pensó
que los mismos demonios le llevaban, y no pararon con él hasta volverle por
la siniestra banda y ponerle en la popa. Quedó el pobre molido, y jadeando,
y trasudando, sin poder imaginar qué fue lo que sucedido le había.

Don Quijote, que vio el vuelo sin alas de Sancho, preguntó al general si
eran ceremonias aquéllas que se usaban con los primeros que entraban en las
galeras; porque si acaso lo fuese, él, que no tenía intención de profesar
en ellas, no quería hacer semejantes ejercicios, y que votaba a Dios que,
si alguno llegaba a asirle para voltearle, que le había de sacar el alma a
puntillazos; y, diciendo esto, se levantó en pie y empuñó la espada.

A este instante abatieron tienda, y con grandísimo ruido dejaron caer la
entena de alto abajo. Pensó Sancho que el cielo se desencajaba de sus
quicios y venía a dar sobre su cabeza; y, agobiándola, lleno de miedo, la
puso entre las piernas. No las tuvo todas consigo don Quijote; que también
se estremeció y encogió de hombros y perdió la color del rostro. La chusma
izó la entena con la misma priesa y ruido que la habían amainado, y todo
esto, callando, como si no tuvieran voz ni aliento. Hizo señal el cómitre
que zarpasen el ferro, y, saltando en mitad de la crujía con el corbacho o
rebenque, comenzó a mosquear las espaldas de la chusma, y a largarse poco a
poco a la mar. Cuando Sancho vio a una moverse tantos pies colorados, que
tales pensó él que eran los remos, dijo entre sí:

-Éstas sí son verdaderamente cosas encantadas, y no las que mi amo dice.
¿Qué han hecho estos desdichados, que ansí los azotan, y cómo este hombre
solo, que anda por aquí silbando, tiene atrevimiento para azotar a tanta
gente? Ahora yo digo que éste es infierno, o, por lo menos, el purgatorio.

Don Quijote, que vio la atención con que Sancho miraba lo que pasaba, le
dijo:

-¡Ah Sancho amigo, y con qué brevedad y cuán a poca costa os podíades vos,
si quisiésedes, desnudar de medio cuerpo arriba, y poneros entre estos
señores, y acabar con el desencanto de Dulcinea! Pues con la miseria y pena
de tantos, no sentiríades vos mucho la vuestra; y más, que podría ser que
el sabio Merlín tomase en cuenta cada azote déstos, por ser dados de buena
mano, por diez de los que vos finalmente os habéis de dar.

Preguntar quería el general qué azotes eran aquéllos, o qué desencanto de
Dulcinea, cuando dijo el marinero:

-Señal hace Monjuí de que hay bajel de remos en la costa por la banda del
poniente.

Esto oído, saltó el general en la crujía, y dijo:

-¡Ea hijos, no se nos vaya! Algún bergantín de cosarios de Argel debe de
ser éste que la atalaya nos señala.

Llegáronse luego las otras tres galeras a la capitana, a saber lo que se
les ordenaba. Mandó el general que las dos saliesen a la mar, y él con la
otra iría tierra a tierra, porque ansí el bajel no se les escaparía. Apretó
la chusma los remos, impeliendo las galeras con tanta furia, que parecía
que volaban. Las que salieron a la mar, a obra de dos millas descubrieron
un bajel, que con la vista le marcaron por de hasta catorce o quince
bancos, y así era la verdad; el cual bajel, cuando descubrió las galeras,
se puso en caza, con intención y esperanza de escaparse por su ligereza;
pero avínole mal, porque la galera capitana era de los más ligeros bajeles
que en la mar navegaban, y así le fue entrando, que claramente los del
bergantín conocieron que no podían escaparse; y así, el arráez quisiera que
dejaran los remos y se entregaran, por no irritar a enojo al capitán que
nuestras galeras regía. Pero la suerte, que de otra manera lo guiaba,
ordenó que, ya que la capitana llegaba tan cerca que podían los del bajel
oír las voces que desde ella les decían que se rindiesen, dos toraquís, que
es como decir dos turcos borrachos, que en el bergantín venían con estos
doce, dispararon dos escopetas, con que dieron muerte a dos soldados que
sobre nuestras arrumbadas venían. Viendo lo cual, juró el general de no
dejar con vida a todos cuantos en el bajel tomase, y, llegando a embestir
con toda furia, se le escapó por debajo de la palamenta. Pasó la galera
adelante un buen trecho; los del bajel se vieron perdidos, hicieron vela en
tanto que la galera volvía, y de nuevo, a vela y a remo, se pusieron en
caza; pero no les aprovechó su diligencia tanto como les dañó su
atrevimiento, porque, alcanzándoles la capitana a poco más de media milla,
les echó la palamenta encima y los cogió vivos a todos.

Llegaron en esto las otras dos galeras, y todas cuatro con la presa
volvieron a la playa, donde infinita gente los estaba esperando, deseosos
de ver lo que traían. Dio fondo el general cerca de tierra, y conoció que
estaba en la marina el virrey de la ciudad. Mandó echar el esquife para
traerle, y mandó amainar la entena para ahorcar luego luego al arráez y a
los demás turcos que en el bajel había cogido, que serían hasta treinta y
seis personas, todos gallardos, y los más, escopeteros turcos. Preguntó el
general quién era el arráez del bergantín y fuele respondido por uno de los
cautivos, en lengua castellana, que después pareció ser renegado español:

-Este mancebo, señor, que aquí vees es nuestro arráez.

Y mostróle uno de los más bellos y gallardos mozos que pudiera pintar la
humana imaginación. La edad, al parecer, no llegaba a veinte años.
Preguntóle el general:

-Dime, mal aconsejado perro, ¿quién te movió a matarme mis soldados, pues
veías ser imposible el escaparte? ¿Ese respeto se guarda a las capitanas?
¿No sabes tú que no es valentía la temeridad? Las esperanzas dudosas han de
hacer a los hombres atrevidos, pero no temerarios.

Responder quería el arráez; pero no pudo el general, por entonces, oír la
respuesta, por acudir a recebir al virrey, que ya entraba en la galera, con
el cual entraron algunos de sus criados y algunas personas del pueblo.

-¡Buena ha estado la caza, señor general! -dijo el virrey.

-Y tan buena -respondió el general- cual la verá Vuestra Excelencia agora
colgada de esta entena.

-¿Cómo ansí? -replicó el virrey.

-Porque me han muerto -respondió el general-, contra toda ley y contra toda
razón y usanza de guerra, dos soldados de los mejores que en estas galeras
venían, y yo he jurado de ahorcar a cuantos he cautivado, principalmente a
este mozo, que es el arráez del bergantín.

Y enseñóle al que ya tenía atadas las manos y echado el cordel a la
garganta, esperando la muerte.

Miróle el virrey, y, viéndole tan hermoso, y tan gallardo, y tan humilde,
dándole en aquel instante una carta de recomendación su hermosura, le vino
deseo de escusar su muerte; y así, le preguntó:

-Dime, arráez, ¿eres turco de nación, o moro, o renegado?

A lo cual el mozo respondió, en lengua asimesmo castellana:

-Ni soy turco de nación, ni moro, ni renegado.

-Pues, ¿qué eres? -replicó el virrey.

-Mujer cristiana -respondió el mancebo.

-¿Mujer y cristiana, y en tal traje y en tales pasos? Más es cosa para
admirarla que para creerla.

-Suspended -dijo el mozo-, ¡oh señores!, la ejecución de mi muerte, que no
se perderá mucho en que se dilate vuestra venganza en tanto que yo os
cuente mi vida.

¿Quién fuera el de corazón tan duro que con estas razones no se ablandara,
o, a lo menos, hasta oír las que el triste y lastimado mancebo decir
quería? El general le dijo que dijese lo que quisiese, pero que no esperase
alcanzar perdón de su conocida culpa. Con esta licencia, el mozo comenzó a
decir desta manera:

-«De aquella nación más desdichada que prudente, sobre quien ha llovido
estos días un mar de desgracias, nací yo, de moriscos padres engendrada. En
la corriente de su desventura fui yo por dos tíos míos llevada a Berbería,
sin que me aprovechase decir que era cristiana, como, en efecto, lo soy, y
no de las fingidas ni aparentes, sino de las verdaderas y católicas. No me
valió, con los que tenían a cargo nuestro miserable destierro, decir esta
verdad, ni mis tíos quisieron creerla; antes la tuvieron por mentira y por
invención para quedarme en la tierra donde había nacido, y así, por fuerza
más que por grado, me trujeron consigo. Tuve una madre cristiana y un padre
discreto y cristiano, ni más ni menos; mamé la fe católica en la leche;
criéme con buenas costumbres; ni en la lengua ni en ellas jamás, a mi
parecer, di señales de ser morisca. Al par y al paso destas virtudes, que
yo creo que lo son, creció mi hermosura, si es que tengo alguna; y, aunque
mi recato y mi encerramiento fue mucho, no debió de ser tanto que no
tuviese lugar de verme un mancebo caballero, llamado don Gaspar Gregorio,
hijo mayorazgo de un caballero que junto a nuestro lugar otro suyo tiene.
Cómo me vio, cómo nos hablamos, cómo se vio perdido por mí y cómo yo no muy
ganada por él, sería largo de contar, y más en tiempo que estoy temiendo
que, entre la lengua y la garganta, se ha de atravesar el riguroso cordel
que me amenaza; y así, sólo diré cómo en nuestro destierro quiso
acompañarme don Gregorio. Mezclóse con los moriscos que de otros lugares
salieron, porque sabía muy bien la lengua, y en el viaje se hizo amigo de
dos tíos míos que consigo me traían; porque mi padre, prudente y prevenido,
así como oyó el primer bando de nuestro destierro, se salió del lugar y se
fue a buscar alguno en los reinos estraños que nos acogiese. Dejó
encerradas y enterradas, en una parte de quien yo sola tengo noticia,
muchas perlas y piedras de gran valor, con algunos dineros en cruzados y
doblones de oro. Mandóme que no tocase al tesoro que dejaba en ninguna
manera, si acaso antes que él volviese nos desterraban. Hícelo así, y con
mis tíos, como tengo dicho, y otros parientes y allegados pasamos a
Berbería; y el lugar donde hicimos asiento fue en Argel, como si le
hiciéramos en el mismo infierno. Tuvo noticia el rey de mi hermosura, y la
fama se la dio de mis riquezas, que, en parte, fue ventura mía. Llamóme
ante sí, preguntóme de qué parte de España era y qué dineros y qué joyas
traía. Díjele el lugar, y que las joyas y dineros quedaban en él
enterrados, pero que con facilidad se podrían cobrar si yo misma volviese
por ellos. Todo esto le dije, temerosa de que no le cegase mi hermosura,
sino su codicia. Estando conmigo en estas pláticas, le llegaron a decir
cómo venía conmigo uno de los más gallardos y hermosos mancebos que se
podía imaginar. Luego entendí que lo decían por don Gaspar Gregorio, cuya
belleza se deja atrás las mayores que encarecer se pueden. Turbéme,
considerando el peligro que don Gregorio corría, porque entre aquellos
bárbaros turcos en más se tiene y estima un mochacho o mancebo hermoso que
una mujer, por bellísima que sea. Mandó luego el rey que se le trujesen
allí delante para verle, y preguntóme si era verdad lo que de aquel mozo le
decían. Entonces yo, casi como prevenida del cielo, le dije que sí era;
pero que le hacía saber que no era varón, sino mujer como yo, y que le
suplicaba me la dejase ir a vestir en su natural traje, para que de todo en
todo mostrase su belleza y con menos empacho pareciese ante su presencia.
Díjome que fuese en buena hora, y que otro día hablaríamos en el modo que
se podía tener para que yo volviese a España a sacar el escondido tesoro.
Hablé con don Gaspar, contéle el peligro que corría el mostrar ser hombre;
vestíle de mora, y aquella mesma tarde le truje a la presencia del rey, el
cual, en viéndole, quedó admirado y hizo disignio de guardarla para hacer
presente della al Gran Señor; y, por huir del peligro que en el serrallo de
sus mujeres podía tener y temer de sí mismo, la mandó poner en casa de unas
principales moras que la guardasen y la sirviesen, adonde le llevaron
luego. Lo que los dos sentimos (que no puedo negar que no le quiero) se
deje a la consideración de los que se apartan si bien se quieren. Dio luego
traza el rey de que yo volviese a España en este bergantín y que me
acompañasen dos turcos de nación, que fueron los que mataron vuestros
soldados. Vino también conmigo este renegado español -señalando al que
había hablado primero-, del cual sé yo bien que es cristiano encubierto y
que viene con más deseo de quedarse en España que de volver a Berbería; la
demás chusma del bergantín son moros y turcos, que no sirven de más que de
bogar al remo. Los dos turcos, codiciosos e insolentes, sin guardar el
orden que traíamos de que a mí y a este renegado en la primer parte de
España, en hábito de cristianos, de que venimos proveídos, nos echasen en
tierra, primero quisieron barrer esta costa y hacer alguna presa, si
pudiesen, temiendo que si primero nos echaban en tierra, por algún acidente
que a los dos nos sucediese, podríamos descubrir que quedaba el bergantín
en la mar, y si acaso hubiese galeras por esta costa, los tomasen. Anoche
descubrimos esta playa, y, sin tener noticia destas cuatro galeras,
fuimos descubiertos, y nos ha sucedido lo que habéis visto. En resolución:
don Gregorio queda en hábito de mujer entre mujeres, con manifiesto peligro
de perderse, y yo me veo atadas las manos, esperando, o, por mejor decir,
temiendo perder la vida, que ya me cansa.» Éste es, señores, el fin de mi
lamentable historia, tan verdadera como desdichada; lo que os ruego es que
me dejéis morir como cristiana, pues, como ya he dicho, en ninguna cosa he
sido culpante de la culpa en que los de mi nación han caído.

