Don Quijote
by
Miguel de Cervantes [Saavedra] [in Spanish]

Part 19 out of 19



de Altisidora, aunque con algún escrúpulo se persuadía a que la enamorada
doncella fuese muerta de veras. No iba nada Sancho alegre, porque le
entristecía ver que Altisidora no le había cumplido la palabra de darle las
camisas; y, yendo y viniendo en esto, dijo a su amo:

-En verdad, señor, que soy el más desgraciado médico que se debe de hallar
en el mundo, en el cual hay físicos que, con matar al enfermo que curan,
quieren ser pagados de su trabajo, que no es otro sino firmar una cedulilla
de algunas medicinas, que no las hace él, sino el boticario, y cátalo
cantusado; y a mí, que la salud ajena me cuesta gotas de sangre, mamonas,
pellizcos, alfilerazos y azotes, no me dan un ardite. Pues yo les voto a
tal que si me traen a las manos otro algún enfermo, que, antes que le cure,
me han de untar las mías; que el abad de donde canta yanta, y no quiero
creer que me haya dado el cielo la virtud que tengo para que yo la
comunique con otros de bóbilis, bóbilis.

-Tú tienes razón, Sancho amigo -respondió don Quijote-, y halo hecho muy
mal Altisidora en no haberte dado las prometidas camisas; y, puesto que tu
virtud es gratis data, que no te ha costado estudio alguno, más que estudio
es recebir martirios en tu persona. De mí te sé decir que si quisieras paga
por los azotes del desencanto de Dulcinea, ya te la hubiera dado tal como
buena; pero no sé si vendrá bien con la cura la paga, y no querría que
impidiese el premio a la medicina. Con todo eso, me parece que no se
perderá nada en probarlo: mira, Sancho, el que quieres, y azótate luego, y
págate de contado y de tu propia mano, pues tienes dineros míos.

A cuyos ofrecimientos abrió Sancho los ojos y las orejas de un palmo, y dio
consentimiento en su corazón a azotarse de buena gana; y dijo a su amo:

-Agora bien, señor, yo quiero disponerme a dar gusto a vuestra merced en lo
que desea, con provecho mío; que el amor de mis hijos y de mi mujer me hace
que me muestre interesado. Dígame vuestra merced: ¿cuánto me dará por cada
azote que me diere?

-Si yo te hubiera de pagar, Sancho -respondió don Quijote-, conforme lo que
merece la grandeza y calidad deste remedio, el tesoro de Venecia, las minas
del Potosí fueran poco para pagarte; toma tú el tiento a lo que llevas mío,
y pon el precio a cada azote.

-Ellos -respondió Sancho- son tres mil y trecientos y tantos; de ellos me
he dado hasta cinco: quedan los demás; entren entre los tantos estos cinco,
y vengamos a los tres mil y trecientos, que a cuartillo cada uno, que no
llevaré menos si todo el mundo me lo mandase, montan tres mil y trecientos
cuartillos, que son los tres mil, mil y quinientos medios reales, que hacen
setecientos y cincuenta reales; y los trecientos hacen ciento y cincuenta
medios reales, que vienen a hacer setenta y cinco reales, que, juntándose a
los setecientos y cincuenta, son por todos ochocientos y veinte y cinco
reales. Éstos desfalcaré yo de los que tengo de vuestra merced, y entraré
en mi casa rico y contento, aunque bien azotado; porque no se toman
truchas..., y no digo más.

-¡Oh Sancho bendito! ¡Oh Sancho amable -respondió don Quijote-, y cuán
obligados hemos de quedar Dulcinea y yo a servirte todos los días que el
cielo nos diere de vida! Si ella vuelve al ser perdido, que no es posible
sino que vuelva, su desdicha habrá sido dicha, y mi vencimiento, felicísimo
triunfo. Y mira, Sancho, cuándo quieres comenzar la diciplina, que porque
la abrevies te añado cien reales.

-¿Cuándo? -replicó Sancho-. Esta noche, sin falta. Procure vuestra merced
que la tengamos en el campo, al cielo abierto, que yo me abriré mis carnes.

Llegó la noche, esperada de don Quijote con la mayor ansia del mundo,
pareciéndole que las ruedas del carro de Apolo se habían quebrado, y que el
día se alargaba más de lo acostumbrado, bien así como acontece a los
enamorados, que jamás ajustan la cuenta de sus deseos. Finalmente, se
entraron entre unos amenos árboles que poco desviados del camino estaban,
donde, dejando vacías la silla y albarda de Rocinante y el rucio, se
tendieron sobre la verde yerba y cenaron del repuesto de Sancho; el cual,
haciendo del cabestro y de la jáquima del rucio un poderoso y flexible
azote, se retiró hasta veinte pasos de su amo, entre unas hayas. Don
Quijote, que le vio ir con denuedo y con brío, le dijo:

-Mira, amigo, que no te hagas pedazos; da lugar que unos azotes aguarden a
otros; no quieras apresurarte tanto en la carrera, que en la mitad della te
falte el aliento; quiero decir que no te des tan recio que te falte la vida
antes de llegar al número deseado. Y, porque no pierdas por carta de más ni
de menos, yo estaré desde aparte contando por este mi rosario los azotes
que te dieres. Favorézcate el cielo conforme tu buena intención merece.

-Al buen pagador no le duelen prendas -respondió Sancho-: yo pienso darme
de manera que, sin matarme, me duela; que en esto debe de consistir la
sustancia deste milagro.

Desnudóse luego de medio cuerpo arriba, y, arrebatando el cordel, comenzó a
darse, y comenzó don Quijote a contar los azotes.

Hasta seis o ocho se habría dado Sancho, cuando le pareció ser pesada la
burla y muy barato el precio della, y, deteniéndose un poco, dijo a su amo
que se llamaba a engaño, porque merecía cada azote de aquéllos ser pagado a
medio real, no que a cuartillo.

-Prosigue, Sancho amigo, y no desmayes -le dijo don Quijote-, que yo doblo
la parada del precio.

