Don Quijote
by
Miguel de Cervantes [Saavedra] [in Spanish]

Part 9 out of 19



caballería, yo, por mi parte, os oiré, hermano, de muy buena gana, y así lo
harán todos estos señores, por lo mucho que tienen de discretos y de ser
amigos de curiosas novedades que suspendan, alegren y entretengan los
sentidos, como, sin duda, pienso que lo ha de hacer vuestro cuento.
Comenzad, pues, amigo, que todos escucharemos.

-Saco la mía -dijo Sancho-; que yo a aquel arroyo me voy con esta empanada,
donde pienso hartarme por tres días; porque he oído decir a mi señor don
Quijote que el escudero de caballero andante ha de comer, cuando se le
ofreciere, hasta no poder más, a causa que se les suele ofrecer entrar
acaso por una selva tan intricada que no aciertan a salir della en seis
días; y si el hombre no va harto, o bien proveídas las alforjas, allí se
podrá quedar, como muchas veces se queda, hecho carne momia.

-Tú estás en lo cierto, Sancho -dijo don Quijote-: vete adonde quisieres, y
come lo que pudieres; que yo ya estoy satisfecho, y sólo me falta dar al
alma su refacción, como se la daré escuchando el cuento deste buen hombre.

-Así las daremos todos a las nuestras -dijo el canónigo.

Y luego, rogó al cabrero que diese principio a lo que prometido había. El
cabrero dio dos palmadas sobre el lomo a la cabra, que por los cuernos
tenía, diciéndole:

-Recuéstate junto a mí, Manchada, que tiempo nos queda para volver a
nuestro apero.

Parece que lo entendió la cabra, porque, en sentándose su dueño, se tendió
ella junto a él con mucho sosiego, y, mirándole al rostro, daba a entender
que estaba atenta a lo que el cabrero iba diciendo, el cual comenzó su
historia desta manera:





Capítulo LI. Que trata de lo que contó el cabrero a todos los que llevaban
a don Quijote


-«Tres leguas deste valle está una aldea que, aunque pequeña, es de las más
ricas que hay en todos estos contornos; en la cual había un labrador muy
honrado, y tanto, que, aunque es anexo al ser rico el ser honrado, más lo
era él por la virtud que tenía que por la riqueza que alcanzaba. Mas lo que
le hacía más dichoso, según él decía, era tener una hija de tan estremada
hermosura, rara discreción, donaire y virtud, que el que la conocía y la
miraba se admiraba de ver las estremadas partes con que el cielo y la
naturaleza la habían enriquecido. Siendo niña fue hermosa, y siempre fue
creciendo en belleza, y en la edad de diez y seis años fue hermosísima. La
fama de su belleza se comenzó a estender por todas las circunvecinas
aldeas, ¿qué digo yo por las circunvecinas no más, si se estendió a las
apartadas ciudades, y aun se entró por las salas de los reyes, y por los
oídos de todo género de gente; que, como a cosa rara, o como a imagen de
milagros, de todas partes a verla venían? Guardábala su padre, y guardábase
ella; que no hay candados, guardas ni cerraduras que mejor guarden a una
doncella que las del recato proprio.

»La riqueza del padre y la belleza de la hija movieron a muchos, así del
pueblo como forasteros, a que por mujer se la pidiesen; mas él, como a
quien tocaba disponer de tan rica joya, andaba confuso, sin saber
determinarse a quién la entregaría de los infinitos que le importunaban. Y,
entre los muchos que tan buen deseo tenían, fui yo uno, a quien dieron
muchas y grandes esperanzas de buen suceso conocer que el padre conocía
quien yo era, el ser natural del mismo pueblo, limpio en sangre, en la edad
floreciente, en la hacienda muy rico y en el ingenio no menos acabado. Con
todas estas mismas partes la pidió también otro del mismo pueblo, que fue
causa de suspender y poner en balanza la voluntad del padre, a quien
parecía que con cualquiera de nosotros estaba su hija bien empleada; y, por
salir desta confusión, determinó decírselo a Leandra, que así se llama la
rica que en miseria me tiene puesto, advirtiendo que, pues los dos éramos
iguales, era bien dejar a la voluntad de su querida hija el escoger a su
gusto: cosa digna de imitar de todos los padres que a sus hijos quieren
poner en estado: no digo yo que los dejen escoger en cosas ruines y malas,
sino que se las propongan buenas, y de las buenas, que escojan a su gusto.
No sé yo el que tuvo Leandra; sólo sé que el padre nos entretuvo a
entrambos con la poca edad de su hija y con palabras generales, que ni le
obligaban, ni nos desobligaba tampoco. Llámase mi competidor Anselmo, y yo
Eugenio, porque vais con noticia de los nombres de las personas que en esta
tragedia se contienen, cuyo fin aún está pendiente; pero bien se deja
entender que será desastrado.

»En esta sazón, vino a nuestro pueblo un Vicente de la Rosa, hijo de un
pobre labrador del mismo lugar; el cual Vicente venía de las Italias, y de
otras diversas partes, de ser soldado. Llevóle de nuestro lugar, siendo
muchacho de hasta doce años, un capitán que con su compañía por allí acertó
a pasar, y volvió el mozo de allí a otros doce, vestido a la soldadesca,
pintado con mil colores, lleno de mil dijes de cristal y sutiles cadenas de
acero. Hoy se ponía una gala y mañana otra; pero todas sutiles, pintadas,
de poco peso y menos tomo. La gente labradora, que de suyo es maliciosa, y
dándole el ocio lugar es la misma malicia, lo notó, y contó punto por punto
sus galas y preseas, y halló que los vestidos eran tres, de diferentes
colores, con sus ligas y medias; pero él hacía tantos guisados e
invenciones dellas, que si no se los contaran, hubiera quien jurara que
había hecho muestra de más de diez pares de vestidos y de más de veinte
plumajes. Y no parezca impertinencia y demasía esto que de los vestidos voy
contando, porque ellos hacen una buena parte en esta historia.

»Sentábase en un poyo que debajo de un gran álamo está en nuestra plaza, y
allí nos tenía a todos la boca abierta, pendientes de las hazañas que nos
iba contando. No había tierra en todo el orbe que no hubiese visto, ni
batalla donde no se hubiese hallado; había muerto más moros que tiene
Marruecos y Túnez, y entrado en más singulares desafíos, según él decía,
que Gante y Luna, Diego García de Paredes y otros mil que nombraba; y de
todos había salido con vitoria, sin que le hubiesen derramado una sola gota
de sangre. Por otra parte, mostraba señales de heridas que, aunque no se
divisaban, nos hacía entender que eran arcabuzazos dados en diferentes
rencuentros y faciones. Finalmente, con una no vista arrogancia, llamaba de
vos a sus iguales y a los mismos que le conocían, y decía que su padre era
su brazo, su linaje, sus obras, y que debajo de ser soldado, al mismo rey
no debía nada. Añadiósele a estas arrogancias ser un poco músico y tocar
una guitarra a lo rasgado, de manera que decían algunos que la hacía
hablar; pero no pararon aquí sus gracias, que también la tenía de poeta, y
así, de cada niñería que pasaba en el pueblo, componía un romance de legua
y media de escritura.

»Este soldado, pues, que aquí he pintado, este Vicente de la Rosa, este
bravo, este galán, este músico, este poeta fue visto y mirado muchas veces
de Leandra, desde una ventana de su casa que tenía la vista a la plaza.
Enamoróla el oropel de sus vistosos trajes, encantáronla sus romances, que
de cada uno que componía daba veinte traslados, llegaron a sus oídos las
hazañas que él de sí mismo había referido, y, finalmente, que así el diablo
lo debía de tener ordenado, ella se vino a enamorar dél, antes que en él
naciese presunción de solicitalla. Y, como en los casos de amor no hay
ninguno que con más facilidad se cumpla que aquel que tiene de su parte el
deseo de la dama, con facilidad se concertaron Leandra y Vicente; y,
primero que alguno de sus muchos pretendientes cayesen en la cuenta de su
deseo, ya ella le tenía cumplido, habiendo dejado la casa de su querido y
amado padre, que madre no la tiene, y ausentádose de la aldea con el
soldado, que salió con más triunfo desta empresa que de todas las muchas
que él se aplicaba.

»Admiró el suceso a toda el aldea, y aun a todos los que dél noticia
tuvieron; yo quedé suspenso, Anselmo, atónito, el padre triste, sus
parientes afrentados, solícita la justicia, los cuadrilleros listos;
tomáronse los caminos, escudriñáronse los bosques y cuanto había, y, al
cabo de tres días, hallaron a la antojadiza Leandra en una cueva de un
monte, desnuda en camisa, sin muchos dineros y preciosísimas joyas que de
su casa había sacado. Volviéronla a la presencia del lastimado padre;
preguntáronle su desgracia; confesó sin apremio que Vicente de la Roca la
había engañado, y debajo de su palabra de ser su esposo la persuadió que
dejase la casa de su padre; que él la llevaría a la más rica y más viciosa
ciudad que había en todo el universo mundo, que era Nápoles; y que ella,
mal advertida y peor engañada, le había creído; y, robando a su padre, se
le entregó la misma noche que había faltado; y que él la llevó a un áspero
monte, y la encerró en aquella cueva donde la habían hallado. Contó también
como el soldado, sin quitalle su honor, le robó cuanto tenía, y la dejó en
aquella cueva y se fue: suceso que de nuevo puso en admiración a todos.

»Duro se nos hizo de creer la continencia del mozo, pero ella lo afirmó con
tantas veras, que fueron parte para que el desconsolado padre se consolase,
no haciendo cuenta de las riquezas que le llevaban, pues le habían dejado a
su hija con la joya que, si una vez se pierde, no deja esperanza de que
jamás se cobre. El mismo día que pareció Leandra la despareció su padre de
nuestros ojos, y la llevó a encerrar en un monesterio de una villa que está
aquí cerca, esperando que el tiempo gaste alguna parte de la mala opinión
en que su hija se puso. Los pocos años de Leandra sirvieron de disculpa de
su culpa, a lo menos con aquellos que no les iba algún interés en que ella
fuese mala o buena; pero los que conocían su discreción y mucho
entendimiento no atribuyeron a ignorancia su pecado, sino a su desenvoltura
y a la natural inclinación de las mujeres, que, por la mayor parte, suele
ser desatinada y mal compuesta.

»Encerrada Leandra, quedaron los ojos de Anselmo ciegos, a lo menos sin
tener cosa que mirar que contento le diese; los míos en tinieblas, sin luz
que a ninguna cosa de gusto les encaminase; con la ausencia de Leandra,
crecía nuestra tristeza, apocábase nuestra paciencia, maldecíamos las galas
del soldado y abominábamos del poco recato del padre de Leandra.
Finalmente, Anselmo y yo nos concertamos de dejar el aldea y venirnos a
este valle, donde él, apacentando una gran cantidad de ovejas suyas
proprias, y yo un numeroso rebaño de cabras, también mías, pasamos la vida
entre los árboles, dando vado a nuestras pasiones, o cantando juntos
alabanzas o vituperios de la hermosa Leandra, o suspirando solos y a solas
comunicando con el cielo nuestras querellas.

»A imitación nuestra, otros muchos de los pretendientes de Leandra se han
venido a estos ásperos montes, usando el mismo ejercicio nuestro; y son
tantos, que parece que este sitio se ha convertido en la pastoral Arcadia,
según está colmo de pastores y de apriscos, y no hay parte en él donde no
se oiga el nombre de la hermosa Leandra. Éste la maldice y la llama
antojadiza, varia y deshonesta; aquél la condena por fácil y ligera; tal la
absuelve y perdona, y tal la justicia y vitupera; uno celebra su hermosura,
otro reniega de su condición, y, en fin, todos la deshonran, y todos la
adoran, y de todos se estiende a tanto la locura, que hay quien se queje de
desdén sin haberla jamás hablado, y aun quien se lamente y sienta la
rabiosa enfermedad de los celos, que ella jamás dio a nadie; porque, como
ya tengo dicho, antes se supo su pecado que su deseo. No hay hueco de peña,
ni margen de arroyo, ni sombra de árbol que no esté ocupada de algún pastor
que sus desventuras a los aires cuente; el eco repite el nombre de Leandra
dondequiera que pueda formarse: Leandra resuenan los montes, Leandra
murmuran los arroyos, y Leandra nos tiene a todos suspensos y encantados,
esperando sin esperanza y temiendo sin saber de qué tememos. Entre estos
disparatados, el que muestra que menos y más juicio tiene es mi competidor
Anselmo, el cual, teniendo tantas otras cosas de que quejarse, sólo se
queja de ausencia; y al son de un rabel, que admirablemente toca, con
versos donde muestra su buen entendimiento, cantando se queja. Yo sigo otro
camino más fácil, y a mi parecer el más acertado, que es decir mal de la
ligereza de las mujeres, de su inconstancia, de su doble trato, de sus
promesas muertas, de su fe rompida, y, finalmente, del poco discurso que
tienen en saber colocar sus pensamientos e intenciones que tienen.» Y ésta
fue la ocasión, señores, de las palabras y razones que dije a esta cabra
cuando aquí llegué; que por ser hembra la tengo en poco, aunque es la mejor
de todo mi apero. Ésta es la historia que prometí contaros; si he sido en
el contarla prolijo, no seré en serviros corto: cerca de aquí tengo mi
majada, y en ella tengo fresca leche y muy sabrosísimo queso, con otras
varias y sazonadas frutas, no menos a la vista que al gusto agradables.





Capítulo LII. De la pendencia que don Quijote tuvo con el cabrero, con la
rara aventura de los deceplinantes, a quien dio felice fin a costa de su
sudor


General gusto causó el cuento del cabrero a todos los que escuchado le
habían; especialmente le recibió el canónigo, que con estraña curiosidad
notó la manera con que le había contado, tan lejos de parecer rústico
cabrero cuan cerca de mostrarse discreto cortesano; y así, dijo que había
dicho muy bien el cura en decir que los montes criaban letrados. Todos se
ofrecieron a Eugenio; pero el que más se mostró liberal en esto fue don
Quijote, que le dijo:

-Por cierto, hermano cabrero, que si yo me hallara posibilitado de poder
comenzar alguna aventura, que luego luego me pusiera en camino porque vos
la tuviérades buena; que yo sacara del monesterio, donde, sin duda alguna,
debe de estar contra su voluntad, a Leandra, a pesar de la abadesa y de
cuantos quisieran estorbarlo, y os la pusiera en vuestras manos, para que
hiciérades della a toda vuestra voluntad y talante, guardando, pero, las
leyes de la caballería, que mandan que a ninguna doncella se le sea fecho
desaguisado alguno; aunque yo espero en Dios Nuestro Señor que no ha de
poder tanto la fuerza de un encantador malicioso, que no pueda más la de
otro encantador mejor intencionado, y para entonces os prometo mi favor y
ayuda, como me obliga mi profesión, que no es otra si no es favorecer a los
desvalidos y menesterosos.

