Don Quijote
by
Miguel de Cervantes [Saavedra] [in Spanish]

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entendimiento los desdenes, que, siendo muchos, parecen venganzas.

-Nunca fui desdeñado de mi señora -respondió don Quijote.

-No, por cierto -dijo Sancho, que allí junto estaba-, porque es mi señora
como una borrega mansa: es más blanda que una manteca.

-¿Es vuestro escudero éste? -preguntó el del Bosque.

-Sí es -respondió don Quijote.

-Nunca he visto yo escudero -replicó el del Bosque- que se atreva a hablar
donde habla su señor; a lo menos, ahí está ese mío, que es tan grande como
su padre, y no se probará que haya desplegado el labio donde yo hablo.

-Pues a fe -dijo Sancho-, que he hablado yo, y puedo hablar delante de otro
tan..., y aun quédese aquí, que es peor meneallo.

El escudero del Bosque asió por el brazo a Sancho, diciéndole:

-Vámonos los dos donde podamos hablar escuderilmente todo cuanto
quisiéremos, y dejemos a estos señores amos nuestros que se den de las
astas, contándose las historias de sus amores; que a buen seguro que les ha
de coger el día en ellas y no las han de haber acabado.

-Sea en buena hora -dijo Sancho-; y yo le diré a vuestra merced quién soy,
para que vea si puedo entrar en docena con los más hablantes escuderos.

Con esto se apartaron los dos escuderos, entre los cuales pasó un tan
gracioso coloquio como fue grave el que pasó entre sus señores.





Capítulo XIII. Donde se prosigue la aventura del Caballero del Bosque, con
el discreto, nuevo y suave coloquio que pasó entre los dos escuderos


Divididos estaban caballeros y escuderos: éstos contándose sus vidas, y
aquéllos sus amores; pero la historia cuenta primero el razonamiento de los
mozos y luego prosigue el de los amos; y así, dice que, apartándose un poco
dellos, el del Bosque dijo a Sancho:

-Trabajosa vida es la que pasamos y vivimos, señor mío, estos que somos
escuderos de caballeros andantes: en verdad que comemos el pan en el sudor
de nuestros rostros, que es una de las maldiciones que echó Dios a nuestros
primeros padres.

-También se puede decir -añadió Sancho- que lo comemos en el yelo de
nuestros cuerpos; porque, ¿quién más calor y más frío que los miserables
escuderos de la andante caballería? Y aun menos mal si comiéramos, pues los
duelos, con pan son menos; pero tal vez hay que se nos pasa un día y dos
sin desayunarnos, si no es del viento que sopla.

-Todo eso se puede llevar y conllevar -dijo el del Bosque-, con la
esperanza que tenemos del premio; porque si demasiadamente no es
desgraciado el caballero andante a quien un escudero sirve, por lo menos, a
pocos lances se verá premiado con un hermoso gobierno de cualque ínsula, o
con un condado de buen parecer.

Yo -replicó Sancho- ya he dicho a mi amo que me contento con el gobierno de
alguna ínsula; y él es tan noble y tan liberal, que me le ha prometido
muchas y diversas veces.

Yo -dijo el del Bosque-, con un canonicato quedaré satisfecho de mis
servicios, y ya me le tiene mandado mi amo, y ¡qué tal!

-Debe de ser -dijo Sancho- su amo de vuesa merced caballero a lo
eclesiástico, y podrá hacer esas mercedes a sus buenos escuderos; pero el
mío es meramente lego, aunque yo me acuerdo cuando le querían aconsejar
personas discretas, aunque, a mi parecer mal intencionadas, que procurase
ser arzobispo; pero él no quiso sino ser emperador, y yo estaba entonces
temblando si le venía en voluntad de ser de la Iglesia, por no hallarme
suficiente de tener beneficios por ella; porque le hago saber a vuesa
merced que, aunque parezco hombre, soy una bestia para ser de la Iglesia.

-Pues en verdad que lo yerra vuesa merced -dijo el del Bosque-, a causa que
los gobiernos insulanos no son todos de buena data. Algunos hay torcidos,
algunos pobres, algunos malencónicos, y finalmente, el más erguido y bien
dispuesto trae consigo una pesada carga de pensamientos y de incomodidades,
que pone sobre sus hombros el desdichado que le cupo en suerte. Harto mejor
sería que los que profesamos esta maldita servidumbre nos retirásemos a
nuestras casas, y allí nos entretuviésemos en ejercicios más suaves, como
si dijésemos, cazando o pescando; que, ¿qué escudero hay tan pobre en el
mundo, a quien le falte un rocín, y un par de galgos, y una caña de pescar,
con que entretenerse en su aldea?

-A mí no me falta nada deso -respondió Sancho-: verdad es que no tengo
rocín, pero tengo un asno que vale dos veces más que el caballo de mi amo.
Mala pascua me dé Dios, y sea la primera que viniere, si le trocara por él,
aunque me diesen cuatro fanegas de cebada encima. A burla tendrá vuesa
merced el valor de mi rucio, que rucio es el color de mi jumento. Pues
galgos no me habían de faltar, habiéndolos sobrados en mi pueblo; y más,
que entonces es la caza más gustosa cuando se hace a costa ajena.

-Real y verdaderamente -respondió el del Bosque-, señor escudero, que tengo
propuesto y determinado de dejar estas borracherías destos caballeros, y
retirarme a mi aldea, y criar mis hijitos, que tengo tres como tres
orientales perlas.

-Dos tengo yo -dijo Sancho-, que se pueden presentar al Papa en persona,
especialmente una muchacha a quien crío para condesa, si Dios fuere
servido, aunque a pesar de su madre.

-Y ¿qué edad tiene esa señora que se cría para condesa? -preguntó el del
Bosque.

-Quince años, dos más a menos -respondió Sancho-, pero es tan grande como
una lanza, y tan fresca como una mañana de abril, y tiene una fuerza de un
ganapán.

-Partes son ésas -respondió el del Bosque- no sólo para ser condesa, sino
para ser ninfa del verde bosque. ¡Oh hideputa, puta, y qué rejo debe de
tener la bellaca!

A lo que respondió Sancho, algo mohíno:

-Ni ella es puta, ni lo fue su madre, ni lo será ninguna de las dos, Dios
quiriendo, mientras yo viviere. Y háblese más comedidamente, que, para
haberse criado vuesa merced entre caballeros andantes, que son la mesma
cortesía, no me parecen muy concertadas esas palabras.

-¡Oh, qué mal se le entiende a vuesa merced -replicó el del Bosque- de
achaque de alabanzas, señor escudero! ¿Cómo y no sabe que cuando algún
caballero da una buena lanzada al toro en la plaza, o cuando alguna persona
hace alguna cosa bien hecha, suele decir el vulgo: "¡Oh hideputa, puto, y
qué bien que lo ha hecho!?" Y aquello que parece vituperio, en aquel
término, es alabanza notable; y renegad vos, señor, de los hijos o hijas
que no hacen obras que merezcan se les den a sus padres loores semejantes.

-Sí reniego -respondió Sancho-, y dese modo y por esa misma razón podía
echar vuestra merced a mí y hijos y a mi mujer toda una putería encima,
porque todo cuanto hacen y dicen son estremos dignos de semejantes
alabanzas, y para volverlos a ver ruego yo a Dios me saque de pecado
mortal, que lo mesmo será si me saca deste peligroso oficio de escudero, en
el cual he incurrido segunda vez, cebado y engañado de una bolsa con cien
ducados que me hallé un día en el corazón de Sierra Morena, y el diablo me
pone ante los ojos aquí, allí, acá no, sino acullá, un talego lleno de
doblones, que me parece que a cada paso le toco con la mano, y me abrazo
con él, y lo llevo a mi casa, y echo censos, y fundo rentas, y vivo como un
príncipe; y el rato que en esto pienso se me hacen fáciles y llevaderos
cuantos trabajos padezco con este mentecato de mi amo, de quien sé que
tiene más de loco que de caballero.

-Por eso -respondió el del Bosque- dicen que la codicia rompe el saco; y si
va a tratar dellos, no hay otro mayor en el mundo que mi amo, porque es de
aquellos que dicen: "Cuidados ajenos matan al asno"; pues, porque cobre
otro caballero el juicio que ha perdido, se hace el loco, y anda buscando
lo que no sé si después de hallado le ha de salir a los hocicos.

-Y ¿es enamorado, por dicha?

-Sí -dijo el del Bosque-: de una tal Casildea de Vandalia, la más cruda y
la más asada señora que en todo el orbe puede hallarse; pero no cojea del
pie de la crudeza, que otros mayores embustes le gruñen en las entrañas, y
ello dirá antes de muchas horas.