Y luego calló, preñados los ojos de tiernas lágrimas, a quien acompañaron
muchas de los que presentes estaban. El virrey, tierno y compasivo, sin
hablarle palabra, se llegó a ella y le quitó con sus manos el cordel que
las hermosas de la mora ligaba.

En tanto, pues, que la morisca cristiana su peregrina historia trataba,
tuvo clavados los ojos en ella un anciano peregrino que entró en la galera
cuando entró el virrey; y, apenas dio fin a su plática la morisca, cuando
él se arrojó a sus pies, y, abrazado dellos, con interrumpidas palabras de
mil sollozos y suspiros, le dijo:

-¡Oh Ana Félix, desdichada hija mía! Yo soy tu padre Ricote, que volvía a
buscarte por no poder vivir sin ti, que eres mi alma.

A cuyas palabras abrió los ojos Sancho, y alzó la cabeza (que inclinada
tenía, pensando en la desgracia de su paseo), y, mirando al peregrino,
conoció ser el mismo Ricote que topó el día que salió de su gobierno, y
confirmóse que aquélla era su hija, la cual, ya desatada, abrazó a su
padre, mezclando sus lágrimas con las suyas; el cual dijo al general y al
virrey:

-Ésta, señores, es mi hija, más desdichada en sus sucesos que en su nombre.
Ana Félix se llama, con el sobrenombre de Ricote, famosa tanto por su
hermosura como por mi riqueza. Yo salí de mi patria a buscar en reinos
estraños quien nos albergase y recogiese, y, habiéndole hallado en
Alemania, volví en este hábito de peregrino, en compañía de otros alemanes,
a buscar mi hija y a desenterrar muchas riquezas que dejé escondidas. No
hallé a mi hija; hallé el tesoro, que conmigo traigo, y agora, por el
estraño rodeo que habéis visto, he hallado el tesoro que más me enriquece,
que es a mi querida hija. Si nuestra poca culpa y sus lágrimas y las mías,
por la integridad de vuestra justicia, pueden abrir puertas a la
misericordia, usadla con nosotros, que jamás tuvimos pensamiento de
ofenderos, ni convenimos en ningún modo con la intención de los nuestros,
que justamente han sido desterrados.

Entonces dijo Sancho:

-Bien conozco a Ricote, y sé que es verdad lo que dice en cuanto a ser Ana
Félix su hija; que en esotras zarandajas de ir y venir, tener buena o mala
intención, no me entremeto.

Admirados del estraño caso todos los presentes, el general dijo:

-Una por una vuestras lágrimas no me dejarán cumplir mi juramento: vivid,
hermosa Ana Félix, los años de vida que os tiene determinados el cielo, y
lleven la pena de su culpa los insolentes y atrevidos que la cometieron.

Y mandó luego ahorcar de la entena a los dos turcos que a sus dos soldados
habían muerto; pero el virrey le pidió encarecidamente no los ahorcase,
pues más locura que valentía había sido la suya. Hizo el general lo que el
virrey le pedía, porque no se ejecutan bien las venganzas a sangre helada.
Procuraron luego dar traza de sacar a don Gaspar Gregorio del peligro en
que quedaba. Ofreció Ricote para ello más de dos mil ducados que en perlas
y en joyas tenía. Diéronse muchos medios, pero ninguno fue tal como el que
dio el renegado español que se ha dicho, el cual se ofreció de volver a
Argel en algún barco pequeño, de hasta seis bancos, armado de remeros
cristianos, porque él sabía dónde, cómo y cuándo podía y debía desembarcar,
y asimismo no ignoraba la casa donde don Gaspar quedaba. Dudaron el general
y el virrey el fiarse del renegado, ni confiar de los cristianos que habían
de bogar el remo; fióle Ana Félix, y Ricote, su padre, dijo que salía a dar
el rescate de los cristianos, si acaso se perdiesen.

Firmados, pues, en este parecer, se desembarcó el virrey, y don Antonio
Moreno se llevó consigo a la morisca y a su padre, encargándole el virrey
que los regalase y acariciase cuanto le fuese posible; que de su parte le
ofrecía lo que en su casa hubiese para su regalo. Tanta fue la benevolencia
y caridad que la hermosura de Ana Félix infundió en su pecho.





Capítulo LXIV. Que trata de la aventura que más pesadumbre dio a don
Quijote de cuantas hasta entonces le habían sucedido


La mujer de don Antonio Moreno cuenta la historia que recibió grandísimo
contento de ver a Ana Félix en su casa. Recibióla con mucho agrado, así
enamorada de su belleza como de su discreción, porque en lo uno y en lo
otro era estremada la morisca, y toda la gente de la ciudad, como a campana
tañida, venían a verla.

Dijo don Quijote a don Antonio que el parecer que habían tomado en la
libertad de don Gregorio no era bueno, porque tenía más de peligroso que de
conveniente, y que sería mejor que le pusiesen a él en Berbería con sus
armas y caballo; que él le sacaría a pesar de toda la morisma, como había
hecho don Gaiferos a su esposa Melisendra.

-Advierta vuesa merced -dijo Sancho, oyendo esto- que el señor don Gaiferos
sacó a sus esposa de tierra firme y la llevó a Francia por tierra firme;
pero aquí, si acaso sacamos a don Gregorio, no tenemos por dónde traerle a
España, pues está la mar en medio.

-Para todo hay remedio, si no es para la muerte -respondió don Quijote-;
pues, llegando el barco a la marina, nos podremos embarcar en él, aunque
todo el mundo lo impida.

-Muy bien lo pinta y facilita vuestra merced -dijo Sancho-, pero del dicho
al hecho hay gran trecho, y yo me atengo al renegado, que me parece muy
hombre de bien y de muy buenas entrañas.

Don Antonio dijo que si el renegado no saliese bien del caso, se tomaría el
espediente de que el gran don Quijote pasase en Berbería.

De allí a dos días partió el renegado en un ligero barco de seis remos por
banda, armado de valentísima chusma; y de allí a otros dos se partieron las
galeras a Levante, habiendo pedido el general al visorrey fuese servido de
avisarle de lo que sucediese en la libertad de don Gregorio y en el caso de
Ana Félix; quedó el visorrey de hacerlo así como se lo pedía.

Y una mañana, saliendo don Quijote a pasearse por la playa armado de todas
sus armas, porque, como muchas veces decía, ellas eran sus arreos, y su
descanso el pelear, y no se hallaba sin ellas un punto, vio venir hacía él
un caballero, armado asimismo de punta en blanco, que en el escudo traía
pintada una luna resplandeciente; el cual, llegándose a trecho que podía
ser oído, en altas voces, encaminando sus razones a don Quijote, dijo:

-Insigne caballero y jamás como se debe alabado don Quijote de la Mancha,
yo soy el Caballero de la Blanca Luna, cuyas inauditas hazañas quizá te le
habrán traído a la memoria. Vengo a contender contigo y a probar la fuerza
de tus brazos, en razón de hacerte conocer y confesar que mi dama, sea
quien fuere, es sin comparación más hermosa que tu Dulcinea del Toboso; la
cual verdad si tú la confiesas de llano en llano, escusarás tu muerte y el
trabajo que yo he de tomar en dártela; y si tú peleares y yo te venciere,
no quiero otra satisfación sino que, dejando las armas y absteniéndote de
buscar aventuras, te recojas y retires a tu lugar por tiempo de un año,
donde has de vivir sin echar mano a la espada, en paz tranquila y en
provechoso sosiego, porque así conviene al aumento de tu hacienda y a la
salvación de tu alma; y si tú me vencieres, quedará a tu discreción mi
cabeza, y serán tuyos los despojos de mis armas y caballo, y pasará a la
tuya la fama de mis hazañas. Mira lo que te está mejor, y respóndeme luego,
porque hoy todo el día traigo de término para despachar este negocio.

Don Quijote quedó suspenso y atónito, así de la arrogancia del Caballero de
la Blanca Luna como de la causa por que le desafiaba; y con reposo y ademán
severo le respondió:

-Caballero de la Blanca Luna, cuyas hazañas hasta agora no han llegado a mi
noticia, yo osaré jurar que jamás habéis visto a la ilustre Dulcinea; que
si visto la hubiérades, yo sé que procurárades no poneros en esta demanda,
porque su vista os desengañara de que no ha habido ni puede haber belleza
que con la suya comparar se pueda; y así, no diciéndoos que mentís, sino
que no acertáis en lo propuesto, con las condiciones que habéis referido,
aceto vuestro desafío, y luego, porque no se pase el día que traéis
determinado; y sólo exceto de las condiciones la de que se pase a mí la
fama de vuestras hazañas, porque no sé cuáles ni qué tales sean: con las
mías me contento, tales cuales ellas son. Tomad, pues, la parte del campo
que quisiéredes, que yo haré lo mesmo, y a quien Dios se la diere, San
Pedro se la bendiga.

Habían descubierto de la ciudad al Caballero de la Blanca Luna, y díchoselo
al visorrey que estaba hablando con don Quijote de la Mancha. El visorrey,
creyendo sería alguna nueva aventura fabricada por don Antonio Moreno, o
por otro algún caballero de la ciudad, salió luego a la playa con don
Antonio y con otros muchos caballeros que le acompañaban, a tiempo cuando
don Quijote volvía las riendas a Rocinante para tomar del campo lo
necesario.

Viendo, pues, el visorrey que daban los dos señales de volverse a
encontrar, se puso en medio, preguntándoles qué era la causa que les movía
a hacer tan de improviso batalla. El Caballero de la Blanca Luna respondió
que era precedencia de hermosura, y en breves razones le dijo las mismas
que había dicho a don Quijote, con la acetación de las condiciones del
desafío hechas por entrambas partes. Llegóse el visorrey a don Antonio, y
preguntóle paso si sabía quién era el tal Caballero de la Blanca Luna, o si
era alguna burla que querían hacer a don Quijote. Don Antonio le respondió
que ni sabía quién era, ni si era de burlas ni de veras el tal desafío.
Esta respuesta tuvo perplejo al visorrey en si les dejaría o no pasar
adelante en la batalla; pero, no pudiéndose persuadir a que fuese sino
burla, se apartó diciendo:

-Señores caballeros, si aquí no hay otro remedio sino confesar o morir, y
el señor don Quijote está en sus trece y vuestra merced el de la Blanca
Luna en sus catorce, a la mano de Dios, y dense.