Miróle el cabrero, y, como vio a don Quijote de tan mal pelaje y catadura,
admiróse y preguntó al barbero, que cerca de sí tenía:

-Señor, ¿quién es este hombre, que tal talle tiene y de tal manera habla?

-¿Quién ha de ser -respondió el barbero- sino el famoso don Quijote de la
Mancha, desfacedor de agravios, enderezador de tuertos, el amparo de las
doncellas, el asombro de los gigantes y el vencedor de las batallas?

-Eso me semeja -respondió el cabrero- a lo que se lee en los libros de
caballeros andantes, que hacían todo eso que de este hombre vuestra merced
dice; puesto que para mí tengo, o que vuestra merced se burla, o que este
gentil hombre debe de tener vacíos los aposentos de la cabeza.

-Sois un grandísimo bellaco -dijo a esta sazón don Quijote-; y vos sois el
vacío y el menguado, que yo estoy más lleno que jamás lo estuvo la muy
hideputa puta que os parió.

Y, diciendo y haciendo, arrebató de un pan que junto a sí tenía, y dio con
él al cabrero en todo el rostro, con tanta furia, que le remachó las
narices; mas el cabrero, que no sabía de burlas, viendo con cuántas veras
le maltrataban, sin tener respeto a la alhombra, ni a los manteles, ni a
todos aquellos que comiendo estaban, saltó sobre don Quijote, y, asiéndole
del cuello con entrambas manos, no dudara de ahogalle, si Sancho Panza no
llegara en aquel punto, y le asiera por las espaldas y diera con él encima
de la mesa, quebrando platos, rompiendo tazas y derramando y esparciendo
cuanto en ella estaba. Don Quijote, que se vio libre, acudió a subirse
sobre el cabrero; el cual, lleno de sangre el rostro, molido a coces de
Sancho, andaba buscando a gatas algún cuchillo de la mesa para hacer alguna
sanguinolenta venganza, pero estorbábanselo el canónigo y el cura; mas el
barbero hizo de suerte que el cabrero cogió debajo de sí a don Quijote,
sobre el cual llovió tanto número de mojicones, que del rostro del pobre
caballero llovía tanta sangre como del suyo.

Reventaban de risa el canónigo y el cura, saltaban los cuadrilleros de
gozo, zuzaban los unos y los otros, como hacen a los perros cuando en
pendencia están trabados; sólo Sancho Panza se desesperaba, porque no se
podía desasir de un criado del canónigo, que le estorbaba que a su amo no
ayudase.

En resolución, estando todos en regocijo y fiesta, sino los dos aporreantes
que se carpían, oyeron el son de una trompeta, tan triste que les hizo
volver los rostros hacia donde les pareció que sonaba; pero el que más se
alborotó de oírle fue don Quijote, el cual, aunque estaba debajo del
cabrero, harto contra su voluntad y más que medianamente molido, le dijo:

-Hermano demonio, que no es posible que dejes de serlo, pues has tenido
valor y fuerzas para sujetar las mías, ruégote que hagamos treguas, no más
de por una hora; porque el doloroso son de aquella trompeta que a nuestros
oídos llega me parece que a alguna nueva aventura me llama.

El cabrero, que ya estaba cansado de moler y ser molido, le dejó luego, y
don Quijote se puso en pie, volviendo asimismo el rostro adonde el son se
oía, y vio a deshora que por un recuesto bajaban muchos hombres vestidos de
blanco, a modo de diciplinantes.

Era el caso que aquel año habían las nubes negado su rocío a la tierra, y
por todos los lugares de aquella comarca se hacían procesiones, rogativas y
diciplinas, pidiendo a Dios abriese las manos de su misericordia y les
lloviese; y para este efecto la gente de una aldea que allí junto estaba
venía en procesión a una devota ermita que en un recuesto de aquel valle
había.

Don Quijote, que vio los estraños trajes de los diciplinantes, sin pasarle
por la memoria las muchas veces que los había de haber visto, se imaginó
que era cosa de aventura, y que a él solo tocaba, como a caballero andante,
el acometerla; y confirmóle más esta imaginación pensar que una imagen que
traían cubierta de luto fuese alguna principal señora que llevaban por
fuerza aquellos follones y descomedidos malandrines; y, como esto le cayó
en las mientes, con gran ligereza arremetió a Rocinante, que paciendo
andaba, quitándole del arzón el freno y el adarga, y en un punto le
enfrenó, y, pidiendo a Sancho su espada, subió sobre Rocinante y embrazó su
adarga, y dijo en alta voz a todos los que presentes estaban:

-Agora, valerosa compañía, veredes cuánto importa que haya en el mundo
caballeros que profesen la orden de la andante caballería; agora digo que
veredes, en la libertad de aquella buena señora que allí va cautiva, si se
han de estimar los caballeros andantes.

Y, en diciendo esto, apretó los muslos a Rocinante, porque espuelas no las
tenía, y, a todo galope, porque carrera tirada no se lee en toda esta
verdadera historia que jamás la diese Rocinante, se fue a encontrar con los
diciplinantes, bien que fueran el cura y el canónigo y barbero a detenelle;
mas no les fue posible, ni menos le detuvieron las voces que Sancho le
daba, diciendo:

-¿Adónde va, señor don Quijote? ¿Qué demonios lleva en el pecho, que le
incitan a ir contra nuestra fe católica? Advierta, mal haya yo, que aquélla
es procesión de diciplinantes, y que aquella señora que llevan sobre la
peana es la imagen benditísima de la Virgen sin mancilla; mire, señor, lo
que hace, que por esta vez se puede decir que no es lo que sabe.

Fatigóse en vano Sancho, porque su amo iba tan puesto en llegar a los
ensabanados y en librar a la señora enlutada, que no oyó palabra; y, aunque
la oyera, no volviera, si el rey se lo mandara. Llegó, pues, a la
procesión, y paró a Rocinante, que ya llevaba deseo de quietarse un poco,
y, con turbada y ronca voz, dijo:

-Vosotros, que, quizá por no ser buenos, os encubrís los rostros, atended y
escuchad lo que deciros quiero.

Los primeros que se detuvieron fueron los que la imagen llevaban; y uno de
los cuatro clérigos que cantaban las ledanías, viendo la estraña catadura
de don Quijote, la flaqueza de Rocinante y otras circunstancias de risa que
notó y descubrió en don Quijote, le respondió diciendo:

-Señor hermano, si nos quiere decir algo, dígalo presto, porque se van
estos hermanos abriendo las carnes, y no podemos, ni es razón que nos
detengamos a oír cosa alguna, si ya no es tan breve que en dos palabras se
diga.

-En una lo diré -replicó don Quijote-, y es ésta: que luego al punto dejéis
libre a esa hermosa señora, cuyas lágrimas y triste semblante dan claras
muestras que la lleváis contra su voluntad y que algún notorio desaguisado
le habedes fecho; y yo, que nací en el mundo para desfacer semejantes
agravios, no consentiré que un solo paso adelante pase sin darle la deseada
libertad que merece.

En estas razones, cayeron todos los que las oyeron que don Quijote debía de
ser algún hombre loco, y tomáronse a reír muy de gana; cuya risa fue poner
pólvora a la cólera de don Quijote, porque, sin decir más palabra, sacando
la espada, arremetió a las andas. Uno de aquellos que las llevaban, dejando
la carga a sus compañeros, salió al encuentro de don Quijote, enarbolando
una horquilla o bastón con que sustentaba las andas en tanto que
descansaba; y, recibiendo en ella una gran cuchillada que le tiró don
Quijote, con que se la hizo dos partes, con el último tercio, que le quedó
en la mano, dio tal golpe a don Quijote encima de un hombro, por el mismo
lado de la espada, que no pudo cubrir el adarga contra villana fuerza, que
el pobre don Quijote vino al suelo muy mal parado.

Sancho Panza, que jadeando le iba a los alcances, viéndole caído, dio voces
a su moledor que no le diese otro palo, porque era un pobre caballero
encantado, que no había hecho mal a nadie en todos los días de su vida.
Mas, lo que detuvo al villano no fueron las voces de Sancho, sino el ver
que don Quijote no bullía pie ni mano; y así, creyendo que le había muerto,
con priesa se alzó la túnica a la cinta, y dio a huir por la campaña como
un gamo.

Ya en esto llegaron todos los de la compañía de don Quijote adonde él
estaba; y más los de la procesión, que los vieron venir corriendo, y con
ellos los cuadrilleros con sus ballestas, temieron algún mal suceso, y
hiciéronse todos un remolino alrededor de la imagen; y, alzados los
capirotes, empuñando las diciplinas, y los clérigos los ciriales, esperaban
el asalto con determinación de defenderse, y aun ofender, si pudiesen, a
sus acometedores; pero la fortuna lo hizo mejor que se pensaba, porque
Sancho no hizo otra cosa que arrojarse sobre el cuerpo de su señor,
haciendo sobre él el más doloroso y risueño llanto del mundo, creyendo que
estaba muerto.

El cura fue conocido de otro cura que en la procesión venía, cuyo
conocimiento puso en sosiego el concebido temor de los dos escuadrones. El
primer cura dio al segundo, en dos razones, cuenta de quién era don
Quijote, y así él como toda la turba de los diciplinantes fueron a ver si
estaba muerto el pobre caballero, y oyeron que Sancho Panza, con lágrimas
en los ojos, decía:

-¡Oh flor de la caballería, que con solo un garrotazo acabaste la carrera
de tus tan bien gastados años! ¡Oh honra de tu linaje, honor y gloria de
toda la Mancha, y aun de todo el mundo, el cual, faltando tú en él, quedará
lleno de malhechores, sin temor de ser castigados de sus malas fechorías!
¡Oh liberal sobre todos los Alejandros, pues por solos ocho meses de
servicio me tenías dada la mejor ínsula que el mar ciñe y rodea! ¡Oh
humilde con los soberbios y arrogante con los humildes, acometedor de
peligros, sufridor de afrentas, enamorado sin causa, imitador de los
buenos, azote de los malos, enemigo de los ruines, en fin, caballero
andante, que es todo lo que decir se puede!

Con las voces y gemidos de Sancho revivió don Quijote, y la primer palabra
que dijo fue:

-El que de vos vive ausente, dulcísima Dulcinea, a mayores miserias que
éstas está sujeto. Ayúdame, Sancho amigo, a ponerme sobre el carro
encantado, que ya no estoy para oprimir la silla de Rocinante, porque tengo
todo este hombro hecho pedazos.

-Eso haré yo de muy buena gana, señor mío -respondió Sancho-, y volvamos a
mi aldea en compañía destos señores, que su bien desean, y allí daremos
orden de hacer otra salida que nos sea de más provecho y fama.

-Bien dices, Sancho -respondió don Quijote-, y será gran prudencia dejar
pasar el mal influjo de las estrellas que agora corre.

El canónigo y el cura y barbero le dijeron que haría muy bien en hacer lo
que decía; y así, habiendo recebido grande gusto de las simplicidades de
Sancho Panza, pusieron a don Quijote en el carro, como antes venía. La
procesión volvió a ordenarse y a proseguir su camino; el cabrero se
despidió de todos; los cuadrilleros no quisieron pasar adelante, y el cura
les pagó lo que se les debía. El canónigo pidió al cura le avisase el
suceso de don Quijote, si sanaba de su locura o si proseguía en ella, y con
esto tomó licencia para seguir su viaje. En fin, todos se dividieron y
apartaron, quedando solos el cura y barbero, don Quijote y Panza, y el
bueno de Rocinante, que a todo lo que había visto estaba con tanta
paciencia como su amo.

El boyero unció sus bueyes y acomodó a don Quijote sobre un haz de heno, y
con su acostumbrada flema siguió el camino que el cura quiso, y a cabo de
seis días llegaron a la aldea de don Quijote, adonde entraron en la mitad
del día, que acertó a ser domingo, y la gente estaba toda en la plaza, por
mitad de la cual atravesó el carro de don Quijote. Acudieron todos a ver lo
que en el carro venía, y, cuando conocieron a su compatrioto, quedaron
maravillados, y un muchacho acudió corriendo a dar las nuevas a su ama y a
su sobrina de que su tío y su señor venía flaco y amarillo, y tendido sobre
un montón de heno y sobre un carro de bueyes. Cosa de lástima fue oír los
gritos que las dos buenas señoras alzaron, las bofetadas que se dieron, las
maldiciones que de nuevo echaron a los malditos libros de caballerías; todo
lo cual se renovó cuando vieron entrar a don Quijote por sus puertas.

A las nuevas desta venida de don Quijote, acudió la mujer de Sancho Panza,
que ya había sabido que había ido con él sirviéndole de escudero, y, así
como vio a Sancho, lo primero que le preguntó fue que si venía bueno el
asno. Sancho respondió que venía mejor que su amo.

-Gracias sean dadas a Dios -replicó ella-, que tanto bien me ha hecho; pero
contadme agora, amigo: ¿qué bien habéis sacado de vuestras escuderías?,
¿qué saboyana me traes a mí?, ¿qué zapaticos a vuestros hijos?

-No traigo nada deso -dijo Sancho-, mujer mía, aunque traigo otras cosas de
más momento y consideración.

-Deso recibo yo mucho gusto -respondió la mujer-; mostradme esas cosas de
más consideración y más momento, amigo mío, que las quiero ver, para que se
me alegre este corazón, que tan triste y descontento ha estado en todos los
siglos de vuestra ausencia.

-En casa os las mostraré, mujer -dijo Panza-, y por agora estad contenta,
que, siendo Dios servido de que otra vez salgamos en viaje a buscar
aventuras, vos me veréis presto conde o gobernador de una ínsula, y no de
las de por ahí, sino la mejor que pueda hallarse.