-Dese modo -dijo Sancho-, ¡a la mano de Dios, y lluevan azotes!

Pero el socarrón dejó de dárselos en las espaldas, y daba en los árboles,
con unos suspiros de cuando en cuando, que parecía que con cada uno dellos
se le arrancaba el alma. Tierna la de don Quijote, temeroso de que no se le
acabase la vida, y no consiguiese su deseo por la imprudencia de Sancho, le
dijo:

-Por tu vida, amigo, que se quede en este punto este negocio, que me parece
muy áspera esta medicina, y será bien dar tiempo al tiempo; que no se ganó
Zamora en un hora. Más de mil azotes, si yo no he contado mal, te has dado:
bastan por agora; que el asno, hablando a lo grosero, sufre la carga, mas
no la sobrecarga.

-No, no, señor -respondió Sancho-, no se ha de decir por mí: "a dineros
pagados, brazos quebrados". Apártese vuestra merced otro poco y déjeme dar
otros mil azotes siquiera, que a dos levadas déstas habremos cumplido con
esta partida, y aún nos sobrará ropa.

-Pues tú te hallas con tan buena disposición -dijo don Quijote-, el cielo
te ayude, y pégate, que yo me aparto.

Volvió Sancho a su tarea con tanto denuedo, que ya había quitado las
cortezas a muchos árboles: tal era la riguridad con que se azotaba; y,
alzando una vez la voz, y dando un desaforado azote en una haya, dijo:

-¡Aquí morirás, Sansón, y cuantos con él son!

Acudió don Quijote luego al son de la lastimada voz y del golpe del
riguroso azote, y, asiendo del torcido cabestro que le servía de corbacho a
Sancho, le dijo:

-No permita la suerte, Sancho amigo, que por el gusto mío pierdas tú la
vida, que ha de servir para sustentar a tu mujer y a tus hijos: espere
Dulcinea mejor coyuntura, que yo me contendré en los límites de la
esperanza propincua, y esperaré que cobres fuerzas nuevas, para que se
concluya este negocio a gusto de todos.

-Pues vuestra merced, señor mío, lo quiere así -respondió Sancho-, sea en
buena hora, y écheme su ferreruelo sobre estas espaldas, que estoy sudando
y no querría resfriarme; que los nuevos diciplinantes corren este peligro.

Hízolo así don Quijote, y, quedándose en pelota, abrigó a Sancho, el cual
se durmió hasta que le despertó el sol, y luego volvieron a proseguir su
camino, a quien dieron fin, por entonces, en un lugar que tres leguas de
allí estaba. Apeáronse en un mesón, que por tal le reconoció don Quijote, y
no por castillo de cava honda, torres, rastrillos y puente levadiza; que,
después que le vencieron, con más juicio en todas las cosas discurría, como
agora se dirá. Alojáronle en una sala baja, a quien servían de guadameciles
unas sargas viejas pintadas, como se usan en las aldeas. En una dellas
estaba pintada de malísima mano el robo de Elena, cuando el atrevido
huésped se la llevó a Menalao, y en otra estaba la historia de Dido y de
Eneas, ella sobre una alta torre, como que hacía señas con una media sábana
al fugitivo huésped, que por el mar, sobre una fragata o bergantín, se iba
huyendo.

Notó en las dos historias que Elena no iba de muy mala gana, porque se reía
a socapa y a lo socarrón; pero la hermosa Dido mostraba verter lágrimas del
tamaño de nueces por los ojos. Viendo lo cual don Quijote, dijo:

-Estas dos señoras fueron desdichadísimas, por no haber nacido en esta
edad, y yo sobre todos desdichado en no haber nacido en la suya: encontrara
a aquestos señores, ni fuera abrasada Troya, ni Cartago destruida, pues con
sólo que yo matara a Paris se escusaran tantas desgracias.

-Yo apostaré -dijo Sancho- que antes de mucho tiempo no ha de haber
bodegón, venta ni mesón, o tienda de barbero, donde no ande pintada la
historia de nuestras hazañas. Pero querría yo que la pintasen manos de otro
mejor pintor que el que ha pintado a éstas.

-Tienes razón, Sancho -dijo don Quijote-, porque este pintor es como
Orbaneja, un pintor que estaba en Úbeda; que, cuando le preguntaban qué
pintaba, respondía: ''Lo que saliere''; y si por ventura pintaba un gallo,
escribía debajo: "Éste es gallo", porque no pensasen que era zorra. Desta
manera me parece a mí, Sancho, que debe de ser el pintor o escritor, que
todo es uno, que sacó a luz la historia deste nuevo don Quijote que ha
salido: que pintó o escribió lo que saliere; o habrá sido como un poeta que
andaba los años pasados en la corte, llamado Mauleón, el cual respondía de
repente a cuanto le preguntaban; y, preguntándole uno que qué quería decir
Deum de Deo, respondió: ''Dé donde diere''. Pero, dejando esto aparte, dime
si piensas, Sancho, darte otra tanda esta noche, y si quieres que sea
debajo de techado, o al cielo abierto.

-Pardiez, señor -respondió Sancho-, que para lo que yo pienso darme, eso se
me da en casa que en el campo; pero, con todo eso, querría que fuese entre
árboles, que parece que me acompañan y me ayudan a llevar mi trabajo
maravillosamente.

-Pues no ha de ser así, Sancho amigo -respondió don Quijote-, sino que para
que tomes fuerzas, lo hemos de guardar para nuestra aldea, que, a lo más
tarde, llegaremos allá después de mañana.

Sancho respondió que hiciese su gusto, pero que él quisiera concluir con
brevedad aquel negocio a sangre caliente y cuando estaba picado el molino,
porque en la tardanza suele estar muchas veces el peligro; y a Dios rogando
y con el mazo dando, y que más valía un "toma" que dos "te daré", y el
pájaro en la mano que el buitre volando.

-No más refranes, Sancho, por un solo Dios -dijo don Quijote-, que parece
que te vuelves al sicut erat; habla a lo llano, a lo liso, a lo no
intricado, como muchas veces te he dicho, y verás como te vale un pan por
ciento.