Agradeció el de la Blanca Luna con corteses y discretas razones al visorrey
la licencia que se les daba, y don Quijote hizo lo mesmo; el cual,
encomendándose al cielo de todo corazón y a su Dulcinea -como tenía de
costumbre al comenzar de las batallas que se le ofrecían-, tornó a tomar
otro poco más del campo, porque vio que su contrario hacía lo mesmo, y, sin
tocar trompeta ni otro instrumento bélico que les diese señal de arremeter,
volvieron entrambos a un mesmo punto las riendas a sus caballos; y, como
era más ligero el de la Blanca Luna, llegó a don Quijote a dos tercios
andados de la carrera, y allí le encontró con tan poderosa fuerza, sin
tocarle con la lanza (que la levantó, al parecer, de propósito), que dio
con Rocinante y con don Quijote por el suelo una peligrosa caída. Fue luego
sobre él, y, poniéndole la lanza sobre la visera, le dijo:

-Vencido sois, caballero, y aun muerto, si no confesáis las condiciones de
nuestro desafío.

Don Quijote, molido y aturdido, sin alzarse la visera, como si hablara
dentro de una tumba, con voz debilitada y enferma, dijo:

-Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo, y yo el más
desdichado caballero de la tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude
esta verdad. Aprieta, caballero, la lanza, y quítame la vida, pues me has
quitado la honra.

-Eso no haré yo, por cierto -dijo el de la Blanca Luna-: viva, viva en su
entereza la fama de la hermosura de la señora Dulcinea del Toboso, que sólo
me contento con que el gran don Quijote se retire a su lugar un año, o
hasta el tiempo que por mí le fuere mandado, como concertamos antes de
entrar en esta batalla.

Todo esto oyeron el visorrey y don Antonio, con otros muchos que allí
estaban, y oyeron asimismo que don Quijote respondió que como no le pidiese
cosa que fuese en perjuicio de Dulcinea, todo lo demás cumpliría como
caballero puntual y verdadero.

Hecha esta confesión, volvió las riendas el de la Blanca Luna, y, haciendo
mesura con la cabeza al visorrey, a medio galope se entró en la ciudad.

Mandó el visorrey a don Antonio que fuese tras él, y que en todas maneras
supiese quién era. Levantaron a don Quijote, descubriéronle el rostro y
halláronle sin color y trasudando. Rocinante, de puro malparado, no se pudo
mover por entonces. Sancho, todo triste, todo apesarado, no sabía qué
decirse ni qué hacerse: parecíale que todo aquel suceso pasaba en sueños y
que toda aquella máquina era cosa de encantamento. Veía a su señor rendido
y obligado a no tomar armas en un año; imaginaba la luz de la gloria de sus
hazañas escurecida, las esperanzas de sus nuevas promesas deshechas, como
se deshace el humo con el viento. Temía si quedaría o no contrecho
Rocinante, o deslocado su amo; que no fuera poca ventura si deslocado
quedara. Finalmente, con una silla de manos, que mandó traer el visorrey,
le llevaron a la ciudad, y el visorrey se volvió también a ella, con deseo
de saber quién fuese el Caballero de la Blanca Luna, que de tan mal talante
había dejado a don Quijote.





Capítulo LXV. Donde se da noticia quién era el de la Blanca Luna, con la
libertad de Don Gregorio, y de otros sucesos


Siguió don Antonio Moreno al Caballero de la Blanca Luna, y siguiéronle
también, y aun persiguiéronle, muchos muchachos, hasta que le cerraron en
un mesón dentro de la ciudad. Entró el don Antonio con deseo de conocerle;
salió un escudero a recebirle y a desarmarle; encerróse en una sala baja, y
con él don Antonio, que no se le cocía el pan hasta saber quién fuese.
Viendo, pues, el de la Blanca Luna que aquel caballero no le dejaba, le
dijo:

-Bien sé, señor, a lo que venís, que es a saber quién soy; y, porque no hay
para qué negároslo, en tanto que este mi criado me desarma os lo diré, sin
faltar un punto a la verdad del caso. Sabed, señor, que a mí me llaman el
bachiller Sansón Carrasco; soy del mesmo lugar de don Quijote de la Mancha,
cuya locura y sandez mueve a que le tengamos lástima todos cuantos le
conocemos, y entre los que más se la han tenido he sido yo; y, creyendo que
está su salud en su reposo y en que se esté en su tierra y en su casa, di
traza para hacerle estar en ella; y así, habrá tres meses que le salí al
camino como caballero andante, llamándome el Caballero de los Espejos, con
intención de pelear con él y vencerle, sin hacerle daño, poniendo por
condición de nuestra pelea que el vencido quedase a discreción del
vencedor; y lo que yo pensaba pedirle, porque ya le juzgaba por vencido,
era que se volviese a su lugar y que no saliese dél en todo un año, en el
cual tiempo podría ser curado; pero la suerte lo ordenó de otra manera,
porque él me venció a mí y me derribó del caballo, y así, no tuvo efecto mi
pensamiento: él prosiguió su camino, y yo me volví, vencido, corrido y
molido de la caída, que fue además peligrosa; pero no por esto se me quitó
el deseo de volver a buscarle y a vencerle, como hoy se ha visto. Y como él
es tan puntual en guardar las órdenes de la andante caballería, sin duda
alguna guardará la que le he dado, en cumplimiento de su palabra. Esto es,
señor, lo que pasa, sin que tenga que deciros otra cosa alguna; suplícoos
no me descubráis ni le digáis a don Quijote quién soy, porque tengan efecto
los buenos pensamientos míos y vuelva a cobrar su juicio un hombre que le
tiene bonísimo, como le dejen las sandeces de la caballería.

-¡Oh señor -dijo don Antonio-, Dios os perdone el agravio que habéis hecho
a todo el mundo en querer volver cuerdo al más gracioso loco que hay en él!
¿No veis, señor, que no podrá llegar el provecho que cause la cordura de
don Quijote a lo que llega el gusto que da con sus desvaríos? Pero yo
imagino que toda la industria del señor bachiller no ha de ser parte para
volver cuerdo a un hombre tan rematadamente loco; y si no fuese contra
caridad, diría que nunca sane don Quijote, porque con su salud, no
solamente perdemos sus gracias, sino las de Sancho Panza, su escudero, que
cualquiera dellas puede volver a alegrar a la misma melancolía. Con todo
esto, callaré, y no le diré nada, por ver si salgo verdadero en sospechar
que no ha de tener efecto la diligencia hecha por el señor Carrasco.

El cual respondió que ya una por una estaba en buen punto aquel negocio, de
quien esperaba feliz suceso. Y, habiéndose ofrecido don Antonio de hacer lo
que más le mandase, se despidió dél; y, hecho liar sus armas sobre un
macho, luego al mismo punto, sobre el caballo con que entró en la batalla,
se salió de la ciudad aquel mismo día y se volvió a su patria, sin
sucederle cosa que obligue a contarla en esta verdadera historia.

Contó don Antonio al visorrey todo lo que Carrasco le había contado, de lo
que el visorrey no recibió mucho gusto, porque en el recogimiento de don
Quijote se perdía el que podían tener todos aquellos que de sus locuras
tuviesen noticia.

Seis días estuvo don Quijote en el lecho, marrido, triste, pensativo y mal
acondicionado, yendo y viniendo con la imaginación en el desdichado suceso
de su vencimiento. Consolábale Sancho, y, entre otras razones, le dijo:

-Señor mío, alce vuestra merced la cabeza y alégrese, si puede, y dé
gracias al cielo que, ya que le derribó en la tierra, no salió con alguna
costilla quebrada; y, pues sabe que donde las dan las toman, y que no
siempre hay tocinos donde hay estacas, dé una higa al médico, pues no le ha
menester para que le cure en esta enfermedad: volvámonos a nuestra casa y
dejémonos de andar buscando aventuras por tierras y lugares que no sabemos;
y, si bien se considera, yo soy aquí el más perdidoso, aunque es vuestra
merced el más mal parado. Yo, que dejé con el gobierno los deseos de ser
más gobernador, no dejé la gana de ser conde, que jamás tendrá efecto si
vuesa merced deja de ser rey, dejando el ejercicio de su caballería; y así,
vienen a volverse en humo mis esperanzas.

-Calla, Sancho, pues ves que mi reclusión y retirada no ha de pasar de un
año; que luego volveré a mis honrados ejercicios, y no me ha de faltar
reino que gane y algún condado que darte.

-Dios lo oiga -dijo Sancho-, y el pecado sea sordo, que siempre he oído
decir que más vale buena esperanza que ruin posesión.

En esto estaban cuando entró don Antonio, diciendo con muestras de
grandísimo contento:

-¡Albricias, señor don Quijote, que don Gregorio y el renegado que fue por
él está en la playa! ¿Qué digo en la playa? Ya está en casa del visorrey, y
será aquí al momento.

Alegróse algún tanto don Quijote, y dijo:

-En verdad que estoy por decir que me holgara que hubiera sucedido todo al
revés, porque me obligara a pasar en Berbería, donde con la fuerza de mi
brazo diera libertad no sólo a don Gregorio, sino a cuantos cristianos
cautivos hay en Berbería. Pero, ¿qué digo, miserable? ¿No soy yo el
vencido? ¿No soy yo el derribado? ¿No soy yo el que no puede tomar arma en
un año? Pues, ¿qué prometo? ¿De qué me alabo, si antes me conviene usar de
la rueca que de la espada?

-Déjese deso, señor -dijo Sancho-: viva la gallina, aunque con su pepita,
que hoy por ti y mañana por mí; y en estas cosas de encuentros y porrazos
no hay tomarles tiento alguno, pues el que hoy cae puede levantarse
mañana, si no es que se quiere estar en la cama; quiero decir que se deje
desmayar, sin cobrar nuevos bríos para nuevas pendencias. Y levántese
vuestra merced agora para recebir a don Gregorio, que me parece que anda la
gente alborotada, y ya debe de estar en casa.

Y así era la verdad; porque, habiendo ya dado cuenta don Gregorio y el
renegado al visorrey de su ida y vuelta, deseoso don Gregorio de ver a Ana
Félix, vino con el renegado a casa de don Antonio; y, aunque don Gregorio,
cuando le sacaron de Argel, fue con hábitos de mujer, en el barco los trocó
por los de un cautivo que salió consigo; pero en cualquiera que viniera,
mostrara ser persona para ser codiciada, servida y estimada, porque era
hermoso sobremanera, y la edad, al parecer, de diez y siete o diez y ocho
años. Ricote y su hija salieron a recebirle: el padre con lágrimas y la
hija con honestidad. No se abrazaron unos a otros, porque donde hay mucho
amor no suele haber demasiada desenvoltura. Las dos bellezas juntas de don
Gregorio y Ana Félix admiraron en particular a todos juntos los que
presentes estaban. El silencio fue allí el que habló por los dos amantes, y
los ojos fueron las lenguas que descubrieron sus alegres y honestos
pensamientos.

Contó el renegado la industria y medio que tuvo para sacar a don Gregorio;
contó don Gregorio los peligros y aprietos en que se había visto con las
mujeres con quien había quedado, no con largo razonamiento, sino con breves
palabras, donde mostró que su discreción se adelantaba a sus años.
Finalmente, Ricote pagó y satisfizo liberalmente así al renegado como a los
que habían bogado al remo. Reincorporóse y redújose el renegado con la
Iglesia, y, de miembro podrido, volvió limpio y sano con la penitencia y el
arrepentimiento.

De allí a dos días trató el visorrey con don Antonio qué modo tendrían para
que Ana Félix y su padre quedasen en España, pareciéndoles no ser de
inconveniente alguno que quedasen en ella hija tan cristiana y padre, al
parecer, tan bien intencionado. Don Antonio se ofreció venir a la corte a
negociarlo, donde había de venir forzosamente a otros negocios, dando a
entender que en ella, por medio del favor y de las dádivas, muchas cosas
dificultosas se acaban.

-No -dijo Ricote, que se halló presente a esta plática- hay que esperar en
favores ni en dádivas, porque con el gran don Bernardino de Velasco, conde
de Salazar, a quien dio Su Majestad cargo de nuestra expulsión, no valen
ruegos, no promesas, no dádivas, no lástimas; porque, aunque es verdad que
él mezcla la misericordia con la justicia, como él vee que todo el cuerpo
de nuestra nación está contaminado y podrido, usa con él antes del cauterio
que abrasa que del ungüento que molifica; y así, con prudencia, con
sagacidad, con diligencia y con miedos que pone, ha llevado sobre sus
fuertes hombros a debida ejecución el peso desta gran máquina, sin que
nuestras industrias, estratagemas, solicitudes y fraudes hayan podido
deslumbrar sus ojos de Argos, que contino tiene alerta, porque no se le
quede ni encubra ninguno de los nuestros, que, como raíz escondida, que con
el tiempo venga después a brotar, y a echar frutos venenosos en España, ya
limpia, ya desembarazada de los temores en que nuestra muchedumbre la
tenía. ¡Heroica resolución del gran Filipo Tercero, y inaudita prudencia en
haberla encargado al tal don Bernardino de Velasco!