-Quiéralo así el cielo, marido mío; que bien lo habemos menester. Mas,
decidme: ¿qué es eso de ínsulas, que no lo entiendo?

-No es la miel para la boca del asno -respondió Sancho-; a su tiempo lo
verás, mujer, y aun te admirarás de oírte llamar Señoría de todos tus
vasallos.

-¿Qué es lo que decís, Sancho, de señorías, ínsulas y vasallos? -respondió
Juana Panza, que así se llamaba la mujer de Sancho, aunque no eran
parientes, sino porque se usa en la Mancha tomar las mujeres el apellido de
sus maridos.

-No te acucies, Juana, por saber todo esto tan apriesa; basta que te digo
verdad, y cose la boca. Sólo te sabré decir, así de paso, que no hay cosa
más gustosa en el mundo que ser un hombre honrado escudero de un caballero
andante buscador de aventuras. Bien es verdad que las más que se hallan no
salen tan a gusto como el hombre querría, porque de ciento que se
encuentran, las noventa y nueve suelen salir aviesas y torcidas. Sélo yo de
expiriencia, porque de algunas he salido manteado, y de otras molido; pero,
con todo eso, es linda cosa esperar los sucesos atravesando montes,
escudriñando selvas, pisando peñas, visitando castillos, alojando en ventas
a toda discreción, sin pagar, ofrecido sea al diablo, el maravedí.

Todas estas pláticas pasaron entre Sancho Panza y Juana Panza, su mujer, en
tanto que el ama y sobrina de don Quijote le recibieron, y le desnudaron, y
le tendieron en su antiguo lecho. Mirábalas él con ojos atravesados, y no
acababa de entender en qué parte estaba. El cura encargó a la sobrina
tuviese gran cuenta con regalar a su tío, y que estuviesen alerta de que
otra vez no se les escapase, contando lo que había sido menester para
traelle a su casa. Aquí alzaron las dos de nuevo los gritos al cielo; allí
se renovaron las maldiciones de los libros de caballerías, allí pidieron al
cielo que confundiese en el centro del abismo a los autores de tantas
mentiras y disparates. Finalmente, ellas quedaron confusas y temerosas de
que se habían de ver sin su amo y tío en el mesmo punto que tuviese alguna
mejoría; y sí fue como ellas se lo imaginaron.

Pero el autor desta historia, puesto que con curiosidad y diligencia ha
buscado los hechos que don Quijote hizo en su tercera salida, no ha podido
hallar noticia de ellas, a lo menos por escrituras auténticas; sólo la fama
ha guardado, en las memorias de la Mancha, que don Quijote, la tercera vez
que salió de su casa, fue a Zaragoza, donde se halló en unas famosas justas
que en aquella ciudad hicieron, y allí le pasaron cosas dignas de su valor
y buen entendimiento. Ni de su fin y acabamiento pudo alcanzar cosa alguna,
ni la alcanzara ni supiera si la buena suerte no le deparara un antiguo
médico que tenía en su poder una caja de plomo, que, según él dijo, se
había hallado en los cimientos derribados de una antigua ermita que se
renovaba; en la cual caja se habían hallado unos pergaminos escritos con
letras góticas, pero en versos castellanos, que contenían muchas de sus
hazañas y daban noticia de la hermosura de Dulcinea del Toboso, de la
figura de Rocinante, de la fidelidad de Sancho Panza y de la sepultura del
mesmo don Quijote, con diferentes epitafios y elogios de su vida y
costumbres.

Y los que se pudieron leer y sacar en limpio fueron los que aquí pone el
fidedigno autor desta nueva y jamás vista historia. El cual autor no pide a
los que la leyeren, en premio del inmenso trabajo que le costó inquerir y
buscar todos los archivos manchegos, por sacarla a luz, sino que le den el
mesmo crédito que suelen dar los discretos a los libros de caballerías, que
tan validos andan en el mundo; que con esto se tendrá por bien pagado y
satisfecho, y se animará a sacar y buscar otras, si no tan verdaderas, a lo
menos de tanta invención y pasatiempo.

Las palabras primeras que estaban escritas en el pergamino que se halló en
la caja de plomo eran éstas:

LOS ACADÉMICOS DE LA ARGAMASILLA,
LUGAR DE LA MANCHA,
EN VIDA Y MUERTE DEL VALEROSO
DON QUIJOTE DE LA MANCHA,

HOC SCRIPSERUNT:

EL MONICONGO, ACADÉMICO DE LA ARGAMASILLA,
A LA SEPULTURA DE DON QUIJOTE

Epitafio

El calvatrueno que adornó a la Mancha
de más despojos que Jasón decreta;
el jüicio que tuvo la veleta
aguda donde fuera mejor ancha,
el brazo que su fuerza tanto ensancha,
que llegó del Catay hasta Gaeta,
la musa más horrenda y más discreta
que grabó versos en la broncínea plancha,
el que a cola dejó los Amadises,
y en muy poquito a Galaores tuvo,
estribando en su amor y bizarría,
el que hizo callar los Belianises,
aquel que en Rocinante errando anduvo,
yace debajo desta losa fría.


DEL PANIAGUADO, ACADÉMICO DE LA ARGAMASILLA,

In laudem Dulcineae del Toboso

Soneto

Esta que veis de rostro amondongado,
alta de pechos y ademán brioso,
es Dulcinea, reina del Toboso,
de quien fue el gran Quijote aficionado.
Pisó por ella el uno y otro lado
de la gran Sierra Negra, y el famoso
campo de Montïel, hasta el herboso
llano de Aranjüez, a pie y cansado.
Culpa de Rocinante, ¡oh dura estrella!,
que esta manchega dama, y este invito
andante caballero, en tiernos años,
ella dejó, muriendo, de ser bella;
y él, aunque queda en mármores escrito,
no pudo huir de amor, iras y engaños.


DEL CAPRICHOSO, DISCRETÍSIMO ACADÉMICO DE LA ARGAMASILLA,
EN LOOR DE ROCINANTE, CABALLO DE DON QUIJOTE DE LA MANCHA

Soneto

En el soberbio trono diamantino
que con sangrientas plantas huella Marte,
frenético, el Manchego su estandarte
tremola con esfuerzo peregrino.
Cuelga las armas y el acero fino
con que destroza, asuela, raja y parte:
¡nuevas proezas!, pero inventa el arte
un nuevo estilo al nuevo paladino.
Y si de su Amadís se precia Gaula,
por cuyos bravos descendientes Grecia
triunfó mil veces y su fama ensancha,
hoy a Quijote le corona el aula
do Belona preside, y dél se precia,
más que Grecia ni Gaula, la alta Mancha.
Nunca sus glorias el olvido mancha,
pues hasta Rocinante, en ser gallardo,
excede a Brilladoro y a Bayardo.


DEL BURLADOR, ACADÉMICO ARGAMASILLESCO,
A SANCHO PANZA

Soneto


DEL CACHIDIABLO, ACADÉMICO DE LA ARGAMASILLA,
EN LA SEPULTURA DE DON QUIJOTE

Epitafio

Aquí yace el caballero,
bien molido y mal andante,
a quien llevó Rocinante
por uno y otro sendero.
Sancho Panza el majadero
yace también junto a él,
escudero el más fïel
que vio el trato de escudero.


DEL TIQUITOC, ACADÉMICO DE LA ARGAMASILLA,
EN LA SEPULTURA DE DULCINEA DEL TOBOSO

Epitafio

Reposa aquí Dulcinea;
y, aunque de carnes rolliza,
la volvió en polvo y ceniza
la muerte espantable y fea.
Fue de castiza ralea,
y tuvo asomos de dama;
del gran Quijote fue llama,
y fue gloria de su aldea.

Éstos fueron los versos que se pudieron leer; los demás, por estar
carcomida la letra, se entregaron a un académico para que por conjeturas
los declarase. Tiénese noticia que lo ha hecho, a costa de muchas vigilias
y mucho trabajo, y que tiene intención de sacallos a luz, con esperanza de
la tercera salida de don Quijote.

Forsi altro canterà con miglior plectio.

Finis









Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha







TASA

Yo, Hernando de Vallejo, escribano de Cámara del Rey nuestro señor, de los
que residen en su Consejo, doy fe que, habiéndose visto por los señores dél
un libro que compuso Miguel de Cervantes Saavedra, intitulado Don Quijote
de la Mancha, Segunda parte, que con licencia de Su Majestad fue impreso,
le tasaron a cuatro maravedís cada pliego en papel, el cual tiene setenta y
tres pliegos, que al dicho respeto suma y monta docientos y noventa y dos
maravedís, y mandaron que esta tasa se ponga al principio de cada volumen
del dicho libro, para que se sepa y entienda lo que por él se ha de pedir y
llevar, sin que se exceda en ello en manera alguna, como consta y parece
por el auto y decreto original sobre ello dado, y que queda en mi poder,
a que me refiero; y de mandamiento de los dichos señores del Consejo y de
pedimiento de la parte del dicho Miguel de Cervantes, di esta fee en
Madrid, a veinte y uno días del mes de otubre del mil y seiscientos y
quince años.

Hernando de Vallejo.

FEE DE ERRATAS

Vi este libro intitulado Segunda parte de don Quijote de la Mancha,
compuesto por Miguel de Cervantes Saavedra, y no hay en él cosa digna de
notar que no corresponda a su original. Dada en Madrid, a veinte y uno de
otubre, mil y seiscientos y quince.

El licenciado Francisco Murcia de la Llana.

APROBACIÓN

Por comisión y mandado de los señores del Consejo, he hecho ver el libro
contenido en este memorial: no contiene cosa contra la fe ni buenas
costumbres, antes es libro de mucho entretenimiento lícito, mezclado de
mucha filosofía moral; puédesele dar licencia para imprimirle. En Madrid, a
cinco de noviembre de mil seiscientos y quince.

Doctor Gutierre de Cetina.

APROBACIÓN

Por comisión y mandado de los señores del Consejo, he visto la Segunda
parte de don Quijote de la Mancha, por Miguel de Cervantes Saavedra: no
contiene cosa contra nuestra santa fe católica, ni buenas costumbres,
antes, muchas de honesta recreación y apacible divertimiento, que los
antiguos juzgaron convenientes a sus repúblicas, pues aun en la severa de
los lacedemonios levantaron estatua a la risa, y los de Tesalia la
dedicaron fiestas, como lo dice Pausanias, referido de Bosio, libro II De
signis Ecclesiae, cap. 10, alentando ánimos marchitos y espíritus
melancólicos, de que se acordó Tulio en el primero De legibus, y el poeta
diciendo:

Interpone tuis interdum gaudia curis,

lo cual hace el autor mezclando las veras a las burlas, lo dulce a lo
provechoso y lo moral a lo faceto, disimulando en el cebo del donaire el
anzuelo de la reprehensión, y cumpliendo con el acertado asunto en que
pretende la expulsión de los libros de caballerías, pues con su buena
diligencia mañosamente alimpiando de su contagiosa dolencia a estos reinos,
es obra muy digna de su grande ingenio, honra y lustre de nuestra nación,
admiración y invidia de las estrañas. Éste es mi parecer, salvo etc. En
Madrid, a 17 de marzo de 1615.

El maestro Josef de Valdivielso.

APROBACIÓN

Por comisión del señor doctor Gutierre de Cetina, vicario general desta
villa de Madrid, corte de Su Majestad, he visto este libro de la Segunda
parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha, por Miguel de
Cervantes Saavedra, y no hallo en él cosa indigna de un cristiano celo, ni
que disuene de la decencia debida a buen ejemplo, ni virtudes morales;
antes, mucha erudición y aprovechamiento, así en la continencia de su bien
seguido asunto para extirpar los vanos y mentirosos libros de caballerías,
cuyo contagio había cundido más de lo que fuera justo, como en la lisura
del lenguaje castellano, no adulterado con enfadosa y estudiada afectación,
vicio con razón aborrecido de hombres cuerdos; y en la correción de vicios
que generalmente toca, ocasionado de sus agudos discursos, guarda con tanta
cordura las leyes de reprehensión cristiana, que aquel que fuere tocado de
la enfermedad que pretende curar, en lo dulce y sabroso de sus medicinas
gustosamente habrá bebido, cuando menos lo imagine, sin empacho ni asco
alguno, lo provechoso de la detestación de su vicio, con que se hallará,
que es lo más difícil de conseguirse, gustoso y reprehendido. Ha habido
muchos que, por no haber sabido templar ni mezclar a propósito lo útil con
lo dulce, han dado con todo su molesto trabajo en tierra, pues no pudiendo
imitar a Diógenes en lo filósofo y docto, atrevida, por no decir licenciosa
y desalumbradamente, le pretenden imitar en lo cínico, entregándose a
maldicientes, inventando casos que no pasaron, para hacer capaz al vicio
que tocan de su áspera reprehensión, y por ventura descubren caminos para
seguirle, hasta entonces ignorados, con que vienen a quedar, si no
reprehensores, a lo menos maestros dél. Hácense odiosos a los bien
entendidos, con el pueblo pierden el crédito, si alguno tuvieron, para
admitir sus escritos y los vicios que arrojada e imprudentemente quisieren
corregir en muy peor estado que antes, que no todas las postemas a un mismo
tiempo están dispuestas para admitir las recetas o cauterios; antes,
algunos mucho mejor reciben las blandas y suaves medicinas, con cuya
aplicación, el atentado y docto médico consigue el fin de resolverlas,
término que muchas veces es mejor que no el que se alcanza con el rigor del
hierro. Bien diferente han sentido de los escritos de Miguel de
Cervantes, así nuestra nación como las estrañas, pues como a milagro desean
ver el autor de libros que con general aplauso, así por su decoro y
decencia como por la suavidad y blandura de sus discursos, han recebido
España, Francia, Italia, Alemania y Flandes. Certifico con verdad que en
veinte y cinco de febrero deste año de seiscientos y quince, habiendo ido
el ilustrísimo señor don Bernardo de Sandoval y Rojas, cardenal arzobispo
de Toledo, mi señor, a pagar la visita que a Su Ilustrísima hizo el
embajador de Francia, que vino a tratar cosas tocantes a los casamientos de
sus príncipes y los de España, muchos caballeros franceses, de los que
vinieron acompañando al embajador, tan corteses como entendidos y amigos de
buenas letras, se llegaron a mí y a otros capellanes del cardenal mi señor,
deseosos de saber qué libros de ingenio andaban más validos; y, tocando
acaso en éste que yo estaba censurando, apenas oyeron el nombre de Miguel
de Cervantes, cuando se comenzaron a hacer lenguas, encareciendo la
estimación en que, así en Francia como en los reinos sus confinantes, se
tenían sus obras: la Galatea, que alguno dellos tiene casi de memoria la
primera parte désta, y las Novelas. Fueron tantos sus encarecimientos,
que me ofrecí llevarles que viesen el autor dellas, que estimaron con mil
demostraciones de vivos deseos. Preguntáronme muy por menor su edad, su
profesión, calidad y cantidad. Halléme obligado a decir que era viejo,
soldado, hidalgo y pobre, a que uno respondió estas formales palabras:
''Pues, ¿a tal hombre no le tiene España muy rico y sustentado del erario
público?'' Acudió otro de aquellos caballeros con este pensamiento y con
mucha agudeza, y dijo: ''Si necesidad le ha de obligar a escribir, plega a
Dios que nunca tenga abundancia, para que con sus obras, siendo él pobre,
haga rico a todo el mundo''. Bien creo que está, para censura, un poco
larga; alguno dirá que toca los límites de lisonjero elogio; mas la verdad
de lo que cortamente digo deshace en el crítico la sospecha y en mí el
cuidado; además que el día de hoy no se lisonjea a quien no tiene con qué
cebar el pico del adulador, que, aunque afectuosa y falsamente dice de
burlas, pretende ser remunerado de veras. En Madrid, a veinte y siete de
febrero de mil y seiscientos y quince.