-No hay camino tan llano -replicó Sancho- que no tenga algún tropezón o
barranco; en otras casas cuecen habas, y en la mía, a calderadas; más
acompañados y paniaguados debe de tener la locura que la discreción. Mas si
es verdad lo que comúnmente se dice, que el tener compañeros en los
trabajos suele servir de alivio en ellos, con vuestra merced podré
consolarme, pues sirve a otro amo tan tonto como el mío.

-Tonto, pero valiente -respondió el del Bosque-, y más bellaco que tonto y
que valiente.

-Eso no es el mío -respondió Sancho-: digo, que no tiene nada de bellaco;
antes tiene una alma como un cántaro: no sabe hacer mal a nadie, sino bien
a todos, ni tiene malicia alguna: un niño le hará entender que es de noche
en la mitad del día; y por esta sencillez le quiero como a las telas de mi
corazón, y no me amaño a dejarle, por más disparates que haga.

-Con todo eso, hermano y señor -dijo el del Bosque-, si el ciego guía al
ciego, ambos van a peligro de caer en el hoyo. Mejor es retirarnos con buen
compás de pies, y volvernos a nuestras querencias; que los que buscan
aventuras no siempre las hallan buenas.

Escupía Sancho a menudo, al parecer, un cierto género de saliva pegajosa y
algo seca; lo cual visto y notado por el caritativo bosqueril escudero,
dijo:

-Paréceme que de lo que hemos hablado se nos pegan al paladar las lenguas;
pero yo traigo un despegador pendiente del arzón de mi caballo, que es tal
como bueno.

Y, levantándose, volvió desde allí a un poco con una gran bota de vino y
una empanada de media vara; y no es encarecimiento, porque era de un conejo
albar, tan grande que Sancho, al tocarla, entendió ser de algún cabrón, no
que de cabrito; lo cual visto por Sancho, dijo:

-Y ¿esto trae vuestra merced consigo, señor?

-Pues, ¿qué se pensaba? -respondió el otro-. ¿Soy yo por ventura algún
escudero de agua y lana? Mejor repuesto traigo yo en las ancas de mi
caballo que lleva consigo cuando va de camino un general.

Comió Sancho sin hacerse de rogar, y tragaba a escuras bocados de nudos de
suelta. Y dijo:

-Vuestra merced sí que es escudero fiel y legal, moliente y corriente,
magnífico y grande, como lo muestra este banquete, que si no ha venido aquí
por arte de encantamento, parécelo, a lo menos; y no como yo, mezquino y
malaventurado, que sólo traigo en mis alforjas un poco de queso, tan duro
que pueden descalabrar con ello a un gigante, a quien hacen compañía cuatro
docenas de algarrobas y otras tantas de avellanas y nueces, mercedes a la
estrecheza de mi dueño, y a la opinión que tiene y orden que guarda de que
los caballeros andantes no se han de mantener y sustentar sino con frutas
secas y con las yerbas del campo.

-Por mi fe, hermano -replicó el del Bosque-, que yo no tengo hecho el
estómago a tagarninas, ni a piruétanos, ni a raíces de los montes. Allá se
lo hayan con sus opiniones y leyes caballerescas nuestros amos, y coman lo
que ellos mandaren. Fiambreras traigo, y esta bota colgando del arzón de la
silla, por sí o por no; y es tan devota mía y quiérola tanto, que pocos
ratos se pasan sin que la dé mil besos y mil abrazos.

Y, diciendo esto, se la puso en las manos a Sancho, el cual, empinándola,
puesta a la boca, estuvo mirando las estrellas un cuarto de hora, y, en
acabando de beber, dejó caer la cabeza a un lado, y, dando un gran suspiro,
dijo:

-¡Oh hideputa bellaco, y cómo es católico!

-¿Veis ahí -dijo el del Bosque, en oyendo el hideputa de Sancho-, cómo
habéis alabado este vino llamándole hideputa?

-Digo -respondió Sancho-, que confieso que conozco que no es deshonra
llamar hijo de puta a nadie, cuando cae debajo del entendimiento de
alabarle. Pero dígame, señor, por el siglo de lo que más quiere: ¿este vino
es de Ciudad Real?

-¡Bravo mojón! -respondió el del Bosque-. En verdad que no es de otra
parte, y que tiene algunos años de ancianidad.

-¡A mí con eso! -dijo Sancho-. No toméis menos, sino que se me fuera a mí
por alto dar alcance a su conocimiento. ¿No será bueno, señor escudero, que
tenga yo un instinto tan grande y tan natural, en esto de conocer vinos,
que, en dándome a oler cualquiera, acierto la patria, el linaje, el sabor,
y la dura, y las vueltas que ha de dar, con todas las circunstancias al
vino atañederas? Pero no hay de qué maravillarse, si tuve en mi linaje por
parte de mi padre los dos más excelentes mojones que en luengos años
conoció la Mancha; para prueba de lo cual les sucedió lo que ahora diré:
«Diéronles a los dos a probar del vino de una cuba, pidiéndoles su parecer
del estado, cualidad, bondad o malicia del vino. El uno lo probó con la
punta de la lengua, el otro no hizo más de llegarlo a las narices. El
primero dijo que aquel vino sabía a hierro, el segundo dijo que más sabía a
cordobán. El dueño dijo que la cuba estaba limpia, y que el tal vino no
tenía adobo alguno por donde hubiese tomado sabor de hierro ni de cordobán.
Con todo eso, los dos famosos mojones se afirmaron en lo que habían dicho.
Anduvo el tiempo, vendióse el vino, y al limpiar de la cuba hallaron en
ella una llave pequeña, pendiente de una correa de cordobán.» Porque vea
vuestra merced si quien viene desta ralea podrá dar su parecer en
semejantes causas.

-Por eso digo -dijo el del Bosque- que nos dejemos de andar buscando
aventuras; y, pues tenemos hogazas, no busquemos tortas, y volvámonos a
nuestras chozas, que allí nos hallará Dios, si Él quiere.

-Hasta que mi amo llegue a Zaragoza, le serviré; que después todos nos
entenderemos.

Finalmente, tanto hablaron y tanto bebieron los dos buenos escuderos, que
tuvo necesidad el sueño de atarles las lenguas y templarles la sed, que
quitársela fuera imposible; y así, asidos entrambos de la ya casi vacía
bota, con los bocados a medio mascar en la boca, se quedaron dormidos,
donde los dejaremos por ahora, por contar lo que el Caballero del Bosque
pasó con el de la Triste Figura.





Capítulo XIV. Donde se prosigue la aventura del Caballero del Bosque


Entre muchas razones que pasaron don Quijote y el Caballero de la Selva,
dice la historia que el del Bosque dijo a don Quijote:

-Finalmente, señor caballero, quiero que sepáis que mi destino, o, por
mejor decir, mi elección, me trujo a enamorar de la sin par Casildea de
Vandalia. Llámola sin par porque no le tiene, así en la grandeza del cuerpo
como en el estremo del estado y de la hermosura. Esta tal Casildea, pues,
que voy contando, pagó mis buenos pensamientos y comedidos deseos con
hacerme ocupar, como su madrina a Hércules, en muchos y diversos peligros,
prometiéndome al fin de cada uno que en el fin del otro llegaría el de mi
esperanza; pero así se han ido eslabonando mis trabajos, que no tienen
cuento, ni yo sé cuál ha de ser el último que dé principio al cumplimiento
de mis buenos deseos. Una vez me mandó que fuese a desafiar a aquella
famosa giganta de Sevilla llamada la Giralda, que es tan valiente y fuerte
como hecha de bronce, y, sin mudarse de un lugar, es la más movible y
voltaria mujer del mundo. Llegué, vila, y vencíla, y hícela estar queda y a
raya, porque en más de una semana no soplaron sino vientos nortes. Vez
también hubo que me mandó fuese a tomar en peso las antiguas piedras de los
valientes Toros de Guisando, empresa más para encomendarse a ganapanes que
a caballeros. Otra vez me mandó que me precipitase y sumiese en la sima de
Cabra, peligro inaudito y temeroso, y que le trujese particular relación de
lo que en aquella escura profundidad se encierra. Detuve el movimiento a la
Giralda, pesé los Toros de Guisando, despeñéme en la sima y saqué a luz lo
escondido de su abismo, y mis esperanzas, muertas que muertas, y sus
mandamientos y desdenes, vivos que vivos. En resolución, últimamente me ha
mandado que discurra por todas las provincias de España y haga confesar a
todos los andantes caballeros que por ellas vagaren que ella sola es la más
aventajada en hermosura de cuantas hoy viven, y que yo soy el más valiente
y el más bien enamorado caballero del orbe; en cuya demanda he andado ya la
mayor parte de España, y en ella he vencido muchos caballeros que se han
atrevido a contradecirme. Pero de lo que yo más me precio y ufano es de
haber vencido, en singular batalla, a aquel tan famoso caballero don
Quijote de la Mancha, y héchole confesar que es más hermosa mi Casildea que
su Dulcinea; y en solo este vencimiento hago cuenta que he vencido todos
los caballeros del mundo, porque el tal don Quijote que digo los ha vencido
a todos; y, habiéndole yo vencido a él, su gloria, su fama y su honra se ha
transferido y pasado a mi persona;

y tanto el vencedor es más honrado,

cuanto más el vencido es reputado;

así que, ya corren por mi cuenta y son mías las inumerables hazañas del ya
referido don Quijote.