-Una por una, yo haré, puesto allá, las diligencias posibles, y haga el
cielo lo que más fuere servido -dijo don Antonio-. Don Gregorio se irá
conmigo a consolar la pena que sus padres deben tener por su ausencia; Ana
Félix se quedará con mi mujer en mi casa, o en un monasterio, y yo sé que
el señor visorrey gustará se quede en la suya el buen Ricote, hasta ver
cómo yo negocio.

El visorrey consintió en todo lo propuesto, pero don Gregorio, sabiendo lo
que pasaba, dijo que en ninguna manera podía ni quería dejar a doña Ana
Félix; pero, teniendo intención de ver a sus padres, y de dar traza de
volver por ella, vino en el decretado concierto. Quedóse Ana Félix con la
mujer de don Antonio, y Ricote en casa del visorrey.

Llegóse el día de la partida de don Antonio, y el de don Quijote y Sancho,
que fue de allí a otros dos; que la caída no le concedió que más presto se
pusiese en camino. Hubo lágrimas, hubo suspiros, desmayos y sollozos al
despedirse don Gregorio de Ana Félix. Ofrecióle Ricote a don Gregorio mil
escudos, si los quería; pero él no tomó ninguno, sino solos cinco que le
prestó don Antonio, prometiendo la paga dellos en la corte. Con esto, se
partieron los dos, y don Quijote y Sancho después, como se ha dicho: don
Quijote desarmado y de camino, Sancho a pie, por ir el rucio cargado con
las armas.





Capítulo LXVI. Que trata de lo que verá el que lo leyere, o lo oirá el que
lo escuchare leer


Al salir de Barcelona, volvió don Quijote a mirar el sitio donde había
caído, y dijo:

-¡Aquí fue Troya! ¡Aquí mi desdicha, y no mi cobardía, se llevó mis
alcanzadas glorias; aquí usó la fortuna conmigo de sus vueltas y revueltas;
aquí se escurecieron mis hazañas; aquí, finalmente, cayó mi ventura para
jamás levantarse!

Oyendo lo cual Sancho, dijo:

-Tan de valientes corazones es, señor mío, tener sufrimiento en las
desgracias como alegría en las prosperidades; y esto lo juzgo por mí mismo,
que si cuando era gobernador estaba alegre, agora que soy escudero de a
pie, no estoy triste; porque he oído decir que esta que llaman por ahí
Fortuna es una mujer borracha y antojadiza, y, sobre todo, ciega, y así, no
vee lo que hace, ni sabe a quién derriba, ni a quién ensalza.

-Muy filósofo estás, Sancho -respondió don Quijote-, muy a lo discreto
hablas: no sé quién te lo enseña. Lo que te sé decir es que no hay fortuna
en el mundo, ni las cosas que en él suceden, buenas o malas que sean,
vienen acaso, sino por particular providencia de los cielos, y de aquí
viene lo que suele decirse: que cada uno es artífice de su ventura. Yo lo
he sido de la mía, pero no con la prudencia necesaria, y así, me han salido
al gallarín mis presunciones; pues debiera pensar que al poderoso grandor
del caballo del de la Blanca Luna no podía resistir la flaqueza de
Rocinante. Atrevíme en fin, hice lo que puede, derribáronme, y, aunque
perdí la honra, no perdí, ni puedo perder, la virtud de cumplir mi palabra.
Cuando era caballero andante, atrevido y valiente, con mis obras y con mis
manos acreditaba mis hechos; y agora, cuando soy escudero pedestre,
acreditaré mis palabras cumpliendo la que di de mi promesa. Camina, pues,
amigo Sancho, y vamos a tener en nuestra tierra el año del noviciado, con
cuyo encerramiento cobraremos virtud nueva para volver al nunca de mí
olvidado ejercicio de las armas.

-Señor -respondió Sancho-, no es cosa tan gustosa el caminar a pie, que me
mueva e incite a hacer grandes jornadas. Dejemos estas armas colgadas de
algún árbol, en lugar de un ahorcado, y, ocupando yo las espaldas del
rucio, levantados los pies del suelo, haremos las jornadas como vuestra
merced las pidiere y midiere; que pensar que tengo de caminar a pie y
hacerlas grandes es pensar en lo escusado.

-Bien has dicho, Sancho -respondió don Quijote-: cuélguense mis armas por
trofeo, y al pie dellas, o alrededor dellas, grabaremos en los árboles lo
que en el trofeo de las armas de Roldán estaba escrito:

Nadie las mueva

que estar no pueda con Roldán a prueba.

-Todo eso me parece de perlas -respondió Sancho-; y, si no fuera por la
falta que para el camino nos había de hacer Rocinante, también fuera bien
dejarle colgado.

-¡Pues ni él ni las armas -replicó don Quijote- quiero que se ahorquen,
porque no se diga que a buen servicio, mal galardón!

-Muy bien dice vuestra merced -respondió Sancho-, porque, según opinión de
discretos, la culpa del asno no se ha de echar a la albarda; y, pues deste
suceso vuestra merced tiene la culpa, castíguese a sí mesmo, y no revienten
sus iras por las ya rotas y sangrientas armas, ni por las mansedumbres de
Rocinante, ni por la blandura de mis pies, queriendo que caminen más de lo
justo.

En estas razones y pláticas se les pasó todo aquel día, y aun otros cuatro,
sin sucederles cosa que estorbase su camino; y al quinto día, a la entrada
de un lugar, hallaron a la puerta de un mesón mucha gente, que, por ser
fiesta, se estaba allí solazando. Cuando llegaba a ellos don Quijote, un
labrador alzó la voz diciendo:

-Alguno destos dos señores que aquí vienen, que no conocen las partes, dirá
lo que se ha de hacer en nuestra apuesta.

-Sí diré, por cierto -respondió don Quijote-, con toda rectitud, si es que
alcanzo a entenderla.

-«Es, pues, el caso -dijo el labrador-, señor bueno, que un vecino deste
lugar, tan gordo que pesa once arrobas, desafió a correr a otro su vecino,
que no pesa más que cinco. Fue la condición que habían de correr una
carrera de cien pasos con pesos iguales; y, habiéndole preguntado al
desafiador cómo se había de igualar el peso, dijo que el desafiado, que
pesa cinco arrobas, se pusiese seis de hierro a cuestas, y así se
igualarían las once arrobas del flaco con las once del gordo.»

-Eso no -dijo a esta sazón Sancho, antes que don Quijote respondiese-. Y a
mí, que ha pocos días que salí de ser gobernador y juez, como todo el mundo
sabe, toca averiguar estas dudas y dar parecer en todo pleito.

-Responde en buen hora -dijo don Quijote-, Sancho amigo, que yo no estoy
para dar migas a un gato, según traigo alborotado y trastornado el juicio.

Con esta licencia, dijo Sancho a los labradores, que estaban muchos
alrededor dél la boca abierta, esperando la sentencia de la suya:

-Hermanos, lo que el gordo pide no lleva camino, ni tiene sombra de
justicia alguna; porque si es verdad lo que se dice, que el desafiado puede
escoger las armas, no es bien que éste las escoja tales que le impidan ni
estorben el salir vencedor; y así, es mi parecer que el gordo desafiador se
escamonde, monde, entresaque, pula y atilde, y saque seis arrobas de sus
carnes, de aquí o de allí de su cuerpo, como mejor le pareciere y
estuviere; y desta manera, quedando en cinco arrobas de peso, se igualará y
ajustará con las cinco de su contrario, y así podrán correr igualmente.

-¡Voto a tal -dijo un labrador que escuchó la sentencia de Sancho- que este
señor ha hablado como un bendito y sentenciado como un canónigo! Pero a
buen seguro que no ha de querer quitarse el gordo una onza de sus carnes,
cuanto más seis arrobas.

-Lo mejor es que no corran -respondió otro-, porque el flaco no se muela
con el peso, ni el gordo se descarne; y échese la mitad de la apuesta en
vino, y llevemos estos señores a la taberna de lo caro, y sobre mí la capa
cuando llueva.

-Yo, señores -respondió don Quijote-, os lo agradezco, pero no puedo
detenerme un punto, porque pensamientos y sucesos tristes me hacen parecer
descortés y caminar más que de paso.

Y así, dando de las espuelas a Rocinante, pasó adelante, dejándolos
admirados de haber visto y notado así su estraña figura como la discreción
de su criado, que por tal juzgaron a Sancho. Y otro de los labradores dijo:

-Si el criado es tan discreto, ¡cuál debe de ser el amo! Yo apostaré que si
van a estudiar a Salamanca, que a un tris han de venir a ser alcaldes de
corte; que todo es burla, sino estudiar y más estudiar, y tener favor y
ventura; y cuando menos se piensa el hombre, se halla con una vara en la
mano o con una mitra en la cabeza.

Aquella noche la pasaron amo y mozo en mitad del campo, al cielo raso y
descubierto; y otro día, siguiendo su camino, vieron que hacia ellos venía
un hombre de a pie, con unas alforjas al cuello y una azcona o chuzo en la
mano, propio talle de correo de a pie; el cual, como llegó junto a don
Quijote, adelantó el paso, y medio corriendo llegó a él, y, abrazándole por
el muslo derecho, que no alcanzaba a más, le dijo, con muestras de mucha
alegría:

-¡Oh mi señor don Quijote de la Mancha, y qué gran contento ha de llegar al
corazón de mi señor el duque cuando sepa que vuestra merced vuelve a su
castillo, que todavía se está en él con mi señora la duquesa!

-No os conozco, amigo -respondió don Quijote-, ni sé quién sois, si vos no
me lo decís.

-Yo, señor don Quijote -respondió el correo-, soy Tosilos, el lacayo del
duque mi señor, que no quise pelear con vuestra merced sobre el casamiento
de la hija de doña Rodríguez.

-¡Válame Dios! -dijo don Quijote-. ¿Es posible que sois vos el que los
encantadores mis enemigos transformaron en ese lacayo que decís, por
defraudarme de la honra de aquella batalla?

-Calle, señor bueno -replicó el cartero-, que no hubo encanto alguno ni
mudanza de rostro ninguna: tan lacayo Tosilos entré en la estacada como
Tosilos lacayo salí della. Yo pensé casarme sin pelear, por haberme
parecido bien la moza, pero sucedióme al revés mi pensamiento, pues, así
como vuestra merced se partió de nuestro castillo, el duque mi señor me
hizo dar cien palos por haber contravenido a las ordenanzas que me tenía
dadas antes de entrar en la batalla, y todo ha parado en que la muchacha es
ya monja, y doña Rodríguez se ha vuelto a Castilla, y yo voy ahora a
Barcelona, a llevar un pliego de cartas al virrey, que le envía mi amo. Si
vuestra merced quiere un traguito, aunque caliente, puro, aquí llevo una
calabaza llena de lo caro, con no sé cuántas rajitas de queso de Tronchón,
que servirán de llamativo y despertador de la sed, si acaso está durmiendo.

-Quiero el envite -dijo Sancho-, y échese el resto de la cortesía, y
escancie el buen Tosilos, a despecho y pesar de cuantos encantadores hay en
las Indias.

-En fin -dijo don Quijote-, tú eres, Sancho, el mayor glotón del mundo y el
mayor ignorante de la tierra, pues no te persuades que este correo es
encantado, y este Tosilos contrahecho. Quédate con él y hártate, que yo me
iré adelante poco a poco, esperándote a que vengas.

Rióse el lacayo, desenvainó su calabaza, desalforjó sus rajas, y, sacando
un panecillo, él y Sancho se sentaron sobre la yerba verde, y en buena paz
compaña despabilaron y dieron fondo con todo el repuesto de las alforjas,
con tan buenos alientos, que lamieron el pliego de las cartas, sólo porque
olía a queso. Dijo Tosilos a Sancho:

-Sin duda este tu amo, Sancho amigo, debe de ser un loco.