El licenciado Márquez Torres.

PRIVILEGIO

Por cuanto por parte de vos, Miguel de Cervantes Saavedra, nos fue fecha
relación que habíades compuesto la Segunda parte de don Quijote de la
Mancha, de la cual hacíades presentación, y, por ser libro de historia
agradable y honesta, y haberos costado mucho trabajo y estudio, nos
suplicastes os mandásemos dar licencia para le poder imprimir y privilegio
por veinte años, o como la nuestra merced fuese; lo cual visto por los del
nuestro Consejo, por cuanto en el dicho libro se hizo la diligencia que la
premática por nos sobre ello fecha dispone, fue acordado que debíamos
mandar dar esta nuestra cédula en la dicha razón, y nos tuvímoslo por bien.
Por la cual vos damos licencia y facultad para que, por tiempo y espacio de
diez años, cumplidos primeros siguientes, que corran y se cuenten desde el
día de la fecha de esta nuestra cédula en adelante, vos, o la persona que
para ello vuestro poder hobiere, y no otra alguna, podáis imprimir y vender
el dicho libro que desuso se hace mención; y por la presente damos licencia
y facultad a cualquier impresor de nuestros reinos que nombráredes para que
durante el dicho tiempo le pueda imprimir por el original que en el nuestro
Consejo se vio, que va rubricado y firmado al fin de Hernando de Vallejo,
nuestro escribano de Cámara, y uno de los que en él residen, con que antes
y primero que se venda lo traigáis ante ellos, juntamente con el dicho
original, para que se vea si la dicha impresión está conforme a él, o
traigáis fe en pública forma cómo, por corretor por nos nombrado, se vio y
corrigió la dicha impresión por el dicho original, y más al dicho impresor
que ansí imprimiere el dicho libro no imprima el principio y primer pliego
dél, ni entregue más de un solo libro con el original al autor y persona a
cuya costa lo imprimiere, ni a otra alguna, para efecto de la dicha
correción y tasa, hasta que antes y primero el dicho libro esté corregido y
tasado por los del nuestro Consejo, y estando hecho, y no de otra manera,
pueda imprimir el dicho principio y primer pliego, en el cual imediatamente
ponga esta nuestra licencia y la aprobación, tasa y erratas, ni lo podáis
vender ni vendáis vos ni otra persona alguna, hasta que esté el dicho libro
en la forma susodicha, so pena de caer e incurrir en las penas contenidas
en la dicha premática y leyes de nuestros reinos que sobre ello disponen; y
más, que durante el dicho tiempo persona alguna sin vuestra licencia no le
pueda imprimir ni vender, so pena que el que lo imprimiere y vendiere haya
perdido y pierda cualesquiera libros, moldes y aparejos que dél tuviere, y
más incurra en pena de cincuenta mil maravedís por cada vez que lo
contrario hiciere, de la cual dicha pena sea la tercia parte para nuestra
Cámara, y la otra tercia parte para el juez que lo sentenciare, y la otra
tercia parte par el que lo denunciare; y más a los del nuestro Consejo,
presidentes, oidores de las nuestras Audiencias, alcaldes, alguaciles de la
nuestra Casa y Corte y Chancillerías, y a otras cualesquiera justicias de
todas las ciudades, villas y lugares de los nuestros reinos y señoríos, y a
cada uno en su juridición, ansí a los que agora son como a los que serán de
aquí adelante, que vos guarden y cumplan esta nuestra cédula y merced, que
ansí vos hacemos, y contra ella no vayan ni pasen en manera alguna, so pena
de la nuestra merced y de diez mil maravedís para la nuestra Cámara. Dada
en Madrid, a treinta días del mes de marzo de mil y seiscientos y quince
años.

YO, EL REY.

Por mandado del Rey nuestro señor:

Pedro de Contreras.

PRÓLOGO AL LECTOR

¡Válame Dios, y con cuánta gana debes de estar esperando ahora, lector
ilustre, o quier plebeyo, este prólogo, creyendo hallar en él venganzas,
riñas y vituperios del autor del segundo Don Quijote; digo de aquel que
dicen que se engendró en Tordesillas y nació en Tarragona! Pues en verdad
que no te he dar este contento; que, puesto que los agravios despiertan la
cólera en los más humildes pechos, en el mío ha de padecer excepción esta
regla. Quisieras tú que lo diera del asno, del mentecato y del atrevido,
pero no me pasa por el pensamiento: castíguele su pecado, con su pan se lo
coma y allá se lo haya. Lo que no he podido dejar de sentir es que me note
de viejo y de manco, como si hubiera sido en mi mano haber detenido el
tiempo, que no pasase por mí, o si mi manquedad hubiera nacido en alguna
taberna, sino en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los
presentes, ni esperan ver los venideros. Si mis heridas no resplandecen en
los ojos de quien las mira, son estimadas, a lo menos, en la estimación de
los que saben dónde se cobraron; que el soldado más bien parece muerto en
la batalla que libre en la fuga; y es esto en mí de manera, que si ahora me
propusieran y facilitaran un imposible, quisiera antes haberme hallado en
aquella facción prodigiosa que sano ahora de mis heridas sin haberme
hallado en ella. Las que el soldado muestra en el rostro y en los pechos,
estrellas son que guían a los demás al cielo de la honra, y al de desear la
justa alabanza; y hase de advertir que no se escribe con las canas, sino
con el entendimiento, el cual suele mejorarse con los años.

He sentido también que me llame invidioso, y que, como a ignorante, me
describa qué cosa sea la invidia; que, en realidad de verdad, de dos que
hay, yo no conozco sino a la santa, a la noble y bien intencionada; y,
siendo esto así, como lo es, no tengo yo de perseguir a ningún sacerdote, y
más si tiene por añadidura ser familiar del Santo Oficio; y si él lo dijo
por quien parece que lo dijo, engañóse de todo en todo: que del tal adoro
el ingenio, admiro las obras y la ocupación continua y virtuosa. Pero, en
efecto, le agradezco a este señor autor el decir que mis novelas son más
satíricas que ejemplares, pero que son buenas; y no lo pudieran ser si no
tuvieran de todo.

Paréceme que me dices que ando muy limitado y que me contengo mucho en los
términos de mi modestia, sabiendo que no se ha añadir aflición al afligido,
y que la que debe de tener este señor sin duda es grande, pues no osa
parecer a campo abierto y al cielo claro, encubriendo su nombre, fingiendo
su patria, como si hubiera hecho alguna traición de lesa majestad. Si, por
ventura, llegares a conocerle, dile de mi parte que no me tengo por
agraviado: que bien sé lo que son tentaciones del demonio, y que una de las
mayores es ponerle a un hombre en el entendimiento que puede componer y
imprimir un libro, con que gane tanta fama como dineros, y tantos dineros
cuanta fama; y, para confirmación desto, quiero que en tu buen donaire y
gracia le cuentes este cuento:

«Había en Sevilla un loco que dio en el más gracioso disparate y tema que
dio loco en el mundo. Y fue que hizo un cañuto de caña puntiagudo en el
fin, y, en cogiendo algún perro en la calle, o en cualquiera otra parte,
con el un pie le cogía el suyo, y el otro le alzaba con la mano, y como
mejor podía le acomodaba el cañuto en la parte que, soplándole, le ponía
redondo como una pelota; y, en teniéndolo desta suerte, le daba dos
palmaditas en la barriga, y le soltaba, diciendo a los circunstantes, que
siempre eran muchos: ''¿Pensarán vuestras mercedes ahora que es poco
trabajo hinchar un perro?''»

¿Pensará vuestra merced ahora que es poco trabajo hacer un libro?

Y si este cuento no le cuadrare, dirásle, lector amigo, éste, que también
es de loco y de perro:

«Había en Córdoba otro loco, que tenía por costumbre de traer encima de la
cabeza un pedazo de losa de mármol, o un canto no muy liviano, y, en
topando algún perro descuidado, se le ponía junto, y a plomo dejaba caer
sobre él el peso. Amohinábase el perro, y, dando ladridos y aullidos, no
paraba en tres calles. Sucedió, pues, que, entre los perros que descargó la
carga, fue uno un perro de un bonetero, a quien quería mucho su dueño. Bajó
el canto, diole en la cabeza, alzó el grito el molido perro, violo y
sintiólo su amo, asió de una vara de medir, y salió al loco y no le dejó
hueso sano; y cada palo que le daba decía: ''Perro ladrón, ¿a mi podenco?
¿No viste, cruel, que era podenco mi perro?'' Y, repitiéndole el nombre de
podenco muchas veces, envió al loco hecho una alheña. Escarmentó el loco y
retiróse, y en más de un mes no salió a la plaza; al cabo del cual tiempo,
volvió con su invención y con más carga. Llegábase donde estaba el perro,
y, mirándole muy bien de hito en hito, y sin querer ni atreverse a
descargar la piedra, decía: ''Este es podenco: ¡guarda!'' En efeto, todos
cuantos perros topaba, aunque fuesen alanos, o gozques, decía que eran
podencos; y así, no soltó más el canto.»

Quizá de esta suerte le podrá acontecer a este historiador: que no se
atreverá a soltar más la presa de su ingenio en libros que, en siendo
malos, son más duros que las peñas.

Dile también que de la amenaza que me hace, que me ha de quitar la ganancia
con su libro, no se me da un ardite, que, acomodándome al entremés famoso
de La Perendenga, le respondo que me viva el Veinte y cuatro, mi señor, y
Cristo con todos. Viva el gran conde de Lemos, cuya cristiandad y
liberalidad, bien conocida, contra todos los golpes de mi corta fortuna me
tiene en pie, y vívame la suma caridad del ilustrísimo de Toledo, don
Bernardo de Sandoval y Rojas, y siquiera no haya emprentas en el mundo, y
siquiera se impriman contra mí más libros que tienen letras las Coplas de
Mingo Revulgo. Estos dos príncipes, sin que los solicite adulación mía ni
otro género de aplauso, por sola su bondad, han tomado a su cargo el
hacerme merced y favorecerme; en lo que me tengo por más dichoso y más rico
que si la fortuna por camino ordinario me hubiera puesto en su cumbre. La
honra puédela tener el pobre, pero no el vicioso; la pobreza puede anublar
a la nobleza, pero no escurecerla del todo; pero, como la virtud dé alguna
luz de sí, aunque sea por los inconvenientes y resquicios de la estrecheza,
viene a ser estimada de los altos y nobles espíritus, y, por el
consiguiente, favorecida.

Y no le digas más, ni yo quiero decirte más a ti, sino advertirte que
consideres que esta segunda parte de Don Quijote que te ofrezco es cortada
del mismo artífice y del mesmo paño que la primera, y que en ella te doy a
don Quijote dilatado, y, finalmente, muerto y sepultado, porque ninguno se
atreva a levantarle nuevos testimonios, pues bastan los pasados y basta
también que un hombre honrado haya dado noticia destas discretas locuras,
sin querer de nuevo entrarse en ellas: que la abundancia de las cosas,
aunque sean buenas, hace que no se estimen, y la carestía, aun de las
malas, se estima en algo. Olvídaseme de decirte que esperes el Persiles,
que ya estoy acabando, y la segunda parte de Galatea.

DEDICATORIA

AL CONDE DE LEMOS

Enviando a Vuestra Excelencia los días pasados mis comedias, antes impresas
que representadas, si bien me acuerdo, dije que don Quijote quedaba
calzadas las espuelas para ir a besar las manos a Vuestra Excelencia; y
ahora digo que se las ha calzado y se ha puesto en camino, y si él allá
llega, me parece que habré hecho algún servicio a Vuestra Excelencia,
porque es mucha la priesa que de infinitas partes me dan a que le envíe
para quitar el hámago y la náusea que ha causado otro don Quijote, que, con
nombre de segunda parte, se ha disfrazado y corrido por el orbe; y el que
más ha mostrado desearle ha sido el grande emperador de la China, pues en
lengua chinesca habrá un mes que me escribió una carta con un propio,
pidiéndome, o, por mejor decir, suplicándome se le enviase, porque quería
fundar un colegio donde se leyese la lengua castellana, y quería que el
libro que se leyese fuese el de la historia de don Quijote. Juntamente con
esto, me decía que fuese yo a ser el rector del tal colegio.

Preguntéle al portador si Su Majestad le había dado para mí alguna ayuda de
costa. Respondióme que ni por pensamiento. ''Pues, hermano -le respondí
yo-, vos os podéis volver a vuestra China a las diez, o a las veinte, o a
las que venís despachado, porque yo no estoy con salud para ponerme en tan
largo viaje; además que, sobre estar enfermo, estoy muy sin dineros, y
emperador por emperador, y monarca por monarca, en Nápoles tengo al grande
conde de Lemos, que, sin tantos titulillos de colegios ni rectorías, me
sustenta, me ampara y hace más merced que la que yo acierto a desear''.

