Don Quijote
by
Miguel de Cervantes [Saavedra] [in Spanish]

Part 2 out of 19



en tón su nombre.

-Así es -dijo don Quijote-; que ése es un sabio encantador, grande enemigo
mío, que me tiene ojeriza, porque sabe por sus artes y letras que tengo de
venir, andando los tiempos, a pelear en singular batalla con un caballero a
quien él favorece, y le tengo de vencer, sin que él lo pueda estorbar, y
por esto procura hacerme todos los sinsabores que puede; y mándole yo que
mal podrá él contradecir ni evitar lo que por el cielo está ordenado.

-¿Quién duda de eso? -dijo la sobrina-. Pero, ¿quién le mete a vuestra
merced, señor tío, en esas pendencias? ¿No será mejor estarse pacífico en
su casa y no irse por el mundo a buscar pan de trastrigo, sin considerar
que muchos van por lana y vuelven tresquilados?

-¡Oh sobrina mía -respondió don Quijote-, y cuán mal que estás en la
cuenta! Primero que a mí me tresquilen, tendré peladas y quitadas las
barbas a cuantos imaginaren tocarme en la punta de un solo cabello.

No quisieron las dos replicarle más, porque vieron que se le encendía la
cólera.

Es, pues, el caso que él estuvo quince días en casa muy sosegado, sin dar
muestras de querer segundar sus primeros devaneos, en los cuales días pasó
graciosísimos cuentos con sus dos compadres el cura y el barbero, sobre que
él decía que la cosa de que más necesidad tenía el mundo era de caballeros
andantes y de que en él se resucitase la caballería andantesca. El cura
algunas veces le contradecía y otras concedía, porque si no guardaba este
artificio, no había poder averiguarse con él.

En este tiempo, solicitó don Quijote a un labrador vecino suyo, hombre de
bien -si es que este título se puede dar al que es pobre-, pero de muy poca
sal en la mollera. En resolución, tanto le dijo, tanto le persuadió y
prometió, que el pobre villano se determinó de salirse con él y servirle de
escudero. Decíale, entre otras cosas, don Quijote que se dispusiese a ir
con él de buena gana, porque tal vez le podía suceder aventura que ganase,
en quítame allá esas pajas, alguna ínsula, y le dejase a él por gobernador
della. Con estas promesas y otras tales, Sancho Panza, que así se llamaba
el labrador, dejó su mujer y hijos y asentó por escudero de su vecino.

Dio luego don Quijote orden en buscar dineros; y, vendiendo una cosa y
empeñando otra, y malbaratándolas todas, llegó una razonable cantidad.
Acomodóse asimesmo de una rodela, que pidió prestada a un su amigo, y,
pertrechando su rota celada lo mejor que pudo, avisó a su escudero Sancho
del día y la hora que pensaba ponerse en camino, para que él se acomodase
de lo que viese que más le era menester. Sobre todo le encargó que llevase
alforjas; e dijo que sí llevaría, y que ansimesmo pensaba llevar un asno
que tenía muy bueno, porque él no estaba duecho a andar mucho a pie. En lo
del asno reparó un poco don Quijote, imaginando si se le acordaba si algún
caballero andante había traído escudero caballero asnalmente, pero nunca le
vino alguno a la memoria; mas, con todo esto, determinó que le llevase, con
presupuesto de acomodarle de más honrada caballería en habiendo ocasión
para ello, quitándole el caballo al primer descortés caballero que topase.
Proveyóse de camisas y de las demás cosas que él pudo, conforme al consejo
que el ventero le había dado; todo lo cual hecho y cumplido, sin despedirse
Panza de sus hijos y mujer, ni don Quijote de su ama y sobrina, una noche
se salieron del lugar sin que persona los viese; en la cual caminaron
tanto, que al amanecer se tuvieron por seguros de que no los hallarían
aunque los buscasen.

Iba Sancho Panza sobre su jumento como un patriarca, con sus alforjas y su
bota, y con mucho deseo de verse ya gobernador de la ínsula que su amo le
había prometido. Acertó don Quijote a tomar la misma derrota y camino que
el que él había tomado en su primer viaje, que fue por el campo de Montiel,
por el cual caminaba con menos pesadumbre que la vez pasada, porque, por
ser la hora de la mañana y herirles a soslayo los rayos del sol, no les
fatigaban. Dijo en esto Sancho Panza a su amo:

-Mire vuestra merced, señor caballero andante, que no se le olvide lo que
de la ínsula me tiene prometido; que yo la sabré gobernar, por grande que
sea.

A lo cual le respondió don Quijote:

-Has de saber, amigo Sancho Panza, que fue costumbre muy usada de los
caballeros andantes antiguos hacer gobernadores a sus escuderos de las
ínsulas o reinos que ganaban, y yo tengo determinado de que por mí no falte
tan agradecida usanza; antes, pienso aventajarme en ella: porque ellos
algunas veces, y quizá las más, esperaban a que sus escuderos fuesen
viejos; y, ya después de hartos de servir y de llevar malos días y peores
noches, les daban algún título de conde, o, por lo mucho, de marqués, de
algún valle o provincia de poco más a menos; pero, si tú vives y yo vivo,
bien podría ser que antes de seis días ganase yo tal reino que tuviese
otros a él adherentes, que viniesen de molde para coronarte por rey de uno
dellos. Y no lo tengas a mucho, que cosas y casos acontecen a los tales
caballeros, por modos tan nunca vistos ni pensados, que con facilidad te
podría dar aún más de lo que te prometo.

-De esa manera -respondió Sancho Panza-, si yo fuese rey por algún milagro
de los que vuestra merced dice, por lo menos, Juana Gutiérrez, mi oíslo,
vendría a ser reina, y mis hijos infantes.

-Pues, ¿quién lo duda? -respondió don Quijote.

-Yo lo dudo -replicó Sancho Panza-; porque tengo para mí que, aunque
lloviese Dios reinos sobre la tierra, ninguno asentaría bien sobre la
cabeza de Mari Gutiérrez. Sepa, señor, que no vale dos maravedís para
reina; condesa le caerá mejor, y aun Dios y ayuda.

-Encomiéndalo tú a Dios, Sancho -respondió don Quijote-, que Él dará lo que
más le convenga, pero no apoques tu ánimo tanto, que te vengas a contentar
con menos que con ser adelantado.

-No lo haré, señor mío -respondió Sancho-; y más teniendo tan principal amo
en vuestra merced, que me sabrá dar todo aquello que me esté bien y yo
pueda llevar.





Capítulo VIII. Del buen suceso que el valeroso don Quijote tuvo en la
espantable y jamás imaginada aventura de los molinos de viento, con otros
sucesos dignos de felice recordación


En esto, descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel
campo; y, así como don Quijote los vio, dijo a su escudero:

-La ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear,
porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta, o pocos
más, desaforados gigantes, con quien pienso hacer batalla y quitarles a
todos las vidas, con cuyos despojos comenzaremos a enriquecer; que ésta es
buena guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre
la faz de la tierra.

-¿Qué gigantes? -dijo Sancho Panza.

-Aquellos que allí ves -respondió su amo- de los brazos largos, que los
suelen tener algunos de casi dos leguas.

-Mire vuestra merced -respondió Sancho- que aquellos que allí se parecen no
son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son
las aspas, que, volteadas del viento, hacen andar la piedra del molino.

-Bien parece -respondió don Quijote- que no estás cursado en esto de las
aventuras: ellos son gigantes; y si tienes miedo, quítate de ahí, y ponte
en oración en el espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual
batalla.

Y, diciendo esto, dio de espuelas a su caballo Rocinante, sin atender a las
voces que su escudero Sancho le daba, advirtiéndole que, sin duda alguna,
eran molinos de viento, y no gigantes, aquellos que iba a acometer. Pero él
iba tan puesto en que eran gigantes, que ni oía las voces de su escudero
Sancho ni echaba de ver, aunque estaba ya bien cerca, lo que eran; antes,
iba diciendo en voces altas:

-Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que
os acomete.

Levantóse en esto un poco de viento y las grandes aspas comenzaron a
moverse, lo cual visto por don Quijote, dijo:

-Pues, aunque mováis más brazos que los del gigante Briareo, me lo habéis
de pagar.

Y, en diciendo esto, y encomendándose de todo corazón a su señora Dulcinea,
pidiéndole que en tal trance le socorriese, bien cubierto de su rodela, con
la lanza en el ristre, arremetió a todo el galope de Rocinante y embistió
con el primero molino que estaba delante; y, dándole una lanzada en el
aspa, la volvió el viento con tanta furia que hizo la lanza pedazos,
llevándose tras sí al caballo y al caballero, que fue rodando muy maltrecho
por el campo. Acudió Sancho Panza a socorrerle, a todo el correr de su
asno, y cuando llegó halló que no se podía menear: tal fue el golpe que dio
con él Rocinante.

-¡Válame Dios! -dijo Sancho-. ¿No le dije yo a vuestra merced que mirase
bien lo que hacía, que no eran sino molinos de viento, y no lo podía
ignorar sino quien llevase otros tales en la cabeza?

-Calla, amigo Sancho -respondió don Quijote-, que las cosas de la guerra,
más que otras, están sujetas a continua mudanza; cuanto más, que yo pienso,
y es así verdad, que aquel sabio Frestón que me robó el aposento y los
libros ha vuelto estos gigantes en molinos por quitarme la gloria de su
vencimiento: tal es la enemistad que me tiene; mas, al cabo al cabo, han de
poder poco sus malas artes contra la bondad de mi espada.

-Dios lo haga como puede -respondió Sancho Panza.

Y, ayudándole a levantar, tornó a subir sobre Rocinante, que medio
despaldado estaba. Y, hablando en la pasada aventura, siguieron el camino
del Puerto Lápice, porque allí decía don Quijote que no era posible dejar
de hallarse muchas y diversas aventuras, por ser lugar muy pasajero; sino
que iba muy pesaroso por haberle faltado la lanza; y, diciéndoselo a su
escudero, le dijo:

-Yo me acuerdo haber leído que un caballero español, llamado Diego Pérez de
Vargas, habiéndosele en una batalla roto la espada, desgajó de una encina
un pesado ramo o tronco, y con él hizo tales cosas aquel día, y machacó
tantos moros, que le quedó por sobrenombre Machuca, y así él como sus
decendientes se llamaron, desde aquel día en adelante, Vargas y Machuca.
Hete dicho esto, porque de la primera encina o roble que se me depare
pienso desgajar otro tronco tal y tan bueno como aquél, que me imagino y
pienso hacer con él tales hazañas, que tú te tengas por bien afortunado de
haber merecido venir a vellas y a ser testigo de cosas que apenas podrán
ser creídas.

-A la mano de Dios -dijo Sancho-; yo lo creo todo así como vuestra merced
lo dice; pero enderécese un poco, que parece que va de medio lado, y debe
de ser del molimiento de la caída.

-Así es la verdad -respondió don Quijote-; y si no me quejo del dolor, es
porque no es dado a los caballeros andantes quejarse de herida alguna,
aunque se le salgan las tripas por ella.

-Si eso es así, no tengo yo qué replicar -respondió Sancho-, pero sabe Dios
si yo me holgara que vuestra merced se quejara cuando alguna cosa le
doliera. De mí sé decir que me he de quejar del más pequeño dolor que
tenga, si ya no se entiende también con los escuderos de los caballeros
andantes eso del no quejarse.

No se dejó de reír don Quijote de la simplicidad de su escudero; y así, le
declaró que podía muy bien quejarse, como y cuando quisiese, sin gana o con
ella; que hasta entonces no había leído cosa en contrario en la orden de
caballería. Díjole Sancho que mirase que era hora de comer. Respondióle su
amo que por entonces no le hacía menester; que comiese él cuando se le
antojase. Con esta licencia, se acomodó Sancho lo mejor que pudo sobre su
jumento, y, sacando de las alforjas lo que en ellas había puesto, iba
caminando y comiendo detrás de su amo muy de su espacio, y de cuando en
cuando empinaba la bota, con tanto gusto, que le pudiera envidiar el más
regalado bodegonero de Málaga. Y, en tanto que él iba de aquella manera
menudeando tragos, no se le acordaba de ninguna promesa que su amo le
hubiese hecho, ni tenía por ningún trabajo, sino por mucho descanso, andar
buscando las aventuras, por peligrosas que fuesen.

En resolución, aquella noche la pasaron entre unos árboles, y del uno
dellos desgajó don Quijote un ramo seco que casi le podía servir de lanza,
y puso en él el hierro que quitó de la que se le había quebrado. Toda
aquella noche no durmió don Quijote, pensando en su señora Dulcinea, por
acomodarse a lo que había leído en sus libros, cuando los caballeros
pasaban sin dormir muchas noches en las florestas y despoblados,
entretenidos con las memorias de sus señoras. No la pasó ansí Sancho Panza,
que, como tenía el estómago lleno, y no de agua de chicoria, de un sueño se
la llevó toda; y no fueran parte para despertarle, si su amo no lo llamara,
los rayos del sol, que le daban en el rostro, ni el canto de las aves, que,
muchas y muy regocijadamente, la venida del nuevo día saludaban. Al
levantarse dio un tiento a la bota, y hallóla algo más flaca que la noche
antes; y afligiósele el corazón, por parecerle que no llevaban camino de
remediar tan presto su falta. No quiso desayunarse don Quijote, porque,
como está dicho, dio en sustentarse de sabrosas memorias. Tornaron a su
comenzado camino del Puerto Lápice, y a obra de las tres del día le
descubrieron.

-Aquí -dijo, en viéndole, don Quijote- podemos, hermano Sancho Panza, meter
las manos hasta los codos en esto que llaman aventuras. Mas advierte que,
aunque me veas en los mayores peligros del mundo, no has de poner mano a tu
espada para defenderme, si ya no vieres que los que me ofenden es canalla y
gente baja, que en tal caso bien puedes ayudarme; pero si fueren
caballeros, en ninguna manera te es lícito ni concedido por las leyes de
caballería que me ayudes, hasta que seas armado caballero.

-Por cierto, señor -respondió Sancho-, que vuestra merced sea muy bien
obedicido en esto; y más, que yo de mío me soy pacífico y enemigo de
meterme en ruidos ni pendencias. Bien es verdad que, en lo que tocare a
defender mi persona, no tendré mucha cuenta con esas leyes, pues las
divinas y humanas permiten que cada uno se defienda de quien quisiere
agraviarle.

-No digo yo menos -respondió don Quijote-; pero, en esto de ayudarme contra
caballeros, has de tener a raya tus naturales ímpetus.

-Digo que así lo haré -respondió Sancho-, y que guardaré ese preceto tan
bien como el día del domingo.