-No sé qué mala ventura es esta mía -respondió Sancho-, que no sé decir
razón sin refrán, ni refrán que no me parezca razón; pero yo me enmendaré,
si pudiere.

Y, con esto, cesó por entonces su plática.





Capítulo LXXII. De cómo don Quijote y Sancho llegaron a su aldea


Todo aquel día, esperando la noche, estuvieron en aquel lugar y mesón don
Quijote y Sancho: el uno, para acabar en la campaña rasa la tanda de su
diciplina, y el otro, para ver el fin della, en el cual consistía el de su
deseo. Llegó en esto al mesón un caminante a caballo, con tres o cuatro
criados, uno de los cuales dijo al que el señor dellos parecía:

-Aquí puede vuestra merced, señor don Álvaro Tarfe, pasar hoy la siesta: la
posada parece limpia y fresca.

Oyendo esto don Quijote, le dijo a Sancho:

-Mira, Sancho: cuando yo hojeé aquel libro de la segunda parte de mi
historia, me parece que de pasada topé allí este nombre de don Álvaro
Tarfe.

-Bien podrá ser -respondió Sancho-. Dejémosle apear, que después se lo
preguntaremos.

El caballero se apeó, y, frontero del aposento de don Quijote, la huéspeda
le dio una sala baja, enjaezada con otras pintadas sargas, como las que
tenía la estancia de don Quijote. Púsose el recién venido caballero a lo de
verano, y, saliéndose al portal del mesón, que era espacioso y fresco, por
el cual se paseaba don Quijote, le preguntó:

-¿Adónde bueno camina vuestra merced, señor gentilhombre?

Y don Quijote le respondió:

-A una aldea que está aquí cerca, de donde soy natural. Y vuestra merced,
¿dónde camina?

-Yo, señor -respondió el caballero-, voy a Granada, que es mi patria.

-¡Y buena patria! -replicó don Quijote-. Pero, dígame vuestra merced, por
cortesía, su nombre, porque me parece que me ha de importar saberlo más de
lo que buenamente podré decir.

-Mi nombre es don Álvaro Tarfe -respondió el huésped.

A lo que replicó don Quijote:

-Sin duda alguna pienso que vuestra merced debe de ser aquel don Álvaro
Tarfe que anda impreso en la Segunda parte de la historia de don Quijote de
la Mancha, recién impresa y dada a la luz del mundo por un autor moderno.

-El mismo soy -respondió el caballero-, y el tal don Quijote, sujeto
principal de la tal historia, fue grandísimo amigo mío, y yo fui el que le
sacó de su tierra, o, a lo menos, le moví a que viniese a unas justas que
se hacían en Zaragoza, adonde yo iba; y, en verdad en verdad que le hice
muchas amistades, y que le quité de que no le palmease las espaldas el
verdugo, por ser demasiadamente atrevido.

-Y, dígame vuestra merced, señor don Álvaro, ¿parezco yo en algo a ese tal
don Quijote que vuestra merced dice?

-No, por cierto -respondió el huésped-: en ninguna manera.

-Y ese don Quijote -dijo el nuestro-, ¿traía consigo a un escudero llamado
Sancho Panza?

-Sí traía -respondió don Álvaro-; y, aunque tenía fama de muy gracioso,
nunca le oí decir gracia que la tuviese.

-Eso creo yo muy bien -dijo a esta sazón Sancho-, porque el decir gracias
no es para todos, y ese Sancho que vuestra merced dice, señor gentilhombre,
debe de ser algún grandísimo bellaco, frión y ladrón juntamente, que el
verdadero Sancho Panza soy yo, que tengo más gracias que llovidas; y si no,
haga vuestra merced la experiencia, y ándese tras de mí, por los menos un
año, y verá que se me caen a cada paso, y tales y tantas que, sin saber yo
las más veces lo que me digo, hago reír a cuantos me escuchan; y el
verdadero don Quijote de la Mancha, el famoso, el valiente y el discreto,
el enamorado, el desfacedor de agravios, el tutor de pupilos y huérfanos,
el amparo de las viudas, el matador de las doncellas, el que tiene por
única señora a la sin par Dulcinea del Toboso, es este señor que está
presente, que es mi amo; todo cualquier otro don Quijote y cualquier otro
Sancho Panza es burlería y cosa de sueño.

-¡Por Dios que lo creo! -respondió don Álvaro-, porque más gracias habéis
dicho vos, amigo, en cuatro razones que habéis hablado, que el otro Sancho
Panza en cuantas yo le oí hablar, que fueron muchas. Más tenía de comilón
que de bien hablado, y más de tonto que de gracioso, y tengo por sin duda
que los encantadores que persiguen a don Quijote el bueno han querido
perseguirme a mí con don Quijote el malo. Pero no sé qué me diga; que osaré
yo jurar que le dejo metido en la casa del Nuncio, en Toledo, para que le
curen, y agora remanece aquí otro don Quijote, aunque bien diferente del
mío.

-Yo -dijo don Quijote- no sé si soy bueno, pero sé decir que no soy el
malo; para prueba de lo cual quiero que sepa vuesa merced, mi señor don
Álvaro Tarfe, que en todos los días de mi vida no he estado en Zaragoza;
antes, por haberme dicho que ese don Quijote fantástico se había hallado en
las justas desa ciudad, no quise yo entrar en ella, por sacar a las barbas
del mundo su mentira; y así, me pasé de claro a Barcelona, archivo de la
cortesía, albergue de los estranjeros, hospital de los pobres, patria de
los valientes, venganza de los ofendidos y correspondencia grata de firmes
amistades, y, en sitio y en belleza, única. Y, aunque los sucesos que en
ella me han sucedido no son de mucho gusto, sino de mucha pesadumbre, los
llevo sin ella, sólo por haberla visto. Finalmente, señor don Álvaro Tarfe,
yo soy don Quijote de la Mancha, el mismo que dice la fama, y no ese
desventurado que ha querido usurpar mi nombre y honrarse con mis
pensamientos. A vuestra merced suplico, por lo que debe a ser caballero,
sea servido de hacer una declaración ante el alcalde deste lugar, de que
vuestra merced no me ha visto en todos los días de su vida hasta agora, y
de que yo no soy el don Quijote impreso en la segunda parte, ni este Sancho
Panza mi escudero es aquél que vuestra merced conoció.