Con esto le despedí, y con esto me despido, ofreciendo a Vuestra Excelencia
los Trabajos de Persiles y Sigismunda, libro a quien daré fin dentro de
cuatro meses, Deo volente; el cual ha de ser o el más malo o el mejor que
en nuestra lengua se haya compuesto, quiero decir de los de
entretenimiento; y digo que me arrepiento de haber dicho el más malo,
porque, según la opinión de mis amigos, ha de llegar al estremo de bondad
posible.

Venga Vuestra Excelencia con la salud que es deseado; que ya estará
Persiles para besarle las manos, y yo los pies, como criado que soy de
Vuestra Excelencia. De Madrid, último de otubre de mil seiscientos y
quince.

Criado de Vuestra Excelencia,

Miguel de Cervantes Saavedra.





Capítulo Primero. De lo que el cura y el barbero pasaron con don Quijote
cerca de su enfermedad


Cuenta Cide Hamete Benengeli, en la segunda parte desta historia y tercera
salida de don Quijote, que el cura y el barbero se estuvieron casi un mes
sin verle, por no renovarle y traerle a la memoria las cosas pasadas; pero
no por esto dejaron de visitar a su sobrina y a su ama, encargándolas
tuviesen cuenta con regalarle, dándole a comer cosas confortativas y
apropiadas para el corazón y el celebro, de donde procedía, según buen
discurso, toda su mala ventura. Las cuales dijeron que así lo hacían, y lo
harían, con la voluntad y cuidado posible, porque echaban de ver que su
señor por momentos iba dando muestras de estar en su entero juicio; de lo
cual recibieron los dos gran contento, por parecerles que habían acertado
en haberle traído encantado en el carro de los bueyes, como se contó en la
primera parte desta tan grande como puntual historia, en su último
capítulo. Y así, determinaron de visitarle y hacer esperiencia de su
mejoría, aunque tenían casi por imposible que la tuviese, y acordaron de no
tocarle en ningún punto de la andante caballería, por no ponerse a peligro
de descoser los de la herida, que tan tiernos estaban.

Visitáronle, en fin, y halláronle sentado en la cama, vestida una almilla
de bayeta verde, con un bonete colorado toledano; y estaba tan seco y
amojamado, que no parecía sino hecho de carne momia. Fueron dél muy bien
recebidos, preguntáronle por su salud, y él dio cuenta de sí y de ella con
mucho juicio y con muy elegantes palabras; y en el discurso de su plática
vinieron a tratar en esto que llaman razón de estado y modos de gobierno,
enmendando este abuso y condenando aquél, reformando una costumbre y
desterrando otra, haciéndose cada uno de los tres un nuevo legislador, un
Licurgo moderno o un Solón flamante; y de tal manera renovaron la
república, que no pareció sino que la habían puesto en una fragua, y sacado
otra de la que pusieron; y habló don Quijote con tanta discreción en todas
las materias que se tocaron, que los dos esaminadores creyeron
indubitadamente que estaba del todo bueno y en su entero juicio.

Halláronse presentes a la plática la sobrina y ama, y no se hartaban de dar
gracias a Dios de ver a su señor con tan buen entendimiento; pero el cura,
mudando el propósito primero, que era de no tocarle en cosa de caballerías,
quiso hacer de todo en todo esperiencia si la sanidad de don Quijote era
falsa o verdadera, y así, de lance en lance, vino a contar algunas nuevas
que habían venido de la corte; y, entre otras, dijo que se tenía por cierto
que el Turco bajaba con una poderosa armada, y que no se sabía su designio,
ni adónde había de descargar tan gran nublado; y, con este temor, con que
casi cada año nos toca arma, estaba puesta en ella toda la cristiandad, y
Su Majestad había hecho proveer las costas de Nápoles y Sicilia y la isla
de Malta. A esto respondió don Quijote:

-Su Majestad ha hecho como prudentísimo guerrero en proveer sus estados con
tiempo, porque no le halle desapercebido el enemigo; pero si se tomara mi
consejo, aconsejárale yo que usara de una prevención, de la cual Su
Majestad la hora de agora debe estar muy ajeno de pensar en ella.

Apenas oyó esto el cura, cuando dijo entre sí:

-¡Dios te tenga de su mano, pobre don Quijote: que me parece que te
despeñas de la alta cumbre de tu locura hasta el profundo abismo de tu
simplicidad!

Mas el barbero, que ya había dado en el mesmo pensamiento que el cura,
preguntó a don Quijote cuál era la advertencia de la prevención que decía
era bien se hiciese; quizá podría ser tal, que se pusiese en la lista de
los muchos advertimientos impertinentes que se suelen dar a los príncipes.

-El mío, señor rapador -dijo don Quijote-, no será impertinente, sino
perteneciente.

-No lo digo por tanto -replicó el barbero-, sino porque tiene mostrado la
esperiencia que todos o los más arbitrios que se dan a Su Majestad, o son
imposibles, o disparatados, o en daño del rey o del reino.

-Pues el mío -respondió don Quijote- ni es imposible ni disparatado, sino
el más fácil, el más justo y el más mañero y breve que puede caber en
pensamiento de arbitrante alguno.

-Ya tarda en decirle vuestra merced, señor don Quijote -dijo el cura.

-No querría -dijo don Quijote- que le dijese yo aquí agora, y amaneciese
mañana en los oídos de los señores consejeros, y se llevase otro las
gracias y el premio de mi trabajo.

-Por mí -dijo el barbero-, doy la palabra, para aquí y para delante de
Dios, de no decir lo que vuestra merced dijere a rey ni a roque, ni a
hombre terrenal, juramento que aprendí del romance del cura que en el
prefacio avisó al rey del ladrón que le había robado las cien doblas y la
su mula la andariega.

-No sé historias -dijo don Quijote-, pero sé que es bueno ese juramento, en
fee de que sé que es hombre de bien el señor barbero.

-Cuando no lo fuera -dijo el cura-, yo le abono y salgo por él, que en este
caso no hablará más que un mudo, so pena de pagar lo juzgado y sentenciado.

-Y a vuestra merced, ¿quién le fía, señor cura? -dijo don Quijote.

-Mi profesión -respondió el cura-, que es de guardar secreto.

-¡Cuerpo de tal! -dijo a esta sazón don Quijote-. ¿Hay más, sino mandar Su
Majestad por público pregón que se junten en la corte para un día señalado
todos los caballeros andantes que vagan por España; que, aunque no viniesen
sino media docena, tal podría venir entre ellos, que solo bastase a
destruir toda la potestad del Turco? Esténme vuestras mercedes atentos, y
vayan conmigo. ¿Por ventura es cosa nueva deshacer un solo caballero
andante un ejército de docientos mil hombres, como si todos juntos tuvieran
una sola garganta, o fueran hechos de alfenique? Si no, díganme: ¿cuántas
historias están llenas destas maravillas? ¡Había, en hora mala para mí, que
no quiero decir para otro, de vivir hoy el famoso don Belianís, o alguno de
los del inumerable linaje de Amadís de Gaula; que si alguno déstos hoy
viviera y con el Turco se afrontara, a fee que no le arrendara la ganancia!
Pero Dios mirará por su pueblo, y deparará alguno que, si no tan bravo como
los pasados andantes caballeros, a lo menos no les será inferior en el
ánimo; y Dios me entiende, y no digo más.

-¡Ay! -dijo a este punto la sobrina-; ¡que me maten si no quiere mi señor
volver a ser caballero andante!

A lo que dijo don Quijote:

-Caballero andante he de morir, y baje o suba el Turco cuando él quisiere y
cuan poderosamente pudiere; que otra vez digo que Dios me entiende.

A esta sazón dijo el barbero:

-Suplico a vuestras mercedes que se me dé licencia para contar un cuento
breve que sucedió en Sevilla, que, por venir aquí como de molde, me da gana
de contarle.

Dio la licencia don Quijote, y el cura y los demás le prestaron atención, y
él comenzó desta manera:

-«En la casa de los locos de Sevilla estaba un hombre a quien sus parientes
habían puesto allí por falto de juicio. Era graduado en cánones por Osuna,
pero, aunque lo fuera por Salamanca, según opinión de muchos, no dejara de
ser loco. Este tal graduado, al cabo de algunos años de recogimiento, se
dio a entender que estaba cuerdo y en su entero juicio, y con esta
imaginación escribió al arzobispo, suplicándole encarecidamente y con muy
concertadas razones le mandase sacar de aquella miseria en que vivía, pues
por la misericordia de Dios había ya cobrado el juicio perdido; pero que
sus parientes, por gozar de la parte de su hacienda, le tenían allí, y, a
pesar de la verdad, querían que fuese loco hasta la muerte.

»El arzobispo, persuadido de muchos billetes concertados y discretos, mandó
a un capellán suyo se informase del retor de la casa si era verdad lo que
aquel licenciado le escribía, y que asimesmo hablase con el loco, y que si
le pareciese que tenía juicio, le sacase y pusiese en libertad. Hízolo así
el capellán, y el retor le dijo que aquel hombre aún se estaba loco: que,
puesto que hablaba muchas veces como persona de grande entendimiento, al
cabo disparaba con tantas necedades, que en muchas y en grandes igualaban a
sus primeras discreciones, como se podía hacer la esperiencia hablándole.
Quiso hacerla el capellán, y, poniéndole con el loco, habló con él una hora
y más, y en todo aquel tiempo jamás el loco dijo razón torcida ni
disparatada; antes, habló tan atentadamente, que el capellán fue forzado a
creer que el loco estaba cuerdo; y entre otras cosas que el loco le dijo
fue que el retor le tenía ojeriza, por no perder los regalos que sus
parientes le hacían porque dijese que aún estaba loco, y con lúcidos
intervalos; y que el mayor contrario que en su desgracia tenía era su mucha
hacienda, pues, por gozar della sus enemigos, ponían dolo y dudaban de la
merced que Nuestro Señor le había hecho en volverle de bestia en hombre.
Finalmente, él habló de manera que hizo sospechoso al retor, codiciosos y
desalmados a sus parientes, y a él tan discreto que el capellán se
determinó a llevársele consigo a que el arzobispo le viese y tocase con la
mano la verdad de aquel negocio.

»Con esta buena fee, el buen capellán pidió al retor mandase dar los
vestidos con que allí había entrado el licenciado; volvió a decir el retor
que mirase lo que hacía, porque, sin duda alguna, el licenciado aún se
estaba loco. No sirvieron de nada para con el capellán las prevenciones y
advertimientos del retor para que dejase de llevarle; obedeció el retor,
viendo ser orden del arzobispo; pusieron al licenciado sus vestidos, que
eran nuevos y decentes, y, como él se vio vestido de cuerdo y desnudo de
loco, suplicó al capellán que por caridad le diese licencia para ir a
despedirse de sus compañeros los locos. El capellán dijo que él le quería
acompañar y ver los locos que en la casa había. Subieron, en efeto, y con
ellos algunos que se hallaron presentes; y, llegado el licenciado a una
jaula adonde estaba un loco furioso, aunque entonces sosegado y quieto, le
dijo: ''Hermano mío, mire si me manda algo, que me voy a mi casa; que ya
Dios ha sido servido, por su infinita bondad y misericordia, sin yo
merecerlo, de volverme mi juicio: ya estoy sano y cuerdo; que acerca del
poder de Dios ninguna cosa es imposible. Tenga grande esperanza y confianza
en Él, que, pues a mí me ha vuelto a mi primero estado, también le volverá
a él si en Él confía. Yo tendré cuidado de enviarle algunos regalos que
coma, y cómalos en todo caso, que le hago saber que imagino, como quien ha
pasado por ello, que todas nuestras locuras proceden de tener los estómagos
vacíos y los celebros llenos de aire. Esfuércese, esfuércese, que el
descaecimiento en los infortunios apoca la salud y acarrea la muerte''.

»Todas estas razones del licenciado escuchó otro loco que estaba en otra
jaula, frontero de la del furioso, y, levantándose de una estera vieja
donde estaba echado y desnudo en cueros, preguntó a grandes voces quién era
el que se iba sano y cuerdo. El licenciado respondió: ''Yo soy, hermano, el
que me voy; que ya no tengo necesidad de estar más aquí, por lo que doy
infinitas gracias a los cielos, que tan grande merced me han hecho''.
''Mirad lo que decís, licenciado, no os engañe el diablo -replicó el loco-;
sosegad el pie, y estaos quedito en vuestra casa, y ahorraréis la vuelta''.
''Yo sé que estoy bueno -replicó el licenciado-, y no habrá para qué tornar
a andar estaciones''. ''¿Vos bueno? -dijo el loco-: agora bien, ello dirá;
andad con Dios, pero yo os voto a Júpiter, cuya majestad yo represento en
la tierra, que por solo este pecado que hoy comete Sevilla, en sacaros
desta casa y en teneros por cuerdo, tengo de hacer un tal castigo en ella,
que quede memoria dél por todos los siglos del los siglos, amén. ¿No sabes
tú, licenciadillo menguado, que lo podré hacer, pues, como digo, soy
Júpiter Tonante, que tengo en mis manos los rayos abrasadores con que puedo
y suelo amenazar y destruir el mundo? Pero con sola una cosa quiero
castigar a este ignorante pueblo, y es con no llover en él ni en todo su
distrito y contorno por tres enteros años, que se han de contar desde el
día y punto en que ha sido hecha esta amenaza en adelante. ¿Tú libre, tú
sano, tú cuerdo, y yo loco, y yo enfermo, y yo atado...? Así pienso llover
como pensar ahorcarme''.

»A las voces y a las razones del loco estuvieron los circustantes atentos,
pero nuestro licenciado, volviéndose a nuestro capellán y asiéndole de las
manos, le dijo: ''No tenga vuestra merced pena, señor mío, ni haga caso de
lo que este loco ha dicho, que si él es Júpiter y no quisiere llover, yo,
que soy Neptuno, el padre y el dios de las aguas, lloveré todas las veces
que se me antojare y fuere menester''. A lo que respondió el capellán:
''Con todo eso, señor Neptuno, no será bien enojar al señor Júpiter:
vuestra merced se quede en su casa, que otro día, cuando haya más comodidad
y más espacio, volveremos por vuestra merced''. Rióse el retor y los
presentes, por cuya risa se medio corrió el capellán; desnudaron al
licenciado, quedóse en casa y acabóse el cuento.»