-¿Cómo debe? -respondió Sancho-. No debe nada a nadie, que todo lo paga, y
más cuando la moneda es locura. Bien lo veo yo, y bien se lo digo a él;
pero, ¿qué aprovecha? Y más agora que va rematado, porque va vencido del
Caballero de la Blanca Luna.

Rogóle Tosilos le contase lo que le había sucedido, pero Sancho le
respondió que era descortesía dejar que su amo le esperase; que otro día,
si se encontrasen, habría lugar par ello. Y, levantándose, después de
haberse sacudido el sayo y las migajas de las barbas, antecogió al rucio,
y, diciendo ''a Dios'', dejó a Tosilos y alcanzó a su amo, que a la sombra
de un árbol le estaba esperando.





Capítulo LXVII. De la resolución que tomó don Quijote de hacerse pastor y
seguir la vida del campo, en tanto que se pasaba el año de su promesa, con
otros sucesos en verdad gustosos y buenos


Si muchos pensamientos fatigaban a don Quijote antes de ser derribado,
muchos más le fatigaron después de caído. A la sombra del árbol estaba,
como se ha dicho, y allí, como moscas a la miel, le acudían y picaban
pensamientos: unos iban al desencanto de Dulcinea y otros a la vida que
había de hacer en su forzosa retirada. Llegó Sancho y alabóle la liberal
condición del lacayo Tosilos.

-¿Es posible -le dijo don Quijote- que todavía, ¡oh Sancho!, pienses que
aquél sea verdadero lacayo? Parece que se te ha ido de las mientes haber
visto a Dulcinea convertida y transformada en labradora, y al Caballero de
los Espejos en el bachiller Carrasco, obras todas de los encantadores que
me persiguen. Pero dime agora: ¿preguntaste a ese Tosilos que dices qué ha
hecho Dios de Altisidora: si ha llorado mi ausencia, o si ha dejado ya en
las manos del olvido los enamorados pensamientos que en mi presencia la
fatigaban?

-No eran -respondió Sancho- los que yo tenía tales que me diesen lugar a
preguntar boberías. ¡Cuerpo de mí!, señor, ¿está vuestra merced ahora en
términos de inquirir pensamientos ajenos, especialmente amorosos?

-Mira, Sancho -dijo don Quijote-, mucha diferencia hay de las obras que se
hacen por amor a las que se hacen por agradecimiento. Bien puede ser que un
caballero sea desamorado, pero no puede ser, hablando en todo rigor, que
sea desagradecido. Quísome bien, al parecer, Altisidora; diome los tres
tocadores que sabes, lloró en mi partida, maldíjome, vituperóme, quejóse, a
despecho de la vergüenza, públicamente: señales todas de que me adoraba,
que las iras de los amantes suelen parar en maldiciones. Yo no tuve
esperanzas que darle, ni tesoros que ofrecerle, porque las mías las tengo
entregadas a Dulcinea, y los tesoros de los caballeros andantes son, como
los de los duendes, aparentes y falsos, y sólo puedo darle estos acuerdos
que della tengo, sin perjuicio, pero, de los que tengo de Dulcinea, a quien
tú agravias con la remisión que tienes en azotarte y en castigar esas
carnes, que vea yo comidas de lobos, que quieren guardarse antes para los
gusanos que para el remedio de aquella pobre señora.

-Señor -respondió Sancho-, si va a decir la verdad, yo no me puedo
persuadir que los azotes de mis posaderas tengan que ver con los
desencantos de los encantados, que es como si dijésemos: "Si os duele la
cabeza, untaos las rodillas". A lo menos, yo osaré jurar que en cuantas
historias vuesa merced ha leído que tratan de la andante caballería no ha
visto algún desencantado por azotes; pero, por sí o por no, yo me los daré,
cuando tenga gana y el tiempo me dé comodidad para castigarme.

-Dios lo haga -respondió don Quijote-, y los cielos te den gracia para que
caigas en la cuenta y en la obligación que te corre de ayudar a mi señora,
que lo es tuya, pues tú eres mío.

En estas pláticas iban siguiendo su camino, cuando llegaron al mesmo sitio
y lugar donde fueron atropellados de los toros. Reconocióle don Quijote;
dijo a Sancho:

-Éste es el prado donde topamos a las bizarras pastoras y gallardos
pastores que en él querían renovar e imitar a la pastoral Arcadia,
pensamiento tan nuevo como discreto, a cuya imitación, si es que a ti te
parece bien, querría, ¡oh Sancho!, que nos convirtiésemos en pastores,
siquiera el tiempo que tengo de estar recogido. Yo compraré algunas ovejas,
y todas las demás cosas que al pastoral ejercicio son necesarias, y
llamándome yo el pastor Quijotiz, y tú el pastor Pancino, nos andaremos por
los montes, por las selvas y por los prados, cantando aquí, endechando
allí, bebiendo de los líquidos cristales de las fuentes, o ya de los
limpios arroyuelos, o de los caudalosos ríos. Daránnos con abundantísima
mano de su dulcísimo fruto las encinas, asiento los troncos de los
durísimos alcornoques, sombra los sauces, olor las rosas, alfombras de mil
colores matizadas los estendidos prados, aliento el aire claro y puro, luz
la luna y las estrellas, a pesar de la escuridad de la noche, gusto el
canto, alegría el lloro, Apolo versos, el amor conceptos, con que podremos
hacernos eternos y famosos, no sólo en los presentes, sino en los venideros
siglos.

-Pardiez -dijo Sancho-, que me ha cuadrado, y aun esquinado, tal género de
vida; y más, que no la ha de haber aún bien visto el bachiller Sansón
Carrasco y maese Nicolás el barbero, cuando la han de querer seguir, y
hacerse pastores con nosotros; y aun quiera Dios no le venga en voluntad al
cura de entrar también en el aprisco, según es de alegre y amigo de
holgarse.

-Tú has dicho muy bien -dijo don Quijote-; y podrá llamarse el bachiller
Sansón Carrasco, si entra en el pastoral gremio, como entrará sin duda, el
pastor Sansonino, o ya el pastor Carrascón; el barbero Nicolás se podrá
llamar Miculoso, como ya el antiguo Boscán se llamó Nemoroso; al cura no sé
qué nombre le pongamos, si no es algún derivativo de su nombre, llamándole
el pastor Curiambro. Las pastoras de quien hemos de ser amantes, como entre
peras podremos escoger sus nombres; y, pues el de mi señora cuadra así al
de pastora como al de princesa, no hay para qué cansarme en buscar otro que
mejor le venga; tú, Sancho, pondrás a la tuya el que quisieres.

-No pienso -respondió Sancho- ponerle otro alguno sino el de Teresona, que
le vendrá bien con su gordura y con el propio que tiene, pues se llama
Teresa; y más, que, celebrándola yo en mis versos, vengo a descubrir mis
castos deseos, pues no ando a buscar pan de trastrigo por las casas ajenas.
El cura no será bien que tenga pastora, por dar buen ejemplo; y si quisiere
el bachiller tenerla, su alma en su palma.

-¡Válame Dios -dijo don Quijote-, y qué vida nos hemos de dar, Sancho
amigo! ¡Qué de churumbelas han de llegar a nuestros oídos, qué de gaitas
zamoranas, qué tamborines, y qué de sonajas, y qué de rabeles! Pues, ¡qué
si destas diferencias de músicas resuena la de los albogues! Allí se verá
casi todos los instrumentos pastorales.

-¿Qué son albogues -preguntó Sancho-, que ni los he oído nombrar, ni los he
visto en toda mi vida?

-Albogues son -respondió don Quijote- unas chapas a modo de candeleros de
azófar, que, dando una con otra por lo vacío y hueco, hace un son, si no
muy agradable ni armónico, no descontenta, y viene bien con la rusticidad
de la gaita y del tamborín; y este nombre albogues es morisco, como lo son
todos aquellos que en nuestra lengua castellana comienzan en al, conviene a
saber: almohaza, almorzar, alhombra, alguacil, alhucema, almacén, alcancía,
y otros semejantes, que deben ser pocos más; y solos tres tiene nuestra
lengua que son moriscos y acaban en i, y son: borceguí, zaquizamí y
maravedí. Alhelí y alfaquí, tanto por el al primero como por el i en que
acaban, son conocidos por arábigos. Esto te he dicho, de paso, por
habérmelo reducido a la memoria la ocasión de haber nombrado albogues; y
hanos de ayudar mucho al parecer en perfeción este ejercicio el ser yo
algún tanto poeta, como tú sabes, y el serlo también en estremo el
bachiller Sansón Carrasco. Del cura no digo nada; pero yo apostaré que debe
de tener sus puntas y collares de poeta; y que las tenga también maese
Nicolás, no dudo en ello, porque todos, o los más, son guitarristas y
copleros. Yo me quejaré de ausencia; tú te alabarás de firme enamorado; el
pastor Carrascón, de desdeñado; y el cura Curiambro, de lo que él más puede
servirse, y así, andará la cosa que no haya más que desear.

A lo que respondió Sancho:

-Yo soy, señor, tan desgraciado que temo no ha de llegar el día en que en
tal ejercicio me vea. ¡Oh, qué polidas cuchares tengo de hacer cuando
pastor me vea! ¡Qué de migas, qué de natas, qué de guirnaldas y qué de
zarandajas pastoriles, que, puesto que no me granjeen fama de discreto, no
dejarán de granjearme la de ingenioso! Sanchica mi hija nos llevará la
comida al hato. Pero, ¡guarda!, que es de buen parecer, y hay pastores más
maliciosos que simples, y no querría que fuese por lana y volviese
trasquilada; y también suelen andar los amores y los no buenos deseos por
los campos como por las ciudades, y por las pastorales chozas como por los
reales palacios, y, quitada la causa se quita el pecado; y ojos que no
veen, corazón que no quiebra; y más vale salto de mata que ruego de hombres
buenos.

-No más refranes, Sancho -dijo don Quijote-, pues cualquiera de los que has
dicho basta para dar a entender tu pensamiento; y muchas veces te he
aconsejado que no seas tan pródigo en refranes y que te vayas a la mano en
decirlos; pero paréceme que es predicar en desierto, y "castígame mi madre,
y yo trómpogelas".

-Paréceme -respondió Sancho- que vuesa merced es como lo que dicen: "Dijo
la sartén a la caldera: Quítate allá ojinegra". Estáme reprehendiendo que
no diga yo refranes, y ensártalos vuesa merced de dos en dos.

-Mira, Sancho -respondió don Quijote-: yo traigo los refranes a propósito,
y vienen cuando los digo como anillo en el dedo; pero tráeslos tan por los
cabellos, que los arrastras, y no los guías; y si no me acuerdo mal, otra
vez te he dicho que los refranes son sentencias breves, sacadas de la
experiencia y especulación de nuestros antiguos sabios; y el refrán que no
viene a propósito, antes es disparate que sentencia. Pero dejémonos desto,
y, pues ya viene la noche, retirémonos del camino real algún trecho, donde
pasaremos esta noche, y Dios sabe lo que será mañana.

Retiráronse, cenaron tarde y mal, bien contra la voluntad de Sancho, a
quien se le representaban las estrechezas de la andante caballería usadas
en las selvas y en los montes, si bien tal vez la abundancia se mostraba en
los castillos y casas, así de don Diego de Miranda como en las bodas del
rico Camacho, y de don Antonio Moreno; pero consideraba no ser posible ser
siempre de día ni siempre de noche, y así, pasó aquélla durmiendo, y su amo
velando.





Capítulo LXVIII. De la cerdosa aventura que le aconteció a don Quijote


Era la noche algo escura, puesto que la luna estaba en el cielo, pero no en
parte que pudiese ser vista: que tal vez la señora Diana se va a pasear a
los antípodas, y deja los montes negros y los valles escuros. Cumplió don
Quijote con la naturaleza durmiendo el primer sueño, sin dar lugar al
segundo; bien al revés de Sancho, que nunca tuvo segundo, porque le duraba
el sueño desde la noche hasta la mañana, en que se mostraba su buena
complexión y pocos cuidados. Los de don Quijote le desvelaron de manera que
despertó a Sancho y le dijo:

-Maravillado estoy, Sancho, de la libertad de tu condición: yo imagino que
eres hecho de mármol, o de duro bronce, en quien no cabe movimiento ni
sentimiento alguno. Yo velo cuando tú duermes, yo lloro cuando cantas, yo
me desmayo de ayuno cuanto tú estás perezoso y desalentado de puro harto.
De buenos criados es conllevar las penas de sus señores y sentir sus
sentimientos, por el bien parecer siquiera. Mira la serenidad desta noche,
la soledad en que estamos, que nos convida a entremeter alguna vigilia
entre nuestro sueño. Levántate, por tu vida, y desvíate algún trecho de
aquí, y con buen ánimo y denuedo agradecido date trecientos o cuatrocientos
azotes a buena cuenta de los del desencanto de Dulcinea; y esto rogando te
lo suplico, que no quiero venir contigo a los brazos, como la otra vez,
porque sé que los tienes pesados. Después que te hayas dado, pasaremos lo
que resta de la noche cantando, yo mi ausencia y tú tu firmeza, dando desde
agora principio al ejercicio pastoral que hemos de tener en nuestra aldea.