-Eso haré yo de muy buena gana -respondió don Álvaro-, puesto que cause
admiración ver dos don Quijotes y dos Sanchos a un mismo tiempo, tan
conformes en los nombres como diferentes en las acciones; y vuelvo a decir
y me afirmo que no he visto lo que he visto, ni ha pasado por mí lo que ha
pasado.

-Sin duda -dijo Sancho- que vuestra merced debe de estar encantado, como
mi señora Dulcinea del Toboso, y pluguiera al cielo que estuviera su
desencanto de vuestra merced en darme otros tres mil y tantos azotes como
me doy por ella, que yo me los diera sin interés alguno.

-No entiendo eso de azotes -dijo don Álvaro.

Y Sancho le respondió que era largo de contar, pero que él se lo contaría
si acaso iban un mesmo camino.

Llegóse en esto la hora de comer; comieron juntos don Quijote y don Álvaro.
Entró acaso el alcalde del pueblo en el mesón, con un escribano, ante el
cual alcalde pidió don Quijote, por una petición, de que a su derecho
convenía de que don Álvaro Tarfe, aquel caballero que allí estaba presente,
declarase ante su merced como no conocía a don Quijote de la Mancha, que
asimismo estaba allí presente, y que no era aquél que andaba impreso en una
historia intitulada: Segunda parte de don Quijote de la Mancha, compuesta
por un tal de Avellaneda, natural de Tordesillas. Finalmente, el alcalde
proveyó jurídicamente; la declaración se hizo con todas las fuerzas que en
tales casos debían hacerse, con lo que quedaron don Quijote y Sancho muy
alegres, como si les importara mucho semejante declaración y no mostrara
claro la diferencia de los dos don Quijotes y la de los dos Sanchos sus
obras y sus palabras. Muchas de cortesías y ofrecimientos pasaron entre don
Álvaro y don Quijote, en las cuales mostró el gran manchego su discreción,
de modo que desengañó a don Álvaro Tarfe del error en que estaba; el cual
se dio a entender que debía de estar encantado, pues tocaba con la mano dos
tan contrarios don Quijotes.

Llegó la tarde, partiéronse de aquel lugar, y a obra de media legua se
apartaban dos caminos diferentes, el uno que guiaba a la aldea de don
Quijote, y el otro el que había de llevar don Álvaro. En este poco espacio
le contó don Quijote la desgracia de su vencimiento y el encanto y el
remedio de Dulcinea, que todo puso en nueva admiración a don Álvaro, el
cual, abrazando a don Quijote y a Sancho, siguió su camino, y don Quijote
el suyo, que aquella noche la pasó entre otros árboles, por dar lugar a
Sancho de cumplir su penitencia, que la cumplió del mismo modo que la
pasada noche, a costa de las cortezas de las hayas, harto más que de sus
espaldas, que las guardó tanto, que no pudieran quitar los azotes una
mosca, aunque la tuviera encima.

No perdió el engañado don Quijote un solo golpe de la cuenta, y halló que
con los de la noche pasada era tres mil y veinte y nueve. Parece que había
madrugado el sol a ver el sacrificio, con cuya luz volvieron a proseguir su
camino, tratando entre los dos del engaño de don Álvaro y de cuán bien
acordado había sido tomar su declaración ante la justicia, y tan
auténticamente.

Aquel día y aquella noche caminaron sin sucederles cosa digna de contarse,
si no fue que en ella acabó Sancho su tarea, de que quedó don Quijote
contento sobremodo, y esperaba el día, por ver si en el camino topaba ya
desencantada a Dulcinea su señora; y, siguiendo su camino, no topaba mujer
ninguna que no iba a reconocer si era Dulcinea del Toboso, teniendo por
infalible no poder mentir las promesas de Merlín.

Con estos pensamientos y deseos subieron una cuesta arriba, desde la cual
descubrieron su aldea, la cual, vista de Sancho, se hincó de rodillas y
dijo:

-Abre los ojos, deseada patria, y mira que vuelve a ti Sancho Panza, tu
hijo, si no muy rico, muy bien azotado. Abre los brazos y recibe también tu
hijo don Quijote, que si viene vencido de los brazos ajenos, viene vencedor
de sí mismo; que, según él me ha dicho, es el mayor vencimiento que
desearse puede. Dineros llevo, porque si buenos azotes me daban, bien
caballero me iba.

-Déjate desas sandeces -dijo don Quijote-, y vamos con pie derecho a entrar
en nuestro lugar, donde daremos vado a nuestras imaginaciones, y la traza
que en la pastoral vida pensamos ejercitar.

Con esto, bajaron de la cuesta y se fueron a su pueblo.





Capítulo LXXIII. De los agüeros que tuvo don Quijote al entrar de su aldea,
con otros sucesos que adornan y acreditan esta grande historia


A la entrada del cual, según dice Cide Hamete, vio don Quijote que en las
eras del lugar estaban riñendo dos mochachos, y el uno dijo al otro:

-No te canses Periquillo, que no la has de ver en todos los días de tu
vida.

Oyólo don Quijote, y dijo a Sancho:

-¿No adviertes, amigo, lo que aquel mochacho ha dicho: ''no la has de ver
en todos los días de tu vida''?

-Pues bien, ¿qué importa -respondió Sancho- que haya dicho eso el mochacho?

-¿Qué? -replicó don Quijote-. ¿No vees tú que, aplicando aquella palabra a
mi intención, quiere significar que no tengo de ver más a Dulcinea?