-Pues, ¿éste es el cuento, señor barbero -dijo don Quijote-, que, por venir
aquí como de molde, no podía dejar de contarle? ¡Ah, señor rapista, señor
rapista, y cuán ciego es aquel que no vee por tela de cedazo! Y ¿es posible
que vuestra merced no sabe que las comparaciones que se hacen de ingenio a
ingenio, de valor a valor, de hermosura a hermosura y de linaje a linaje
son siempre odiosas y mal recebidas? Yo, señor barbero, no soy Neptuno, el
dios de las aguas, ni procuro que nadie me tenga por discreto no lo siendo;
sólo me fatigo por dar a entender al mundo en el error en que está en no
renovar en sí el felicísimo tiempo donde campeaba la orden de la andante
caballería. Pero no es merecedora la depravada edad nuestra de gozar tanto
bien como el que gozaron las edades donde los andantes caballeros tomaron a
su cargo y echaron sobre sus espaldas la defensa de los reinos, el amparo
de las doncellas, el socorro de los huérfanos y pupilos, el castigo de los
soberbios y el premio de los humildes. Los más de los caballeros que agora
se usan, antes les crujen los damascos, los brocados y otras ricas telas de
que se visten, que la malla con que se arman; ya no hay caballero que
duerma en los campos, sujeto al rigor del cielo, armado de todas armas
desde los pies a la cabeza; y ya no hay quien, sin sacar los pies de los
estribos, arrimado a su lanza, sólo procure descabezar, como dicen, el
sueño, como lo hacían los caballeros andantes. Ya no hay ninguno que,
saliendo deste bosque, entre en aquella montaña, y de allí pise una estéril
y desierta playa del mar, las más veces proceloso y alterado, y, hallando
en ella y en su orilla un pequeño batel sin remos, vela, mástil ni jarcia
alguna, con intrépido corazón se arroje en él, entregándose a las
implacables olas del mar profundo, que ya le suben al cielo y ya le bajan
al abismo; y él, puesto el pecho a la incontrastable borrasca, cuando menos
se cata, se halla tres mil y más leguas distante del lugar donde se
embarcó, y, saltando en tierra remota y no conocida, le suceden cosas
dignas de estar escritas, no en pergaminos, sino en bronces. Mas agora, ya
triunfa la pereza de la diligencia, la ociosidad del trabajo, el vicio de
la virtud, la arrogancia de la valentía y la teórica de la práctica de las
armas, que sólo vivieron y resplandecieron en las edades del oro y en los
andantes caballeros. Si no, díganme: ¿quién más honesto y más valiente que
el famoso Amadís de Gaula?; ¿quién más discreto que Palmerín de
Inglaterra?; ¿quién más acomodado y manual que Tirante el Blanco?; ¿quién
más galán que Lisuarte de Grecia?; ¿quién más acuchillado ni acuchillador
que don Belianís?; ¿quién más intrépido que Perión de Gaula, o quién más
acometedor de peligros que Felixmarte de Hircania, o quién más sincero que
Esplandián?; ¿quién mas arrojado que don Cirongilio de Tracia?; ¿quién más
bravo que Rodamonte?; ¿quién más prudente que el rey Sobrino?; ¿quién más
atrevido que Reinaldos?; ¿quién más invencible que Roldán?; y ¿quién más
gallardo y más cortés que Rugero, de quien decienden hoy los duques de
Ferrara, según Turpín en su Cosmografía? Todos estos caballeros, y otros
muchos que pudiera decir, señor cura, fueron caballeros andantes, luz y
gloria de la caballería. Déstos, o tales como éstos, quisiera yo que fueran
los de mi arbitrio, que, a serlo, Su Majestad se hallara bien servido y
ahorrara de mucho gasto, y el Turco se quedara pelando las barbas, y con
esto, no quiero quedar en mi casa, pues no me saca el capellán della; y si
su Júpiter, como ha dicho el barbero, no lloviere, aquí estoy yo, que
lloveré cuando se me antojare. Digo esto porque sepa el señor Bacía que le
entiendo.

-En verdad, señor don Quijote -dijo el barbero-, que no lo dije por tanto,
y así me ayude Dios como fue buena mi intención, y que no debe vuestra
merced sentirse.

-Si puedo sentirme o no -respondió don Quijote-, yo me lo sé.

A esto dijo el cura:

-Aun bien que yo casi no he hablado palabra hasta ahora, y no quisiera
quedar con un escrúpulo que me roe y escarba la conciencia, nacido de lo
que aquí el señor don Quijote ha dicho.

-Para otras cosas más -respondió don Quijote- tiene licencia el señor cura;
y así, puede decir su escrúpulo, porque no es de gusto andar con la
conciencia escrupulosa.

-Pues con ese beneplácito -respondió el cura-, digo que mi escrúpulo es que
no me puedo persuadir en ninguna manera a que toda la caterva de caballeros
andantes que vuestra merced, señor don Quijote, ha referido, hayan sido
real y verdaderamente personas de carne y hueso en el mundo; antes, imagino
que todo es ficción, fábula y mentira, y sueños contados por hombres
despiertos, o, por mejor decir, medio dormidos.

-Ése es otro error -respondió don Quijote- en que han caído muchos, que no
creen que haya habido tales caballeros en el mundo; y yo muchas veces,
con diversas gentes y ocasiones, he procurado sacar a la luz de la verdad
este casi común engaño; pero algunas veces no he salido con mi intención, y
otras sí, sustentándola sobre los hombros de la verdad; la cual verdad es
tan cierta, que estoy por decir que con mis propios ojos vi a Amadís de
Gaula, que era un hombre alto de cuerpo, blanco de rostro, bien puesto de
barba, aunque negra, de vista entre blanda y rigurosa, corto de razones,
tardo en airarse y presto en deponer la ira; y del modo que he delineado a
Amadís pudiera, a mi parecer, pintar y descubrir todos cuantos caballeros
andantes andan en las historias en el orbe, que, por la aprehensión que
tengo de que fueron como sus historias cuentan, y por las hazañas que
hicieron y condiciones que tuvieron, se pueden sacar por buena filosofía
sus faciones, sus colores y estaturas.

-¿Que tan grande le parece a vuestra merced, mi señor don Quijote -preguntó
el barbero-, debía de ser el gigante Morgante?

-En esto de gigantes -respondió don Quijote- hay diferentes opiniones, si
los ha habido o no en el mundo; pero la Santa Escritura, que no puede
faltar un átomo en la verdad, nos muestra que los hubo, contándonos la
historia de aquel filisteazo de Golías, que tenía siete codos y medio de
altura, que es una desmesurada grandeza. También en la isla de Sicilia se
han hallado canillas y espaldas tan grandes, que su grandeza manifiesta que
fueron gigantes sus dueños, y tan grandes como grandes torres; que la
geometría saca esta verdad de duda. Pero, con todo esto, no sabré decir con
certidumbre qué tamaño tuviese Morgante, aunque imagino que no debió de ser
muy alto; y muéveme a ser deste parecer hallar en la historia donde se hace
mención particular de sus hazañas que muchas veces dormía debajo de
techado; y, pues hallaba casa donde cupiese, claro está que no era
desmesurada su grandeza.

-Así es -dijo el cura.

El cual, gustando de oírle decir tan grandes disparates, le preguntó que
qué sentía acerca de los rostros de Reinaldos de Montalbán y de don Roldán,
y de los demás Doce Pares de Francia, pues todos habían sido caballeros
andantes.

-De Reinaldos -respondió don Quijote- me atrevo a decir que era ancho de
rostro, de color bermejo, los ojos bailadores y algo saltados, puntoso y
colérico en demasía, amigo de ladrones y de gente perdida. De Roldán, o
Rotolando, o Orlando, que con todos estos nombres le nombran las historias,
soy de parecer y me afirmo que fue de mediana estatura, ancho de espaldas,
algo estevado, moreno de rostro y barbitaheño, velloso en el cuerpo y de
vista amenazadora; corto de razones, pero muy comedido y bien criado.

-Si no fue Roldán más gentilhombre que vuestra merced ha dicho -replicó el
cura-, no fue maravilla que la señora Angélica la Bella le desdeñase y
dejase por la gala, brío y donaire que debía de tener el morillo
barbiponiente a quien ella se entregó; y anduvo discreta de adamar antes la
blandura de Medoro que la aspereza de Roldán.

-Esa Angélica -respondió don Quijote-, señor cura, fue una doncella
destraída, andariega y algo antojadiza, y tan lleno dejó el mundo de sus
impertinencias como de la fama de su hermosura: despreció mil señores, mil
valientes y mil discretos, y contentóse con un pajecillo barbilucio, sin
otra hacienda ni nombre que el que le pudo dar de agradecido la amistad que
guardó a su amigo. El gran cantor de su belleza, el famoso Ariosto, por no
atreverse, o por no querer cantar lo que a esta señora le sucedió después
de su ruin entrego, que no debieron ser cosas demasiadamente honestas, la
dejó donde dijo:

Y como del Catay recibió el cetro,

quizá otro cantará con mejor plectro.

Y, sin duda, que esto fue como profecía; que los poetas también se llaman
vates, que quiere decir adivinos. Véese esta verdad clara, porque, después
acá, un famoso poeta andaluz lloró y cantó sus lágrimas, y otro famoso y
único poeta castellano cantó su hermosura.

-Dígame, señor don Quijote -dijo a esta sazón el barbero-, ¿no ha habido
algún poeta que haya hecho alguna sátira a esa señora Angélica, entre
tantos como la han alabado?

-Bien creo yo -respondió don Quijote- que si Sacripante o Roldán fueran
poetas, que ya me hubieran jabonado a la doncella; porque es propio y
natural de los poetas desdeñados y no admitidos de sus damas fingidas -o
fingidas, en efeto, de aquéllos a quien ellos escogieron por señoras de sus
pensamientos-, vengarse con sátiras y libelos (venganza, por cierto,
indigna de pechos generosos), pero hasta agora no ha llegado a mi noticia
ningún verso infamatorio contra la señora Angélica, que trujo revuelto el
mundo.

-¡Milagro! -dijo el cura.

Y, en esto, oyeron que la ama y la sobrina, que ya habían dejado la
conversación, daban grandes voces en el patio, y acudieron todos al ruido.





Capítulo II. Que trata de la notable pendencia que Sancho Panza tuvo con la
sobrina y ama de don Quijote, con otros sujetos graciosos


Cuenta la historia que las voces que oyeron don Quijote, el cura y el
barbero eran de la sobrina y ama, que las daban diciendo a Sancho Panza,
que pugnaba por entrar a ver a don Quijote, y ellas le defendían la puerta:

-¿Qué quiere este mostrenco en esta casa? Idos a la vuestra, hermano, que
vos sois, y no otro, el que destrae y sonsaca a mi señor, y le lleva por
esos andurriales.

A lo que Sancho respondió:

-Ama de Satanás, el sonsacado, y el destraído, y el llevado por esos
andurriales soy yo, que no tu amo; él me llevó por esos mundos, y vosotras
os engañáis en la mitad del justo precio: él me sacó de mi casa con
engañifas, prometiéndome una ínsula, que hasta agora la espero.

-Malas ínsulas te ahoguen -respondió la sobrina-, Sancho maldito. Y ¿qué
son ínsulas? ¿Es alguna cosa de comer, golosazo, comilón, que tú eres?

-No es de comer -replicó Sancho-, sino de gobernar y regir mejor que cuatro
ciudades y que cuatro alcaldes de corte.

-Con todo eso -dijo el ama-, no entraréis acá, saco de maldades y costal de
malicias. Id a gobernar vuestra casa y a labrar vuestros pegujares, y
dejaos de pretender ínsulas ni ínsulos.

Grande gusto recebían el cura y el barbero de oír el coloquio de los tres;
pero don Quijote, temeroso que Sancho se descosiese y desbuchase algún
montón de maliciosas necedades, y tocase en puntos que no le estarían bien
a su crédito, le llamó, y hizo a las dos que callasen y le dejasen entrar.
Entró Sancho, y el cura y el barbero se despidieron de don Quijote, de cuya
salud desesperaron, viendo cuán puesto estaba en sus desvariados
pensamientos, y cuán embebido en la simplicidad de sus malandantes
caballerías; y así, dijo el cura al barbero:

-Vos veréis, compadre, cómo, cuando menos lo pensemos, nuestro hidalgo sale
otra vez a volar la ribera.

No pongo yo duda en eso -respondió el barbero-, pero no me maravillo tanto
de la locura del caballero como de la simplicidad del escudero, que tan
creído tiene aquello de la ínsula, que creo que no se lo sacarán del casco
cuantos desengaños pueden imaginarse.

-Dios los remedie -dijo el cura-, y estemos a la mira: veremos en lo que
para esta máquina de disparates de tal caballero y de tal escudero, que
parece que los forjaron a los dos en una mesma turquesa, y que las locuras
del señor, sin las necedades del criado, no valían un ardite.

-Así es -dijo el barbero-, y holgara mucho saber qué tratarán ahora los
dos.

-Yo seguro -respondió el cura- que la sobrina o el ama nos lo cuenta
después, que no son de condición que dejarán de escucharlo.

En tanto, don Quijote se encerró con Sancho en su aposento; y, estando
solos, le dijo:

-Mucho me pesa, Sancho, que hayas dicho y digas que yo fui el que te saqué
de tus casillas, sabiendo que yo no me quedé en mis casas: juntos salimos,
juntos fuimos y juntos peregrinamos; una misma fortuna y una misma suerte
ha corrido por los dos: si a ti te mantearon una vez, a mí me han molido
ciento, y esto es lo que te llevo de ventaja.

-Eso estaba puesto en razón -respondió Sancho-, porque, según vuestra
merced dice, más anejas son a los caballeros andantes las desgracias que a
sus escuderos.

-Engáñaste, Sancho -dijo don Quijote-; según aquello, quando caput
dolet..., etcétera.

-No entiendo otra lengua que la mía -respondió Sancho.