-Señor -respondió Sancho-, no soy yo religioso para que desde la mitad de
mi sueño me levante y me dicipline, ni menos me parece que del estremo del
dolor de los azotes se pueda pasar al de la música. Vuesa merced me deje
dormir y no me apriete en lo del azotarme; que me hará hacer juramento de
no tocarme jamás al pelo del sayo, no que al de mis carnes.

-¡Oh alma endurecida! ¡Oh escudero sin piedad! ¡Oh pan mal empleado y
mercedes mal consideradas las que te he hecho y pienso de hacerte! Por mí
te has visto gobernador, y por mí te vees con esperanzas propincuas de ser
conde, o tener otro título equivalente, y no tardará el cumplimiento de
ellas más de cuanto tarde en pasar este año; que yo post tenebras spero
lucem.

-No entiendo eso -replico Sancho-; sólo entiendo que, en tanto que duermo,
ni tengo temor, ni esperanza, ni trabajo ni gloria; y bien haya el que
inventó el sueño, capa que cubre todos los humanos pensamientos, manjar que
quita la hambre, agua que ahuyenta la sed, fuego que calienta el frío, frío
que templa el ardor, y, finalmente, moneda general con que todas las cosas
se compran, balanza y peso que iguala al pastor con el rey y al simple con
el discreto. Sola una cosa tiene mala el sueño, según he oído decir, y es
que se parece a la muerte, pues de un dormido a un muerto hay muy poca
diferencia.

-Nunca te he oído hablar, Sancho -dijo don Quijote-, tan elegantemente como
ahora, por donde vengo a conocer ser verdad el refrán que tú algunas veces
sueles decir: "No con quien naces, sino con quien paces".

-¡Ah, pesia tal -replicó Sancho-, señor nuestro amo! No soy yo ahora el que
ensarta refranes, que también a vuestra merced se le caen de la boca de dos
en dos mejor que a mí, sino que debe de haber entre los míos y los suyos
esta diferencia: que los de vuestra merced vendrán a tiempo y los míos a
deshora; pero, en efecto, todos son refranes.

En esto estaban, cuando sintieron un sordo estruendo y un áspero ruido, que
por todos aquellos valles se estendía. Levantóse en pie don Quijote y puso
mano a la espada, y Sancho se agazapó debajo del rucio, poniéndose a los
lados el lío de las armas, y la albarda de su jumento, tan temblando de
miedo como alborotado don Quijote. De punto en punto iba creciendo el
ruido, y, llegándose cerca a los dos temerosos; a lo menos, al uno, que al
otro, ya se sabe su valentía.

Es, pues, el caso que llevaban unos hombres a vender a una feria más de
seiscientos puercos, con los cuales caminaban a aquellas horas, y era tanto
el ruido que llevaban y el gruñir y el bufar, que ensordecieron los oídos
de don Quijote y de Sancho, que no advirtieron lo que ser podía. Llegó de
tropel la estendida y gruñidora piara, y, sin tener respeto a la autoridad
de don Quijote, ni a la de Sancho, pasaron por cima de los dos, deshaciendo
las trincheas de Sancho, y derribando no sólo a don Quijote, sino llevando
por añadidura a Rocinante. El tropel, el gruñir, la presteza con que
llegaron los animales inmundos, puso en confusión y por el suelo a la
albarda, a las armas, al rucio, a Rocinante, a Sancho y a don Quijote.

Levantóse Sancho como mejor pudo, y pidió a su amo la espada, diciéndole
que quería matar media docena de aquellos señores y descomedidos puercos,
que ya había conocido que lo eran. Don Quijote le dijo:

-Déjalos estar, amigo, que esta afrenta es pena de mi pecado, y justo
castigo del cielo es que a un caballero andante vencido le coman adivas, y
le piquen avispas y le hollen puercos.

-También debe de ser castigo del cielo -respondió Sancho- que a los
escuderos de los caballeros vencidos los puncen moscas, los coman piojos y
les embista la hambre. Si los escuderos fuéramos hijos de los caballeros a
quien servimos, o parientes suyos muy cercanos, no fuera mucho que nos
alcanzara la pena de sus culpas hasta la cuarta generación; pero, ¿qué
tienen que ver los Panzas con los Quijotes? Ahora bien: tornémonos a
acomodar y durmamos lo poco que queda de la noche, y amanecerá Dios y
medraremos.

-Duerme tú, Sancho -respondió don Quijote-, que naciste para dormir; que
yo, que nací para velar, en el tiempo que falta de aquí al día, daré rienda
a mis pensamientos, y los desfogaré en un madrigalete, que, sin que tú lo
sepas, anoche compuse en la memoria.

-A mí me parece -respondió Sancho- que los pensamientos que dan lugar a
hacer coplas no deben de ser muchos. Vuesa merced coplee cuanto quisiere,
que yo dormiré cuanto pudiere.

Y luego, tomando en el suelo cuanto quiso, se acurrucó y durmió a sueño
suelto, sin que fianzas, ni deudas, ni dolor alguno se lo estorbase. Don
Quijote, arrimado a un tronco de una haya o de un alcornoque -que Cide
Hamete Benengeli no distingue el árbol que era-, al son de sus mesmos
suspiros, cantó de esta suerte:

-Amor, cuando yo pienso

en el mal que me das, terrible y fuerte,

voy corriendo a la muerte,

pensando así acabar mi mal inmenso;

mas, en llegando al paso

que es puerto en este mar de mi tormento,

tanta alegría siento,

que la vida se esfuerza y no le paso.

Así el vivir me mata,

que la muerte me torna a dar la vida.

¡Oh condición no oída,

la que conmigo muerte y vida trata!

Cada verso déstos acompañaba con muchos suspiros y no pocas lágrimas, bien
como aquél cuyo corazón tenía traspasado con el dolor del vencimiento y con
la ausencia de Dulcinea.

Llegóse en esto el día, dio el sol con sus rayos en los ojos a Sancho,
despertó y esperezóse, sacudiéndose y estirándose los perezosos miembros;
miró el destrozo que habían hecho los puercos en su repostería, y maldijo
la piara y aun más adelante. Finalmente, volvieron los dos a su comenzado
camino, y al declinar de la tarde vieron que hacia ellos venían hasta diez
hombres de a caballo y cuatro o cinco de a pie. Sobresaltóse el corazón
de don Quijote y azoróse el de Sancho, porque la gente que se les llegaba
traía lanzas y adargas y venía muy a punto de guerra. Volvióse don Quijote
a Sancho, y díjole:

-Si yo pudiera, Sancho, ejercitar mis armas, y mi promesa no me hubiera
atado los brazos, esta máquina que sobre nosotros viene la tuviera yo por
tortas y pan pintado, pero podría ser fuese otra cosa de la que tememos.

Llegaron, en esto, los de a caballo, y arbolando las lanzas, sin hablar
palabra alguna rodearon a don Quijote y se las pusieron a las espaldas y
pechos, amenazándole de muerte. Uno de los de a pie, puesto un dedo en la
boca, en señal de que callase, asió del freno de Rocinante y le sacó del
camino; y los demás de a pie, antecogiendo a Sancho y al rucio, guardando
todos maravilloso silencio, siguieron los pasos del que llevaba a don
Quijote, el cual dos o tres veces quiso preguntar adónde le llevaban o qué
querían; pero, apenas comenzaba a mover los labios, cuando se los iban a
cerrar con los hierros de las lanzas; y a Sancho le acontecía lo mismo,
porque, apenas daba muestras de hablar, cuando uno de los de a pie, con un
aguijón, le punzaba, y al rucio ni más ni menos como si hablar quisiera.
Cerró la noche, apresuraron el paso, creció en los dos presos el miedo, y
más cuando oyeron que de cuando en cuando les decían:

-¡Caminad, trogloditas!

-¡Callad, bárbaros!

-¡Pagad, antropófagos!

-¡No os quejéis, scitas, ni abráis los ojos, Polifemos matadores, leones
carniceros!

Y otros nombres semejantes a éstos, con que atormentaban los oídos de los
miserables amo y mozo. Sancho iba diciendo entre sí:

-¿Nosotros tortolitas? ¿Nosotros barberos ni estropajos? ¿Nosotros
perritas, a quien dicen cita, cita? No me contentan nada estos nombres: a
mal viento va esta parva; todo el mal nos viene junto, como al perro los
palos, y ¡ojalá parase en ellos lo que amenaza esta aventura tan
desventurada!

Iba don Quijote embelesado, sin poder atinar con cuantos discursos hacía
qué serían aquellos nombres llenos de vituperios que les ponían, de los
cuales sacaba en limpio no esperar ningún bien y temer mucho mal. Llegaron,
en esto, un hora casi de la noche, a un castillo, que bien conoció don
Quijote que era el del duque, donde había poco que habían estado.

-¡Váleme Dios! -dijo, así como conoció la estancia- y ¿qué será esto? Sí
que en esta casa todo es cortesía y buen comedimiento, pero para los
vencidos el bien se vuelve en mal y el mal en peor.

Entraron al patio principal del castillo, y viéronle aderezado y puesto de
manera que les acrecentó la admiración y les dobló el miedo, como se verá
en el siguiente capítulo.





Capítulo LXIX. Del más raro y más nuevo suceso que en todo el discurso
desta grande historia avino a don Quijote


Apeáronse los de a caballo, y, junto con los de a pie, tomando en peso y
arrebatadamente a Sancho y a don Quijote, los entraron en el patio,
alrededor del cual ardían casi cien hachas, puestas en sus blandones, y,
por los corredores del patio, más de quinientas luminarias; de modo que, a
pesar de la noche, que se mostraba algo escura, no se echaba de ver la
falta del día. En medio del patio se levantaba un túmulo como dos varas del
suelo, cubierto todo con un grandísimo dosel de terciopelo negro, alrededor
del cual, por sus gradas, ardían velas de cera blanca sobre más de cien
candeleros de plata; encima del cual túmulo se mostraba un cuerpo muerto de
una tan hermosa doncella, que hacía parecer con su hermosura hermosa a la
misma muerte. Tenía la cabeza sobre una almohada de brocado, coronada con
una guirnalda de diversas y odoríferas flores tejida, las manos cruzadas
sobre el pecho, y, entre ellas, un ramo de amarilla y vencedora palma.

A un lado del patio estaba puesto un teatro, y en dos sillas sentados dos
personajes, que, por tener coronas en la cabeza y ceptros en las manos,
daban señales de ser algunos reyes, ya verdaderos o ya fingidos. Al lado
deste teatro, adonde se subía por algunas gradas, estaban otras dos sillas,
sobre las cuales los que trujeron los presos sentaron a don Quijote y a
Sancho, todo esto callando y dándoles a entender con señales a los dos que
asimismo callasen; pero, sin que se lo señalaran, callaron ellos, porque la
admiración de lo que estaban mirando les tenía atadas las lenguas.

Subieron, en esto, al teatro, con mucho acompañamiento, dos principales
personajes, que luego fueron conocidos de don Quijote ser el duque y la
duquesa, sus huéspedes, los cuales se sentaron en dos riquísimas sillas,
junto a los dos que parecían reyes. ¿Quién no se había de admirar con esto,
añadiéndose a ello haber conocido don Quijote que el cuerpo muerto que
estaba sobre el túmulo era el de la hermosa Altisidora?

Al subir el duque y la duquesa en el teatro, se levantaron don Quijote y
Sancho y les hicieron una profunda humillación, y los duques hicieron lo
mesmo, inclinando algún tanto las cabezas.