Queríale responder Sancho, cuando se lo estorbó ver que por aquella campaña
venía huyendo una liebre, seguida de muchos galgos y cazadores, la cual,
temerosa, se vino a recoger y a agazapar debajo de los pies del rucio.
Cogióla Sancho a mano salva y presentósela a don Quijote, el cual estaba
diciendo:

-Malum signum! Malum signum! Liebre huye, galgos la siguen: ¡Dulcinea no
parece!

-Estraño es vuesa merced -dijo Sancho-. Presupongamos que esta liebre es
Dulcinea del Toboso y estos galgos que la persiguen son los malandrines
encantadores que la transformaron en labradora: ella huye, yo la cojo y la
pongo en poder de vuesa merced, que la tiene en sus brazos y la regala:
¿qué mala señal es ésta, ni qué mal agüero se puede tomar de aquí?

Los dos mochachos de la pendencia se llegaron a ver la liebre, y al uno
dellos preguntó Sancho que por qué reñían. Y fuele respondido por el que
había dicho ''no la verás más en toda tu vida'', que él había tomado al
otro mochacho una jaula de grillos, la cual no pensaba volvérsela en toda
su vida. Sacó Sancho cuatro cuartos de la faltriquera y dióselos al
mochacho por la jaula, y púsosela en las manos a don Quijote, diciendo:

-He aquí, señor, rompidos y desbaratados estos agüeros, que no tienen que
ver más con nuestros sucesos, según que yo imagino, aunque tonto, que con
las nubes de antaño. Y si no me acuerdo mal, he oído decir al cura de
nuestro pueblo que no es de personas cristianas ni discretas mirar en estas
niñerías; y aun vuesa merced mismo me lo dijo los días pasados, dándome a
entender que eran tontos todos aquellos cristianos que miraban en agüeros.
Y no es menester hacer hincapié en esto, sino pasemos adelante y entremos
en nuestra aldea.

Llegaron los cazadores, pidieron su liebre, y diósela don Quijote; pasaron
adelante, y, a la entrada del pueblo, toparon en un pradecillo rezando al
cura y al bachiller Carrasco. Y es de saber que Sancho Panza había echado
sobre el rucio y sobre el lío de las armas, para que sirviese de repostero,
la túnica de bocací, pintada de llamas de fuego que le vistieron en el
castillo del duque la noche que volvió en sí Altisidora. Acomodóle también
la coroza en la cabeza, que fue la más nueva transformación y adorno con
que se vio jamás jumento en el mundo.

Fueron luego conocidos los dos del cura y del bachiller, que se vinieron a
ellos con los brazos abiertos. Apeóse don Quijote y abrazólos
estrechamente; y los mochachos, que son linces no escusados, divisaron la
coroza del jumento y acudieron a verle, y decían unos a otros:

-Venid, mochachos, y veréis el asno de Sancho Panza más galán que Mingo, y
la bestia de don Quijote más flaca hoy que el primer día.

Finalmente, rodeados de mochachos y acompañados del cura y del bachiller,
entraron en el pueblo, y se fueron a casa de don Quijote, y hallaron a la
puerta della al ama y a su sobrina, a quien ya habían llegado las nuevas de
su venida. Ni más ni menos se las habían dado a Teresa Panza, mujer de
Sancho, la cual, desgreñada y medio desnuda, trayendo de la mano a
Sanchica, su hija, acudió a ver a su marido; y, viéndole no tan bien
adeliñado como ella se pensaba que había de estar un gobernador, le dijo:

-¿Cómo venís así, marido mío, que me parece que venís a pie y despeado, y
más traéis semejanza de desgobernado que de gobernador?

-Calla, Teresa -respondió Sancho-, que muchas veces donde hay estacas no
hay tocinos, y vámonos a nuestra casa, que allá oirás maravillas. Dineros
traigo, que es lo que importa, ganados por mi industria y sin daño de
nadie.

-Traed vos dinero, mi buen marido -dijo Teresa-, y sean ganados por aquí o
por allí, que, comoquiera que los hayáis ganado, no habréis hecho usanza
nueva en el mundo.

Abrazó Sanchica a su padre, y preguntóle si traía algo, que le estaba
esperando como el agua de mayo; y, asiéndole de un lado del cinto, y su
mujer de la mano, tirando su hija al rucio, se fueron a su casa, dejando a
don Quijote en la suya, en poder de su sobrina y de su ama, y en compañía
del cura y del bachiller.

Don Quijote, sin guardar términos ni horas, en aquel mismo punto se apartó
a solas con el bachiller y el cura, y en breves razones les contó su
vencimiento, y la obligación en que había quedado de no salir de su aldea
en un año, la cual pensaba guardar al pie de la letra, sin traspasarla en
un átomo, bien así como caballero andante, obligado por la puntualidad y
orden de la andante caballería, y que tenía pensado de hacerse aquel año
pastor, y entretenerse en la soledad de los campos, donde a rienda suelta
podía dar vado a sus amorosos pensamientos, ejercitándose en el pastoral y
virtuoso ejercicio; y que les suplicaba, si no tenían mucho que hacer y no
estaban impedidos en negocios más importantes, quisiesen ser sus
compañeros; que él compraría ovejas y ganado suficiente que les diese
nombre de pastores; y que les hacía saber que lo más principal de aquel
negocio estaba hecho, porque les tenía puestos los nombres, que les
vendrían como de molde. Díjole el cura que los dijese. Respondió don
Quijote que él se había de llamar el pastor Quijotiz; y el bachiller, el
pastor Carrascón; y el cura, el pastor Curambro; y Sancho Panza, el pastor
Pancino.

Pasmáronse todos de ver la nueva locura de don Quijote; pero, porque no se
les fuese otra vez del pueblo a sus caballerías, esperando que en aquel año
podría ser curado, concedieron con su nueva intención, y aprobaron por
discreta su locura, ofreciéndosele por compañeros en su ejercicio.