Admirado quedó don Quijote de oír al Caballero del Bosque, y estuvo mil
veces por decirle que mentía, y ya tuvo el mentís en el pico de la lengua;
pero reportóse lo mejor que pudo, por hacerle confesar por su propia boca
su mentira; y así, sosegadamente le dijo:

-De que vuesa merced, señor caballero, haya vencido a los más caballeros
andantes de España, y aun de todo el mundo, no digo nada; pero de que haya
vencido a don Quijote de la Mancha, póngolo en duda. Podría ser que fuese
otro que le pareciese, aunque hay pocos que le parezcan.

-¿Cómo no? -replicó el del Bosque-. Por el cielo que nos cubre, que peleé
con don Quijote, y le vencí y rendí; y es un hombre alto de cuerpo, seco de
rostro, estirado y avellanado de miembros, entrecano, la nariz aguileña y
algo corva, de bigotes grandes, negros y caídos. Campea debajo del nombre
del Caballero de la Triste Figura, y trae por escudero a un labrador
llamado Sancho Panza; oprime el lomo y rige el freno de un famoso caballo
llamado Rocinante, y, finalmente, tiene por señora de su voluntad a una tal
Dulcinea del Toboso, llamada un tiempo Aldonza Lorenzo; como la mía, que,
por llamarse Casilda y ser de la Andalucía, yo la llamo Casildea de
Vandalia. Si todas estas señas no bastan para acreditar mi verdad, aquí
está mi espada, que la hará dar crédito a la mesma incredulidad.

-Sosegaos, señor caballero -dijo don Quijote-, y escuchad lo que decir os
quiero. Habéis de saber que ese don Quijote que decís es el mayor amigo que
en este mundo tengo, y tanto, que podré decir que le tengo en lugar de mi
misma persona, y que por las señas que dél me habéis dado, tan puntuales y
ciertas, no puedo pensar sino que sea el mismo que habéis vencido. Por otra
parte, veo con los ojos y toco con las manos no ser posible ser el mesmo,
si ya no fuese que como él tiene muchos enemigos encantadores,
especialmente uno que de ordinario le persigue, no haya alguno dellos
tomado su figura para dejarse vencer, por defraudarle de la fama que sus
altas caballerías le tienen granjeada y adquirida por todo lo descubierto
de la tierra. Y, para confirmación desto, quiero también que sepáis que los
tales encantadores sus contrarios no ha más de dos días que transformaron
la figura y persona de la hermosa Dulcinea del Toboso en una aldeana soez y
baja, y desta manera habrán transformado a don Quijote; y si todo esto no
basta para enteraros en esta verdad que digo, aquí está el mesmo don
Quijote, que la sustentará con sus armas a pie, o a caballo, o de
cualquiera suerte que os agradare.

Y, diciendo esto, se levantó en pie y se empuñó en la espada, esperando qué
resolución tomaría el Caballero del Bosque; el cual, con voz asimismo
sosegada, respondió y dijo:

-Al buen pagador no le duelen prendas: el que una vez, señor don Quijote,
pudo venceros transformado, bien podrá tener esperanza de rendiros en
vuestro propio ser. Mas, porque no es bien que los caballeros hagan sus
fechos de armas ascuras, como los salteadores y rufianes, esperemos el día,
para que el sol vea nuestras obras. Y ha de ser condición de nuestra
batalla que el vencido ha de quedar a la voluntad del vencedor, para que
haga dél todo lo que quisiere, con tal que sea decente a caballero lo que
se le ordenare.

-Soy más que contento desa condición y convenencia -respondió don Quijote.

Y, en diciendo esto, se fueron donde estaban sus escuderos, y los hallaron
roncando y en la misma forma que estaban cuando les salteó el sueño.
Despertáronlos y mandáronles que tuviesen a punto los caballos, porque, en
saliendo el sol, habían de hacer los dos una sangrienta, singular y
desigual batalla; a cuyas nuevas quedó Sancho atónito y pasmado, temeroso
de la salud de su amo, por las valentías que había oído decir del suyo al
escudero del Bosque; pero, sin hablar palabra, se fueron los dos escuderos
a buscar su ganado, que ya todos tres caballos y el rucio se habían olido,
y estaban todos juntos.

En el camino dijo el del Bosque a Sancho:

-Ha de saber, hermano, que tienen por costumbre los peleantes de la
Andalucía, cuando son padrinos de alguna pendencia, no estarse ociosos mano
sobre mano en tanto que sus ahijados riñen. Dígolo porque esté advertido
que mientras nuestros dueños riñeren, nosotros también hemos de pelear y
hacernos astillas.

-Esa costumbre, señor escudero -respondió Sancho-, allá puede correr y
pasar con los rufianes y peleantes que dice, pero con los escuderos de los
caballeros andantes, ni por pienso. A lo menos, yo no he oído decir a mi
amo semejante costumbre, y sabe de memoria todas las ordenanzas de la
andante caballería. Cuanto más, que yo quiero que sea verdad y ordenanza
expresa el pelear los escuderos en tanto que sus señores pelean; pero yo no
quiero cumplirla, sino pagar la pena que estuviere puesta a los tales
pacíficos escuderos, que yo aseguro que no pase de dos libras de cera, y
más quiero pagar las tales libras, que sé que me costarán menos que las
hilas que podré gastar en curarme la cabeza, que ya me la cuento por
partida y dividida en dos partes. Hay más: que me imposibilita el reñir el
no tener espada, pues en mi vida me la puse.

-Para eso sé yo un buen remedio -dijo el del Bosque-: yo traigo aquí dos
talegas de lienzo, de un mesmo tamaño: tomaréis vos la una, y yo la otra, y
riñiremos a talegazos, con armas iguales.

-Desa manera, sea en buena hora -respondió Sancho-, porque antes servirá la
tal pelea de despolvorearnos que de herirnos.

-No ha de ser así -replicó el otro-, porque se han de echar dentro de las
talegas, porque no se las lleve el aire, media docena de guijarros lindos y
pelados, que pesen tanto los unos como los otros, y desta manera nos
podremos atalegar sin hacernos mal ni daño.

-¡Mirad, cuerpo de mi padre -respondió Sancho-, qué martas cebollinas, o
qué copos de algodón cardado pone en las talegas, para no quedar molidos
los cascos y hechos alheña los huesos! Pero, aunque se llenaran de capullos
de seda, sepa, señor mío, que no he de pelear: peleen nuestros amos, y allá
se lo hayan, y bebamos y vivamos nosotros, que el tiempo tiene cuidado de
quitarnos las vidas, sin que andemos buscando apetites para que se acaben
antes de llegar su sazón y término y que se cayan de maduras.

-Con todo -replicó el del Bosque-, hemos de pelear siquiera media hora.

-Eso no -respondió Sancho-: no seré yo tan descortés ni tan desagradecido,
que con quien he comido y he bebido trabe cuestión alguna, por mínima que
sea; cuanto más que, estando sin cólera y sin enojo, ¿quién diablos se ha
de amañar a reñir a secas?

-Para eso -dijo el del Bosque- yo daré un suficiente remedio: y es que,
antes que comencemos la pelea, yo me llegaré bonitamente a vuestra merced
y le daré tres o cuatro bofetadas, que dé con él a mis pies, con las cuales
le haré despertar la cólera, aunque esté con más sueño que un lirón.

-Contra ese corte sé yo otro -respondió Sancho-, que no le va en zaga:
cogeré yo un garrote, y, antes que vuestra merced llegue a despertarme la
cólera, haré yo dormir a garrotazos de tal suerte la suya, que no despierte
si no fuere en el otro mundo, en el cual se sabe que no soy yo hombre que
me dejo manosear el rostro de nadie; y cada uno mire por el virote, aunque
lo más acertado sería dejar dormir su cólera a cada uno, que no sabe nadie
el alma de nadie, y tal suele venir por lana que vuelve tresquilado; y Dios
bendijo la paz y maldijo las riñas, porque si un gato acosado, encerrado y
apretado se vuelve en león, yo, que soy hombre, Dios sabe en lo que podré
volverme; y así, desde ahora intimo a vuestra merced, señor escudero, que
corra por su cuenta todo el mal y daño que de nuestra pendencia resultare.