Salió, en esto, de través un ministro, y, llegándose a Sancho, le echó una
ropa de bocací negro encima, toda pintada con llamas de fuego, y,
quitándole la caperuza, le puso en la cabeza una coroza, al modo de las que
sacan los penitenciados por el Santo Oficio; y díjole al oído que no
descosiese los labios, porque le echarían una mordaza, o le quitarían la
vida. Mirábase Sancho de arriba abajo, veíase ardiendo en llamas, pero como
no le quemaban, no las estimaba en dos ardites. Quitóse la coroza, viola
pintada de diablos, volviósela a poner, diciendo entre sí:

-Aún bien, que ni ellas me abrasan ni ellos me llevan.

Mirábale también don Quijote, y, aunque el temor le tenía suspensos los
sentidos, no dejó de reírse de ver la figura de Sancho. Comenzó, en esto, a
salir, al parecer, debajo del túmulo un son sumiso y agradable de flautas,
que, por no ser impedido de alguna humana voz, porque en aquel sitio el
mesmo silencio guardaba silencio a sí mismo, se mostraba blando y amoroso.
Luego hizo de sí improvisa muestra, junto a la almohada del, al parecer,
cadáver, un hermoso mancebo vestido a lo romano, que, al son de una arpa,
que él mismo tocaba, cantó con suavísima y clara voz estas dos estancias:

-En tanto que en sí vuelve Altisidora,

muerta por la crueldad de don Quijote,

y en tanto que en la corte encantadora

se vistieren las damas de picote,

y en tanto que a sus dueñas mi señora

vistiere de bayeta y de anascote,

cantaré su belleza y su desgracia,

con mejor plectro que el cantor de Tracia.

Y aun no se me figura que me toca

aqueste oficio solamente en vida;

mas, con la lengua muerta y fría en la boca,

pienso mover la voz a ti debida.

Libre mi alma de su estrecha roca,

por el estigio lago conducida,

celebrándote irá, y aquel sonido

hará parar las aguas del olvido.

-No más -dijo a esta sazón uno de los dos que parecían reyes-: no más,
cantor divino; que sería proceder en infinito representarnos ahora la
muerte y las gracias de la sin par Altisidora, no muerta, como el mundo
ignorante piensa, sino viva en las lenguas de la Fama, y en la pena que
para volverla a la perdida luz ha de pasar Sancho Panza, que está presente;
y así, ¡oh tú, Radamanto, que conmigo juzgas en las cavernas lóbregas de
Lite!, pues sabes todo aquello que en los inescrutables hados está
determinado acerca de volver en sí esta doncella, dilo y decláralo luego,
porque no se nos dilate el bien que con su nueva vuelta esperamos.

Apenas hubo dicho esto Minos, juez y compañero de Radamanto, cuando,
levantándose en pie Radamanto, dijo:

-¡Ea, ministros de esta casa, altos y bajos, grandes y chicos, acudid unos
tras otros y sellad el rostro de Sancho con veinte y cuatro mamonas, y doce
pellizcos y seis alfilerazos en brazos y lomos, que en esta ceremonia
consiste la salud de Altisidora!

Oyendo lo cual Sancho Panza, rompió el silencio, y dijo:

-¡Voto a tal, así me deje yo sellar el rostro ni manosearme la cara como
volverme moro! ¡Cuerpo de mí! ¿Qué tiene que ver manosearme el rostro con
la resurreción desta doncella? Regostóse la vieja a los bledos. Encantan a
Dulcinea, y azótanme para que se desencante; muérese Altisidora de males
que Dios quiso darle, y hanla de resucitar hacerme a mí veinte y cuatro
mamonas, y acribarme el cuerpo a alfilerazos y acardenalarme los brazos a
pellizcos. ¡Esas burlas, a un cuñado, que yo soy perro viejo, y no hay
conmigo tus, tus!

-¡Morirás! -dijo en alta voz Radamanto-. Ablándate, tigre; humíllate,
Nembrot soberbio, y sufre y calla, pues no te piden imposibles. Y no te
metas en averiguar las dificultades deste negocio: mamonado has de ser,
acrebillado te has de ver, pellizcado has de gemir. ¡Ea, digo, ministros,
cumplid mi mandamiento; si no, por la fe de hombre de bien, que habéis de
ver para lo que nacistes!

Parecieron, en esto, que por el patio venían, hasta seis dueñas en
procesión, una tras otra, las cuatro con antojos, y todas levantadas las
manos derechas en alto, con cuatro dedos de muñecas de fuera, para hacer
las manos más largas, como ahora se usa. No las hubo visto Sancho, cuando,
bramando como un toro, dijo:

-Bien podré yo dejarme manosear de todo el mundo, pero consentir que me
toquen dueñas, ¡eso no! Gatéenme el rostro, como hicieron a mi amo en este
mesmo castillo; traspásenme el cuerpo con puntas de dagas buidas;
atenácenme los brazos con tenazas de fuego, que yo lo llevaré en paciencia,
o serviré a estos señores; pero que me toquen dueñas no lo consentiré, si
me llevase el diablo.

Rompió también el silencio don Quijote, diciendo a Sancho:

-Ten paciencia, hijo, y da gusto a estos señores, y muchas gracias al cielo
por haber puesto tal virtud en tu persona, que con el martirio della
desencantes los encantados y resucites los muertos.

Ya estaban las dueñas cerca de Sancho, cuando él, más blando y más
persuadido, poniéndose bien en la silla, dio rostro y barba a la primera,
la cual la hizo una mamona muy bien sellada, y luego una gran reverencia.

-¡Menos cortesía; menos mudas, señora dueña -dijo Sancho-; que por Dios que
traéis las manos oliendo a vinagrillo!

Finalmente, todas las dueñas le sellaron, y otra mucha gente de casa le
pellizcaron; pero lo que él no pudo sufrir fue el punzamiento de los
alfileres; y así, se levantó de la silla, al parecer mohíno, y, asiendo de
una hacha encendida que junto a él estaba, dio tras las dueñas, y tras
todos su verdugos, diciendo:

-¡Afuera, ministros infernales, que no soy yo de bronce, para no sentir tan
extraordinarios martirios!

En esto, Altisidora, que debía de estar cansada por haber estado tanto
tiempo supina, se volvió de un lado; visto lo cual por los circunstantes,
casi todos a una voz dijeron:

-¡Viva es Altisidora! ¡Altisidora vive!

Mandó Radamanto a Sancho que depusiese la ira, pues ya se había alcanzado
el intento que se procuraba.

Así como don Quijote vio rebullir a Altisidora, se fue a poner de rodillas
delante de Sancho, diciéndole:

-Agora es tiempo, hijo de mis entrañas, no que escudero mío, que te des
algunos de los azotes que estás obligado a dar por el desencanto de
Dulcinea. Ahora, digo, que es el tiempo donde tienes sazonada la virtud, y
con eficacia de obrar el bien que de ti se espera.

A lo que respondió Sancho:

-Esto me parece argado sobre argado, y no miel sobre hojuelas. Bueno sería
que tras pellizcos, mamonas y alfilerazos viniesen ahora los azotes. No
tienen más que hacer sino tomar una gran piedra, y atármela al cuello, y
dar conmigo en un pozo, de lo que a mí no pesaría mucho, si es que para
curar los males ajenos tengo yo de ser la vaca de la boda. Déjenme; si no,
por Dios que lo arroje y lo eche todo a trece, aunque no se venda.

Ya en esto, se había sentado en el túmulo Altisidora, y al mismo instante
sonaron las chirimías, a quien acompañaron las flautas y las voces de
todos, que aclamaban:

-¡Viva Altisidora! ¡Altisidora viva!

Levantáronse los duques y los reyes Minos y Radamanto, y todos juntos, con
don Quijote y Sancho, fueron a recebir a Altisidora y a bajarla del túmulo;
la cual, haciendo de la desmayada, se inclinó a los duques y a los reyes,
y, mirando de través a don Quijote, le dijo:

-Dios te lo perdone, desamorado caballero, pues por tu crueldad he estado
en el otro mundo, a mi parecer, más de mil años; y a ti, ¡oh el más
compasivo escudero que contiene el orbe!, te agradezco la vida que poseo.
Dispón desde hoy más, amigo Sancho, de seis camisas mías que te mando para
que hagas otras seis para ti; y, si no son todas sanas, a lo menos son
todas limpias.

Besóle por ello las manos Sancho, con la coroza en la mano y las rodillas
en el suelo. Mandó el duque que se la quitasen, y le volviesen su caperuza,
y le pusiesen el sayo, y le quitasen la ropa de las llamas. Suplicó Sancho
al duque que le dejasen la ropa y mitra, que las quería llevar a su tierra,
por señal y memoria de aquel nunca visto suceso. La duquesa respondió que
sí dejarían, que ya sabía él cuán grande amiga suya era. Mandó el duque
despejar el patio, y que todos se recogiesen a sus estancias, y que a don
Quijote y a Sancho los llevasen a las que ellos ya se sabían.





Capítulo LXX. Que sigue al de sesenta y nueve, y trata de cosas no
escusadas para la claridad desta historia


Durmió Sancho aquella noche en una carriola, en el mesmo aposento de don
Quijote, cosa que él quisiera escusarla, si pudiera, porque bien sabía que
su amo no le había de dejar dormir a preguntas y a respuestas, y no se
hallaba en disposición de hablar mucho, porque los dolores de los martirios
pasados los tenía presentes, y no le dejaban libre la lengua, y viniérale
más a cuento dormir en una choza solo, que no en aquella rica estancia
acompañado. Salióle su temor tan verdadero y su sospecha tan cierta, que,
apenas hubo entrado su señor en el lecho, cuando dijo:

-¿Qué te parece, Sancho, del suceso desta noche? Grande y poderosa es la
fuerza del desdén desamorado, como por tus mismos ojos has visto muerta a
Altisidora, no con otras saetas, ni con otra espada, ni con otro
instrumento bélico, ni con venenos mortíferos, sino con la consideración
del rigor y el desdén con que yo siempre la he tratado.

-Muriérase ella en hora buena cuanto quisiera y como quisiera -respondió
Sancho-, y dejárame a mí en mi casa, pues ni yo la enamoré ni la desdeñé en
mi vida. Yo no sé ni puedo pensar cómo sea que la salud de Altisidora,
doncella más antojadiza que discreta, tenga que ver, como otra vez he
dicho, con los martirios de Sancho Panza. Agora sí que vengo a conocer
clara y distintamente que hay encantadores y encantos en el mundo, de quien
Dios me libre, pues yo no me sé librar; con todo esto, suplico a vuestra
merced me deje dormir y no me pregunte más, si no quiere que me arroje por
una ventana abajo.

-Duerme, Sancho amigo -respondió don Quijote-, si es que te dan lugar los
alfilerazos y pellizcos recebidos, y las mamonas hechas.

-Ningún dolor -replicó Sancho- llegó a la afrenta de las mamonas, no por
otra cosa que por habérmelas hecho dueña, que confundidas sean; y torno a
suplicar a vuesa merced me deje dormir, porque el sueño es alivio de las
miserias de los que las tienen despiertas.

Sea así -dijo don Quijote-, y Dios te acompañe.

Durmiéronse los dos, y en este tiempo quiso escribir y dar cuenta Cide
Hamete, autor desta grande historia, qué les movió a los duques a levantar
el edificio de la máquina referida. Y dice que, no habiéndosele olvidado al
bachiller Sansón Carrasco cuando el Caballero de los Espejos fue vencido y
derribado por don Quijote, cuyo vencimiento y caída borró y deshizo todos
sus designios, quiso volver a probar la mano, esperando mejor suceso que el
pasado; y así, informándose del paje que llevó la carta y presente a Teresa
Panza, mujer de Sancho, adónde don Quijote quedaba, buscó nuevas armas y
caballo, y puso en el escudo la blanca luna, llevándolo todo sobre un
macho, a quien guiaba un labrador, y no Tomé Cecial, su antiguo escudero,
porque no fuese conocido de Sancho ni de don Quijote.

Llegó, pues, al castillo del duque, que le informó el camino y derrota que
don Quijote llevaba, con intento de hallarse en las justas de Zaragoza.
Díjole asimismo las burlas que le había hecho con la traza del desencanto
de Dulcinea, que había de ser a costa de las posaderas de Sancho. En fin,
dio cuenta de la burla que Sancho había hecho a su amo, dándole a entender
que Dulcinea estaba encantada y transformada en labradora, y cómo la
duquesa su mujer había dado a entender a Sancho que él era el que se
engañaba, porque verdaderamente estaba encantada Dulcinea; de que no poco
se rió y admiró el bachiller, considerando la agudeza y simplicidad de
Sancho, como del estremo de la locura de don Quijote.