Estando en estas razones, asomaron por el camino dos frailes de la orden de
San Benito, caballeros sobre dos dromedarios: que no eran más pequeñas dos
mulas en que venían. Traían sus antojos de camino y sus quitasoles. Detrás
dellos venía un coche, con cuatro o cinco de a caballo que le acompañaban y
dos mozos de mulas a pie. Venía en el coche, como después se supo, una
señora vizcaína, que iba a Sevilla, donde estaba su marido, que pasaba a
las Indias con un muy honroso cargo. No venían los frailes con ella, aunque
iban el mesmo camino; mas, apenas los divisó don Quijote, cuando dijo a su
escudero:

-O yo me engaño, o ésta ha de ser la más famosa aventura que se haya visto;
porque aquellos bultos negros que allí parecen deben de ser, y son sin
duda, algunos encantadores que llevan hurtada alguna princesa en aquel
coche, y es menester deshacer este tuerto a todo mi poderío.

-Peor será esto que los molinos de viento -dijo Sancho-. Mire, señor, que
aquéllos son frailes de San Benito, y el coche debe de ser de alguna gente
pasajera. Mire que digo que mire bien lo que hace, no sea el diablo que le
engañe.

-Ya te he dicho, Sancho -respondió don Quijote-, que sabes poco de achaque
de aventuras; lo que yo digo es verdad, y ahora lo verás.

Y, diciendo esto, se adelantó y se puso en la mitad del camino por donde
los frailes venían, y, en llegando tan cerca que a él le pareció que le
podrían oír lo que dijese, en alta voz dijo:

-Gente endiablada y descomunal, dejad luego al punto las altas princesas
que en ese coche lleváis forzadas; si no, aparejaos a recebir presta
muerte, por justo castigo de vuestras malas obras.

Detuvieron los frailes las riendas, y quedaron admirados, así de la figura
de don Quijote como de sus razones, a las cuales respondieron:

-Señor caballero, nosotros no somos endiablados ni descomunales, sino dos
religiosos de San Benito que vamos nuestro camino, y no sabemos si en este
coche vienen, o no, ningunas forzadas princesas.

-Para conmigo no hay palabras blandas, que ya yo os conozco, fementida
canalla -dijo don Quijote.

Y, sin esperar más respuesta, picó a Rocinante y, la lanza baja, arremetió
contra el primero fraile, con tanta furia y denuedo que, si el fraile no se
dejara caer de la mula, él le hiciera venir al suelo mal de su grado, y aun
malferido, si no cayera muerto. El segundo religioso, que vio del modo que
trataban a su compañero, puso piernas al castillo de su buena mula, y
comenzó a correr por aquella campaña, más ligero que el mesmo viento.

Sancho Panza, que vio en el suelo al fraile, apeándose ligeramente de su
asno, arremetió a él y le comenzó a quitar los hábitos. Llegaron en esto
dos mozos de los frailes y preguntáronle que por qué le desnudaba.
Respondióles Sancho que aquello le tocaba a él ligítimamente, como despojos
de la batalla que su señor don Quijote había ganado. Los mozos, que no
sabían de burlas, ni entendían aquello de despojos ni batallas, viendo que
ya don Quijote estaba desviado de allí, hablando con las que en el coche
venían, arremetieron con Sancho y dieron con él en el suelo; y, sin dejarle
pelo en las barbas, le molieron a coces y le dejaron tendido en el suelo
sin aliento ni sentido. Y, sin detenerse un punto, tornó a subir el fraile,
todo temeroso y acobardado y sin color en el rostro; y, cuando se vio a
caballo, picó tras su compañero, que un buen espacio de allí le estaba
aguardando, y esperando en qué paraba aquel sobresalto; y, sin querer
aguardar el fin de todo aquel comenzado suceso, siguieron su camino,
haciéndose más cruces que si llevaran al diablo a las espaldas.

Don Quijote estaba, como se ha dicho, hablando con la señora del coche,
diciéndole:

-La vuestra fermosura, señora mía, puede facer de su persona lo que más le
viniere en talante, porque ya la soberbia de vuestros robadores yace por el
suelo, derribada por este mi fuerte brazo; y, porque no penéis por saber el
nombre de vuestro libertador, sabed que yo me llamo don Quijote de la
Mancha, caballero andante y aventurero, y cautivo de la sin par y hermosa
doña Dulcinea del Toboso; y, en pago del beneficio que de mí habéis
recebido, no quiero otra cosa sino que volváis al Toboso, y que de mi parte
os presentéis ante esta señora y le digáis lo que por vuestra libertad he
fecho.

Todo esto que don Quijote decía escuchaba un escudero de los que el coche
acompañaban, que era vizcaíno; el cual, viendo que no quería dejar pasar el
coche adelante, sino que decía que luego había de dar la vuelta al Toboso,
se fue para don Quijote y, asiéndole de la lanza, le dijo, en mala lengua
castellana y peor vizcaína, desta manera:

-Anda, caballero que mal andes; por el Dios que crióme, que, si no dejas
coche, así te matas como estás ahí vizcaíno.

Entendióle muy bien don Quijote, y con mucho sosiego le respondió:

-Si fueras caballero, como no lo eres, ya yo hubiera castigado tu sandez y
atrevimiento, cautiva criatura.

A lo cual replicó el vizcaíno:

-¿Yo no caballero? Juro a Dios tan mientes como cristiano. Si lanza
arrojas y espada sacas, ¡el agua cuán presto verás que al gato llevas!
Vizcaíno por tierra, hidalgo por mar, hidalgo por el diablo; y mientes que
mira si otra dices cosa.

-¡Ahora lo veredes, dijo Agrajes! -respondió don Quijote.

Y, arrojando la lanza en el suelo, sacó su espada y embrazó su rodela, y
arremetió al vizcaíno con determinación de quitarle la vida. El vizcaíno,
que así le vio venir, aunque quisiera apearse de la mula, que, por ser de
las malas de alquiler, no había que fiar en ella, no pudo hacer otra cosa
sino sacar su espada; pero avínole bien que se halló junto al coche, de
donde pudo tomar una almohada que le sirvió de escudo, y luego se fueron el
uno para el otro, como si fueran dos mortales enemigos. La demás gente
quisiera ponerlos en paz, mas no pudo, porque decía el vizcaíno en sus mal
trabadas razones que si no le dejaban acabar su batalla, que él mismo había
de matar a su ama y a toda la gente que se lo estorbase. La señora del
coche, admirada y temerosa de lo que veía, hizo al cochero que se desviase
de allí algún poco, y desde lejos se puso a mirar la rigurosa contienda, en
el discurso de la cual dio el vizcaíno una gran cuchillada a don Quijote
encima de un hombro, por encima de la rodela, que, a dársela sin defensa,
le abriera hasta la cintura. Don Quijote, que sintió la pesadumbre de aquel
desaforado golpe, dio una gran voz, diciendo:

-¡Oh señora de mi alma, Dulcinea, flor de la fermosura, socorred a este
vuestro caballero, que, por satisfacer a la vuestra mucha bondad, en este
riguroso trance se halla!

El decir esto, y el apretar la espada, y el cubrirse bien de su rodela, y
el arremeter al vizcaíno, todo fue en un tiempo, llevando determinación de
aventurarlo todo a la de un golpe solo.

El vizcaíno, que así le vio venir contra él, bien entendió por su denuedo
su coraje, y determinó de hacer lo mesmo que don Quijote; y así, le aguardó
bien cubierto de su almohada, sin poder rodear la mula a una ni a otra
parte; que ya, de puro cansada y no hecha a semejantes niñerías, no podía
dar un paso.

Venía, pues, como se ha dicho, don Quijote contra el cauto vizcaíno, con la
espada en alto, con determinación de abrirle por medio, y el vizcaíno le
aguardaba ansimesmo levantada la espada y aforrado con su almohada, y todos
los circunstantes estaban temerosos y colgados de lo que había de suceder
de aquellos tamaños golpes con que se amenazaban; y la señora del coche y
las demás criadas suyas estaban haciendo mil votos y ofrecimientos a todas
las imágenes y casas de devoción de España, porque Dios librase a su
escudero y a ellas de aquel tan grande peligro en que se hallaban.

Pero está el daño de todo esto que en este punto y término deja pendiente
el autor desta historia esta batalla, disculpándose que no halló más
escrito destas hazañas de don Quijote de las que deja referidas. Bien es
verdad que el segundo autor desta obra no quiso creer que tan curiosa
historia estuviese entregada a las leyes del olvido, ni que hubiesen sido
tan poco curiosos los ingenios de la Mancha que no tuviesen en sus archivos
o en sus escritorios algunos papeles que deste famoso caballero tratasen; y
así, con esta imaginación, no se desesperó de hallar el fin desta apacible
historia, el cual, siéndole el cielo favorable, le halló del modo que se
contará en la segunda parte.





Segunda parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha





Capítulo IX. Donde se concluye y da fin a la estupenda batalla que el
gallardo vizcaíno y el valiente manchego tuvieron


Dejamos en la primera parte desta historia al valeroso vizcaíno y al famoso
don Quijote con las espadas altas y desnudas, en guisa de descargar dos
furibundos fendientes, tales que, si en lleno se acertaban, por lo menos
se dividirían y fenderían de arriba abajo y abrirían como una granada; y
que en aquel punto tan dudoso paró y quedó destroncada tan sabrosa
historia, sin que nos diese noticia su autor dónde se podría hallar lo que
della faltaba.

Causóme esto mucha pesadumbre, porque el gusto de haber leído tan poco se
volvía en disgusto, de pensar el mal camino que se ofrecía para hallar lo
mucho que, a mi parecer, faltaba de tan sabroso cuento. Parecióme cosa
imposible y fuera de toda buena costumbre que a tan buen caballero le
hubiese faltado algún sabio que tomara a cargo el escrebir sus nunca vistas
hazañas, cosa que no faltó a ninguno de los caballeros andantes,

de los que dicen las gentes

que van a sus aventuras,

porque cada uno dellos tenía uno o dos sabios, como de molde, que no
solamente escribían sus hechos, sino que pintaban sus más mínimos
pensamientos y niñerías, por más escondidas que fuesen; y no había de ser
tan desdichado tan buen caballero, que le faltase a él lo que sobró a
Platir y a otros semejantes. Y así, no podía inclinarme a creer que tan
gallarda historia hubiese quedado manca y estropeada; y echaba la culpa a
la malignidad del tiempo, devorador y consumidor de todas las cosas, el
cual, o la tenía oculta o consumida.

Por otra parte, me parecía que, pues entre sus libros se habían hallado tan
modernos como Desengaño de celos y Ninfas y Pastores de Henares, que
también su historia debía de ser moderna; y que, ya que no estuviese
escrita, estaría en la memoria de la gente de su aldea y de las a ella
circunvecinas. Esta imaginación me traía confuso y deseoso de saber, real y
verdaderamente, toda la vida y milagros de nuestro famoso español don
Quijote de la Mancha, luz y espejo de la caballería manchega, y el primero
que en nuestra edad y en estos tan calamitosos tiempos se puso al trabajo y
ejercicio de las andantes armas, y al desfacer agravios, socorrer viudas,
amparar doncellas, de aquellas que andaban con sus azotes y palafrenes, y
con toda su virginidad a cuestas, de monte en monte y de valle en valle;
que, si no era que algún follón, o algún villano de hacha y capellina, o
algún descomunal gigante las forzaba, doncella hubo en los pasados tiempos
que, al cabo de ochenta años, que en todos ellos no durmió un día debajo de
tejado, y se fue tan entera a la sepultura como la madre que la había
parido. Digo, pues, que, por estos y otros muchos respetos, es digno
nuestro gallardo Quijote de continuas y memorables alabanzas; y aun a mí no
se me deben negar, por el trabajo y diligencia que puse en buscar el fin
desta agradable historia; aunque bien sé que si el cielo, el caso y la
fortuna no me ayudan, el mundo quedará falto y sin el pasatiempo y gusto
que bien casi dos horas podrá tener el que con atención la leyere. Pasó,
pues, el hallarla en esta manera:

Estando yo un día en el Alcaná de Toledo, llegó un muchacho a vender unos
cartapacios y papeles viejos a un sedero; y, como yo soy aficionado a leer,
aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado desta mi natural
inclinación, tomé un cartapacio de los que el muchacho vendía, y vile con
caracteres que conocí ser arábigos. Y, puesto que, aunque los conocía, no
los sabía leer, anduve mirando si parecía por allí algún morisco aljamiado
que los leyese; y no fue muy dificultoso hallar intérprete semejante, pues,
aunque le buscara de otra mejor y más antigua lengua, le hallara. En fin,
la suerte me deparó uno, que, diciéndole mi deseo y poniéndole el libro en
las manos, le abrió por medio, y, leyendo un poco en él, se comenzó a reír.

Preguntéle yo que de qué se reía, y respondióme que de una cosa que tenía
aquel libro escrita en el margen por anotación. Díjele que me la dijese; y
él, sin dejar la risa, dijo:

-Está, como he dicho, aquí en el margen escrito esto: "Esta Dulcinea del
Toboso, tantas veces en esta historia referida, dicen que tuvo la mejor
mano para salar puercos que otra mujer de toda la Mancha".

Cuando yo oí decir "Dulcinea del Toboso", quedé atónito y suspenso, porque
luego se me representó que aquellos cartapacios contenían la historia de
don Quijote. Con esta imaginación, le di priesa que leyese el principio, y,
haciéndolo ansí, volviendo de improviso el arábigo en castellano, dijo que
decía: Historia de don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete
Benengeli, historiador arábigo. Mucha discreción fue menester para
disimular el contento que recebí cuando llegó a mis oídos el título del
libro; y, salteándosele al sedero, compré al muchacho todos los papeles y
cartapacios por medio real; que, si él tuviera discreción y supiera lo que
yo los deseaba, bien se pudiera prometer y llevar más de seis reales de la
compra. Apartéme luego con el morisco por el claustro de la iglesia mayor,
y roguéle me volviese aquellos cartapacios, todos los que trataban de don
Quijote, en lengua castellana, sin quitarles ni añadirles nada,
ofreciéndole la paga que él quisiese. Contentóse con dos arrobas de pasas y
dos fanegas de trigo, y prometió de traducirlos bien y fielmente y con
mucha brevedad. Pero yo, por facilitar más el negocio y por no dejar de la
mano tan buen hallazgo, le truje a mi casa, donde en poco más de mes y
medio la tradujo toda, del mesmo modo que aquí se refiere.

Estaba en el primero cartapacio, pintada muy al natural, la batalla de don
Quijote con el vizcaíno, puestos en la mesma postura que la historia
cuenta, levantadas las espadas, el uno cubierto de su rodela, el otro de la
almohada, y la mula del vizcaíno tan al vivo, que estaba mostrando ser de
alquiler a tiro de ballesta. Tenía a los pies escrito el vizcaíno un título
que decía: Don Sancho de Azpetia, que, sin duda, debía de ser su nombre, y
a los pies de Rocinante estaba otro que decía: Don Quijote. Estaba
Rocinante maravillosamente pintado, tan largo y tendido, tan atenuado y
flaco, con tanto espinazo, tan hético confirmado, que mostraba bien al
descubierto con cuánta advertencia y propriedad se le había puesto el
nombre de Rocinante. Junto a él estaba Sancho Panza, que tenía del cabestro
a su asno, a los pies del cual estaba otro rétulo que decía: Sancho Zancas,
y debía de ser que tenía, a lo que mostraba la pintura, la barriga grande,
el talle corto y las zancas largas; y por esto se le debió de poner nombre
de Panza y de Zancas, que con estos dos sobrenombres le llama algunas veces
la historia. Otras algunas menudencias había que advertir, pero todas son
de poca importancia y que no hacen al caso a la verdadera relación de la
historia; que ninguna es mala como sea verdadera.