-Está bien -replicó el del Bosque-. Amanecerá Dios y medraremos.

En esto, ya comenzaban a gorjear en los árboles mil suertes de pintados
pajarillos, y en sus diversos y alegres cantos parecía que daban la
norabuena y saludaban a la fresca aurora, que ya por las puertas y balcones
del oriente iba descubriendo la hermosura de su rostro, sacudiendo de sus
cabellos un número infinito de líquidas perlas, en cuyo suave licor
bañándose las yerbas, parecía asimesmo que ellas brotaban y llovían
blanco y menudo aljófar; los sauces destilaban maná sabroso, reíanse las
fuentes, murmuraban los arroyos, alegrábanse las selvas y enriquecíanse los
prados con su venida. Mas, apenas dio lugar la claridad del día para ver y
diferenciar las cosas, cuando la primera que se ofreció a los ojos de
Sancho Panza fue la nariz del escudero del Bosque, que era tan grande que
casi le hacía sombra a todo el cuerpo. Cuéntase, en efecto, que era de
demasiada grandeza, corva en la mitad y toda llena de verrugas, de color
amoratado, como de berenjena; bajábale dos dedos más abajo de la boca; cuya
grandeza, color, verrugas y encorvamiento así le afeaban el rostro, que, en
viéndole Sancho, comenzó a herir de pie y de mano, como niño con alferecía,
y propuso en su corazón de dejarse dar docientas bofetadas antes que
despertar la cólera para reñir con aquel vestiglo.

Don Quijote miró a su contendor, y hallóle ya puesta y calada la celada, de
modo que no le pudo ver el rostro, pero notó que era hombre membrudo, y no
muy alto de cuerpo. Sobre las armas traía una sobrevista o casaca de una
tela, al parecer, de oro finísimo, sembradas por ella muchas lunas pequeñas
de resplandecientes espejos, que le hacían en grandísima manera galán y
vistoso; volábanle sobre la celada grande cantidad de plumas verdes,
amarillas y blancas; la lanza, que tenía arrimada a un árbol, era
grandísima y gruesa, y de un hierro acerado de más de un palmo.

Todo lo miró y todo lo notó don Quijote, y juzgó de lo visto y mirado que
el ya dicho caballero debía de ser de grandes fuerzas; pero no por eso
temió, como Sancho Panza; antes, con gentil denuedo, dijo al Caballero de
los Espejos:

-Si la mucha gana de pelear, señor caballero, no os gasta la cortesía, por
ella os pido que alcéis la visera un poco, porque yo vea si la gallardía de
vuestro rostro responde a la de vuestra disposición.

-O vencido o vencedor que salgáis desta empresa, señor caballero -respondió
el de los Espejos-, os quedará tiempo y espacio demasiado para verme; y si
ahora no satisfago a vuestro deseo, es por parecerme que hago notable
agravio a la hermosa Casildea de Vandalia en dilatar el tiempo que tardare
en alzarme la visera, sin haceros confesar lo que ya sabéis que pretendo.

-Pues, en tanto que subimos a caballo -dijo don Quijote-, bien podéis
decirme si soy yo aquel don Quijote que dijistes haber vencido.

-A eso vos respondemos -dijo el de los Espejos- que parecéis, como se
parece un huevo a otro, al mismo caballero que yo vencí; pero, según vos
decís que le persiguen encantadores, no osaré afirmar si sois el contenido
o no.

-Eso me basta a mí -respondió don Quijote- para que crea vuestro engaño;
empero, para sacaros dél de todo punto, vengan nuestros caballos; que, en
menos tiempo que el que tardárades en alzaros la visera, si Dios, si mi
señora y mi brazo me valen, veré yo vuestro rostro, y vos veréis que no soy
yo el vencido don Quijote que pensáis.

Con esto, acortando razones, subieron a caballo, y don Quijote volvió las
riendas a Rocinante para tomar lo que convenía del campo, para volver a
encontrar a su contrario, y lo mesmo hizo el de los Espejos. Pero, no se
había apartado don Quijote veinte pasos, cuando se oyó llamar del de los
Espejos, y, partiendo los dos el camino, el de los Espejos le dijo:

-Advertid, señor caballero, que la condición de nuestra batalla es que el
vencido, como otra vez he dicho, ha de quedar a discreción del vencedor.

-Ya la sé -respondió don Quijote-; con tal que lo que se le impusiere y
mandare al vencido han de ser cosas que no salgan de los límites de la
caballería.

-Así se entiende -respondió el de los Espejos.

Ofreciéronsele en esto a la vista de don Quijote las estrañas narices del
escudero, y no se admiró menos de verlas que Sancho; tanto, que le juzgó
por algún monstro, o por hombre nuevo y de aquellos que no se usan en el
mundo. Sancho, que vio partir a su amo para tomar carrera, no quiso quedar
solo con el narigudo, temiendo que con solo un pasagonzalo con aquellas
narices en las suyas sería acabada la pendencia suya, quedando del golpe, o
del miedo, tendido en el suelo, y fuese tras su amo, asido a una acción de
Rocinante; y, cuando le pareció que ya era tiempo que volviese, le dijo:

-Suplico a vuesa merced, señor mío, que antes que vuelva a encontrarse me
ayude a subir sobre aquel alcornoque, de donde podré ver más a mi sabor,
mejor que desde el suelo, el gallardo encuentro que vuesa merced ha de
hacer con este caballero.

-Antes creo, Sancho -dijo don Quijote-, que te quieres encaramar y subir en
andamio por ver sin peligro los toros.

-La verdad que diga -respondió Sancho-, las desaforadas narices de aquel
escudero me tienen atónito y lleno de espanto, y no me atrevo a estar junto
a él.

-Ellas son tales -dijo don Quijote-, que, a no ser yo quien soy, también me
asombraran; y así, ven: ayudarte he a subir donde dices.

En lo que se detuvo don Quijote en que Sancho subiese en el alcornoque,
tomó el de los Espejos del campo lo que le pareció necesario; y, creyendo
que lo mismo habría hecho don Quijote, sin esperar son de trompeta ni otra
señal que los avisase, volvió las riendas a su caballo -que no era más
ligero ni de mejor parecer que Rocinante-, y, a todo su correr, que era un
mediano trote, iba a encontrar a su enemigo; pero, viéndole ocupado en la
subida de Sancho, detuvo las riendas y paróse en la mitad de la carrera, de
lo que el caballo quedó agradecidísimo, a causa que ya no podía moverse.
Don Quijote, que le pareció que ya su enemigo venía volando, arrimó
reciamente las espuelas a las trasijadas ijadas de Rocinante, y le hizo
aguijar de manera, que cuenta la historia que esta sola vez se conoció
haber corrido algo, porque todas las demás siempre fueron trotes
declarados; y con esta no vista furia llegó donde el de los Espejos estaba
hincando a su caballo las espuelas hasta los botones, sin que le pudiese
mover un solo dedo del lugar donde había hecho estanco de su carrera.

En esta buena sazón y coyuntura halló don Quijote a su contrario embarazado
con su caballo y ocupado con su lanza, que nunca, o no acertó, o no tuvo
lugar de ponerla en ristre. Don Quijote, que no miraba en estos
inconvenientes, a salvamano y sin peligro alguno, encontró al de los
Espejos con tanta fuerza, que mal de su grado le hizo venir al suelo por
las ancas del caballo, dando tal caída, que, sin mover pie ni mano, dio
señales de que estaba muerto.

Apenas le vio caído Sancho, cuando se deslizó del alcornoque y a toda
priesa vino donde su señor estaba, el cual, apeándose de Rocinante, fue
sobre el de los Espejos, y, quitándole las lazadas del yelmo para ver si
era muerto y para que le diese el aire si acaso estaba vivo; y vio...
¿Quién podrá decir lo que vio, sin causar admiración, maravilla y espanto a
los que lo oyeren? Vio, dice la historia, el rostro mesmo, la misma figura,
el mesmo aspecto, la misma fisonomía, la mesma efigie, la pespetiva mesma
del bachiller Sansón Carrasco; y, así como la vio, en altas voces dijo:

-¡Acude, Sancho, y mira lo que has de ver y no lo has creer! ¡Aguija, hijo,
y advierte lo que puede la magia, lo que pueden los hechiceros y los
encantadores!