-Quiero decir -dijo don Quijote- que, cuando la cabeza duele, todos los
miembros duelen; y así, siendo yo tu amo y señor, soy tu cabeza, y tú mi
parte, pues eres mi criado; y, por esta razón, el mal que a mí me toca, o
tocare, a ti te ha de doler, y a mí el tuyo.

-Así había de ser -dijo Sancho-, pero cuando a mí me manteaban como a
miembro, se estaba mi cabeza detrás de las bardas, mirándome volar por los
aires, sin sentir dolor alguno; y, pues los miembros están obligados a
dolerse del mal de la cabeza, había de estar obligada ella a dolerse
dellos.

-¿Querrás tú decir agora, Sancho -respondió don Quijote-, que no me dolía
yo cuando a ti te manteaban? Y si lo dices, no lo digas, ni lo pienses;
pues más dolor sentía yo entonces en mi espíritu que tú en tu cuerpo. Pero
dejemos esto aparte por agora, que tiempo habrá donde lo ponderemos y
pongamos en su punto, y dime, Sancho amigo: ¿qué es lo que dicen de mí por
ese lugar? ¿En qué opinión me tiene el vulgo, en qué los hidalgos y en qué
los caballeros? ¿Qué dicen de mi valentía, qué de mis hazañas y qué de mi
cortesía? ¿Qué se platica del asumpto que he tomado de resucitar y volver
al mundo la ya olvidada orden caballeresca? Finalmente, quiero, Sancho, me
digas lo que acerca desto ha llegado a tus oídos; y esto me has de decir
sin añadir al bien ni quitar al mal cosa alguna, que de los vasallos leales
es decir la verdad a sus señores en su ser y figura propia, sin que la
adulación la acreciente o otro vano respeto la disminuya; y quiero que
sepas, Sancho, que si a los oídos de los príncipes llegase la verdad
desnuda, sin los vestidos de la lisonja, otros siglos correrían, otras
edades serían tenidas por más de hierro que la nuestra, que entiendo que,
de las que ahora se usan, es la dorada. Sírvate este advertimiento, Sancho,
para que discreta y bienintencionadamente pongas en mis oídos la verdad de
las cosas que supieres de lo que te he preguntado.

-Eso haré yo de muy buena gana, señor mío -respondió Sancho-, con condición
que vuestra merced no se ha de enojar de lo que dijere, pues quiere que lo
diga en cueros, sin vestirlo de otras ropas de aquellas con que llegaron a
mi noticia.

-En ninguna manera me enojaré -respondió don Quijote-. Bien puedes, Sancho,
hablar libremente y sin rodeo alguno.

-Pues lo primero que digo -dijo-, es que el vulgo tiene a vuestra merced
por grandísimo loco, y a mí por no menos mentecato. Los hidalgos dicen que,
no conteniéndose vuestra merced en los límites de la hidalguía, se ha
puesto don y se ha arremetido a caballero con cuatro cepas y dos yugadas de
tierra y con un trapo atrás y otro adelante. Dicen los caballeros que no
querrían que los hidalgos se opusiesen a ellos, especialmente aquellos
hidalgos escuderiles que dan humo a los zapatos y toman los puntos de las
medias negras con seda verde.

-Eso -dijo don Quijote- no tiene que ver conmigo, pues ando siempre bien
vestido, y jamás remendado; roto, bien podría ser; y el roto, más de las
armas que del tiempo.

-En lo que toca -prosiguió Sancho- a la valentía, cortesía, hazañas y
asumpto de vuestra merced, hay diferentes opiniones; unos dicen: "loco,
pero gracioso"; otros, "valiente, pero desgraciado"; otros, "cortés, pero
impertinente"; y por aquí van discurriendo en tantas cosas, que ni a
vuestra merced ni a mí nos dejan hueso sano.

-Mira, Sancho -dijo don Quijote-: dondequiera que está la virtud en
eminente grado, es perseguida. Pocos o ninguno de los famosos varones que
pasaron dejó de ser calumniado de la malicia. Julio César, animosísimo,
prudentísimo y valentísimo capitán, fue notado de ambicioso y algún tanto
no limpio, ni en sus vestidos ni en sus costumbres. Alejandro, a quien sus
hazañas le alcanzaron el renombre de Magno, dicen dél que tuvo sus ciertos
puntos de borracho. De Hércules, el de los muchos trabajos, se cuenta que
fue lascivo y muelle. De don Galaor, hermano de Amadís de Gaula, se murmura
que fue más que demasiadamente rijoso; y de su hermano, que fue llorón. Así
que, ¡oh Sancho!, entre las tantas calumnias de buenos, bien pueden pasar
las mías, como no sean más de las que has dicho.

-¡Ahí está el toque, cuerpo de mi padre! -replicó Sancho.

-Pues, ¿hay más? -preguntó don Quijote.

-Aún la cola falta por desollar -dijo Sancho-. Lo de hasta aquí son tortas
y pan pintado; mas si vuestra merced quiere saber todo lo que hay acerca de
las caloñas que le ponen, yo le traeré aquí luego al momento quien se las
diga todas, sin que les falte una meaja; que anoche llegó el hijo de
Bartolomé Carrasco, que viene de estudiar de Salamanca, hecho bachiller, y,
yéndole yo a dar la bienvenida, me dijo que andaba ya en libros la historia
de vuestra merced, con nombre del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la
Mancha; y dice que me mientan a mí en ella con mi mesmo nombre de Sancho
Panza, y a la señora Dulcinea del Toboso, con otras cosas que pasamos
nosotros a solas, que me hice cruces de espantado cómo las pudo saber el
historiador que las escribió.

-Yo te aseguro, Sancho -dijo don Quijote-, que debe de ser algún sabio
encantador el autor de nuestra historia; que a los tales no se les encubre
nada de lo que quieren escribir.

-Y ¡cómo -dijo Sancho- si era sabio y encantador, pues (según dice el
bachiller Sansón Carrasco, que así se llama el que dicho tengo) que el
autor de la historia se llama Cide Hamete Berenjena!

-Ese nombre es de moro -respondió don Quijote.

-Así será -respondió Sancho-, porque por la mayor parte he oído decir que
los moros son amigos de berenjenas.

-Tú debes, Sancho -dijo don Quijote-, errarte en el sobrenombre de ese
Cide, que en arábigo quiere decir señor.

-Bien podría ser -replicó Sancho-, mas, si vuestra merced gusta que yo le
haga venir aquí, iré por él en volandas.

-Harásme mucho placer, amigo -dijo don Quijote-, que me tiene suspenso lo
que me has dicho, y no comeré bocado que bien me sepa hasta ser informado
de todo.

-Pues yo voy por él -respondió Sancho.

Y, dejando a su señor, se fue a buscar al bachiller, con el cual volvió de
allí a poco espacio, y entre los tres pasaron un graciosísimo coloquio.





Capítulo III. Del ridículo razonamiento que pasó entre don Quijote, Sancho
Panza y el bachiller Sansón Carrasco


Pensativo además quedó don Quijote, esperando al bachiller Carrasco, de
quien esperaba oír las nuevas de sí mismo puestas en libro, como había
dicho Sancho; y no se podía persuadir a que tal historia hubiese, pues aún
no estaba enjuta en la cuchilla de su espada la sangre de los enemigos que
había muerto, y ya querían que anduviesen en estampa sus altas caballerías.
Con todo eso, imaginó que algún sabio, o ya amigo o enemigo, por arte de
encantamento las habrá dado a la estampa: si amigo, para engrandecerlas y
levantarlas sobre las más señaladas de caballero andante; si enemigo, para
aniquilarlas y ponerlas debajo de las más viles que de algún vil escudero
se hubiesen escrito, puesto -decía entre sí- que nunca hazañas de escuderos
se escribieron; y cuando fuese verdad que la tal historia hubiese, siendo
de caballero andante, por fuerza había de ser grandílocua, alta, insigne,
magnífica y verdadera.

Con esto se consoló algún tanto, pero desconsolóle pensar que su autor era
moro, según aquel nombre de Cide; y de los moros no se podía esperar verdad
alguna, porque todos son embelecadores, falsarios y quimeristas. Temíase no
hubiese tratado sus amores con alguna indecencia, que redundase en
menoscabo y perjuicio de la honestidad de su señora Dulcinea del Toboso;
deseaba que hubiese declarado su fidelidad y el decoro que siempre la había
guardado, menospreciando reinas, emperatrices y doncellas de todas
calidades, teniendo a raya los ímpetus de los naturales movimientos; y así,
envuelto y revuelto en estas y otras muchas imaginaciones, le hallaron
Sancho y Carrasco, a quien don Quijote recibió con mucha cortesía.

Era el bachiller, aunque se llamaba Sansón, no muy grande de cuerpo, aunque
muy gran socarrón, de color macilenta, pero de muy buen entendimiento;
tendría hasta veinte y cuatro años, carirredondo, de nariz chata y de
boca grande, señales todas de ser de condición maliciosa y amigo de
donaires y de burlas, como lo mostró en viendo a don Quijote, poniéndose
delante dél de rodillas, diciéndole:

-Déme vuestra grandeza las manos, señor don Quijote de la Mancha; que, por
el hábito de San Pedro que visto, aunque no tengo otras órdenes que las
cuatro primeras, que es vuestra merced uno de los más famosos caballeros
andantes que ha habido, ni aun habrá, en toda la redondez de la tierra.
Bien haya Cide Hamete Benengeli, que la historia de vuestras grandezas dejó
escritas, y rebién haya el curioso que tuvo cuidado de hacerlas traducir de
arábigo en nuestro vulgar castellano, para universal entretenimiento de las
gentes.

Hízole levantar don Quijote, y dijo:

-Desa manera, ¿verdad es que hay historia mía, y que fue moro y sabio el
que la compuso?

-Es tan verdad, señor -dijo Sansón-, que tengo para mí que el día de hoy
están impresos más de doce mil libros de la tal historia; si no, dígalo
Portugal, Barcelona y Valencia, donde se han impreso; y aun hay fama que se
está imprimiendo en Amberes, y a mí se me trasluce que no ha de haber
nación ni lengua donde no se traduzga.

-Una de las cosas -dijo a esta sazón don Quijote- que más debe de dar
contento a un hombre virtuoso y eminente es verse, viviendo, andar con buen
nombre por las lenguas de las gentes, impreso y en estampa. Dije con buen
nombre porque, siendo al contrario, ninguna muerte se le igualará.

-Si por buena fama y si por buen nombre va -dijo el bachiller-, solo
vuestra merced lleva la palma a todos los caballeros andantes; porque el
moro en su lengua y el cristiano en la suya tuvieron cuidado de pintarnos
muy al vivo la gallardía de vuestra merced, el ánimo grande en acometer los
peligros, la paciencia en las adversidades y el sufrimiento, así en las
desgracias como en las heridas, la honestidad y continencia en los amores
tan platónicos de vuestra merced y de mi señora doña Dulcinea del Toboso.

-Nunca -dijo a este punto Sancho Panza- he oído llamar con don a mi señora
Dulcinea, sino solamente la señora Dulcinea del Toboso, y ya en esto anda
errada la historia.

-No es objeción de importancia ésa -respondió Carrasco.

-No, por cierto -respondió don Quijote-; pero dígame vuestra merced, señor
bachiller: ¿qué hazañas mías son las que más se ponderan en esa historia?

-En eso -respondió el bachiller-, hay diferentes opiniones, como hay
diferentes gustos: unos se atienen a la aventura de los molinos de viento,
que a vuestra merced le parecieron Briareos y gigantes; otros, a la de los
batanes; éste, a la descripción de los dos ejércitos, que después
parecieron ser dos manadas de carneros; aquél encarece la del muerto que
llevaban a enterrar a Segovia; uno dice que a todas se aventaja la de la
libertad de los galeotes; otro, que ninguna iguala a la de los dos gigantes
benitos, con la pendencia del valeroso vizcaíno.

-Dígame, señor bachiller -dijo a esta sazón Sancho-: ¿entra ahí la aventura
de los yangüeses, cuando a nuestro buen Rocinante se le antojó pedir
cotufas en el golfo?

-No se le quedó nada -respondió Sansón- al sabio en el tintero: todo lo
dice y todo lo apunta, hasta lo de las cabriolas que el buen Sancho hizo en
la manta.

-En la manta no hice yo cabriolas -respondió Sancho-; en el aire sí, y aun
más de las que yo quisiera.

-A lo que yo imagino -dijo don Quijote-, no hay historia humana en el mundo
que no tenga sus altibajos, especialmente las que tratan de caballerías,
las cuales nunca pueden estar llenas de prósperos sucesos.

-Con todo eso -respondió el bachiller-, dicen algunos que han leído la
historia que se holgaran se les hubiera olvidado a los autores della
algunos de los infinitos palos que en diferentes encuentros dieron al señor
don Quijote.

-Ahí entra la verdad de la historia -dijo Sancho.

-También pudieran callarlos por equidad -dijo don Quijote-, pues las
acciones que ni mudan ni alteran la verdad de la historia no hay para qué
escribirlas, si han de redundar en menosprecio del señor de la historia. A
fee que no fue tan piadoso Eneas como Virgilio le pinta, ni tan prudente
Ulises como le describe Homero.

-Así es -replicó Sansón-, pero uno es escribir como poeta y otro como
historiador: el poeta puede contar, o cantar las cosas, no como fueron,
sino como debían ser; y el historiador las ha de escribir, no como debían
ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar a la verdad cosa alguna.

-Pues si es que se anda a decir verdades ese señor moro -dijo Sancho-, a
buen seguro que entre los palos de mi señor se hallen los míos; porque
nunca a su merced le tomaron la medida de las espaldas que no me la tomasen
a mí de todo el cuerpo; pero no hay de qué maravillarme, pues, como dice el
mismo señor mío, del dolor de la cabeza han de participar los miembros.

-Socarrón sois, Sancho -respondió don Quijote-. A fee que no os falta
memoria cuando vos queréis tenerla.

-Cuando yo quisiese olvidarme de los garrotazos que me han dado -dijo
Sancho-, no lo consentirán los cardenales, que aún se están frescos en las
costillas.

-Callad, Sancho -dijo don Quijote-, y no interrumpáis al señor bachiller, a
quien suplico pase adelante en decirme lo que se dice de mí en la referida
historia.