Si a ésta se le puede poner alguna objeción cerca de su verdad, no podrá
ser otra sino haber sido su autor arábigo, siendo muy propio de los de
aquella nación ser mentirosos; aunque, por ser tan nuestros enemigos, antes
se puede entender haber quedado falto en ella que demasiado. Y ansí me
parece a mí, pues, cuando pudiera y debiera estender la pluma en las
alabanzas de tan buen caballero, parece que de industria las pasa en
silencio: cosa mal hecha y peor pensada, habiendo y debiendo ser los
historiadores puntuales, verdaderos y no nada apasionados, y que ni el
interés ni el miedo, el rancor ni la afición, no les hagan torcer del
camino de la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito
de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente,
advertencia de lo por venir. En ésta sé que se hallará todo lo que se
acertare a desear en la más apacible; y si algo bueno en ella faltare, para
mí tengo que fue por culpa del galgo de su autor, antes que por falta del
sujeto. En fin, su segunda parte, siguiendo la tradución, comenzaba desta
manera:

Puestas y levantadas en alto las cortadoras espadas de los dos valerosos y
enojados combatientes, no parecía sino que estaban amenazando al cielo, a
la tierra y al abismo: tal era el denuedo y continente que tenían. Y el
primero que fue a descargar el golpe fue el colérico vizcaíno, el cual fue
dado con tanta fuerza y tanta furia que, a no volvérsele la espada en el
camino, aquel solo golpe fuera bastante para dar fin a su rigurosa
contienda y a todas las aventuras de nuestro caballero; mas la buena
suerte, que para mayores cosas le tenía guardado, torció la espada de su
contrario, de modo que, aunque le acertó en el hombro izquierdo, no le hizo
otro daño que desarmarle todo aquel lado, llevándole de camino gran parte
de la celada, con la mitad de la oreja; que todo ello con espantosa ruina
vino al suelo, dejándole muy maltrecho.

¡Válame Dios, y quién será aquel que buenamente pueda contar ahora la rabia
que entró en el corazón de nuestro manchego, viéndose parar de aquella
manera! No se diga más, sino que fue de manera que se alzó de nuevo en los
estribos, y, apretando más la espada en las dos manos, con tal furia
descargó sobre el vizcaíno, acertándole de lleno sobre la almohada y sobre
la cabeza, que, sin ser parte tan buena defensa, como si cayera sobre él
una montaña, comenzó a echar sangre por las narices, y por la boca y por
los oídos, y a dar muestras de caer de la mula abajo, de donde cayera, sin
duda, si no se abrazara con el cuello; pero, con todo eso, sacó los pies de
los estribos y luego soltó los brazos; y la mula, espantada del terrible
golpe, dio a correr por el campo, y a pocos corcovos dio con su dueño en
tierra.

Estábaselo con mucho sosiego mirando don Quijote, y, como lo vio caer,
saltó de su caballo y con mucha ligereza se llegó a él, y, poniéndole la
punta de la espada en los ojos, le dijo que se rindiese; si no, que le
cortaría la cabeza. Estaba el vizcaíno tan turbado que no podía responder
palabra, y él lo pasara mal, según estaba ciego don Quijote, si las señoras
del coche, que hasta entonces con gran desmayo habían mirado la pendencia,
no fueran adonde estaba y le pidieran con mucho encarecimiento les hiciese
tan gran merced y favor de perdonar la vida a aquel su escudero. A lo cual
don Quijote respondió, con mucho entono y gravedad:

-Por cierto, fermosas señoras, yo soy muy contento de hacer lo que me
pedís; mas ha de ser con una condición y concierto, y es que este caballero
me ha de prometer de ir al lugar del Toboso y presentarse de mi parte ante
la sin par doña Dulcinea, para que ella haga dél lo que más fuere de su
voluntad.

La temerosa y desconsolada señora, sin entrar en cuenta de lo que don
Quijote pedía, y sin preguntar quién Dulcinea fuese, le prometió que el
escudero haría todo aquello que de su parte le fuese mandado.

-Pues en fe de esa palabra, yo no le haré más daño, puesto que me lo tenía
bien merecido.





Capítulo X. De lo que más le avino a don Quijote con el vizcaíno, y del
peligro en que se vio con una turba de yangüeses


Ya en este tiempo se había levantado Sancho Panza, algo maltratado de los
mozos de los frailes, y había estado atento a la batalla de su señor don
Quijote, y rogaba a Dios en su corazón fuese servido de darle vitoria y que
en ella ganase alguna ínsula de donde le hiciese gobernador, como se lo
había prometido. Viendo, pues, ya acabada la pendencia, y que su amo volvía
a subir sobre Rocinante, llegó a tenerle el estribo; y antes que subiese se
hincó de rodillas delante dél, y, asiéndole de la mano, se la besó y le
dijo:

-Sea vuestra merced servido, señor don Quijote mío, de darme el gobierno de
la ínsula que en esta rigurosa pendencia se ha ganado; que, por grande que
sea, yo me siento con fuerzas de saberla gobernar tal y tan bien como otro
que haya gobernado ínsulas en el mundo.

A lo cual respondió don Quijote:

-Advertid, hermano Sancho, que esta aventura y las a ésta semejantes no
son aventuras de ínsulas, sino de encrucijadas, en las cuales no se gana
otra cosa que sacar rota la cabeza o una oreja menos. Tened paciencia, que
aventuras se ofrecerán donde no solamente os pueda hacer gobernador, sino
más adelante.

Agradecióselo mucho Sancho, y, besándole otra vez la mano y la falda de la
loriga, le ayudó a subir sobre Rocinante; y él subió sobre su asno y
comenzó a seguir a su señor, que, a paso tirado, sin despedirse ni hablar
más con las del coche, se entró por un bosque que allí junto estaba.
Seguíale Sancho a todo el trote de su jumento, pero caminaba tanto
Rocinante que, viéndose quedar atrás, le fue forzoso dar voces a su amo que
se aguardase. Hízolo así don Quijote, teniendo las riendas a Rocinante
hasta que llegase su cansado escudero, el cual, en llegando, le dijo:

-Paréceme, señor, que sería acertado irnos a retraer a alguna iglesia; que,
según quedó maltrecho aquel con quien os combatistes, no será mucho que den
noticia del caso a la Santa Hermandad y nos prendan; y a fe que si lo
hacen, que primero que salgamos de la cárcel que nos ha de sudar el hopo.

-Calla -dijo don Quijote-. Y ¿dónde has visto tú, o leído jamás, que
caballero andante haya sido puesto ante la justicia, por más homicidios que
hubiese cometido?

-Yo no sé nada de omecillos -respondió Sancho-, ni en mi vida le caté a
ninguno; sólo sé que la Santa Hermandad tiene que ver con los que pelean en
el campo, y en esotro no me entremeto.

-Pues no tengas pena, amigo -respondió don Quijote-, que yo te sacaré de
las manos de los caldeos, cuanto más de las de la Hermandad. Pero dime, por
tu vida: ¿has visto más valeroso caballero que yo en todo lo descubierto de
la tierra? ¿Has leído en historias otro que tenga ni haya tenido más brío
en acometer, más aliento en el perseverar, más destreza en el herir, ni más
maña en el derribar?

-La verdad sea -respondió Sancho- que yo no he leído ninguna historia
jamás, porque ni sé leer ni escrebir; mas lo que osaré apostar es que más
atrevido amo que vuestra merced yo no le he servido en todos los días de mi
vida, y quiera Dios que estos atrevimientos no se paguen donde tengo
dicho. Lo que le ruego a vuestra merced es que se cure, que le va mucha
sangre de esa oreja; que aquí traigo hilas y un poco de ungüento blanco en
las alforjas.

-Todo eso fuera bien escusado -respondió don Quijote- si a mí se me
acordara de hacer una redoma del bálsamo de Fierabrás, que con sola una
gota se ahorraran tiempo y medicinas.

-¿Qué redoma y qué bálsamo es ése? -dijo Sancho Panza.

-Es un bálsamo -respondió don Quijote- de quien tengo la receta en la
memoria, con el cual no hay que tener temor a la muerte, ni hay pensar
morir de ferida alguna. Y ansí, cuando yo le haga y te le dé, no tienes más
que hacer sino que, cuando vieres que en alguna batalla me han partido por
medio del cuerpo (como muchas veces suele acontecer), bonitamente la parte
del cuerpo que hubiere caído en el suelo, y con mucha sotileza, antes que
la sangre se yele, la pondrás sobre la otra mitad que quedare en la silla,
advirtiendo de encajallo igualmente y al justo; luego me darás a beber
solos dos tragos del bálsamo que he dicho, y verásme quedar más sano que
una manzana.

-Si eso hay -dijo Panza-, yo renuncio desde aquí el gobierno de la
prometida ínsula, y no quiero otra cosa, en pago de mis muchos y buenos
servicios, sino que vuestra merced me dé la receta de ese estremado licor;
que para mí tengo que valdrá la onza adondequiera más de a dos reales, y no
he menester yo más para pasar esta vida honrada y descansadamente. Pero es
de saber agora si tiene mucha costa el hacelle.

-Con menos de tres reales se pueden hacer tres azumbres -respondió don
Quijote.

-¡Pecador de mí! -replicó Sancho-. ¿Pues a qué aguarda vuestra merced a
hacelle y a enseñármele?

-Calla, amigo -respondió don Quijote-, que mayores secretos pienso
enseñarte y mayores mercedes hacerte; y, por agora, curémonos, que la oreja
me duele más de lo que yo quisiera.

Sacó Sancho de las alforjas hilas y ungüento. Mas, cuando don Quijote llegó
a ver rota su celada, pensó perder el juicio, y, puesta la mano en la
espada y alzando los ojos al cielo, dijo:

-Yo hago juramento al Criador de todas las cosas y a los santos cuatro
Evangelios, donde más largamente están escritos, de hacer la vida que hizo
el grande marqués de Mantua cuando juró de vengar la muerte de su sobrino
Valdovinos, que fue de no comer pan a manteles, ni con su mujer folgar, y
otras cosas que, aunque dellas no me acuerdo, las doy aquí por expresadas,
hasta tomar entera venganza del que tal desaguisado me fizo.

Oyendo esto Sancho, le dijo:

-Advierta vuestra merced, señor don Quijote, que si el caballero cumplió lo
que se le dejó ordenado de irse a presentar ante mi señora Dulcinea del
Toboso, ya habrá cumplido con lo que debía, y no merece otra pena si no
comete nuevo delito.

-Has hablado y apuntado muy bien -respondió don Quijote-; y así, anulo el
juramento en cuanto lo que toca a tomar dél nueva venganza; pero hágole y
confírmole de nuevo de hacer la vida que he dicho, hasta tanto que quite
por fuerza otra celada tal y tan buena como ésta a algún caballero. Y no
pienses, Sancho, que así a humo de pajas hago esto, que bien tengo a quien
imitar en ello; que esto mesmo pasó, al pie de la letra, sobre el yelmo de
Mambrino, que tan caro le costó a Sacripante.

-Que dé al diablo vuestra merced tales juramentos, señor mío -replicó
Sancho-; que son muy en daño de la salud y muy en perjuicio de la
conciencia. Si no, dígame ahora: si acaso en muchos días no topamos hombre
armado con celada, ¿qué hemos de hacer? ¿Hase de cumplir el juramento, a
despecho de tantos inconvenientes e incomodidades, como será el dormir
vestido, y el no dormir en poblado, y otras mil penitencias que contenía el
juramento de aquel loco viejo del marqués de Mantua, que vuestra merced
quiere revalidar ahora? Mire vuestra merced bien, que por todos estos
caminos no andan hombres armados, sino arrieros y carreteros, que no sólo
no traen celadas, pero quizá no las han oído nombrar en todos los días de
su vida.

-Engáñaste en eso -dijo don Quijote-, porque no habremos estado dos horas
por estas encrucijadas, cuando veamos más armados que los que vinieron
sobre Albraca a la conquista de Angélica la Bella.

-Alto, pues; sea ansí -dijo Sancho-, y a Dios prazga que nos suceda bien, y
que se llegue ya el tiempo de ganar esta ínsula que tan cara me cuesta, y
muérame yo luego.

-Ya te he dicho, Sancho, que no te dé eso cuidado alguno; que, cuando
faltare ínsula, ahí está el reino de Dinamarca o el de Soliadisa, que te
vendrán como anillo al dedo; y más, que, por ser en tierra firme, te debes
más alegrar. Pero dejemos esto para su tiempo, y mira si traes algo en esas
alforjas que comamos, porque vamos luego en busca de algún castillo donde
alojemos esta noche y hagamos el bálsamo que te he dicho; porque yo te voto
a Dios que me va doliendo mucho la oreja.

-Aquí trayo una cebolla, y un poco de queso y no sé cuántos mendrugos de
pan -dijo Sancho-, pero no son manjares que pertenecen a tan valiente
caballero como vuestra merced.

-¡Qué mal lo entiendes! -respondió don Quijote-. Hágote saber, Sancho, que
es honra de los caballeros andantes no comer en un mes; y, ya que coman,
sea de aquello que hallaren más a mano; y esto se te hiciera cierto si
hubieras leído tantas historias como yo; que, aunque han sido muchas, en
todas ellas no he hallado hecha relación de que los caballeros andantes
comiesen, si no era acaso y en algunos suntuosos banquetes que les hacían,
y los demás días se los pasaban en flores. Y, aunque se deja entender que
no podían pasar sin comer y sin hacer todos los otros menesteres naturales,
porque, en efeto, eran hombres como nosotros, hase de entender también que,
andando lo más del tiempo de su vida por las florestas y despoblados, y sin
cocinero, que su más ordinaria comida sería de viandas rústicas, tales como
las que tú ahora me ofreces. Así que, Sancho amigo, no te congoje lo que a
mí me da gusto. Ni querrás tú hacer mundo nuevo, ni sacar la caballería
andante de sus quicios.

-Perdóneme vuestra merced -dijo Sancho-; que, como yo no sé leer ni
escrebir, como otra vez he dicho, no sé ni he caído en las reglas de la
profesión caballeresca; y, de aquí adelante, yo proveeré las alforjas de
todo género de fruta seca para vuestra merced, que es caballero, y para mí
las proveeré, pues no lo soy, de otras cosas volátiles y de más sustancia.

-No digo yo, Sancho -replicó don Quijote-, que sea forzoso a los caballeros
andantes no comer otra cosa sino esas frutas que dices, sino que su más
ordinario sustento debía de ser dellas, y de algunas yerbas que hallaban
por los campos, que ellos conocían y yo también conozco.

-Virtud es -respondió Sancho- conocer esas yerbas; que, según yo me voy
imaginando, algún día será menester usar de ese conocimiento.