Llegó Sancho, y, como vio el rostro del bachiller Carrasco, comenzó a
hacerse mil cruces y a santiguarse otras tantas. En todo esto, no daba
muestras de estar vivo el derribado caballero, y Sancho dijo a don Quijote:

-Soy de parecer, señor mío, que, por sí o por no, vuesa merced hinque y
meta la espada por la boca a este que parece el bachiller Sansón Carrasco;
quizá matará en él a alguno de sus enemigos los encantadores.

-No dices mal -dijo don Quijote-, porque de los enemigos, los menos.

Y, sacando la espada para poner en efecto el aviso y consejo de Sancho,
llegó el escudero del de los Espejos, ya sin las narices que tan feo le
habían hecho, y a grandes voces dijo:

-Mire vuesa merced lo que hace, señor don Quijote, que ese que tiene a los
pies es el bachiller Sansón Carrasco, su amigo, y yo soy su escudero.

Y, viéndole Sancho sin aquella fealdad primera, le dijo:

-¿Y las narices?

A lo que él respondió:

-Aquí las tengo, en la faldriquera.

Y, echando mano a la derecha, sacó unas narices de pasta y barniz, de
máscara, de la manifatura que quedan delineadas. Y, mirándole más y más
Sancho, con voz admirativa y grande, dijo:

-¡Santa María, y valme! ¿Éste no es Tomé Cecial, mi vecino y mi compadre?

-Y ¡cómo si lo soy! -respondió el ya desnarigado escudero-: Tomé Cecial
soy, compadre y amigo Sancho Panza, y luego os diré los arcaduces, embustes
y enredos por donde soy aquí venido; y en tanto, pedid y suplicad al señor
vuestro amo que no toque, maltrate, hiera ni mate al caballero de los
Espejos, que a sus pies tiene, porque sin duda alguna es el atrevido y mal
aconsejado del bachiller Sansón Carrasco, nuestro compatrioto.

En esto, volvió en sí el de los Espejos, lo cual visto por don Quijote, le
puso la punta desnuda de su espada encima del rostro, y le dijo:

-Muerto sois, caballero, si no confesáis que la sin par Dulcinea del Toboso
se aventaja en belleza a vuestra Casildea de Vandalia; y demás de esto
habéis de prometer, si de esta contienda y caída quedárades con vida, de ir
a la ciudad del Toboso y presentaros en su presencia de mi parte, para que
haga de vos lo que más en voluntad le viniere; y si os dejare en la
vuestra, asimismo habéis de volver a buscarme, que el rastro de mis hazañas
os servirá de guía que os traiga donde yo estuviere, y a decirme lo que con
ella hubiéredes pasado; condiciones que, conforme a las que pusimos antes
de nuestra batalla, no salen de los términos de la andante caballería.

-Confieso -dijo el caído caballero- que vale más el zapato descosido y
sucio de la señora Dulcinea del Toboso que las barbas mal peinadas, aunque
limpias, de Casildea, y prometo de ir y volver de su presencia a la
vuestra, y daros entera y particular cuenta de lo que me pedís.

-También habéis de confesar y creer -añadió don Quijote- que aquel
caballero que vencistes no fue ni pudo ser don Quijote de la Mancha, sino
otro que se le parecía, como yo confieso y creo que vos, aunque parecéis el
bachiller Sansón Carrasco, no lo sois, sino otro que le parece, y que en su
figura aquí me le han puesto mis enemigos, para que detenga y temple el
ímpetu de mi cólera, y para que use blandamente de la gloria del
vencimiento.

-Todo lo confieso, juzgo y siento como vos lo creéis, juzgáis y sentís
-respondió el derrengado caballero-. Dejadme levantar, os ruego, si es que
lo permite el golpe de mi caída, que asaz maltrecho me tiene.

Ayudóle a levantar don Quijote y Tomé Cecial, su escudero, del cual no
apartaba los ojos Sancho, preguntándole cosas cuyas respuestas le daban
manifiestas señales de que verdaderamente era el Tomé Cecial que decía; mas
la aprehensión que en Sancho había hecho lo que su amo dijo, de que los
encantadores habían mudado la figura del Caballero de los Espejos en la del
bachiller Carrasco, no le dejaba dar crédito a la verdad que con los ojos
estaba mirando. Finalmente, se quedaron con este engaño amo y mozo, y el de
los Espejos y su escudero, mohínos y malandantes, se apartaron de don
Quijote y Sancho, con intención de buscar algún lugar donde bizmarle y
entablarle las costillas. Don Quijote y Sancho volvieron a proseguir su
camino de Zaragoza, donde los deja la historia, por dar cuenta de quién era
el Caballero de los Espejos y su narigante escudero.





Capítulo XV. Donde se cuenta y da noticia de quién era el Caballero de los
Espejos y su escudero


En estremo contento, ufano y vanaglorioso iba don Quijote por haber
alcanzado vitoria de tan valiente caballero como él se imaginaba que era el
de los Espejos, de cuya caballeresca palabra esperaba saber si el
encantamento de su señora pasaba adelante, pues era forzoso que el tal
vencido caballero volviese, so pena de no serlo, a darle razón de lo que
con ella le hubiese sucedido. Pero uno pensaba don Quijote y otro el de los
Espejos, puesto que por entonces no era otro su pensamiento sino buscar
donde bizmarse, como se ha dicho.

Dice, pues, la historia que cuando el bachiller Sansón Carrasco aconsejó a
don Quijote que volviese a proseguir sus dejadas caballerías, fue por haber
entrado primero en bureo con el cura y el barbero sobre qué medio se podría
tomar para reducir a don Quijote a que se estuviese en su casa quieto y
sosegado, sin que le alborotasen sus mal buscadas aventuras; de cuyo
consejo salió, por voto común de todos y parecer particular de Carrasco,
que dejasen salir a don Quijote, pues el detenerle parecía imposible, y que
Sansón le saliese al camino como caballero andante, y trabase batalla con
él, pues no faltaría sobre qué, y le venciese, teniéndolo por cosa fácil, y
que fuese pacto y concierto que el vencido quedase a merced del vencedor; y
así vencido don Quijote, le había de mandar el bachiller caballero se
volviese a su pueblo y casa, y no saliese della en dos años, o hasta tanto
que por él le fuese mandado otra cosa; lo cual era claro que don Quijote
vencido cumpliría indubitablemente, por no contravenir y faltar a las leyes
de la caballería, y podría ser que en el tiempo de su reclusión se le
olvidasen sus vanidades, o se diese lugar de buscar a su locura algún
conveniente remedio.

Aceptólo Carrasco, y ofreciósele por escudero Tomé Cecial, compadre y
vecino de Sancho Panza, hombre alegre y de lucios cascos. Armóse Sansón
como queda referido y Tomé Cecial acomodó sobre sus naturales narices las
falsas y de máscara ya dichas, porque no fuese conocido de su compadre
cuando se viesen; y así, siguieron el mismo viaje que llevaba don Quijote,
y llegaron casi a hallarse en la aventura del carro de la Muerte. Y,
finalmente, dieron con ellos en el bosque, donde les sucedió todo lo que el
prudente ha leído; y si no fuera por los pensamientos extraordinarios de
don Quijote, que se dio a entender que el bachiller no era el bachiller, el
señor bachiller quedara imposibilitado para siempre de graduarse de
licenciado, por no haber hallado nidos donde pensó hallar pájaros.

Tomé Cecial, que vio cuán mal había logrado sus deseos y el mal paradero
que había tenido su camino, dijo al bachiller:

-Por cierto, señor Sansón Carrasco, que tenemos nuestro merecido: con
facilidad se piensa y se acomete una empresa, pero con dificultad las más
veces se sale della. Don Quijote loco, nosotros cuerdos: él se va sano y
riendo, vuesa merced queda molido y triste. Sepamos, pues, ahora, cuál es
más loco: ¿el que lo es por no poder menos, o el que lo es por su voluntad?

A lo que respondió Sansón:

-La diferencia que hay entre esos dos locos es que el que lo es por fuerza
lo será siempre, y el que lo es de grado lo dejará de ser cuando quisiere.

-Pues así es -dijo Tomé Cecial-, yo fui por mi voluntad loco cuando quise
hacerme escudero de vuestra merced, y por la misma quiero dejar de serlo y
volverme a mi casa.

-Eso os cumple -respondió Sansón-, porque pensar que yo he de volver a la
mía, hasta haber molido a palos a don Quijote, es pensar en lo escusado; y
no me llevará ahora a buscarle el deseo de que cobre su juicio, sino el de
la venganza; que el dolor grande de mis costillas no me deja hacer más
piadosos discursos.