-Y de mí -dijo Sancho-, que también dicen que soy yo uno de los principales
presonajes della.

-Personajes que no presonajes, Sancho amigo -dijo Sansón.

-¿Otro reprochador de voquibles tenemos? -dijo Sancho-. Pues ándense a eso,
y no acabaremos en toda la vida.

-Mala me la dé Dios, Sancho -respondió el bachiller-, si no sois vos la
segunda persona de la historia; y que hay tal, que precia más oíros hablar
a vos que al más pintado de toda ella, puesto que también hay quien diga
que anduvistes demasiadamente de crédulo en creer que podía ser verdad el
gobierno de aquella ínsula, ofrecida por el señor don Quijote, que está
presente.

-Aún hay sol en las bardas -dijo don Quijote-, y, mientras más fuere
entrando en edad Sancho, con la esperiencia que dan los años, estará más
idóneo y más hábil para ser gobernador que no está agora.

-Por Dios, señor -dijo Sancho-, la isla que yo no gobernase con los años
que tengo, no la gobernaré con los años de Matusalén. El daño está en que
la dicha ínsula se entretiene, no sé dónde, y no en faltarme a mí el
caletre para gobernarla.

-Encomendadlo a Dios, Sancho -dijo don Quijote-, que todo se hará bien, y
quizá mejor de lo que vos pensáis; que no se mueve la hoja en el árbol sin
la voluntad de Dios.

-Así es verdad -dijo Sansón-, que si Dios quiere, no le faltarán a Sancho
mil islas que gobernar, cuanto más una.

-Gobernador he visto por ahí -dijo Sancho- que, a mi parecer, no llegan a
la suela de mi zapato, y, con todo eso, los llaman señoría, y se sirven con
plata.

-Ésos no son gobernadores de ínsulas -replicó Sansón-, sino de otros
gobiernos más manuales; que los que gobiernan ínsulas, por lo menos han de
saber gramática.

-Con la grama bien me avendría yo -dijo Sancho-, pero con la tica, ni me
tiro ni me pago, porque no la entiendo. Pero, dejando esto del gobierno en
las manos de Dios, que me eche a las partes donde más de mí se sirva, digo,
señor bachiller Sansón Carrasco, que infinitamente me ha dado gusto que el
autor de la historia haya hablado de mí de manera que no enfadan las cosas
que de mí se cuentan; que a fe de buen escudero que si hubiera dicho de mí
cosas que no fueran muy de cristiano viejo, como soy, que nos habían de oír
los sordos.

-Eso fuera hacer milagros -respondió Sansón.

-Milagros o no milagros -dijo Sancho-, cada uno mire cómo habla o cómo
escribe de las presonas, y no ponga a troche moche lo primero que le viene
al magín.

-Una de las tachas que ponen a la tal historia -dijo el bachiller- es que
su autor puso en ella una novela intitulada El curioso impertinente; no por
mala ni por mal razonada, sino por no ser de aquel lugar, ni tiene que ver
con la historia de su merced del señor don Quijote.

-Yo apostaré -replicó Sancho- que ha mezclado el hideperro berzas con
capachos.

-Ahora digo -dijo don Quijote- que no ha sido sabio el autor de mi
historia, sino algún ignorante hablador, que, a tiento y sin algún
discurso, se puso a escribirla, salga lo que saliere, como hacía Orbaneja,
el pintor de Úbeda, al cual preguntándole qué pintaba, respondió: ''Lo que
saliere''. Tal vez pintaba un gallo, de tal suerte y tan mal parecido, que
era menester que con letras góticas escribiese junto a él: "Éste es gallo".
Y así debe de ser de mi historia, que tendrá necesidad de comento para
entenderla.

-Eso no -respondió Sansón-, porque es tan clara, que no hay cosa que
dificultar en ella: los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres
la entienden y los viejos la celebran; y, finalmente, es tan trillada y tan
leída y tan sabida de todo género de gentes, que, apenas han visto algún
rocín flaco, cuando dicen: "allí va Rocinante". Y los que más se han dado a
su letura son los pajes: no hay antecámara de señor donde no se halle un
Don Quijote: unos le toman si otros le dejan; éstos le embisten y aquéllos
le piden. Finalmente, la tal historia es del más gustoso y menos
perjudicial entretenimiento que hasta agora se haya visto, porque en toda
ella no se descubre, ni por semejas, una palabra deshonesta ni un
pensamiento menos que católico.

-A escribir de otra suerte -dijo don Quijote-, no fuera escribir verdades,
sino mentiras; y los historiadores que de mentiras se valen habían de ser
quemados, como los que hacen moneda falsa; y no sé yo qué le movió al autor
a valerse de novelas y cuentos ajenos, habiendo tanto que escribir en los
míos: sin duda se debió de atener al refrán: "De paja y de heno...",
etcétera. Pues en verdad que en sólo manifestar mis pensamientos, mis
sospiros, mis lágrimas, mis buenos deseos y mis acometimientos pudiera
hacer un volumen mayor, o tan grande que el que pueden hacer todas las
obras del Tostado. En efeto, lo que yo alcanzo, señor bachiller, es que
para componer historias y libros, de cualquier suerte que sean, es menester
un gran juicio y un maduro entendimiento. Decir gracias y escribir donaires
es de grandes ingenios: la más discreta figura de la comedia es la del
bobo, porque no lo ha de ser el que quiere dar a entender que es simple. La
historia es como cosa sagrada; porque ha de ser verdadera, y donde está la
verdad está Dios, en cuanto a verdad; pero, no obstante esto, hay algunos
que así componen y arrojan libros de sí como si fuesen buñuelos.

-No hay libro tan malo -dijo el bachiller- que no tenga algo bueno.

-No hay duda en eso -replicó don Quijote-; pero muchas veces acontece que
los que tenían méritamente granjeada y alcanzada gran fama por sus
escritos, en dándolos a la estampa, la perdieron del todo, o la
menoscabaron en algo.

-La causa deso es -dijo Sansón- que, como las obras impresas se miran
despacio, fácilmente se veen sus faltas, y tanto más se escudriñan cuanto
es mayor la fama del que las compuso. Los hombres famosos por sus ingenios,
los grandes poetas, los ilustres historiadores, siempre, o las más veces,
son envidiados de aquellos que tienen por gusto y por particular
entretenimiento juzgar los escritos ajenos, sin haber dado algunos propios
a la luz del mundo.

-Eso no es de maravillar -dijo don Quijote-, porque muchos teólogos hay que
no son buenos para el púlpito, y son bonísimos para conocer las faltas o
sobras de los que predican.

-Todo eso es así, señor don Quijote -dijo Carrasco-, pero quisiera yo que
los tales censuradores fueran más misericordiosos y menos escrupulosos, sin
atenerse a los átomos del sol clarísimo de la obra de que murmuran; que si
aliquando bonus dormitat Homerus, consideren lo mucho que estuvo despierto,
por dar la luz de su obra con la menos sombra que pudiese; y quizá podría
ser que lo que a ellos les parece mal fuesen lunares, que a las veces
acrecientan la hermosura del rostro que los tiene; y así, digo que es
grandísimo el riesgo a que se pone el que imprime un libro, siendo de toda
imposibilidad imposible componerle tal, que satisfaga y contente a todos
los que le leyeren.

-El que de mí trata -dijo don Quijote-, a pocos habrá contentado.

-Antes es al revés; que, como de stultorum infinitus est numerus, infinitos
son los que han gustado de la tal historia; y algunos han puesto falta y
dolo en la memoria del autor, pues se le olvida de contar quién fue el
ladrón que hurtó el rucio a Sancho, que allí no se declara, y sólo se
infiere de lo escrito que se le hurtaron, y de allí a poco le vemos a
caballo sobre el mesmo jumento, sin haber parecido. También dicen que se le
olvidó poner lo que Sancho hizo de aquellos cien escudos que halló en la
maleta en Sierra Morena, que nunca más los nombra, y hay muchos que desean
saber qué hizo dellos, o en qué los gastó, que es uno de los puntos
sustanciales que faltan en la obra.

-Sancho respondió:

-Yo, señor Sansón, no estoy ahora para ponerme en cuentas ni cuentos; que
me ha tomado un desmayo de estómago, que si no le reparo con dos tragos de
lo añejo, me pondrá en la espina de Santa Lucía. En casa lo tengo, mi oíslo
me aguarda; en acabando de comer, daré la vuelta, y satisfaré a vuestra
merced y a todo el mundo de lo que preguntar quisieren, así de la pérdida
del jumento como del gasto de los cien escudos.

Y, sin esperar respuesta ni decir otra palabra, se fue a su casa.

Don Quijote pidió y rogó al bachiller se quedase a hacer penitencia con él.
Tuvo el bachiller el envite: quedóse, añadióse al ordinaro un par de
pichones, tratóse en la mesa de caballerías, siguióle el humor Carrasco,
acabóse el banquete, durmieron la siesta, volvió Sancho y renovóse la
plática pasada.





Capítulo IV. Donde Sancho Panza satisface al bachiller Sansón Carrasco de
sus dudas y preguntas, con otros sucesos dignos de saberse y de contarse


Volvió Sancho a casa de don Quijote, y, volviendo al pasado razonamiento,
dijo:

-A lo que el señor Sansón dijo que se deseaba saber quién, o cómo, o cuándo
se me hurtó el jumento, respondiendo digo que la noche misma que, huyendo
de la Santa Hermandad, nos entramos en Sierra Morena, después de la
aventura sin ventura de los galeotes y de la del difunto que llevaban a
Segovia, mi señor y yo nos metimos entre una espesura, adonde mi señor
arrimado a su lanza, y yo sobre mi rucio, molidos y cansados de las pasadas
refriegas, nos pusimos a dormir como si fuera sobre cuatro colchones de
pluma; especialmente yo dormí con tan pesado sueño, que quienquiera que fue
tuvo lugar de llegar y suspenderme sobre cuatro estacas que puso a los
cuatro lados de la albarda, de manera que me dejó a caballo sobre ella, y
me sacó debajo de mí al rucio, sin que yo lo sintiese.

-Eso es cosa fácil, y no acontecimiento nuevo, que lo mesmo le sucedió a
Sacripante cuando, estando en el cerco de Albraca, con esa misma invención
le sacó el caballo de entre las piernas aquel famoso ladrón llamado
Brunelo.

-Amaneció -prosiguió Sancho-, y, apenas me hube estremecido, cuando,
faltando las estacas, di conmigo en el suelo una gran caída; miré por el
jumento, y no le vi; acudiéronme lágrimas a los ojos, y hice una
lamentación, que si no la puso el autor de nuestra historia, puede hacer
cuenta que no puso cosa buena. Al cabo de no sé cuántos días, viniendo con
la señora princesa Micomicona, conocí mi asno, y que venía sobre él en
hábito de gitano aquel Ginés de Pasamonte, aquel embustero y grandísimo
maleador que quitamos mi señor y yo de la cadena.

-No está en eso el yerro -replicó Sansón-, sino en que, antes de haber
parecido el jumento, dice el autor que iba a caballo Sancho en el mesmo
rucio.

-A eso -dijo Sancho-, no sé qué responder, sino que el historiador se
engañó, o ya sería descuido del impresor.

-Así es, sin duda -dijo Sansón-; pero, ¿qué se hicieron los cien escudos?;
¿deshiciéronse?

Respondió Sancho:

-Yo los gasté en pro de mi persona y de la de mi mujer, y de mis hijos, y
ellos han sido causa de que mi mujer lleve en paciencia los caminos y
carreras que he andado sirviendo a mi señor don Quijote; que si, al cabo de
tanto tiempo, volviera sin blanca y sin el jumento a mi casa, negra ventura
me esperaba; y si hay más que saber de mí, aquí estoy, que responderé al
mismo rey en presona, y nadie tiene para qué meterse en si truje o no
truje, si gasté o no gasté; que si los palos que me dieron en estos viajes
se hubieran de pagar a dinero, aunque no se tasaran sino a cuatro maravedís
cada uno, en otros cien escudos no había para pagarme la mitad; y cada uno
meta la mano en su pecho, y no se ponga a juzgar lo blanco por negro y lo
negro por blanco; que cada uno es como Dios le hizo, y aun peor muchas
veces.

-Yo tendré cuidado -dijo Carrasco- de acusar al autor de la historia que si
otra vez la imprimiere, no se le olvide esto que el buen Sancho ha dicho,
que será realzarla un buen coto más de lo que ella se está.

-¿Hay otra cosa que enmendar en esa leyenda, señor bachiller? -preguntó don
Quijote.

-Sí debe de haber -respondió él-, pero ninguna debe de ser de la
importancia de las ya referidas.

-Y por ventura -dijo don Quijote-, ¿promete el autor segunda parte?

-Sí promete -respondió Sansón-, pero dice que no ha hallado ni sabe quién
la tiene, y así, estamos en duda si saldrá o no; y así por esto como porque
algunos dicen: "Nunca segundas partes fueron buenas", y otros: "De las
cosas de don Quijote bastan las escritas", se duda que no ha de haber
segunda parte; aunque algunos que son más joviales que saturninos dicen:
"Vengan más quijotadas: embista don Quijote y hable Sancho Panza, y sea lo
que fuere, que con eso nos contentamos".

-Y ¿a qué se atiene el autor?

-A que -respondió Sansón-, en hallando que halle la historia, que él va
buscando con extraordinarias diligencias, la dará luego a la estampa,
llevado más del interés que de darla se le sigue que de otra alabanza
alguna.

A lo que dijo Sancho:

-¿Al dinero y al interés mira el autor? Maravilla será que acierte, porque
no hará sino harbar, harbar, como sastre en vísperas de pascuas, y las
obras que se hacen apriesa nunca se acaban con la perfeción que requieren.
Atienda ese señor moro, o lo que es, a mirar lo que hace; que yo y mi señor
le daremos tanto ripio a la mano en materia de aventuras y de sucesos
diferentes, que pueda componer no sólo segunda parte, sino ciento. Debe de
pensar el buen hombre, sin duda, que nos dormimos aquí en las pajas; pues
ténganos el pie al herrar, y verá del que cosqueamos. Lo que yo sé decir es
que si mi señor tomase mi consejo, ya habíamos de estar en esas campañas
deshaciendo agravios y enderezando tuertos, como es uso y costumbre de los
buenos andantes caballeros.



 


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