Y, sacando, en esto, lo que dijo que traía, comieron los dos en buena paz y
compaña. Pero, deseosos de buscar donde alojar aquella noche, acabaron con
mucha brevedad su pobre y seca comida. Subieron luego a caballo, y diéronse
priesa por llegar a poblado antes que anocheciese; pero faltóles el sol, y
la esperanza de alcanzar lo que deseaban, junto a unas chozas de unos
cabreros, y así, determinaron de pasarla allí; que cuanto fue de pesadumbre
para Sancho no llegar a poblado, fue de contento para su amo dormirla al
cielo descubierto, por parecerle que cada vez que esto le sucedía era hacer
un acto posesivo que facilitaba la prueba de su caballería.





Capítulo XI. De lo que le sucedió a don Quijote con unos cabreros


Fue recogido de los cabreros con buen ánimo; y, habiendo Sancho, lo mejor
que pudo, acomodado a Rocinante y a su jumento, se fue tras el olor que
despedían de sí ciertos tasajos de cabra que hirviendo al fuego en un
caldero estaban; y, aunque él quisiera en aquel mesmo punto ver si estaban
en sazón de trasladarlos del caldero al estómago, lo dejó de hacer, porque
los cabreros los quitaron del fuego, y, tendiendo por el suelo unas pieles
de ovejas, aderezaron con mucha priesa su rústica mesa y convidaron a los
dos, con muestras de muy buena voluntad, con lo que tenían. Sentáronse a la
redonda de las pieles seis dellos, que eran los que en la majada había,
habiendo primero con groseras ceremonias rogado a don Quijote que se
sentase sobre un dornajo que vuelto del revés le pusieron. Sentóse don
Quijote, y quedábase Sancho en pie para servirle la copa, que era hecha de
cuerno. Viéndole en pie su amo, le dijo:

-Porque veas, Sancho, el bien que en sí encierra la andante caballería, y
cuán a pique están los que en cualquiera ministerio della se ejercitan de
venir brevemente a ser honrados y estimados del mundo, quiero que aquí a mi
lado y en compañía desta buena gente te sientes, y que seas una mesma cosa
conmigo, que soy tu amo y natural señor; que comas en mi plato y bebas por
donde yo bebiere; porque de la caballería andante se puede decir lo mesmo
que del amor se dice: que todas las cosas iguala.

-¡Gran merced! -dijo Sancho-; pero sé decir a vuestra merced que, como yo
tuviese bien de comer, tan bien y mejor me lo comería en pie y a mis solas
como sentado a par de un emperador. Y aun, si va a decir verdad, mucho
mejor me sabe lo que como en mi rincón, sin melindres ni respetos, aunque
sea pan y cebolla, que los gallipavos de otras mesas donde me sea forzoso
mascar despacio, beber poco, limpiarme a menudo, no estornudar ni toser si
me viene gana, ni hacer otras cosas que la soledad y la libertad traen
consigo. Ansí que, señor mío, estas honras que vuestra merced quiere darme
por ser ministro y adherente de la caballería andante, como lo soy siendo
escudero de vuestra merced, conviértalas en otras cosas que me sean de más
cómodo y provecho; que éstas, aunque las doy por bien recebidas, las
renuncio para desde aquí al fin del mundo.

-Con todo eso, te has de sentar; porque a quien se humilla, Dios le
ensalza.

Y, asiéndole por el brazo, le forzó a que junto dél se sentase.

No entendían los cabreros aquella jerigonza de escuderos y de caballeros
andantes, y no hacían otra cosa que comer y callar, y mirar a sus
huéspedes, que, con mucho donaire y gana, embaulaban tasajo como el puño.
Acabado el servicio de carne, tendieron sobre las zaleas gran cantidad de
bellotas avellanadas, y juntamente pusieron un medio queso, más duro que si
fuera hecho de argamasa. No estaba, en esto, ocioso el cuerno, porque
andaba a la redonda tan a menudo (ya lleno, ya vacío, como arcaduz de
noria) que con facilidad vació un zaque de dos que estaban de manifiesto.
Después que don Quijote hubo bien satisfecho su estómago, tomó un puño de
bellotas en la mano, y, mirándolas atentamente, soltó la voz a semejantes
razones:

-Dichosa edad y siglos dichosos aquéllos a quien los antiguos pusieron
nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de
hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga
alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos
palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes;
a nadie le era necesario, para alcanzar su ordinario sustento, tomar otro
trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que
liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las
claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y
transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo
hueco de los árboles formaban su república las solícitas y discretas
abejas, ofreciendo a cualquiera mano, sin interés alguno, la fértil cosecha
de su dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques despedían de sí, sin
otro artificio que el de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con
que se comenzaron a cubrir las casas, sobre rústicas estacas sustentadas,
no más que para defensa de las inclemencias del cielo. Todo era paz
entonces, todo amistad, todo concordia; aún no se había atrevido la pesada
reja del corvo arado a abrir ni visitar las entrañas piadosas de nuestra
primera madre, que ella, sin ser forzada, ofrecía, por todas las partes de
su fértil y espacioso seno, lo que pudiese hartar, sustentar y deleitar a
los hijos que entonces la poseían. Entonces sí que andaban las simples y
hermosas zagalejas de valle en valle y de otero en otero, en trenza y en
cabello, sin más vestidos de aquellos que eran menester para cubrir
honestamente lo que la honestidad quiere y ha querido siempre que se cubra;
y no eran sus adornos de los que ahora se usan, a quien la púrpura de Tiro
y la por tantos modos martirizada seda encarecen, sino de algunas hojas
verdes de lampazos y yedra entretejidas, con lo que quizá iban tan pomposas
y compuestas como van agora nuestras cortesanas con las raras y peregrinas
invenciones que la curiosidad ociosa les ha mostrado. Entonces se decoraban
los concetos amorosos del alma simple y sencillamente, del mesmo modo y
manera que ella los concebía, sin buscar artificioso rodeo de palabras para
encarecerlos. No había la fraude, el engaño ni la malicia mezcládose con la
verdad y llaneza. La justicia se estaba en sus proprios términos, sin que
la osasen turbar ni ofender los del favor y los del interese, que tanto
ahora la menoscaban, turban y persiguen. La ley del encaje aún no se había
sentado en el entendimiento del juez, porque entonces no había qué juzgar,
ni quién fuese juzgado. Las doncellas y la honestidad andaban, como tengo
dicho, por dondequiera, sola y señora, sin temor que la ajena desenvoltura
y lascivo intento le menoscabasen, y su perdición nacía de su gusto y
propria voluntad. Y agora, en estos nuestros detestables siglos, no está
segura ninguna, aunque la oculte y cierre otro nuevo laberinto como el de
Creta; porque allí, por los resquicios o por el aire, con el celo de la
maldita solicitud, se les entra la amorosa pestilencia y les hace dar con
todo su recogimiento al traste. Para cuya seguridad, andando más los
tiempos y creciendo más la malicia, se instituyó la orden de los caballeros
andantes, para defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los
huérfanos y a los menesterosos. Desta orden soy yo, hermanos cabreros, a
quien agradezco el gasaje y buen acogimiento que hacéis a mí y a mi
escudero; que, aunque por ley natural están todos los que viven obligados a
favorecer a los caballeros andantes, todavía, por saber que sin saber
vosotros esta obligación me acogistes y regalastes, es razón que, con la
voluntad a mí posible, os agradezca la vuestra.

Toda esta larga arenga -que se pudiera muy bien escusar- dijo nuestro
caballero porque las bellotas que le dieron le trujeron a la memoria la
edad dorada y antojósele hacer aquel inútil razonamiento a los cabreros,
que, sin respondelle palabra, embobados y suspensos, le estuvieron
escuchando. Sancho, asimesmo, callaba y comía bellotas, y visitaba muy a
menudo el segundo zaque, que, porque se enfriase el vino, le tenían colgado
de un alcornoque.

Más tardó en hablar don Quijote que en acabarse la cena; al fin de la cual,
uno de los cabreros dijo:

-Para que con más veras pueda vuestra merced decir, señor caballero
andante, que le agasajamos con prompta y buena voluntad, queremos darle
solaz y contento con hacer que cante un compañero nuestro que no tardará
mucho en estar aquí; el cual es un zagal muy entendido y muy enamorado, y
que, sobre todo, sabe leer y escrebir y es músico de un rabel, que no hay
más que desear.

Apenas había el cabrero acabado de decir esto, cuando llegó a sus oídos el
son del rabel, y de allí a poco llegó el que le tañía, que era un mozo de
hasta veinte y dos años, de muy buena gracia. Preguntáronle sus compañeros
si había cenado, y, respondiendo que sí, el que había hecho los
ofrecimientos le dijo:

-De esa manera, Antonio, bien podrás hacernos placer de cantar un poco,
porque vea este señor huésped que tenemos quien; también por los montes y
selvas hay quien sepa de música. Hémosle dicho tus buenas habilidades, y
deseamos que las muestres y nos saques verdaderos; y así, te ruego por tu
vida que te sientes y cantes el romance de tus amores que te compuso el
beneficiado tu tío, que en el pueblo ha parecido muy bien.

-Que me place -respondió el mozo.

Y, sin hacerse más de rogar, se sentó en el tronco de una desmochada
encina, y, templando su rabel, de allí a poco, con muy buena gracia,
comenzó a cantar, diciendo desta manera:

Antonio

-Yo sé, Olalla, que me adoras,
puesto que no me lo has dicho
ni aun con los ojos siquiera,
mudas lenguas de amoríos.
Porque sé que eres sabida,
en que me quieres me afirmo;
que nunca fue desdichado
amor que fue conocido.
Bien es verdad que tal vez,
Olalla, me has dado indicio
que tienes de bronce el alma
y el blanco pecho de risco.
Mas allá entre tus reproches
y honestísimos desvíos,
tal vez la esperanza muestra
la orilla de su vestido.
Abalánzase al señuelo
mi fe, que nunca ha podido,
ni menguar por no llamado,
ni crecer por escogido.
Si el amor es cortesía,
de la que tienes colijo
que el fin de mis esperanzas
ha de ser cual imagino.
Y si son servicios parte
de hacer un pecho benigno,
algunos de los que he hecho
fortalecen mi partido.
Porque si has mirado en ello,
más de una vez habrás visto
que me he vestido en los lunes
lo que me honraba el domingo.
Como el amor y la gala
andan un mesmo camino,
en todo tiempo a tus ojos
quise mostrarme polido.
Dejo el bailar por tu causa,
ni las músicas te pinto
que has escuchado a deshoras
y al canto del gallo primo.
No cuento las alabanzas
que de tu belleza he dicho;
que, aunque verdaderas, hacen
ser yo de algunas malquisto.
Teresa del Berrocal,
yo alabándote, me dijo:
''Tal piensa que adora a un ángel,
y viene a adorar a un jimio;
merced a los muchos dijes
y a los cabellos postizos,
y a hipócritas hermosuras,
que engañan al Amor mismo''.
Desmentíla y enojóse;
volvió por ella su primo:
desafióme, y ya sabes
lo que yo hice y él hizo.
No te quiero yo a montón,
ni te pretendo y te sirvo
por lo de barraganía;
que más bueno es mi designio.
Coyundas tiene la Iglesia
que son lazadas de sirgo;
pon tú el cuello en la gamella;
verás como pongo el mío.
Donde no, desde aquí juro,
por el santo más bendito,
de no salir destas sierras
sino para capuchino.

Con esto dio el cabrero fin a su canto; y, aunque don Quijote le rogó que
algo más cantase, no lo consintió Sancho Panza, porque estaba más para
dormir que para oír canciones. Y ansí, dijo a su amo:
-Bien puede vuestra merced acomodarse desde luego adonde ha de posar esta
noche, que el trabajo que estos buenos hombres tienen todo el día no
permite que pasen las noches cantando.
-Ya te entiendo, Sancho -le respondió don Quijote-; que bien se me trasluce
que las visitas del zaque piden más recompensa de sueño que de música.
-A todos nos sabe bien, bendito sea Dios -respondió Sancho.
-No lo niego -replicó don Quijote-, pero acomódate tú donde quisieres, que
los de mi profesión mejor parecen velando que durmiendo. Pero, con todo
esto, sería bien, Sancho, que me vuelvas a curar esta oreja, que me va
doliendo más de lo que es menester.
Hizo Sancho lo que se le mandaba; y, viendo uno de los cabreros la herida,
le dijo que no tuviese pena, que él pondría remedio con que fácilmente se
sanase. Y, tomando algunas hojas de romero, de mucho que por allí había,
las mascó y las mezcló con un poco de sal, y, aplicándoselas a la oreja, se
la vendó muy bien, asegurándole que no había menester otra medicina; y así
fue la verdad.


Capítulo XII. De lo que contó un cabrero a los que estaban con don Quijote

Estando en esto, llegó otro mozo de los que les traían del aldea el
bastimento, y dijo:
-¿Sabéis lo que pasa en el lugar, compañeros?
-¿Cómo lo podemos saber? -respondió uno dellos.
-Pues sabed -prosiguió el mozo- que murió esta mañana aquel famoso pastor
estudiante llamado Grisóstomo, y se murmura que ha muerto de amores de
aquella endiablada moza de Marcela, la hija de Guillermo el rico, aquélla
que se anda en hábito de pastora por esos andurriales.
-Por Marcela dirás -dijo uno.
-Por ésa digo -respondió el cabrero-. Y es lo bueno, que mandó en su
testamento que le enterrasen en el campo, como si fuera moro, y que sea al
pie de la peña donde está la fuente del alcornoque; porque, según es fama,
y él dicen que lo dijo, aquel lugar es adonde él la vio la vez primera. Y
también mandó otras cosas, tales, que los abades del pueblo dicen que no se
han de cumplir, ni es bien que se cumplan, porque parecen de gentiles. A
todo lo cual responde aquel gran su amigo Ambrosio, el estudiante, que
también se vistió de pastor con él, que se ha de cumplir todo, sin faltar
nada, como lo dejó mandado Grisóstomo, y sobre esto anda el pueblo
alborotado; mas, a lo que se dice, en fin se hará lo que Ambrosio y todos
los pastores sus amigos quieren; y mañana le vienen a enterrar con gran
pompa adonde tengo dicho. Y tengo para mí que ha de ser cosa muy de ver; a
lo menos, yo no dejaré de ir a verla, si supiese no volver mañana al lugar.
-Todos haremos lo mesmo -respondieron los cabreros-; y echaremos suertes a
quién ha de quedar a guardar las cabras de todos.
-Bien dices, Pedro -dijo uno-; aunque no será menester usar de esa
diligencia, que yo me quedaré por todos. Y no lo atribuyas a virtud y a
poca curiosidad mía, sino a que no me deja andar el garrancho que el otro
día me pasó este pie.
-Con todo eso, te lo agradecemos -respondió Pedro.
Y don Quijote rogó a Pedro le dijese qué muerto era aquél y qué pastora
aquélla; a lo cual Pedro respondió que lo que sabía era que el muerto era
un hijodalgo rico, vecino de un lugar que estaba en aquellas sierras, el
cual había sido estudiante muchos años en Salamanca, al cabo de los cuales
había vuelto a su lugar, con opinión de muy sabio y muy leído.
-«Principalmente, decían que sabía la ciencia de las estrellas, y de lo que
pasan, allá en el cielo, el sol y la luna; porque puntualmente nos decía el
cris del sol y de la luna.»
-Eclipse se llama, amigo, que no cris, el escurecerse esos dos luminares
mayores -dijo don Quijote.
Mas Pedro, no reparando en niñerías, prosiguió su cuento diciendo:

-«Asimesmo adevinaba cuándo había de ser el año abundante o estil.»
-Estéril queréis decir, amigo -dijo don Quijote.
-Estéril o estil -respondió Pedro-, todo se sale allá. «Y digo que con esto
que decía se hicieron su padre y sus amigos, que le daban crédito, muy
ricos, porque hacían lo que él les aconsejaba, diciéndoles: ''Sembrad este
año cebada, no trigo; en éste podéis sembrar garbanzos y no cebada; el que
viene será de guilla de aceite; los tres siguientes no se cogerá gota''.»
-Esa ciencia se llama astrología -dijo don Quijote.
-No sé yo cómo se llama -replicó Pedro-, mas sé que todo esto sabía, y aún
más. «Finalmente, no pasaron muchos meses, después que vino de Salamanca,
cuando un día remaneció vestido de pastor, con su cayado y pellico,
habiéndose quitado los hábitos largos que como escolar traía; y juntamente
se vistió con él de pastor otro su grande amigo, llamado Ambrosio, que
había sido su compañero en los estudios. Olvidábaseme de decir como
Grisóstomo, el difunto, fue grande hombre de componer coplas; tanto, que él
hacía los villancicos para la noche del Nacimiento del Señor, y los autos
para el día de Dios, que los representaban los mozos de nuestro pueblo, y
todos decían que eran por el cabo. Cuando los del lugar vieron tan de
improviso vestidos de pastores a los dos escolares, quedaron admirados, y
no podían adivinar la causa que les había movido a hacer aquella tan
estraña mudanza. Ya en este tiempo era muerto el padre de nuestro
Grisóstomo, y él quedó heredado en mucha cantidad de hacienda, ansí en
muebles como en raíces, y en no pequeña cantidad de ganado, mayor y menor,
y en gran cantidad de dineros; de todo lo cual quedó el mozo señor
desoluto, y en verdad que todo lo merecía, que era muy buen compañero y
caritativo y amigo de los buenos, y tenía una cara como una bendición.
Después se vino a entender que el haberse mudado de traje no había sido por
otra cosa que por andarse por estos despoblados en pos de aquella pastora
Marcela que nuestro zagal nombró denantes, de la cual se había enamorado el
pobre difunto de Grisóstomo.» Y quiéroos decir agora, porque es bien que lo
sepáis, quién es esta rapaza; quizá, y aun sin quizá, no habréis oído
semejante cosa en todos los días de vuestra vida, aunque viváis más años
que sarna.
-Decid Sarra -replicó don Quijote, no pudiendo sufrir el trocar de los
vocablos del cabrero.
-Harto vive la sarna -respondió Pedro-; y si es, señor, que me habéis de
andar zaheriendo a cada paso los vocablos, no acabaremos en un año.
-Perdonad, amigo -dijo don Quijote-; que por haber tanta diferencia de
sarna a Sarra os lo dije; pero vos respondistes muy bien, porque vive más
sarna que Sarra; y proseguid vuestra historia, que no os replicaré más en
nada.
-«Digo, pues, señor mío de mi alma -dijo el cabrero-, que en nuestra aldea
hubo un labrador aún más rico que el padre de Grisóstomo, el cual se
llamaba Guillermo, y al cual dio Dios, amén de las muchas y grandes
riquezas, una hija, de cuyo parto murió su madre, que fue la más honrada
mujer que hubo en todos estos contornos. No parece sino que ahora la veo,
con aquella cara que del un cabo tenía el sol y del otro la luna; y, sobre
todo, hacendosa y amiga de los pobres, por lo que creo que debe de estar su
ánima a la hora de ahora gozando de Dios en el otro mundo. De pesar de la
muerte de tan buena mujer murió su marido Guillermo, dejando a su hija
Marcela, muchacha y rica, en poder de un tío suyo sacerdote y beneficiado
en nuestro lugar. Creció la niña con tanta belleza, que nos hacía acordar
de la de su madre, que la tuvo muy grande; y, con todo esto, se juzgaba que
le había de pasar la de la hija. Y así fue, que, cuando llegó a edad de
catorce a quince años, nadie la miraba que no bendecía a Dios, que tan
hermosa la había criado, y los más quedaban enamorados y perdidos por ella.
Guardábala su tío con mucho recato y con mucho encerramiento; pero, con
todo esto, la fama de su mucha hermosura se estendió de manera que, así por
ella como por sus muchas riquezas, no solamente de los de nuestro pueblo,
sino de los de muchas leguas a la redonda, y de los mejores dellos, era
rogado, solicitado e importunado su tío se la diese por mujer. Mas él, que
a las derechas es buen cristiano, aunque quisiera casarla luego, así como
la vía de edad, no quiso hacerlo sin su consentimiento, sin tener ojo a la
ganancia y granjería que le ofrecía el tener la hacienda de la moza,
dilatando su casamiento. Y a fe que se dijo esto en más de un corrillo en
el pueblo, en alabanza del buen sacerdote.» Que quiero que sepa, señor
andante, que en estos lugares cortos de todo se trata y de todo se murmura;
y tened para vos, como yo tengo para mí, que debía de ser demasiadamente
bueno el clérigo que obliga a sus feligreses a que digan bien dél,
especialmente en las aldeas.
-Así es la verdad -dijo don Quijote-, y proseguid adelante, que el cuento
es muy bueno, y vos, buen Pedro, le contáis con muy buena gracia.
-La del Señor no me falte, que es la que hace al caso. «Y en lo demás
sabréis que, aunque el tío proponía a la sobrina y le decía las calidades
de cada uno en particular, de los muchos que por mujer la pedían, rogándole
que se casase y escogiese a su gusto, jamás ella respondió otra cosa sino
que por entonces no quería casarse, y que, por ser tan muchacha, no se
sentía hábil para poder llevar la carga del matrimonio. Con estas que daba,
al parecer justas escusas, dejaba el tío de importunarla, y esperaba a que
entrase algo más en edad y ella supiese escoger compañía a su gusto. Porque
decía él, y decía muy bien, que no habían de dar los padres a sus hijos
estado contra su voluntad. Pero hételo aquí, cuando no me cato, que
remanece un día la melindrosa Marcela hecha pastora; y, sin ser parte su
tío ni todos los del pueblo, que se lo desaconsejaban, dio en irse al campo
con las demás zagalas del lugar, y dio en guardar su mesmo ganado. Y, así
como ella salió en público y su hermosura se vio al descubierto, no os
sabré buenamente decir cuántos ricos mancebos, hidalgos y labradores han
tomado el traje de Grisóstomo y la andan requebrando por esos campos. Uno
de los cuales, como ya está dicho, fue nuestro difunto, del cual decían que
la dejaba de querer, y la adoraba. Y no se piense que porque Marcela se
puso en aquella libertad y vida tan suelta y de tan poco o de ningún
recogimiento, que por eso ha dado indicio, ni por semejas, que venga en
menoscabo de su honestidad y recato; antes es tanta y tal la vigilancia con
que mira por su honra, que de cuantos la sirven y solicitan ninguno se ha
alabado, ni con verdad se podrá alabar, que le haya dado alguna pequeña
esperanza de alcanzar su deseo. Que, puesto que no huye ni se esquiva de la
compañía y conversación de los pastores, y los trata cortés y
amigablemente, en llegando a descubrirle su intención cualquiera dellos,
aunque sea tan justa y santa como la del matrimonio, los arroja de sí como
con un trabuco. Y con esta manera de condición hace más daño en esta tierra
que si por ella entrara la pestilencia; porque su afabilidad y hermosura
atrae los corazones de los que la tratan a servirla y a amarla, pero su
desdén y desengaño los conduce a términos de desesperarse; y así, no saben
qué decirle, sino llamarla a voces cruel y desagradecida, con otros títulos
a éste semejantes, que bien la calidad de su condición manifiestan. Y si
aquí estuviésedes, señor, algún día, veríades resonar estas sierras y estos
valles con los lamentos de los desengañados que la siguen. No está muy
lejos de aquí un sitio donde hay casi dos docenas de altas hayas, y no hay
ninguna que en su lisa corteza no tenga grabado y escrito el nombre de
Marcela; y encima de alguna, una corona grabada en el mesmo árbol, como si
más claramente dijera su amante que Marcela la lleva y la merece de toda la
hermosura humana. Aquí sospira un pastor, allí se queja otro; acullá se
oyen amorosas canciones, acá desesperadas endechas. Cuál hay que pasa todas
las horas de la noche sentado al pie de alguna encina o peñasco, y allí,
sin plegar los llorosos ojos, embebecido y transportado en sus
pensamientos, le halló el sol a la mañana; y cuál hay que, sin dar vado ni
tregua a sus suspiros, en mitad del ardor de la más enfadosa siesta del
verano, tendido sobre la ardiente arena, envía sus quejas al piadoso cielo.
Y déste y de aquél, y de aquéllos y de éstos, libre y desenfadadamente
triunfa la hermosa Marcela; y todos los que la conocemos estamos esperando
en qué ha de parar su altivez y quién ha de ser el dichoso que ha de venir
a domeñar condición tan terrible y gozar de hermosura tan estremada.» Por
ser todo lo que he contado tan averiguada verdad, me doy a entender que
también lo es la que nuestro zagal dijo que se decía de la causa de la
muerte de Grisóstomo. Y así, os aconsejo, señor, que no dejéis de hallaros
mañana a su entierro, que será muy de ver, porque Grisóstomo tiene muchos
amigos, y no está de este lugar a aquél donde manda enterrarse media legua.
-En cuidado me lo tengo -dijo don Quijote-, y agradézcoos el gusto que me
habéis dado con la narración de tan sabroso cuento.
-¡Oh! -replicó el cabrero-, aún no sé yo la mitad de los casos sucedidos a
los amantes de Marcela, mas podría ser que mañana topásemos en el camino
algún pastor que nos los dijese. Y, por ahora, bien será que os vais a
dormir debajo de techado, porque el sereno os podría dañar la herida,
puesto que es tal la medicina que se os ha puesto, que no hay que temer de
contrario acidente.
Sancho Panza, que ya daba al diablo el tanto hablar del cabrero, solicitó,
por su parte, que su amo se entrase a dormir en la choza de Pedro. Hízolo
así, y todo lo más de la noche se le pasó en memorias de su señora
Dulcinea, a imitación de los amantes de Marcela. Sancho Panza se acomodó
entre Rocinante y su jumento, y durmió, no como enamorado desfavorecido,
sino como hombre molido a coces.


Capítulo XIII. Donde se da fin al cuento de la pastora Marcela, con otros
sucesos

Mas, apenas comenzó a descubrirse el día por los balcones del oriente,
cuando los cinco de los seis cabreros se levantaron y fueron a despertar a
don Quijote, y a decille si estaba todavía con propósito de ir a ver el
famoso entierro de Grisóstomo, y que ellos le harían compañía. Don Quijote,
que otra cosa no deseaba, se levantó y mandó a Sancho que ensillase y
enalbardase al momento, lo cual él hizo con mucha diligencia, y con la
mesma se pusieron luego todos en camino. Y no hubieron andado un cuarto de
legua, cuando, al cruzar de una senda, vieron venir hacia ellos hasta seis
pastores, vestidos con pellicos negros y coronadas las cabezas con
guirnaldas de ciprés y de amarga adelfa. Traía cada uno un grueso bastón de
acebo en la mano. Venían con ellos, asimesmo, dos gentiles hombres de a
caballo, muy bien aderezados de camino, con otros tres mozos de a pie que
los acompañaban. En llegándose a juntar, se saludaron cortésmente, y,
preguntándose los unos a los otros dónde iban, supieron que todos se
encaminaban al lugar del entierro; y así, comenzaron a caminar todos
juntos.
Uno de los de a caballo, hablando con su compañero, le dijo:
-Paréceme, señor Vivaldo, que habemos de dar por bien empleada la tardanza
que hiciéremos en ver este famoso entierro, que no podrá dejar de ser
famoso, según estos pastores nos han contado estrañezas, ansí del muerto
pastor como de la pastora homicida.
-Así me lo parece a mí -respondió Vivaldo-; y no digo yo hacer tardanza de
un día, pero de cuatro la hiciera a trueco de verle.
Preguntóles don Quijote qué era lo que habían oído de Marcela y de
Grisóstomo. El caminante dijo que aquella madrugada habían encontrado con
aquellos pastores, y que, por haberles visto en aquel tan triste traje, les
habían preguntado la ocasión por que iban de aquella manera; que uno dellos
se lo contó, contando la estrañeza y hermosura de una pastora llamada
Marcela, y los amores de muchos que la recuestaban, con la muerte de aquel
Grisóstomo a cuyo entierro iban. Finalmente, él contó todo lo que Pedro a
don Quijote había contado.
Cesó esta plática y comenzóse otra, preguntando el que se llamaba Vivaldo a
don Quijote qué era la ocasión que le movía a andar armado de aquella
manera por tierra tan pacífica. A lo cual respondió don Quijote:
-La profesión de mi ejercicio no consiente ni permite que yo ande de otra
manera. El buen paso, el regalo y el reposo, allá se inventó para los
blandos cortesanos; mas el trabajo, la inquietud y las armas sólo se
inventaron e hicieron para aquellos que el mundo llama caballeros andantes,
de los cuales yo, aunque indigno, soy el menor de todos.
Apenas le oyeron esto, cuando todos le tuvieron por loco; y, por
averiguarlo más y ver qué género de locura era el suyo, le tornó a
preguntar Vivaldo que qué quería decir "caballeros andantes".
-¿No han vuestras mercedes leído -respondió don Quijote- los anales e
historias de Ingalaterra, donde se tratan las famosas fazañas del rey
Arturo, que continuamente en nuestro romance castellano llamamos el rey
Artús, de quien es tradición antigua y común en todo aquel reino de la Gran
Bretaña que este rey no murió, sino que, por arte de encantamento, se
convirtió en cuervo, y que, andando los tiempos, ha de volver a reinar y a
cobrar su reino y cetro; a cuya causa no se probará que desde aquel tiempo
a éste haya ningún inglés muerto cuervo alguno? Pues en tiempo de este buen
rey fue instituida aquella famosa orden de caballería de los caballeros de
la Tabla Redonda, y pasaron, sin faltar un punto, los amores que allí se
cuentan de don Lanzarote del Lago con la reina Ginebra, siendo medianera
dellos y sabidora aquella tan honrada dueña Quintañona, de donde nació
aquel tan sabido romance, y tan decantado en nuestra España, de:
Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido
como fuera Lanzarote