En esto fueron razonando los dos, hasta que llegaron a un pueblo donde fue
ventura hallar un algebrista, con quien se curó el Sansón desgraciado. Tomé
Cecial se volvió y le dejó, y él quedó imaginando su venganza; y la
historia vuelve a hablar dél a su tiempo, por no dejar de regocijarse ahora
con don Quijote.





Capítulo XVI. De lo que sucedió a don Quijote con un discreto caballero de
la Mancha


Con la alegría, contento y ufanidad que se ha dicho, seguía don Quijote su
jornada, imaginándose por la pasada vitoria ser el caballero andante más
valiente que tenía en aquella edad el mundo; daba por acabadas y a felice
fin conducidas cuantas aventuras pudiesen sucederle de allí adelante; tenía
en poco a los encantos y a los encantadores; no se acordaba de los
inumerables palos que en el discurso de sus caballerías le habían dado, ni
de la pedrada que le derribó la mitad de los dientes, ni del
desagradecimiento de los galeotes, ni del atrevimiento y lluvia de estacas
de los yangüeses. Finalmente, decía entre sí que si él hallara arte, modo o
manera como desencantar a su señora Dulcinea, no invidiara a la mayor
ventura que alcanzó o pudo alcanzar el más venturoso caballero andante de
los pasados siglos. En estas imaginaciones iba todo ocupado, cuando Sancho
le dijo:

-¿No es bueno, señor, que aun todavía traigo entre los ojos las desaforadas
narices, y mayores de marca, de mi compadre Tomé Cecial?

-Y ¿crees tú, Sancho, por ventura, que el Caballero de los Espejos era el
bachiller Carrasco; y su escudero, Tomé Cecial, tu compadre?

-No sé qué me diga a eso -respondió Sancho-; sólo sé que las señas que me
dio de mi casa, mujer y hijos no me las podría dar otro que él mesmo; y la
cara, quitadas las narices, era la misma de Tomé Cecial, como yo se la he
visto muchas veces en mi pueblo y pared en medio de mi misma casa; y el
tono de la habla era todo uno.

-Estemos a razón, Sancho -replicó don Quijote-. Ven acá: ¿en qué
consideración puede caber que el bachiller Sansón Carrasco viniese como
caballero andante, armado de armas ofensivas y defensivas, a pelear
conmigo? ¿He sido yo su enemigo por ventura? ¿Hele dado yo jamás ocasión
para tenerme ojeriza? ¿Soy yo su rival, o hace él profesión de las armas,
para tener invidia a la fama que yo por ellas he ganado?

-Pues, ¿qué diremos, señor -respondió Sancho-, a esto de parecerse tanto
aquel caballero, sea el que se fuere, al bachiller Carrasco, y su escudero
a Tomé Cecial, mi compadre? Y si ello es encantamento, como vuestra merced
ha dicho, ¿no había en el mundo otros dos a quien se parecieran?

-Todo es artificio y traza -respondió don Quijote- de los malignos magos
que me persiguen, los cuales, anteviendo que yo había de quedar vencedor en
la contienda, se previnieron de que el caballero vencido mostrase el rostro
de mi amigo el bachiller, porque la amistad que le tengo se pusiese entre
los filos de mi espada y el rigor de mi brazo, y templase la justa ira de
mi corazón, y desta manera quedase con vida el que con embelecos y falsías
procuraba quitarme la mía. Para prueba de lo cual ya sabes, ¡oh Sancho!,
por experiencia que no te dejará mentir ni engañar, cuán fácil sea a los
encantadores mudar unos rostros en otros, haciendo de lo hermoso feo y de
lo feo hermoso, pues no ha dos días que viste por tus mismos ojos la
hermosura y gallardía de la sin par Dulcinea en toda su entereza y natural
conformidad, y yo la vi en la fealdad y bajeza de una zafia labradora, con
cataratas en los ojos y con mal olor en la boca; y más, que el perverso
encantador que se atrevió a hacer una transformación tan mala no es mucho
que haya hecho la de Sansón Carrasco y la de tu compadre, por quitarme la
gloria del vencimiento de las manos. Pero, con todo esto, me consuelo;
porque, en fin, en cualquiera figura que haya sido, he quedado vencedor de
mi enemigo.

-Dios sabe la verdad de todo -respondió Sancho.

Y como él sabía que la transformación de Dulcinea había sido traza y
embeleco suyo, no le satisfacían las quimeras de su amo; pero no le quiso
replicar, por no decir alguna palabra que descubriese su embuste.

En estas razones estaban cuando los alcanzó un hombre que detrás dellos por
el mismo camino venía sobre una muy hermosa yegua tordilla, vestido un
gabán de paño fino verde, jironado de terciopelo leonado, con una montera
del mismo terciopelo; el aderezo de la yegua era de campo y de la jineta,
asimismo de morado y verde. Traía un alfanje morisco pendiente de un ancho
tahalí de verde y oro, y los borceguíes eran de la labor del tahalí; las
espuelas no eran doradas, sino dadas con un barniz verde, tan tersas y
bruñidas que, por hacer labor con todo el vestido, parecían mejor que si
fuera de oro puro. Cuando llegó a ellos, el caminante los saludó
cortésmente, y, picando a la yegua, se pasaba de largo; pero don Quijote le
dijo:

-Señor galán, si es que vuestra merced lleva el camino que nosotros y no
importa el darse priesa, merced recibiría en que nos fuésemos juntos.

-En verdad -respondió el de la yegua- que no me pasara tan de largo, si no
fuera por temor que con la compañía de mi yegua no se alborotara ese
caballo.

-Bien puede, señor -respondió a esta sazón Sancho-, bien puede tener las
riendas a su yegua, porque nuestro caballo es el más honesto y bien mirado
del mundo: jamás en semejantes ocasiones ha hecho vileza alguna, y una vez
que se desmandó a hacerla la lastamos mi señor y yo con las setenas. Digo
otra vez que puede vuestra merced detenerse, si quisiere; que, aunque se la
den entre dos platos, a buen seguro que el caballo no la arrostre.

Detuvo la rienda el caminante, admirándose de la apostura y rostro de don
Quijote, el cual iba sin celada, que la llevaba Sancho como maleta en el
arzón delantero de la albarda del rucio; y si mucho miraba el de lo verde a
don Quijote, mucho más miraba don Quijote al de lo verde, pareciéndole
hombre de chapa. La edad mostraba ser de cincuenta años; las canas, pocas,
y el rostro, aguileño; la vista, entre alegre y grave; finalmente, en el
traje y apostura daba a entender ser hombre de buenas prendas.

Lo que juzgó de don Quijote de la Mancha el de lo verde fue que semejante
manera ni parecer de hombre no le había visto jamás: admiróle la longura de
su caballo, la grandeza de su cuerpo, la flaqueza y amarillez de su rostro,
sus armas, su ademán y compostura: figura y retrato no visto por luengos
tiempos atrás en aquella tierra. Notó bien don Quijote la atención con que
el caminante le miraba, y leyóle en la suspensión su deseo; y, como era tan
cortés y tan amigo de dar gusto a todos, antes que le preguntase nada, le
salió al camino, diciéndole:

-Esta figura que vuesa merced en mí ha visto, por ser tan nueva y tan fuera
de las que comúnmente se usan, no me maravillaría yo de que le hubiese
maravillado; pero dejará vuesa merced de estarlo cuando le diga, como le
digo, que soy caballero

destos que dicen las gentes

que a sus aventuras van.

Salí de mi patria, empeñé mi hacienda, dejé mi regalo, y entreguéme en los
brazos de la Fortuna, que me llevasen donde más fuese servida. Quise
resucitar la ya muerta andante caballería, y ha muchos días que, tropezando
aquí, cayendo allí, despeñándome acá y levantándome acullá, he cumplido
gran parte de mi deseo, socorriendo viudas, amparando doncellas y
favoreciendo casadas, huérfanos y pupilos, propio y natural oficio de
caballeros andantes; y así, por mis valerosas, muchas y cristianas hazañas
he merecido andar ya en estampa en casi todas o las más naciones del mundo.
Treinta mil volúmenes se han impreso de mi historia, y lleva camino de
imprimirse treinta mil veces de millares, si el cielo no lo remedia.
Finalmente, por encerrarlo todo en breves palabras, o en una sola, digo que
yo soy don Quijote de la Mancha, por otro nombre llamado el Caballero de la
Triste Figura; y, puesto que las propias alabanzas envilecen, esme forzoso
decir yo tal vez las mías, y esto se entiende cuando no se halla presente
quien las diga; así que, señor gentilhombre, ni este caballo, esta lanza,
ni este escudo, ni escudero, ni todas juntas estas armas, ni la amarillez
de mi rostro, ni mi atenuada flaqueza, os podrá admirar de aquí adelante,
habiendo ya sabido quién soy y la profesión que hago.