-Y más -dijo Sansón Carrasco-, que, como ya todo el mundo sabe, yo soy
celebérrimo poeta y a cada paso compondré versos pastoriles, o cortesanos,
o como más me viniere a cuento, para que nos entretengamos por esos
andurriales donde habemos de andar; y lo que más es menester, señores míos,
es que cada uno escoja el nombre de la pastora que piensa celebrar en sus
versos, y que no dejemos árbol, por duro que sea, donde no la retule y
grabe su nombre, como es uso y costumbre de los enamorados pastores.

-Eso está de molde -respondió don Quijote-, puesto que yo estoy libre de
buscar nombre de pastora fingida, pues está ahí la sin par Dulcinea del
Toboso, gloria de estas riberas, adorno de estos prados, sustento de la
hermosura, nata de los donaires, y, finalmente, sujeto sobre quien puede
asentar bien toda alabanza, por hipérbole que sea.

-Así es verdad -dijo el cura-, pero nosotros buscaremos por ahí pastoras
mañeruelas, que si no nos cuadraren, nos esquinen.

A lo que añadió Sansón Carrasco:

-Y cuando faltaren, darémosles los nombres de las estampadas e impresas,
de quien está lleno el mundo: Fílidas, Amarilis, Dianas, Fléridas,
Galateas y Belisardas; que, pues las venden en las plazas, bien las podemos
comprar nosotros y tenerlas por nuestras. Si mi dama, o, por mejor decir,
mi pastora, por ventura se llamare Ana, la celebraré debajo del nombre de
Anarda; y si Francisca, la llamaré yo Francenia; y si Lucía, Lucinda, que
todo se sale allá; y Sancho Panza, si es que ha de entrar en esta cofadría,
podrá celebrar a su mujer Teresa Panza con nombre de Teresaina.

Rióse don Quijote de la aplicación del nombre, y el cura le alabó infinito
su honesta y honrada resolución, y se ofreció de nuevo a hacerle compañía
todo el tiempo que le vacase de atender a sus forzosas obligaciones. Con
esto, se despidieron dél, y le rogaron y aconsejaron tuviese cuenta con su
salud, con regalarse lo que fuese bueno.

Quiso la suerte que su sobrina y el ama oyeron la plática de los tres; y,
así como se fueron, se entraron entrambas con don Quijote, y la sobrina le
dijo:

-¿Qué es esto, señor tío? ¿Ahora que pensábamos nosotras que vuestra merced
volvía a reducirse en su casa, y pasar en ella una vida quieta y honrada,
se quiere meter en nuevos laberintos, haciéndose

Pastorcillo, tú que vienes,

pastorcico, tú que vas?

Pues en verdad que está ya duro el alcacel para zampoñas.

A lo que añadió el ama:

Y ¿podrá vuestra merced pasar en el campo las siestas del verano, los
serenos del invierno, el aullido de los lobos? No, por cierto, que éste es
ejercicio y oficio de hombres robustos, curtidos y criados para tal
ministerio casi desde las fajas y mantillas. Aun, mal por mal, mejor es ser
caballero andante que pastor. Mire, señor, tome mi consejo, que no se le
doy sobre estar harta de pan y vino, sino en ayunas, y sobre cincuenta años
que tengo de edad: estése en su casa, atienda a su hacienda, confiese a
menudo, favorezca a los pobres, y sobre mi ánima si mal le fuere.

-Callad, hijas -les respondió don Quijote-, que yo sé bien lo que me
cumple. Llevadme al lecho, que me parece que no estoy muy bueno, y tened
por cierto que, ahora sea caballero andante o pastor por andar, no dejaré
siempre de acudir a lo que hubiéredes menester, como lo veréis por la obra.

Y las buenas hijas -que lo eran sin duda ama y sobrina- le llevaron a la
cama, donde le dieron de comer y regalaron lo posible.





Capítulo LXXIV. De cómo don Quijote cayó malo, y del testamento que hizo, y
su muerte


Como las cosas humanas no sean eternas, yendo siempre en declinación de sus
principios hasta llegar a su último fin, especialmente las vidas de los
hombres, y como la de don Quijote no tuviese privilegio del cielo para
detener el curso de la suya, llegó su fin y acabamiento cuando él menos lo
pensaba; porque, o ya fuese de la melancolía que le causaba el verse
vencido, o ya por la disposición del cielo, que así lo ordenaba, se le
arraigó una calentura que le tuvo seis días en la cama, en los cuales fue
visitado muchas veces del cura, del bachiller y del barbero, sus amigos,
sin quitársele de la cabecera Sancho Panza, su buen escudero.

Éstos, creyendo que la pesadumbre de verse vencido y de no ver cumplido su
deseo en la libertad y desencanto de Dulcinea le tenía de aquella suerte,
por todas las vías posibles procuraban alegrarle, diciéndole el bachiller
que se animase y levantase, para comenzar su pastoral ejercicio, para el
cual tenía ya compuesta una écloga, que mal año para cuantas Sanazaro había
compuesto, y que ya tenía comprados de su propio dinero dos famosos perros
para guardar el ganado: el uno llamado Barcino, y el otro Butrón, que se
los había vendido un ganadero del Quintanar. Pero no por esto dejaba don
Quijote sus tristezas.

Llamaron sus amigos al médico, tomóle el pulso, y no le contentó mucho, y
dijo que, por sí o por no, atendiese a la salud de su alma, porque la del
cuerpo corría peligro. Oyólo don Quijote con ánimo sosegado, pero no lo
oyeron así su ama, su sobrina y su escudero, los cuales comenzaron a llorar
tiernamente, como si ya le tuvieran muerto delante. Fue el parecer del
médico que melancolías y desabrimientos le acababan. Rogó don Quijote que
le dejasen solo, porque quería dormir un poco. Hiciéronlo así y durmió de
un tirón, como dicen, más de seis horas; tanto, que pensaron el ama y la
sobrina que se había de quedar en el sueño. Despertó al cabo del tiempo
dicho, y, dando una gran voz, dijo:

-¡Bendito sea el poderoso Dios, que tanto bien me ha hecho! En fin, sus
misericordias no tienen límite, ni las abrevian ni impiden los pecados de
los hombres.