cuando de Bretaña vino;
con aquel progreso tan dulce y tan suave de sus amorosos y fuertes fechos.
Pues desde entonces, de mano en mano, fue aquella orden de caballería
estendiéndose y dilatándose por muchas y diversas partes del mundo; y en
ella fueron famosos y conocidos por sus fechos el valiente Amadís de Gaula,
con todos sus hijos y nietos, hasta la quinta generación, y el valeroso
Felixmarte de Hircania, y el nunca como se debe alabado Tirante el Blanco,
y casi que en nuestros días vimos y comunicamos y oímos al invencible y
valeroso caballero don Belianís de Grecia. Esto, pues, señores, es ser
caballero andante, y la que he dicho es la orden de su caballería; en la
cual, como otra vez he dicho, yo, aunque pecador, he hecho profesión, y lo
mesmo que profesaron los caballeros referidos profeso yo. Y así, me voy por
estas soledades y despoblados buscando las aventuras, con ánimo deliberado
de ofrecer mi brazo y mi persona a la más peligrosa que la suerte me
deparare, en ayuda de los flacos y menesterosos.
Por estas razones que dijo, acabaron de enterarse los caminantes que era
don Quijote falto de juicio, y del género de locura que lo señoreaba, de lo
cual recibieron la mesma admiración que recibían todos aquellos que de
nuevo venían en conocimiento della. Y Vivaldo, que era persona muy discreta
y de alegre condición, por pasar sin pesadumbre el poco camino que decían
que les faltaba, al llegar a la sierra del entierro, quiso darle ocasión a
que pasase más adelante con sus disparates. Y así, le dijo:
-Paréceme, señor caballero andante, que vuestra merced ha profesado una de
las más estrechas profesiones que hay en la tierra, y tengo para mí que aun
la de los frailes cartujos no es tan estrecha.
-Tan estrecha bien podía ser -respondió nuestro don Quijote-, pero tan
necesaria en el mundo no estoy en dos dedos de ponello en duda. Porque, si
va a decir verdad, no hace menos el soldado que pone en ejecución lo que su
capitán le manda que el mesmo capitán que se lo ordena. Quiero decir que
los religiosos, con toda paz y sosiego, piden al cielo el bien de la
tierra; pero los soldados y caballeros ponemos en ejecución lo que ellos
piden, defendiéndola con el valor de nuestros brazos y filos de nuestras
espadas; no debajo de cubierta, sino al cielo abierto, puestos por blanco
de los insufribles rayos del sol en verano y de los erizados yelos del
invierno. Así que, somos ministros de Dios en la tierra, y brazos por quien
se ejecuta en ella su justicia. Y, como las cosas de la guerra y las a
ellas tocantes y concernientes no se pueden poner en ejecución sino
sudando, afanando y trabajando, síguese que aquellos que la profesan
tienen, sin duda, mayor trabajo que aquellos que en sosegada paz y reposo
están rogando a Dios favorezca a los que poco pueden. No quiero yo decir,
ni me pasa por pensamiento, que es tan buen estado el de caballero andante
como el del encerrado religioso; sólo quiero inferir, por lo que yo
padezco, que, sin duda, es más trabajoso y más aporreado, y más hambriento
y sediento, miserable, roto y piojoso; porque no hay duda sino que los
caballeros andantes pasados pasaron mucha malaventura en el discurso de su
vida. Y si algunos subieron a ser emperadores por el valor de su brazo, a
fe que les costó buen porqué de su sangre y de su sudor; y que si a los que
a tal grado subieron les faltaran encantadores y sabios que los ayudaran,
que ellos quedaran bien defraudados de sus deseos y bien engañados de sus
esperanzas.
-De ese parecer estoy yo -replicó el caminante-; pero una cosa, entre otras
muchas, me parece muy mal de los caballeros andantes, y es que, cuando se
ven en ocasión de acometer una grande y peligrosa aventura, en que se vee
manifiesto peligro de perder la vida, nunca en aquel instante de acometella
se acuerdan de encomendarse a Dios, como cada cristiano está obligado a
hacer en peligros semejantes; antes, se encomiendan a sus damas, con tanta
gana y devoción como si ellas fueran su Dios: cosa que me parece que huele
algo a gentilidad.
-Señor -respondió don Quijote-, eso no puede ser menos en ninguna manera, y
caería en mal caso el caballero andante que otra cosa hiciese; que ya está
en uso y costumbre en la caballería andantesca que el caballero andante
que, al acometer algún gran fecho de armas, tuviese su señora
delante,vuelva a ella los ojos blanda y amorosamente, como que le pide con
ellos le favorezca y ampare en el dudoso trance que acomete; y aun si nadie
le oye, está obligado a decir algunas palabras entre dientes, en que de
todo corazón se le encomiende; y desto tenemos innumerables ejemplos en las
historias. Y no se ha de entender por esto que han de dejar de encomendarse
a Dios; que tiempo y lugar les queda para hacerlo en el discurso de la
obra.
-Con todo eso -replicó el caminante-, me queda un escrúpulo, y es que
muchas veces he leído que se traban palabras entre dos andantes caballeros,
y, de una en otra, se les viene a encender la cólera, y a volver los
caballos y tomar una buena pieza del campo, y luego, sin más ni más, a todo
el correr dellos, se vuelven a encontrar; y, en mitad de la corrida, se
encomiendan a sus damas; y lo que suele suceder del encuentro es que el uno
cae por las ancas del caballo, pasado con la lanza del contrario de parte a
parte, y al otro le viene también que, a no tenerse a las crines del suyo,
no pudiera dejar de venir al suelo. Y no sé yo cómo el muerto tuvo lugar
para encomendarse a Dios en el discurso de esta tan acelerada obra. Mejor
fuera que las palabras que en la carrera gastó encomendándose a su dama las
gastara en lo que debía y estaba obligado como cristiano. Cuanto más, que
yo tengo para mí que no todos los caballeros andantes tienen damas a quien
encomendarse, porque no todos son enamorados.
-Eso no puede ser -respondió don Quijote-: digo que no puede ser que haya
caballero andante sin dama, porque tan proprio y tan natural les es a los
tales ser enamorados como al cielo tener estrellas, y a buen seguro que no
se haya visto historia donde se halle caballero andante sin amores; y por
el mesmo caso que estuviese sin ellos, no sería tenido por legítimo
caballero, sino por bastardo, y que entró en la fortaleza de la caballería
dicha, no por la puerta, sino por las bardas, como salteador y ladrón.
-Con todo eso -dijo el caminante-, me parece, si mal no me acuerdo, haber
leído que don Galaor, hermano del valeroso Amadís de Gaula, nunca tuvo dama
señalada a quien pudiese encomendarse; y, con todo esto, no fue tenido en
menos, y fue un muy valiente y famoso caballero.
A lo cual respondió nuestro don Quijote:
-Señor, una golondrina sola no hace verano. Cuanto más, que yo sé que de
secreto estaba ese caballero muy bien enamorado; fuera que, aquello de
querer a todas bien cuantas bien le parecían era condición natural, a quien
no podía ir a la mano. Pero, en resolución, averiguado está muy bien que él
tenía una sola a quien él había hecho señora de su voluntad, a la cual se
encomendaba muy a menudo y muy secretamente, porque se preció de secreto
caballero.
-Luego, si es de esencia que todo caballero andante haya de ser enamorado
-dijo el caminante-, bien se puede creer que vuestra merced lo es, pues es
de la profesión. Y si es que vuestra merced no se precia de ser tan secreto
como don Galaor, con las veras que puedo le suplico, en nombre de toda esta
compañía y en el mío, nos diga el nombre, patria, calidad y hermosura de su
dama; que ella se tendría por dichosa de que todo el mundo sepa que es
querida y servida de un tal caballero como vuestra merced parece.
Aquí dio un gran suspiro don Quijote, y dijo:
-Yo no podré afirmar si la dulce mi enemiga gusta, o no, de que el mundo
sepa que yo la sirvo; sólo sé decir, respondiendo a lo que con tanto
comedimiento se me pide, que su nombre es Dulcinea; su patria, el Toboso,
un lugar de la Mancha; su calidad, por lo menos, ha de ser de princesa,
pues es reina y señora mía; su hermosura, sobrehumana, pues en ella se
vienen a hacer verdaderos todos los imposibles y quiméricos atributos de
belleza que los poetas dan a sus damas: que sus cabellos son oro, su frente
campos elíseos, sus cejas arcos del cielo, sus ojos soles, sus mejillas
rosas, sus labios corales, perlas sus dientes, alabastro su cuello, mármol
su pecho, marfil sus manos, su blancura nieve, y las partes que a la vista
humana encubrió la honestidad son tales, según yo pienso y entiendo, que
sólo la discreta consideración puede encarecerlas, y no compararlas.
-El linaje, prosapia y alcurnia querríamos saber -replicó Vivaldo.
A lo cual respondió don Quijote:
-No es de los antiguos Curcios, Gayos y Cipiones romanos, ni de los
modernos Colonas y Ursinos; ni de los Moncadas y Requesenes de Cataluña, ni
menos de los Rebellas y Villanovas de Valencia; Palafoxes, Nuzas,
Rocabertis, Corellas, Lunas, Alagones, Urreas, Foces y Gurreas de Aragón;
Cerdas, Manriques, Mendozas y Guzmanes de Castilla; Alencastros, Pallas y
Meneses de Portogal; pero es de los del Toboso de la Mancha, linaje, aunque
moderno, tal, que puede dar generoso principio a las más ilustres familias
de los venideros siglos. Y no se me replique en esto, si no fuere con las
condiciones que puso Cervino al pie del trofeo de las armas de Orlando, que
decía:
nadie las mueva
que estar no pueda con Roldán a prueba.
-Aunque el mío es de los Cachopines de Laredo -respondió el caminante-, no
le osaré yo poner con el del Toboso de la Mancha, puesto que, para decir
verdad, semejante apellido hasta ahora no ha llegado a mis oídos.
-¡Como eso no habrá llegado! -replicó don Quijote.
Con gran atención iban escuchando todos los demás la plática de los dos, y
aun hasta los mesmos cabreros y pastores conocieron la demasiada falta de
juicio de nuestro don Quijote. Sólo Sancho Panza pensaba que cuanto su amo
decía era verdad, sabiendo él quién era y habiéndole conocido desde su
nacimiento; y en lo que dudaba algo era en creer aquello de la linda
Dulcinea del Toboso, porque nunca tal nombre ni tal princesa había llegado
jamás a su noticia, aunque vivía tan cerca del Toboso.
En estas pláticas iban, cuando vieron que, por la quiebra que dos altas
montañas hacían, bajaban hasta veinte pastores, todos con pellicos de negra
lana vestidos y coronados con guirnaldas, que, a lo que después pareció,
eran cuál de tejo y cuál de ciprés. Entre seis dellos traían unas andas,
cubiertas de mucha diversidad de flores y de ramos. Lo cual visto por uno
de los cabreros, dijo:
-Aquellos que allí vienen son los que traen el cuerpo de Grisóstomo, y el
pie de aquella montaña es el lugar donde él mandó que le enterrasen.
Por esto se dieron priesa a llegar, y fue a tiempo que ya los que venían
habían puesto las andas en el suelo; y cuatro dellos con agudos picos
estaban cavando la sepultura a un lado de una dura peña.
Recibiéronse los unos y los otros cortésmente; y luego don Quijote y los
que con él venían se pusieron a mirar las andas, y en ellas vieron cubierto
de flores un cuerpo muerto, vestido como pastor, de edad, al parecer, de
treinta años; y, aunque muerto, mostraba que vivo había sido de rostro
hermoso y de disposición gallarda. Alrededor dél tenía en las mesmas
andas algunos libros y muchos papeles, abiertos y cerrados. Y así los que
esto miraban, como los que abrían la sepultura, y todos los demás que allí
había, guardaban un maravilloso silencio, hasta que uno de los que al
muerto trujeron dijo a otro:
-Mirá bien, Ambrosio, si es éste el lugar que Grisóstomo dijo, ya que
queréis que tan puntualmente se cumpla lo que dejó mandado en su
testamento.
-Éste es -respondió Ambrosio-; que muchas veces en él me contó mi
desdichado amigo la historia de su desventura. Allí me dijo él que vio la
vez primera a aquella enemiga mortal del linaje humano, y allí fue también
donde la primera vez le declaró su pensamiento, tan honesto como enamorado,
y allí fue la última vez donde Marcela le acabó de desengañar y desdeñar,
de suerte que puso fin a la tragedia de su miserable vida. Y aquí, en
memoria de tantas desdichas, quiso él que le depositasen en las entrañas
del eterno olvido.
Y, volviéndose a don Quijote y a los caminantes, prosiguió diciendo:
-Ese cuerpo, señores, que con piadosos ojos estáis mirando, fue depositario
de un alma en quien el cielo puso infinita parte de sus riquezas. Ése es el
cuerpo de Grisóstomo, que fue único en el ingenio, solo en la cortesía,
estremo en la gentileza, fénix en la amistad, magnífico sin tasa, grave sin
presunción, alegre sin bajeza, y, finalmente, primero en todo lo que es ser
bueno, y sin segundo en todo lo que fue ser desdichado. Quiso bien, fue
aborrecido; adoró, fue desdeñado; rogó a una fiera, importunó a un mármol,
corrió tras el viento, dio voces a la soledad, sirvió a la ingratitud, de
quien alcanzó por premio ser despojos de la muerte en la mitad de la
carrera de su vida, a la cual dio fin una pastora a quien él procuraba
eternizar para que viviera en la memoria de las gentes, cual lo pudieran
mostrar bien esos papeles que estáis mirando, si él no me hubiera mandado
que los entregara al fuego en habiendo entregado su cuerpo a la tierra.
-De mayor rigor y crueldad usaréis vos con ellos -dijo Vivaldo- que su
mesmo dueño, pues no es justo ni acertado que se cumpla la voluntad de
quien lo que ordena va fuera de todo razonable discurso. Y no le tuviera
bueno Augusto César si consintiera que se pusiera en ejecución lo que el
divino Mantuano dejó en su testamento mandado. Ansí que, señor Ambrosio, ya
que deis el cuerpo de vuestro amigo a la tierra, no queráis dar sus
escritos al olvido; que si él ordenó como agraviado, no es bien que vos
cumpláis como indiscreto. Antes haced, dando la vida a estos papeles, que
la tenga siempre la crueldad de Marcela, para que sirva de ejemplo, en los
tiempos que están por venir, a los vivientes, para que se aparten y huyan
de caer en semejantes despeñaderos; que ya sé yo, y los que aquí venimos,
la historia deste vuestro enamorado y desesperado amigo, y sabemos la
amistad vuestra, y la ocasión de su muerte, y lo que dejó mandado al acabar
de la vida; de la cual lamentable historia se puede sacar cuánto haya sido
la crueldad de Marcela, el amor de Grisóstomo, la fe de la amistad vuestra,
con el paradero que tienen los que a rienda suelta corren por la senda que
el desvariado amor delante de los ojos les pone. Anoche supimos la muerte
de Grisóstomo, y que en este lugar había de ser enterrado; y así, de
curiosidad y de lástima, dejamos nuestro derecho viaje, y acordamos de
venir a ver con los ojos lo que tanto nos había lastimado en oíllo. Y, en
pago desta lástima y del deseo que en nosotros nació de remedialla si
pudiéramos, te rogamos, ¡oh discreto Ambrosio! (a lo menos, yo te lo
suplico de mi parte), que, dejando de abrasar estos papeles, me dejes
llevar algunos dellos.
Y, sin aguardar que el pastor respondiese, alargó la mano y tomó algunos de
los que más cerca estaban; viendo lo cual Ambrosio, dijo:
-Por cortesía consentiré que os quedéis, señor, con los que ya habéis
tomado; pero pensar que dejaré de abrasar los que quedan es pensamiento
vano.
Vivaldo, que deseaba ver lo que los papeles decían, abrió luego el uno
dellos y vio que tenía por título: Canción desesperada. Oyólo Ambrosio y
dijo:
-Ése es el último papel que escribió el desdichado; y, porque veáis, señor,
en el término que le tenían sus desventuras, leelde de modo que seáis oído;
que bien os dará lugar a ello el que se tardare en abrir la sepultura.
-Eso haré yo de muy buena gana -dijo Vivaldo.
Y, como todos los circunstantes tenían el mesmo deseo, se le pusieron a la
redonda; y él, leyendo en voz clara, vio que así decía:


Capítulo XIV. Donde se ponen los versos desesperados del difunto pastor,
con otros no esperados sucesos

Canción de Grisóstomo

Ya que quieres, cruel, que se publique,
de lengua en lengua y de una en otra gente,
del áspero rigor tuyo la fuerza,
haré que el mesmo infierno comunique
al triste pecho mío un son doliente,
con que el uso común de mi voz tuerza.
Y al par de mi deseo, que se esfuerza
a decir mi dolor y tus hazañas,
de la espantable voz irá el acento,
y en él mezcladas, por mayor tormento,
pedazos de las míseras entrañas.
Escucha, pues, y presta atento oído,
no al concertado son, sino al rüido
que de lo hondo de mi amargo pecho,
llevado de un forzoso desvarío,
por gusto mío sale y tu despecho.