Pidióle el duque que si le hallase, y le venciese o no, se volviese por
allí a darle cuenta del suceso. Hízolo así el bachiller; partióse en su
busca, no le halló en Zaragoza, pasó adelante y sucedióle lo que queda
referido.

Volvióse por el castillo del duque y contóselo todo, con las condiciones de
la batalla, y que ya don Quijote volvía a cumplir, como buen caballero
andante, la palabra de retirarse un año en su aldea, en el cual tiempo
podía ser, dijo el bachiller, que sanase de su locura; que ésta era la
intención que le había movido a hacer aquellas transformaciones, por ser
cosa de lástima que un hidalgo tan bien entendido como don Quijote fuese
loco. Con esto, se despidió del duque, y se volvió a su lugar, esperando en
él a don Quijote, que tras él venía.

De aquí tomó ocasión el duque de hacerle aquella burla: tanto era lo que
gustaba de las cosas de Sancho y de don Quijote; y haciendo tomar los
caminos cerca y lejos del castillo por todas las partes que imaginó que
podría volver don Quijote, con muchos criados suyos de a pie y de a
caballo, para que por fuerza o de grado le trujesen al castillo, si le
hallasen. Halláronle, dieron aviso al duque, el cual, ya prevenido de todo
lo que había de hacer, así como tuvo noticia de su llegada, mandó encender
las hachas y las luminarias del patio y poner a Altisidora sobre el túmulo,
con todos los aparatos que se han contado, tan al vivo, y tan bien hechos,
que de la verdad a ellos había bien poca diferencia.

Y dice más Cide Hamete: que tiene para sí ser tan locos los burladores como
los burlados, y que no estaban los duques dos dedos de parecer tontos, pues
tanto ahínco ponían en burlarse de dos tontos.

Los cuales, el uno durmiendo a sueño suelto, y el otro velando a
pensamientos desatados, les tomó el día y la gana de levantarse; que las
ociosas plumas, ni vencido ni vencedor, jamás dieron gusto a don Quijote.

Altisidora -en la opinión de don Quijote, vuelta de muerte a vida-,
siguiendo el humor de sus señores, coronada con la misma guirnalda que en
el túmulo tenía, y vestida una tunicela de tafetán blanco, sembrada de
flores de oro, y sueltos los cabellos por las espaldas, arrimada a un
báculo de negro y finísimo ébano, entró en el aposento de don Quijote, con
cuya presencia turbado y confuso, se encogió y cubrió casi todo con las
sábanas y colchas de la cama, muda la lengua, sin que acertase a hacerle
cortesía ninguna. Sentóse Altisidora en una silla, junto a su cabecera, y,
después de haber dado un gran suspiro, con voz tierna y debilitada le dijo:

-Cuando las mujeres principales y las recatadas doncellas atropellan por la
honra, y dan licencia a la lengua que rompa por todo inconveniente, dando
noticia en público de los secretos que su corazón encierra, en estrecho
término se hallan. Yo, señor don Quijote de la Mancha, soy una déstas,
apretada, vencida y enamorada; pero, con todo esto, sufrida y honesta;
tanto que, por serlo tanto, reventó mi alma por mi silencio y perdí la
vida. Dos días ha que con la consideración del rigor con que me has
tratado,

¡Oh más duro que mármol a mis quejas,

empedernido caballero!, he estado muerta, o, a lo menos, juzgada por tal de
los que me han visto; y si no fuera porque el Amor, condoliéndose de mí,
depositó mi remedio en los martirios deste buen escudero, allá me quedara
en el otro mundo.

-Bien pudiera el Amor -dijo Sancho- depositarlos en los de mi asno, que yo
se lo agradeciera. Pero dígame, señora, así el cielo la acomode con otro
más blando amante que mi amo: ¿qué es lo que vio en el otro mundo? ¿Qué hay
en el infierno? Porque quien muere desesperado, por fuerza ha de tener
aquel paradero.

-La verdad que os diga -respondió Altisidora-, yo no debí de morir del
todo, pues no entré en el infierno; que, si allá entrara, una por una no
pudiera salir dél, aunque quisiera. La verdad es que llegué a la puerta,
adonde estaban jugando hasta una docena de diablos a la pelota, todos en
calzas y en jubón, con valonas guarnecidas con puntas de randas flamencas,
y con unas vueltas de lo mismo, que les servían de puños, con cuatro dedos
de brazo de fuera, porque pareciesen las manos más largas, en las cuales
tenían unas palas de fuego; y lo que más me admiró fue que les servían, en
lugar de pelotas, libros, al parecer, llenos de viento y de borra, cosa
maravillosa y nueva; pero esto no me admiró tanto como el ver que, siendo
natural de los jugadores el alegrarse los gananciosos y entristecerse los
que pierden, allí en aquel juego todos gruñían, todos regañaban y todos se
maldecían.

-Eso no es maravilla -respondió Sancho-, porque los diablos, jueguen o no
jueguen, nunca pueden estar contentos, ganen o no ganen.

-Así debe de ser -respondió Altisidora-; mas hay otra cosa que también me
admira, quiero decir me admiró entonces, y fue que al primer voleo no
quedaba pelota en pie, ni de provecho para servir otra vez; y así,
menudeaban libros nuevos y viejos, que era una maravilla. A uno dellos,
nuevo, flamante y bien encuadernado, le dieron un papirotazo que le sacaron
las tripas y le esparcieron las hojas. Dijo un diablo a otro: ''Mirad qué
libro es ése''. Y el diablo le respondió: ''Ésta es la Segunda parte de la
historia de don Quijote de la Mancha, no compuesta por Cide Hamete, su
primer autor, sino por un aragonés, que él dice ser natural de
Tordesillas''. ''Quitádmele de ahí -respondió el otro diablo-, y metedle en
los abismos del infierno: no le vean más mis ojos''. ''¿Tan malo es?'',
respondió el otro. ''Tan malo -replicó el primero-, que si de propósito yo
mismo me pusiera a hacerle peor, no acertara''. Prosiguieron su juego,
peloteando otros libros, y yo, por haber oído nombrar a don Quijote, a
quien tanto adamo y quiero, procuré que se me quedase en la memoria esta
visión.

-Visión debió de ser, sin duda -dijo don Quijote-, porque no hay otro yo en
el mundo, y ya esa historia anda por acá de mano en mano, pero no para en
ninguna, porque todos la dan del pie. Yo no me he alterado en oír que ando
como cuerpo fantástico por las tinieblas del abismo, ni por la claridad de
la tierra, porque no soy aquel de quien esa historia trata. Si ella fuere
buena, fiel y verdadera, tendrá siglos de vida; pero si fuere mala, de su
parto a la sepultura no será muy largo el camino.

Iba Altisidora a proseguir en quejarse de don Quijote, cuando le dijo don
Quijote:

-Muchas veces os he dicho, señora, que a mí me pesa de que hayáis colocado
en mí vuestros pensamientos, pues de los míos antes pueden ser agradecidos
que remediados; yo nací para ser de Dulcinea del Toboso, y los hados, si
los hubiera, me dedicaron para ella; y pensar que otra alguna hermosura ha
de ocupar el lugar que en mi alma tiene es pensar lo imposible. Suficiente
desengaño es éste para que os retiréis en los límites de vuestra
honestidad, pues nadie se puede obligar a lo imposible.

Oyendo lo cual Altisidora, mostrando enojarse y alterarse, le dijo:

-¡Vive el Señor, don bacallao, alma de almirez, cuesco de dátil, más terco
y duro que villano rogado cuando tiene la suya sobre el hito, que si
arremeto a vos, que os tengo de sacar los ojos! ¿Pensáis por ventura, don
vencido y don molido a palos, que yo me he muerto por vos? Todo lo que
habéis visto esta noche ha sido fingido; que no soy yo mujer que por
semejantes camellos había de dejar que me doliese un negro de la uña,
cuanto más morirme.

-Eso creo yo muy bien -dijo Sancho-, que esto del morirse los enamorados es
cosa de risa: bien lo pueden ellos decir, pero hacer, créalo Judas.

Estando en estas pláticas, entró el músico, cantor y poeta que había
cantado las dos ya referidas estancias, el cual, haciendo una gran
reverencia a don Quijote, dijo:

-Vuestra merced, señor caballero, me cuente y tenga en el número de sus
mayores servidores, porque ha muchos días que le soy muy aficionado, así
por su fama como por sus hazañas.

Don Quijote le respondió:

-Vuestra merced me diga quién es, porque mi cortesía responda a sus
merecimientos.

El mozo respondió que era el músico y panegírico de la noche antes.

-Por cierto -replicó don Quijote-, que vuestra merced tiene estremada voz,
pero lo que cantó no me parece que fue muy a propósito; porque, ¿qué tienen
que ver las estancias de Garcilaso con la muerte desta señora?

-No se maraville vuestra merced deso -respondió el músico-, que ya entre
los intonsos poetas de nuestra edad se usa que cada uno escriba como
quisiere, y hurte de quien quisiere, venga o no venga a pelo de su intento,
y ya no hay necedad que canten o escriban que no se atribuya a licencia
poética.

Responder quisiera don Quijote, pero estorbáronlo el duque y la duquesa,
que entraron a verle, entre los cuales pasaron una larga y dulce plática,
en la cual dijo Sancho tantos donaires y tantas malicias, que dejaron de
nuevo admirados a los duques, así con su simplicidad como con su agudeza.
Don Quijote les suplicó le diesen licencia para partirse aquel mismo día,
pues a los vencidos caballeros, como él, más les convenía habitar una
zahúrda que no reales palacios. Diéronsela de muy buena gana, y la duquesa
le preguntó si quedaba en su gracia Altisidora. Él le respondió:

-Señora mía, sepa Vuestra Señoría que todo el mal desta doncella nace de
ociosidad, cuyo remedio es la ocupación honesta y continua. Ella me ha
dicho aquí que se usan randas en el infierno; y, pues ella las debe de
saber hacer, no las deje de la mano, que, ocupada en menear los palillos,
no se menearán en su imaginación la imagen o imágines de lo que bien
quiere; y ésta es la verdad, éste mi parecer y éste es mi consejo.

-Y el mío -añadió Sancho-, pues no he visto en toda mi vida randera que por
amor se haya muerto; que las doncellas ocupadas más ponen sus pensamientos
en acabar sus tareas que en pensar en sus amores. Por mí lo digo, pues,
mientras estoy cavando, no me acuerdo de mi oíslo; digo, de mi Teresa
Panza, a quien quiero más que a las pestañas de mis ojos.

-Vos decís muy bien, Sancho -dijo la duquesa-, y yo haré que mi Altisidora
se ocupe de aquí adelante en hacer alguna labor blanca, que la sabe hacer
por estremo.

-No hay para qué, señora -respondió Altisidora-, usar dese remedio, pues la
consideración de las crueldades que conmigo ha usado este malandrín
mostrenco me le borrarán de la memoria sin otro artificio alguno. Y, con
licencia de vuestra grandeza, me quiero quitar de aquí, por no ver delante
de mis ojos ya no su triste figura, sino su fea y abominable catadura.

-Eso me parece -dijo el duque- a lo que suele decirse:

Porque aquel que dice injurias,

cerca está de perdonar.

Hizo Altisidora muestra de limpiarse las lágrimas con un pañuelo, y,
haciendo reverencia a sus señores, se salió del aposento.

-Mándote yo -dijo Sancho-, pobre doncella, mándote, digo, mala ventura,
pues las has habido con una alma de esparto y con un corazón de encina. ¡A
fee que si las hubieras conmigo, que otro gallo te cantara!

Acabóse la plática, vistióse don Quijote, comió con los duques, y partióse
aquella tarde.





Capítulo LXXI. De lo que a don Quijote le sucedió con su escudero Sancho
yendo a su aldea


Iba el vencido y asendereado don Quijote pensativo además por una parte,
y muy alegre por otra. Causaba su tristeza el vencimiento; y la alegría, el
considerar en la virtud de Sancho, como lo había mostrado en la resurreción


 


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