Estuvo atenta la sobrina a las razones del tío, y pareciéronle más
concertadas que él solía decirlas, a lo menos, en aquella enfermedad, y
preguntóle:

-¿Qué es lo que vuestra merced dice, señor? ¿Tenemos algo de nuevo? ¿Qué
misericordias son éstas, o qué pecados de los hombres?

-Las misericordias -respondió don Quijote-, sobrina, son las que en este
instante ha usado Dios conmigo, a quien, como dije, no las impiden mis
pecados. Yo tengo juicio ya, libre y claro, sin las sombras caliginosas de
la ignorancia, que sobre él me pusieron mi amarga y continua leyenda de los
detestables libros de las caballerías. Ya conozco sus disparates y sus
embelecos, y no me pesa sino que este desengaño ha llegado tan tarde, que
no me deja tiempo para hacer alguna recompensa, leyendo otros que sean luz
del alma. Yo me siento, sobrina, a punto de muerte; querría hacerla de tal
modo, que diese a entender que no había sido mi vida tan mala que dejase
renombre de loco, que, puesto que lo he sido, no querría confirmar esta
verdad en mi muerte. Llámame, amiga, a mis buenos amigos: el cura, al
bachiller Sansón Carrasco y a maese Nicolás, el barbero, que quiero
confesarme y hacer mi testamento.

Pero de este trabajo se escusó la sobrina con la entrada de los tres.
Apenas los vio don Quijote, cuando dijo:

-Dadme albricias, buenos señores, de que ya yo no soy don Quijote de la
Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de
Bueno. Ya soy enemigo de Amadís de Gaula y de toda la infinita caterva de
su linaje, ya me son odiosas todas las historias profanas del andante
caballería, ya conozco mi necedad y el peligro en que me pusieron haberlas
leído, ya, por misericordia de Dios, escarmentando en cabeza propia, las
abomino.

Cuando esto le oyeron decir los tres, creyeron, sin duda, que alguna nueva
locura le había tomado. Y Sansón le dijo:

-¿Ahora, señor don Quijote, que tenemos nueva que está desencantada la
señora Dulcinea, sale vuestra merced con eso? Y ¿agora que estamos tan a
pique de ser pastores, para pasar cantando la vida, como unos príncipes,
quiere vuesa merced hacerse ermitaño? Calle, por su vida, vuelva en sí, y
déjese de cuentos.

-Los de hasta aquí -replicó don Quijote-, que han sido verdaderos en mi
daño, los ha de volver mi muerte, con ayuda del cielo, en mi provecho. Yo,
señores, siento que me voy muriendo a toda priesa; déjense burlas aparte, y
traíganme un confesor que me confiese y un escribano que haga mi
testamento, que en tales trances como éste no se ha de burlar el hombre con
el alma; y así, suplico que, en tanto que el señor cura me confiesa, vayan
por el escribano.

Miráronse unos a otros, admirados de las razones de don Quijote, y, aunque
en duda, le quisieron creer; y una de las señales por donde conjeturaron se
moría fue el haber vuelto con tanta facilidad de loco a cuerdo, porque a
las ya dichas razones añadió otras muchas tan bien dichas, tan cristianas y
con tanto concierto, que del todo les vino a quitar la duda, y a creer que
estaba cuerdo.

Hizo salir la gente el cura, y quedóse solo con él, y confesóle.

El bachiller fue por el escribano, y de allí a poco volvió con él y con
Sancho Panza; el cual Sancho, que ya sabía por nuevas del bachiller en qué
estado estaba su señor, hallando a la ama y a la sobrina llorosas, comenzó
a hacer pucheros y a derramar lágrimas. Acabóse la confesión, y salió el
cura, diciendo:

-Verdaderamente se muere, y verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano el
Bueno; bien podemos entrar para que haga su testamento.

Estas nuevas dieron un terrible empujón a los ojos preñados de ama, sobrina
y de Sancho Panza, su buen escudero, de tal manera, que los hizo reventar
las lágrimas de los ojos y mil profundos suspiros del pecho; porque,
verdaderamente, como alguna vez se ha dicho, en tanto que don Quijote fue
Alonso Quijano el Bueno, a secas, y en tanto que fue don Quijote de la
Mancha, fue siempre de apacible condición y de agradable trato, y por esto
no sólo era bien querido de los de su casa, sino de todos cuantos le
conocían.

Entró el escribano con los demás, y, después de haber hecho la cabeza del
testamento y ordenado su alma don Quijote, con todas aquellas
circunstancias cristianas que se requieren, llegando a las mandas, dijo:

-Ítem, es mi voluntad que de ciertos dineros que Sancho Panza, a quien en
mi locura hice mi escudero, tiene, que, porque ha habido entre él y mí
ciertas cuentas, y dares y tomares, quiero que no se le haga cargo dellos,
ni se le pida cuenta alguna, sino que si sobrare alguno, después de haberse
pagado de lo que le debo, el restante sea suyo, que será bien poco, y buen
provecho le haga; y, si como estando yo loco fui parte para darle el
gobierno de la ínsula, pudiera agora, estando cuerdo, darle el de un reino,
se le diera, porque la sencillez de su condición y fidelidad de su trato lo
merece.

Y, volviéndose a Sancho, le dijo:

-Perdóname, amigo, de la ocasión que te he dado de parecer loco como yo,
haciéndote caer en el error en que yo he caído, de que hubo y hay
caballeros andantes en el mundo.

-¡Ay! -respondió Sancho, llorando-: no se muera vuestra merced, señor mío,
sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede
hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que
nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía. Mire no
sea perezoso, sino levántese desa cama, y vámonos al campo vestidos de
pastores, como tenemos concertado: quizá tras de alguna mata hallaremos a
la señora doña Dulcinea desencantada, que no haya más que ver. Si es que se
muere de pesar de verse vencido, écheme a mí la culpa, diciendo que por
haber yo cinchado mal a Rocinante le derribaron; cuanto más, que vuestra
merced habrá visto en sus libros de caballerías ser cosa ordinaria
derribarse unos caballeros a otros, y el que es vencido hoy ser vencedor
mañana.