El rugir del león, del lobo fiero
el temeroso aullido, el silbo horrendo
de escamosa serpiente, el espantable
baladro de algún monstruo, el agorero
graznar de la corneja, y el estruendo
del viento contrastado en mar instable;
del ya vencido toro el implacable
bramido, y de la viuda tortolilla
el sentible arrullar; el triste canto
del envidiado búho, con el llanto
de toda la infernal negra cuadrilla,
salgan con la doliente ánima fuera,
mezclados en un son, de tal manera
que se confundan los sentidos todos,
pues la pena cruel que en mí se halla
para contalla pide nuevos modos.

De tanta confusión no las arenas
del padre Tajo oirán los tristes ecos,
ni del famoso Betis las olivas:
que allí se esparcirán mis duras penas
en altos riscos y en profundos huecos,
con muerta lengua y con palabras vivas;
o ya en escuros valles, o en esquivas
playas, desnudas de contrato humano,
o adonde el sol jamás mostró su lumbre,
o entre la venenosa muchedumbre
de fieras que alimenta el libio llano;
que, puesto que en los páramos desiertos
los ecos roncos de mi mal, inciertos,
suenen con tu rigor tan sin segundo,
por privilegio de mis cortos hados,
serán llevados por el ancho mundo.

Mata un desdén, atierra la paciencia,
o verdadera o falsa, una sospecha;
matan los celos con rigor más fuerte;
desconcierta la vida larga ausencia;
contra un temor de olvido no aprovecha
firme esperanza de dichosa suerte.
En todo hay cierta, inevitable muerte;
mas yo, ¡milagro nunca visto!, vivo
celoso, ausente, desdeñado y cierto
de las sospechas que me tienen muerto;
y en el olvido en quien mi fuego avivo,
y, entre tantos tormentos, nunca alcanza
mi vista a ver en sombra a la esperanza,
ni yo, desesperado, la procuro;
antes, por estremarme en mi querella,
estar sin ella eternamente juro.

¿Puédese, por ventura, en un instante
esperar y temer, o es bien hacello,
siendo las causas del temor más ciertas?
¿Tengo, si el duro celo está delante,
de cerrar estos ojos, si he de vello
por mil heridas en el alma abiertas?
¿Quién no abrirá de par en par las puertas
a la desconfianza, cuando mira
descubierto el desdén, y las sospechas,
¡oh amarga conversión!, verdades hechas,
y la limpia verdad vuelta en mentira?
¡Oh, en el reino de amor fieros tiranos
celos, ponedme un hierro en estas manos!
Dame, desdén, una torcida soga.
Mas, ¡ay de mí!, que, con cruel vitoria,
vuestra memoria el sufrimiento ahoga.

Yo muero, en fin; y, porque nunca espere
buen suceso en la muerte ni en la vida,
pertinaz estaré en mi fantasía.
Diré que va acertado el que bien quiere,
y que es más libre el alma más rendida
a la de amor antigua tiranía.
Diré que la enemiga siempre mía
hermosa el alma como el cuerpo tiene,
y que su olvido de mi culpa nace,
y que, en fe de los males que nos hace,
amor su imperio en justa paz mantiene.
Y, con esta opinión y un duro lazo,
acelerando el miserable plazo
a que me han conducido sus desdenes,
ofreceré a los vientos cuerpo y alma,
sin lauro o palma de futuros bienes.

Tú, que con tantas sinrazones muestras
la razón que me fuerza a que la haga
a la cansada vida que aborrezco,
pues ya ves que te da notorias muestras
esta del corazón profunda llaga,
de cómo, alegre, a tu rigor me ofrezco,
si, por dicha, conoces que merezco
que el cielo claro de tus bellos ojos
en mi muerte se turbe, no lo hagas;
que no quiero que en nada satisfagas,
al darte de mi alma los despojos.
Antes, con risa en la ocasión funesta,
descubre que el fin mío fue tu fiesta;
mas gran simpleza es avisarte desto,
pues sé que está tu gloria conocida
en que mi vida llegue al fin tan presto.

Venga, que es tiempo ya, del hondo abismo
Tántalo con su sed; Sísifo venga
con el peso terrible de su canto;
Ticio traya su buitre, y ansimismo
con su rueda Egïón no se detenga,
ni las hermanas que trabajan tanto;
y todos juntos su mortal quebranto
trasladen en mi pecho, y en voz baja
-si ya a un desesperado son debidas-
canten obsequias tristes, doloridas,
al cuerpo a quien se niegue aun la mortaja.
Y el portero infernal de los tres rostros,
con otras mil quimeras y mil monstros,
lleven el doloroso contrapunto;
que otra pompa mejor no me parece
que la merece un amador difunto.

Canción desesperada, no te quejes
cuando mi triste compañía dejes;
antes, pues que la causa do naciste
con mi desdicha augmenta su ventura,
aun en la sepultura no estés triste.

Bien les pareció, a los que escuchado habían, la canción de Grisóstomo,
puesto que el que la leyó dijo que no le parecía que conformaba con la
relación que él había oído del recato y bondad de Marcela, porque en ella
se quejaba Grisóstomo de celos, sospechas y de ausencia, todo en perjuicio
del buen crédito y buena fama de Marcela. A lo cual respondió Ambrosio,
como aquel que sabía bien los más escondidos pensamientos de su amigo:
-Para que, señor, os satisfagáis desa duda, es bien que sepáis que cuando
este desdichado escribió esta canción estaba ausente de Marcela, de quien
él se había ausentado por su voluntad, por ver si usaba con él la ausencia
de sus ordinarios fueros. Y, como al enamorado ausente no hay cosa que no
le fatigue ni temor que no le dé alcance, así le fatigaban a Grisóstomo los
celos imaginados y las sospechas temidas como si fueran verdaderas. Y con
esto queda en su punto la verdad que la fama pregona de la bondad de
Marcela; la cual, fuera de ser cruel, y un poco arrogante y un mucho
desdeñosa, la mesma envidia ni debe ni puede ponerle falta alguna.
-Así es la verdad -respondió Vivaldo.
Y, queriendo leer otro papel de los que había reservado del fuego, lo
estorbó una maravillosa visión -que tal parecía ella- que improvisamente se
les ofreció a los ojos; y fue que, por cima de la peña donde se cavaba la
sepultura, pareció la pastora Marcela, tan hermosa que pasaba a su fama su
hermosura. Los que hasta entonces no la habían visto la miraban con
admiración y silencio, y los que ya estaban acostumbrados a verla no
quedaron menos suspensos que los que nunca la habían visto. Mas, apenas la
hubo visto Ambrosio, cuando, con muestras de ánimo indignado, le dijo:
-¿Vienes a ver, por ventura, ¡oh fiero basilisco destas montañas!, si con
tu presencia vierten sangre las heridas deste miserable a quien tu crueldad
quitó la vida? ¿O vienes a ufanarte en las crueles hazañas de tu condición,
o a ver desde esa altura, como otro despiadado Nero, el incendio de su
abrasada Roma, o a pisar, arrogante, este desdichado cadáver, como la
ingrata hija al de su padre Tarquino? Dinos presto a lo que vienes, o qué
es aquello de que más gustas; que, por saber yo que los pensamientos de
Grisóstomo jamás dejaron de obedecerte en vida, haré que, aun él muerto, te
obedezcan los de todos aquellos que se llamaron sus amigos.
-No vengo, ¡oh Ambrosio!, a ninguna cosa de las que has dicho -respondió
Marcela-, sino a volver por mí misma, y a dar a entender cuán fuera de
razón van todos aquellos que de sus penas y de la muerte de Grisóstomo me
culpan; y así, ruego a todos los que aquí estáis me estéis atentos, que no
será menester mucho tiempo ni gastar muchas palabras para persuadir una
verdad a los discretos.
»Hízome el cielo, según vosotros decís, hermosa, y de tal manera que, sin
ser poderosos a otra cosa, a que me améis os mueve mi hermosura; y, por el
amor que me mostráis, decís, y aun queréis, que esté yo obligada a amaros.
Yo conozco, con el natural entendimiento que Dios me ha dado, que todo lo
hermoso es amable; mas no alcanzo que, por razón de ser amado, esté
obligado lo que es amado por hermoso a amar a quien le ama. Y más, que
podría acontecer que el amador de lo hermoso fuese feo, y, siendo lo feo
digno de ser aborrecido, cae muy mal el decir ''Quiérote por hermosa; hasme
de amar aunque sea feo''. Pero, puesto caso que corran igualmente las
hermosuras, no por eso han de correr iguales los deseos, que no todas
hermosuras enamoran; que algunas alegran la vista y no rinden la voluntad;
que si todas las bellezas enamorasen y rindiesen, sería un andar las
voluntades confusas y descaminadas, sin saber en cuál habían de parar;
porque, siendo infinitos los sujetos hermosos, infinitos habían de ser los
deseos. Y, según yo he oído decir, el verdadero amor no se divide, y ha de
ser voluntario, y no forzoso. Siendo esto así, como yo creo que lo es, ¿por
qué queréis que rinda mi voluntad por fuerza, obligada no más de que decís
que me queréis bien? Si no, decidme: si como el cielo me hizo hermosa me
hiciera fea, ¿fuera justo que me quejara de vosotros porque no me amábades?
Cuanto más, que habéis de considerar que yo no escogí la hermosura que
tengo; que, tal cual es, el cielo me la dio de gracia, sin yo pedilla ni
escogella. Y, así como la víbora no merece ser culpada por la ponzoña que
tiene, puesto que con ella mata, por habérsela dado naturaleza, tampoco yo
merezco ser reprehendida por ser hermosa; que la hermosura en la mujer
honesta es como el fuego apartado o como la espada aguda, que ni él quema
ni ella corta a quien a ellos no se acerca. La honra y las virtudes son
adornos del alma, sin las cuales el cuerpo, aunque lo sea, no debe de
parecer hermoso. Pues si la honestidad es una de las virtudes que al cuerpo
y al alma más adornan y hermosean, ¿por qué la ha de perder la que es amada
por hermosa, por corresponder a la intención de aquel que, por sólo su
gusto, con todas sus fuerzas e industrias procura que la pierda?
»Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos.
Los árboles destas montañas son mi compañía, las claras aguas destos
arroyos mis espejos; con los árboles y con las aguas comunico mis
pensamientos y hermosura. Fuego soy apartado y espada puesta lejos. A los
que he enamorado con la vista he desengañado con las palabras. Y si los
deseos se sustentan con esperanzas, no habiendo yo dado alguna a Grisóstomo
ni a otro alguno, el fin de ninguno dellos bien se puede decir que antes le
mató su porfía que mi crueldad. Y si se me hace cargo que eran honestos sus
pensamientos, y que por esto estaba obligada a corresponder a ellos, digo
que, cuando en ese mismo lugar donde ahora se cava su sepultura me
descubrió la bondad de su intención, le dije yo que la mía era vivir en
perpetua soledad, y de que sola la tierra gozase el fruto de mi
recogimiento y los despojos de mi hermosura; y si él, con todo este
desengaño, quiso porfiar contra la esperanza y navegar contra el viento,
¿qué mucho que se anegase en la mitad del golfo de su desatino? Si yo le
entretuviera, fuera falsa; si le contentara, hiciera contra mi mejor
intención y prosupuesto. Porfió desengañado, desesperó sin ser aborrecido:
¡mirad ahora si será razón que de su pena se me dé a mí la culpa! Quéjese
el engañado, desespérese aquel a quien le faltaron las prometidas
esperanzas, confíese el que yo llamare, ufánese el que yo admitiere; pero
no me llame cruel ni homicida aquel a quien yo no prometo, engaño, llamo ni
admito.
»El cielo aún hasta ahora no ha querido que yo ame por destino, y el pensar
que tengo de amar por elección es escusado. Este general desengaño sirva a
cada uno de los que me solicitan de su particular provecho; y entiéndase,
de aquí adelante, que si alguno por mí muriere, no muere de celoso ni
desdichado, porque quien a nadie quiere, a ninguno debe dar celos; que los
desengaños no se han de tomar en cuenta de desdenes. El que me llama fiera
y basilisco, déjeme como cosa perjudicial y mala; el que me llama ingrata,
no me sirva; el que desconocida, no me conozca; quien cruel, no me siga;
que esta fiera, este basilisco, esta ingrata, esta cruel y esta
desconocida, ni los buscará, servirá, conocerá ni seguirá en ninguna
manera. Que si a Grisóstomo mató su impaciencia y arrojado deseo, ¿por qué
se ha de culpar mi honesto proceder y recato? Si yo conservo mi limpieza
con la compañía de los árboles, ¿por qué ha de querer que la pierda el que
quiere que la tenga con los hombres? Yo, como sabéis, tengo riquezas
propias y no codicio las ajenas; tengo libre condición y no gusto de
sujetarme: ni quiero ni aborrezco a nadie. No engaño a éste ni solicito
aquél, ni burlo con uno ni me entretengo con el otro. La conversación
honesta de las zagalas destas aldeas y el cuidado de mis cabras me
entretiene. Tienen mis deseos por término estas montañas, y si de aquí
salen, es a contemplar la hermosura del cielo, pasos con que camina el alma
a su morada primera.
Y, en diciendo esto, sin querer oír respuesta alguna, volvió las espaldas y
se entró por lo más cerrado de un monte que allí cerca estaba, dejando
admirados, tanto de su discreción como de su hermosura, a todos los que
allí estaban. Y algunos dieron muestras -de aquellos que de la poderosa
flecha de los rayos de sus bellos ojos estaban heridos- de quererla seguir,
sin aprovecharse del manifiesto desengaño que habían oído. Lo cual visto
por don Quijote, pareciéndole que allí venía bien usar de su caballería,
socorriendo a las doncellas menesterosas, puesta la mano en el puño de su
espada, en altas e inteligibles voces, dijo:
-Ninguna persona, de cualquier estado y condición que sea, se atreva a
seguir a la hermosa Marcela, so pena de caer en la furiosa indignación mía.
Ella ha mostrado con claras y suficientes razones la poca o ninguna culpa
que ha tenido en la muerte de Grisóstomo, y cuán ajena vive de condescender
con los deseos de ninguno de sus amantes, a cuya causa es justo que, en
lugar de ser seguida y perseguida, sea honrada y estimada de todos los
buenos del mundo, pues muestra que en él ella es sola la que con tan
honesta intención vive.
O ya que fuese por las amenazas de don Quijote, o porque Ambrosio les dijo
que concluyesen con lo que a su buen amigo debían, ninguno de los pastores
se movió ni apartó de allí hasta que, acabada la sepultura y abrasados los
papeles de Grisóstomo, pusieron su cuerpo en ella, no sin muchas lágrimas
de los circunstantes. Cerraron la sepultura con una gruesa peña, en tanto
que se acababa una losa que, según Ambrosio dijo, pensaba mandar hacer, con
un epitafio que había de decir desta manera:

Yace aquí de un amador
el mísero cuerpo helado,
que fue pastor de ganado,
perdido por desamor.
Murió a manos del rigor
de una esquiva hermosa ingrata,
con quien su imperio dilata
la tiranía de su amor.