-Así es -dijo Sansón-, y el buen Sancho Panza está muy en la verdad destos
casos.

-Señores -dijo don Quijote-, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de
antaño no hay pájaros hogaño: yo fui loco, y ya soy cuerdo; fui don Quijote
de la Mancha, y soy agora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno. Pueda
con vuestras mercedes mi arrepentimiento y mi verdad volverme a la
estimación que de mí se tenía, y prosiga adelante el señor escribano.

»Ítem, mando toda mi hacienda, a puerta cerrada, a Antonia Quijana, mi
sobrina, que está presente, habiendo sacado primero de lo más bien parado
della lo que fuere menester para cumplir las mandas que dejo hechas; y la
primera satisfación que se haga quiero que sea pagar el salario que debo
del tiempo que mi ama me ha servido, y más veinte ducados para un vestido.
Dejo por mis albaceas al señor cura y al señor bachiller Sansón Carrasco,
que están presentes.

»Ítem, es mi voluntad que si Antonia Quijana, mi sobrina, quisiere casarse,
se case con hombre de quien primero se haya hecho información que no sabe
qué cosas sean libros de caballerías; y, en caso que se averiguare que lo
sabe, y, con todo eso, mi sobrina quisiere casarse con él, y se casare,
pierda todo lo que le he mandado, lo cual puedan mis albaceas distribuir en
obras pías a su voluntad.

»Ítem, suplico a los dichos señores mis albaceas que si la buena suerte les
trujere a conocer al autor que dicen que compuso una historia que anda por
ahí con el título de Segunda parte de las hazañas de don Quijote de la
Mancha, de mi parte le pidan, cuan encarecidamente ser pueda, perdone la
ocasión que sin yo pensarlo le di de haber escrito tantos y tan grandes
disparates como en ella escribe, porque parto desta vida con escrúpulo de
haberle dado motivo para escribirlos.

Cerró con esto el testamento, y, tomándole un desmayo, se tendió de largo a
largo en la cama. Alborotáronse todos y acudieron a su remedio, y en tres
días que vivió después deste donde hizo el testamento, se desmayaba muy a
menudo. Andaba la casa alborotada; pero, con todo, comía la sobrina,
brindaba el ama, y se regocijaba Sancho Panza; que esto del heredar algo
borra o templa en el heredero la memoria de la pena que es razón que deje
el muerto.

En fin, llegó el último de don Quijote, después de recebidos todos los
sacramentos, y después de haber abominado con muchas y eficaces razones de
los libros de caballerías. Hallóse el escribano presente, y dijo que nunca
había leído en ningún libro de caballerías que algún caballero andante
hubiese muerto en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano como don
Quijote; el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron,
dio su espíritu: quiero decir que se murió.

Viendo lo cual el cura, pidió al escribano le diese por testimonio como
Alonso Quijano el Bueno, llamado comúnmente don Quijote de la Mancha, había
pasado desta presente vida y muerto naturalmente; y que el tal testimonio
pedía para quitar la ocasión de algún otro autor que Cide Hamete Benengeli
le resucitase falsamente, y hiciese inacabables historias de sus hazañas.

Este fin tuvo el Ingenioso Hidalgo de la Mancha, cuyo lugar no quiso poner
Cide Hamete puntualmente, por dejar que todas las villas y lugares de la
Mancha contendiesen entre sí por ahijársele y tenérsele por suyo, como
contendieron las siete ciudades de Grecia por Homero.

Déjanse de poner aquí los llantos de Sancho, sobrina y ama de don Quijote,
los nuevos epitafios de su sepultura, aunque Sansón Carrasco le puso éste:

Yace aquí el Hidalgo fuerte

que a tanto estremo llegó

de valiente, que se advierte

que la muerte no triunfó

de su vida con su muerte.

Tuvo a todo el mundo en poco;

fue el espantajo y el coco

del mundo, en tal coyuntura,

que acreditó su ventura

morir cuerdo y vivir loco.

Y el prudentísimo Cide Hamete dijo a su pluma:

-Aquí quedarás, colgada desta espetera y deste hilo de alambre, ni sé si
bien cortada o mal tajada péñola mía, adonde vivirás luengos siglos, si
presuntuosos y malandrines historiadores no te descuelgan para profanarte.
Pero, antes que a ti lleguen, les puedes advertir, y decirles en el mejor
modo que pudieres:

''¡Tate, tate, folloncicos!

De ninguno sea tocada;

porque esta impresa, buen rey,

para mí estaba guardada.

Para mí sola nació don Quijote, y yo para él; él supo obrar y yo escribir;
solos los dos somos para en uno, a despecho y pesar del escritor fingido y
tordesillesco que se atrevió, o se ha de atrever, a escribir con pluma de
avestruz grosera y mal deliñada las hazañas de mi valeroso caballero,
porque no es carga de sus hombros ni asunto de su resfriado ingenio; a
quien advertirás, si acaso llegas a conocerle, que deje reposar en la
sepultura los cansados y ya podridos huesos de don Quijote, y no le quiera
llevar, contra todos los fueros de la muerte, a Castilla la Vieja,
haciéndole salir de la fuesa donde real y verdaderamente yace tendido de
largo a largo, imposibilitado de hacer tercera jornada y salida nueva; que,
para hacer burla de tantas como hicieron tantos andantes caballeros, bastan
las dos que él hizo, tan a gusto y beneplácito de las gentes a cuya noticia
llegaron, así en éstos como en los estraños reinos''. Y con esto cumplirás
con tu cristiana profesión, aconsejando bien a quien mal te quiere, y yo
quedaré satisfecho y ufano de haber sido el primero que gozó el fruto de
sus escritos enteramente, como deseaba, pues no ha sido otro mi deseo que
poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas
historias de los libros de caballerías, que, por las de mi verdadero don
Quijote, van ya tropezando, y han de caer del todo, sin duda alguna. Vale.

Fin







 


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