Luego esparcieron por cima de la sepultura muchas flores y ramos, y, dando
todos el pésame a su amigo Ambrosio, se despidieron dél. Lo mesmo hicieron
Vivaldo y su compañero, y don Quijote se despidió de sus huéspedes y de los
caminantes, los cuales le rogaron se viniese con ellos a Sevilla, por ser
lugar tan acomodado a hallar aventuras, que en cada calle y tras cada
esquina se ofrecen más que en otro alguno. Don Quijote les agradeció el
aviso y el ánimo que mostraban de hacerle merced, y dijo que por entonces
no quería ni debía ir a Sevilla, hasta que hubiese despojado todas aquellas
sierras de ladrones malandrines, de quien era fama que todas estaban
llenas. Viendo su buena determinación, no quisieron los caminantes
importunarle más, sino, tornándose a despedir de nuevo, le dejaron y
prosiguieron su camino, en el cual no les faltó de qué tratar, así de la
historia de Marcela y Grisóstomo como de las locuras de don Quijote. El
cual determinó de ir a buscar a la pastora Marcela y ofrecerle todo lo que
él podía en su servicio. Mas no le avino como él pensaba, según se cuenta
en el discurso desta verdadera historia, dando aquí fin la segunda parte.


Tercera parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha


Capítulo XV. Donde se cuenta la desgraciada aventura que se topó don
Quijote en topar con unos desalmados yangüeses

Cuenta el sabio Cide Hamete Benengeli que, así como don Quijote se despidió
de sus huéspedes y de todos los que se hallaron al entierro del pastor
Grisóstomo, él y su escudero se entraron por el mesmo bosque donde vieron
que se había entrado la pastora Marcela; y, habiendo andado más de dos
horas por él, buscándola por todas partes sin poder hallarla, vinieron a
parar a un prado lleno de fresca yerba, junto del cual corría un arroyo
apacible y fresco; tanto, que convidó y forzó a pasar allí las horas de la
siesta, que rigurosamente comenzaba ya a entrar.
Apeáronse don Quijote y Sancho, y, dejando al jumento y a Rocinante a sus
anchuras pacer de la mucha yerba que allí había, dieron saco a las
alforjas, y, sin cerimonia alguna, en buena paz y compañía, amo y mozo
comieron lo que en ellas hallaron.
No se había curado Sancho de echar sueltas a Rocinante, seguro de que le
conocía por tan manso y tan poco rijoso que todas las yeguas de la dehesa
de Córdoba no le hicieran tomar mal siniestro. Ordenó, pues, la suerte, y
el diablo, que no todas veces duerme, que andaban por aquel valle paciendo
una manada de hacas galicianas de unos arrieros gallegos, de los cuales es
costumbre sestear con su recua en lugares y sitios de yerba y agua; y aquel
donde acertó a hallarse don Quijote era muy a propósito de los gallegos.
Sucedió, pues, que a Rocinante le vino en deseo de refocilarse con las
señoras facas; y saliendo, así como las olió, de su natural paso y
costumbre, sin pedir licencia a su dueño, tomó un trotico algo picadillo
y se fue a comunicar su necesidad con ellas. Mas ellas, que, a lo que
pareció, debían de tener más gana de pacer que de ál, recibiéronle con las
herraduras y con los dientes, de tal manera que, a poco espacio, se le
rompieron las cinchas y quedó, sin silla, en pelota. Pero lo que él debió
más de sentir fue que, viendo los arrieros la fuerza que a sus yeguas se
les hacía, acudieron con estacas, y tantos palos le dieron que le
derribaron malparado en el suelo.
Ya en esto don Quijote y Sancho, que la paliza de Rocinante habían visto,
llegaban ijadeando; y dijo don Quijote a Sancho:
-A lo que yo veo, amigo Sancho, éstos no son caballeros, sino gente soez y
de baja ralea. Dígolo porque bien me puedes ayudar a tomar la debida
venganza del agravio que delante de nuestros ojos se le ha hecho a
Rocinante.
-¿Qué diablos de venganza hemos de tomar -respondió Sancho-, si éstos son
más de veinte y nosotros no más de dos, y aun, quizá, nosotros sino uno y
medio?
-Yo valgo por ciento -replicó don Quijote.
Y, sin hacer más discursos, echó mano a su espada y arremetió a los
gallegos, y lo mesmo hizo Sancho Panza, incitado y movido del ejemplo de su
amo. Y, a las primeras, dio don Quijote una cuchillada a uno, que le abrió
un sayo de cuero de que venía vestido, con gran parte de la espalda.
Los gallegos, que se vieron maltratar de aquellos dos hombres solos, siendo
ellos tantos, acudieron a sus estacas, y, cogiendo a los dos en medio,
comenzaron a menudear sobre ellos con grande ahínco y vehemencia. Verdad es
que al segundo toque dieron con Sancho en el suelo, y lo mesmo le avino a
don Quijote, sin que le valiese su destreza y buen ánimo; y quiso su
ventura que viniese a caer a los pies de Rocinante, que aún no se había
levantado; donde se echa de ver la furia con que machacan estacas puestas
en manos rústicas y enojadas.
Viendo, pues, los gallegos el mal recado que habían hecho, con la mayor
presteza que pudieron, cargaron su recua y siguieron su camino, dejando a
los dos aventureros de mala traza y de peor talante.
El primero que se resintió fue Sancho Panza; y, hallándose junto a su
señor, con voz enferma y lastimada, dijo:
-¡Señor don Quijote! ¡Ah, señor don Quijote!
-¿Qué quieres, Sancho hermano? -respondió don Quijote con el mesmo tono
afeminado y doliente que Sancho.
-Querría, si fuese posible -respondió Sancho Panza-, que vuestra merced me
diese dos tragos de aquella bebida del feo Blas, si es que la tiene vuestra
merced ahí a mano. Quizá será de provecho para los quebrantamientos de
huesos como lo es para las feridas.
-Pues, a tenerla yo aquí, desgraciado yo, ¿qué nos faltaba? -respondió don
Quijote-. Mas yo te juro, Sancho Panza, a fe de caballero andante, que
antes que pasen dos días, si la fortuna no ordena otra cosa, la tengo de
tener en mi poder, o mal me han de andar las manos.
-Pues, ¿en cuántos le parece a vuestra merced que podremos mover los pies?
-replicó Sancho Panza.
-De mí sé decir -dijo el molido caballero don Quijote- que no sabré poner
término a esos días. Mas yo me tengo la culpa de todo, que no había de
poner mano a la espada contra hombres que no fuesen armados caballeros como
yo; y así, creo que, en pena de haber pasado las leyes de la caballería, ha
permitido el dios de las batallas que se me diese este castigo. Por lo
cual, Sancho Panza, conviene que estés advertido en esto que ahora te diré,
porque importa mucho a la salud de entrambos; y es que, cuando veas que
semejante canalla nos hace algún agravio, no aguardes a que yo ponga mano
al espada para ellos, porque no lo haré en ninguna manera, sino pon tú mano
a tu espada y castígalos muy a tu sabor; que si en su ayuda y defensa
acudieren caballeros, yo te sabré defender y ofendellos con todo mi poder;
que ya habrás visto por mil señales y experiencias hasta adónde se estiende
el valor de este mi fuerte brazo.
Tal quedó de arrogante el pobre señor con el vencimiento del valiente
vizcaíno. Mas no le pareció tan bien a Sancho Panza el aviso de su amo que
dejase de responder, diciendo:
-Señor, yo soy hombre pacífico, manso, sosegado, y sé disimilar cualquiera
injuria, porque tengo mujer y hijos que sustentar y criar. Así que, séale a
vuestra merced también aviso, pues no puede ser mandato, que en ninguna
manera pondré mano a la espada, ni contra villano ni contra caballero; y
que, desde aquí para delante de Dios, perdono cuantos agravios me han hecho
y han de hacer: ora me los haya hecho, o haga o haya de hacer, persona alta
o baja, rico o pobre, hidalgo o pechero, sin eceptar estado ni condición
alguna.
Lo cual oído por su amo, le respondió:
-Quisiera tener aliento para poder hablar un poco descansado, y que el
dolor que tengo en esta costilla se aplacara tanto cuanto, para darte a
entender, Panza, en el error en que estás. Ven acá, pecador; si el viento
de la fortuna, hasta ahora tan contrario, en nuestro favor se vuelve,
llevándonos las velas del deseo para que seguramente y sin contraste alguno
tomemos puerto en alguna de las ínsulas que te tengo prometida, ¿qué sería
de ti si, ganándola yo, te hiciese señor della? Pues ¿lo vendrás a
imposibilitar por no ser caballero, ni quererlo ser, ni tener valor ni
intención de vengar tus injurias y defender tu señorío? Porque has de saber
que en los reinos y provincias nuevamente conquistados nunca están tan
quietos los ánimos de sus naturales, ni tan de parte del nuevo señor que no
se tengan temor de que han de hacer alguna novedad para alterar de nuevo
las cosas, y volver, como dicen, a probar ventura; y así, es menester que
el nuevo posesor tenga entendimiento para saberse gobernar, y valor para
ofender y defenderse en cualquiera acontecimiento.
-En este que ahora nos ha acontecido -respondió Sancho-, quisiera yo tener
ese entendimiento y ese valor que vuestra merced dice; mas yo le juro, a fe
de pobre hombre, que más estoy para bizmas que para pláticas. Mire vuestra
merced si se puede levantar, y ayudaremos a Rocinante, aunque no lo merece,
porque él fue la causa principal de todo este molimiento. Jamás tal creí de
Rocinante, que le tenía por persona casta y tan pacífica como yo. En fin,
bien dicen que es menester mucho tiempo para venir a conocer las personas,
y que no hay cosa segura en esta vida. ¿Quién dijera que tras de aquellas
tan grandes cuchilladas como vuestra merced dio a aquel desdichado
caballero andante, había de venir, por la posta y en seguimiento suyo, esta
tan grande tempestad de palos que ha descargado sobre nuestras espaldas?
-Aun las tuyas, Sancho -replicó don Quijote-, deben de estar hechas a
semejantes nublados; pero las mías, criadas entre sinabafas y holandas,
claro está que sentirán más el dolor desta desgracia. Y si no fuese porque
imagino..., ¿qué digo imagino?, sé muy cierto, que todas estas
incomodidades son muy anejas al ejercicio de las armas, aquí me dejaría
morir de puro enojo.
A esto replicó el escudero:
-Señor, ya que estas desgracias son de la cosecha de la caballería, dígame
vuestra merced si suceden muy a menudo, o si tienen sus tiempos limitados
en que acaecen; porque me parece a mí que a dos cosechas quedaremos
inútiles para la tercera, si Dios, por su infinita misericordia, no nos
socorre.
-Sábete, amigo Sancho -respondió don Quijote-, que la vida de los
caballeros andantes está sujeta a mil peligros y desventuras; y, ni más ni
menos, está en potencia propincua de ser los caballeros andantes reyes y
emperadores, como lo ha mostrado la experiencia en muchos y diversos
caballeros, de cuyas historias yo tengo entera noticia. Y pudiérate contar
agora, si el dolor me diera lugar, de algunos que, sólo por el valor de su
brazo, han subido a los altos grados que he contado; y estos mesmos se
vieron antes y después en diversas calamidades y miserias. Porque el
valeroso Amadís de Gaula se vio en poder de su mortal enemigo Arcaláus el
encantador, de quien se tiene por averiguado que le dio, teniéndole
preso, más de docientos azotes con las riendas de su caballo, atado a una
coluna de un patio. Y aun hay un autor secreto, y de no poco crédito, que
dice que, habiendo cogido al Caballero del Febo con una cierta trampa que
se le hundió debajo de los pies, en un cierto castillo, y al caer, se halló
en una honda sima debajo de tierra, atado de pies y manos, y allí le
echaron una destas que llaman melecinas, de agua de nieve y arena, de lo
que llegó muy al cabo; y si no fuera socorrido en aquella gran cuita de un
sabio grande amigo suyo, lo pasara muy mal el pobre caballero. Ansí que,
bien puedo yo pasar entre tanta buena gente; que mayores afrentas son las
que éstos pasaron, que no las que ahora nosotros pasamos. Porque quiero
hacerte sabidor, Sancho, que no afrentan las heridas que se dan con los
instrumentos que acaso se hallan en las manos; y esto está en la ley del
duelo, escrito por palabras expresas: que si el zapatero da a otro con la
horma que tiene en la mano, puesto que verdaderamente es de palo, no por
eso se dirá que queda apaleado aquel a quien dio con ella. Digo esto porque
no pienses que, puesto que quedamos desta pendencia molidos, quedamos
afrentados; porque las armas que aquellos hombres traían, con que nos
machacaron, no eran otras que sus estacas, y ninguno dellos, a lo que se me
acuerda, tenía estoque, espada ni puñal.


 


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