Calló en diciendo esto don Quijote, y el de lo verde, según se tardaba en
responderle, parecía que no acertaba a hacerlo; pero de allí a buen espacio
le dijo:

-Acertastes, señor caballero, a conocer por mi suspensión mi deseo; pero no
habéis acertado a quitarme la maravilla que en mí causa el haberos visto;
que, puesto que, como vos, señor, decís, que el saber ya quién sois me lo
podría quitar, no ha sido así; antes, agora que lo sé, quedo más suspenso y
maravillado. ¿Cómo y es posible que hay hoy caballeros andantes en el
mundo, y que hay historias impresas de verdaderas caballerías? No me puedo
persuadir que haya hoy en la tierra quien favorezca viudas, ampare
doncellas, ni honre casadas, ni socorra huérfanos, y no lo creyera si en
vuesa merced no lo hubiera visto con mis ojos. ¡Bendito sea el cielo!, que
con esa historia, que vuesa merced dice que está impresa, de sus altas y
verdaderas caballerías, se habrán puesto en olvido las innumerables de los
fingidos caballeros andantes, de que estaba lleno el mundo, tan en daño de
las buenas costumbres y tan en perjuicio y descrédito de las buenas
historias.

-Hay mucho que decir -respondió don Quijote- en razón de si son fingidas, o
no, las historias de los andantes caballeros.

-Pues, ¿hay quien dude -respondió el Verde- que no son falsas las tales
historias?

-Yo lo dudo -respondió don Quijote-, y quédese esto aquí; que si nuestra
jornada dura, espero en Dios de dar a entender a vuesa merced que ha hecho
mal en irse con la corriente de los que tienen por cierto que no son
verdaderas.

Desta última razón de don Quijote tomó barruntos el caminante de que don
Quijote debía de ser algún mentecato, y aguardaba que con otras lo
confirmase; pero, antes que se divertiesen en otros razonamientos, don
Quijote le rogó le dijese quién era, pues él le había dado parte de su
condición y de su vida. A lo que respondió el del Verde Gabán:

-Yo, señor Caballero de la Triste Figura, soy un hidalgo natural de un
lugar donde iremos a comer hoy, si Dios fuere servido. Soy más que
medianamente rico y es mi nombre don Diego de Miranda; paso la vida con mi
mujer, y con mis hijos, y con mis amigos; mis ejercicios son el de la caza
y pesca, pero no mantengo ni halcón ni galgos, sino algún perdigón manso, o
algún hurón atrevido. Tengo hasta seis docenas de libros, cuáles de romance
y cuáles de latín, de historia algunos y de devoción otros; los de
caballerías aún no han entrado por los umbrales de mis puertas. Hojeo más
los que son profanos que los devotos, como sean de honesto entretenimiento,
que deleiten con el lenguaje y admiren y suspendan con la invención, puesto
que déstos hay muy pocos en España. Alguna vez como con mis vecinos y
amigos, y muchas veces los convido; son mis convites limpios y aseados, y
no nada escasos; ni gusto de murmurar, ni consiento que delante de mí se
murmure; no escudriño las vidas ajenas, ni soy lince de los hechos de los
otros; oigo misa cada día; reparto de mis bienes con los pobres, sin hacer
alarde de las buenas obras, por no dar entrada en mi corazón a la
hipocresía y vanagloria, enemigos que blandamente se apoderan del corazón
más recatado; procuro poner en paz los que sé que están desavenidos; soy
devoto de nuestra Señora, y confío siempre en la misericordia infinita de
Dios nuestro Señor.

Atentísimo estuvo Sancho a la relación de la vida y entretenimientos del
hidalgo; y, pareciéndole buena y santa y que quien la hacía debía de hacer
milagros, se arrojó del rucio, y con gran priesa le fue a asir del estribo
derecho, y con devoto corazón y casi lágrimas le besó los pies una y muchas
veces. Visto lo cual por el hidalgo, le preguntó:

-¿Qué hacéis, hermano? ¿Qué besos son éstos?

-Déjenme besar -respondió Sancho-, porque me parece vuesa merced el primer
santo a la jineta que he visto en todos los días de mi vida.

-No soy santo -respondió el hidalgo-, sino gran pecador; vos sí, hermano,
que debéis de ser bueno, como vuestra simplicidad lo muestra.

Volvió Sancho a cobrar la albarda, habiendo sacado a plaza la risa de la
profunda malencolía de su amo y causado nueva admiración a don Diego.
Preguntóle don Quijote que cuántos hijos tenía, y díjole que una de las
cosas en que ponían el sumo bien los antiguos filósofos, que carecieron del
verdadero conocimiento de Dios, fue en los bienes de la naturaleza, en los
de la fortuna, en tener muchos amigos y en tener muchos y buenos hijos.

-Yo, señor don Quijote -respondió el hidalgo-, tengo un hijo, que, a no
tenerle, quizá me juzgara por más dichoso de lo que soy; y no porque él sea
malo, sino porque no es tan bueno como yo quisiera. Será de edad de diez y
ocho años: los seis ha estado en Salamanca, aprendiendo las lenguas latina
y griega; y, cuando quise que pasase a estudiar otras ciencias, halléle tan
embebido en la de la poesía, si es que se puede llamar ciencia, que no es
posible hacerle arrostrar la de las leyes, que yo quisiera que estudiara,
ni de la reina de todas, la teología. Quisiera yo que fuera corona de su
linaje, pues vivimos en siglo donde nuestros reyes premian altamente las
virtuosas y buenas letras; porque letras sin virtud son perlas en el
muladar. Todo el día se le pasa en averiguar si dijo bien o mal Homero en
tal verso de la Ilíada; si Marcial anduvo deshonesto, o no, en tal
epigrama; si se han de entender de una manera o otra tales y tales versos
de Virgilio. En fin, todas sus conversaciones son con los libros de los
referidos poetas, y con los de Horacio, Persio, Juvenal y Tibulo; que de
los modernos romancistas no hace mucha cuenta; y, con todo el mal cariño
que muestra tener a la poesía de romance, le tiene agora desvanecidos los
pensamientos el hacer una glosa a cuatro versos que le han enviado de
Salamanca, y pienso que son de justa literaria.

A todo lo cual respondió don Quijote:

-Los hijos, señor, son pedazos de las entrañas de sus padres, y así, se han
de querer, o buenos o malos que sean, como se quieren las almas que nos dan
vida; a los padres toca el encaminarlos desde pequeños por los pasos de la
virtud, de la buena crianza y de las buenas y cristianas costumbres, para
que cuando grandes sean báculo de la vejez de sus padres y gloria de su
posteridad; y en lo de forzarles que estudien esta o aquella ciencia no lo
tengo por acertado, aunque el persuadirles no será dañoso; y cuando no se
ha de estudiar para pane lucrando, siendo tan venturoso el estudiante que
le dio el cielo padres que se lo dejen, sería yo de parecer que le dejen
seguir aquella ciencia a que más le vieren inclinado; y, aunque la de la
poesía es menos útil que deleitable, no es de aquellas que suelen deshonrar
a quien las posee. La poesía, señor hidalgo, a mi parecer, es como una
doncella tierna y de poca edad, y en todo estremo hermosa, a quien tienen
cuidado de enriquecer, pulir y adornar otras muchas doncellas, que son
todas las otras ciencias, y ella se ha de servir de todas, y todas se han
de autorizar con ella; pero esta tal doncella no quiere ser manoseada, ni
traída por las calles, ni publicada por las esquinas de las plazas ni por
los rincones de los palacios. Ella es hecha de una alquimia de tal virtud,
que quien la sabe tratar la volverá en oro purísimo de inestimable precio;
hala de tener, el que la tuviere, a raya, no dejándola correr en torpes
sátiras ni en desalmados sonetos; no ha de ser vendible en ninguna manera,
si ya no fuere en poemas heroicos, en lamentables tragedias, o en comedias
alegres y artificiosas; no se ha de dejar tratar de los truhanes, ni del
ignorante vulgo, incapaz de conocer ni estimar los tesoros que en ella se
encierran. Y no penséis, señor, que yo llamo aquí vulgo solamente a la
gente plebeya y humilde; que todo aquel que no sabe, aunque sea señor y
príncipe, puede y debe entrar en número de vulgo. Y así, el que con los
requisitos que he dicho tratare y tuviere a la poesía, será famoso y
estimado su nombre en todas las naciones políticas del mundo. Y a lo que
decís, señor, que vuestro hijo no estima mucho la poesía de romance, doyme
a entender que no anda muy acertado en ello, y la razón es ésta: el grande
Homero no escribió en latín, porque era griego, ni Virgilio no escribió en
griego, porque era latino. En resolución, todos los poetas antiguos
escribieron en la lengua que mamaron en la leche, y no fueron a buscar las
estranjeras para declarar la alteza de sus conceptos. Y, siendo esto así,
razón sería se estendiese esta costumbre por todas las naciones, y que no
se desestimase el poeta alemán porque escribe en su lengua, ni el
castellano, ni aun el vizcaíno, que escribe en la suya. Pero vuestro hijo,
a lo que yo, señor, imagino, no debe de estar mal con la poesía de romance,
sino con los poetas que son meros romancistas, sin saber otras lenguas ni
otras ciencias que adornen y despierten y ayuden a su natural impulso; y
aun en esto puede haber yerro; porque, según es opinión verdadera, el poeta
nace: quieren decir que del vientre de su madre el poeta natural sale
poeta; y, con aquella inclinación que le dio el cielo, sin más estudio ni
artificio, compone cosas, que hace verdadero al que dijo: est Deus in
nobis..., etcétera. También digo que el natural poeta que se ayudare del
arte será mucho mejor y se aventajará al poeta que sólo por saber el arte
quisiere serlo; la razón es porque el arte no se aventaja a la naturaleza,
sino perficiónala; así que, mezcladas la naturaleza y el arte, y el arte
con la naturaleza, sacarán un perfetísimo poeta. Sea, pues, la conclusión
de mi plática, señor hidalgo, que vuesa merced deje caminar a su hijo por
donde su estrella le llama; que, siendo él tan buen estudiante como debe de
ser, y habiendo ya subido felicemente el primer escalón de las esencias,
que es el de las lenguas, con ellas por sí mesmo subirá a la cumbre de las
letras humanas, las cuales tan bien parecen en un caballero de capa y
espada, y así le adornan, honran y engrandecen, como las mitras a los
obispos, o como las garnachas a los peritos jurisconsultos. Riña vuesa
merced a su hijo si hiciere sátiras que perjudiquen las honras ajenas, y
castíguele, y rómpaselas, pero si hiciere sermones al modo de Horacio,
donde reprehenda los vicios en general, como tan elegantemente él lo hizo,
alábele: porque lícito es al poeta escribir contra la invidia, y decir en
sus versos mal de los invidiosos, y así de los otros vicios, con que no
señale persona alguna; pero hay poetas que, a trueco de decir una malicia,
se pondrán a peligro que los destierren a las islas de Ponto. Si el poeta
fuere casto en sus costumbres, lo será también en sus versos; la pluma es
lengua del alma: cuales fueren los conceptos que en ella se engendraren,
tales serán sus escritos; y cuando los reyes y príncipes veen la milagrosa
ciencia de la poesía en sujetos prudentes, virtuosos y graves, los honran,
los estiman y los enriquecen, y aun los coronan con las hojas del árbol a
quien no ofende el rayo, como en señal que no han de ser ofendidos de nadie
los que con tales coronas veen honrados y adornadas sus sienes.

Admirado quedó el del Verde Gabán del razonamiento de don Quijote, y tanto,
que fue perdiendo de la opinión que con él tenía, de ser mentecato. Pero, a
la mitad desta plática, Sancho, por no ser muy de su gusto, se había
desviado del camino a pedir un poco de leche a unos pastores que allí junto
estaban ordeñando unas ovejas; y, en esto, ya volvía a renovar la plática
el hidalgo, satisfecho en estremo de la discreción y buen discurso de don
Quijote, cuando, alzando don Quijote la cabeza, vio que por el camino por
donde ellos iban venía un carro lleno de banderas reales; y, creyendo que
debía de ser alguna nueva aventura, a grandes voces llamó a Sancho que
viniese a darle la celada. El cual Sancho, oyéndose llamar, dejó a los
pastores, y a toda priesa picó al rucio, y llegó donde su amo estaba, a
quien sucedió una espantosa y desatinada aventura.





Capítulo XVII. De donde se declaró el último punto y estremo adonde llegó y
pudo llegar el inaudito ánimo de don Quijote, con la felicemente acabada
aventura de los leones


Cuenta la historia que cuando don Quijote daba voces a Sancho que le
trujese el yelmo, estaba él comprando unos requesones que los pastores le
vendían; y, acosado de la mucha priesa de su amo, no supo qué hacer dellos,
ni en qué traerlos, y, por no perderlos, que ya los tenía pagados, acordó
de echarlos en la celada de su señor, y con este buen recado volvió a ver
lo que le quería; el cual, en llegando, le dijo:

-Dame, amigo, esa celada; que yo sé poco de aventuras, o lo que allí
descubro es alguna que me ha de necesitar, y me necesita, a tomar mis
armas.

El del Verde Gabán, que esto oyó, tendió la vista por todas partes, y no
descubrió otra cosa que un carro que hacia ellos venía, con dos o tres
banderas pequeñas, que le dieron a entender que el tal carro debía de traer
moneda de Su Majestad, y así se lo dijo a don Quijote; pero él no le dio
crédito, siempre creyendo y pensando que todo lo que le sucediese habían de
ser aventuras y más aventuras, y así, respondió al hidalgo:

-Hombre apercebido, medio combatido: no se pierde nada en que yo me
aperciba, que sé por experiencia que tengo enemigos visibles e invisibles,
y no sé cuándo, ni adónde, ni en qué tiempo, ni en qué figuras me han de
acometer.

Y, volviéndose a Sancho, le pidió la celada; el cual, como no tuvo lugar de
sacar los requesones, le fue forzoso dársela como estaba. Tomóla don
Quijote, y, sin que echase de ver lo que dentro venía, con toda priesa se
la encajó en la cabeza; y, como los requesones se apretaron y exprimieron,
comenzó a correr el suero por todo el rostro y barbas de don Quijote, de lo
que recibió tal susto, que dijo a Sancho:

-¿Qué será esto, Sancho, que parece que se me ablandan los cascos, o se me
derriten los sesos, o que sudo de los pies a la cabeza? Y si es que sudo,
en verdad que no es de miedo; sin duda creo que es terrible la aventura que
agora quiere sucederme. Dame, si tienes, con que me limpie, que el copioso
sudor me ciega los ojos.

Calló Sancho y diole un paño, y dio con él gracias a Dios de que su señor
no hubiese caído en el caso. Limpióse don Quijote y quitóse la celada por
ver qué cosa era la que, a su parecer, le enfriaba la cabeza, y, viendo
aquellas gachas blancas dentro de la celada, las llegó a las narices, y en
oliéndolas dijo:

-Por vida de mi señora Dulcinea del Toboso, que son requesones los que aquí
me has puesto, traidor, bergante y mal mirado escudero.

A lo que, con gran flema y disimulación, respondió Sancho:

-Si son requesones, démelos vuesa merced, que yo me los comeré... Pero
cómalos el diablo, que debió de ser el que ahí los puso. ¿Yo había de tener
atrevimiento de ensuciar el yelmo de vuesa merced? ¡Hallado le habéis el
atrevido! A la fe, señor, a lo que Dios me da a entender, también debo yo
de tener encantadores que me persiguen como a hechura y miembro de vuesa
merced, y habrán puesto ahí esa inmundicia para mover a cólera su paciencia
y hacer que me muela, como suele, las costillas. Pues en verdad que esta
vez han dado salto en vago, que yo confío en el buen discurso de mi señor,
que habrá considerado que ni yo tengo requesones, ni leche, ni otra cosa
que lo valga, y que si la tuviera, antes la pusiera en mi estómago que en
la celada.

-Todo puede ser -dijo don Quijote.

Y todo lo miraba el hidalgo, y de todo se admiraba, especialmente cuando,
después de haberse limpiado don Quijote cabeza, rostro y barbas y celada,
se la encajó; y, afirmándose bien en los estribos, requiriendo la espada y
asiendo la lanza, dijo:

-Ahora, venga lo que veniere, que aquí estoy con ánimo de tomarme con el
mesmo Satanás en persona.

Llegó en esto el carro de las banderas, en el cual no venía otra gente que
el carretero, en las mulas, y un hombre sentado en la delantera. Púsose don
Quijote delante y dijo:

-¿Adónde vais, hermanos? ¿Qué carro es éste, qué lleváis en él y qué
banderas son aquéstas?

A lo que respondió el carretero:

-El carro es mío; lo que va en él son dos bravos leones enjaulados, que el
general de Orán envía a la corte, presentados a Su Majestad; las banderas
son del rey nuestro señor, en señal que aquí va cosa suya.

-Y ¿son grandes los leones? -preguntó don Quijote.

-Tan grandes -respondió el hombre que iba a la puerta del carro-, que no
han pasado mayores, ni tan grandes, de Africa a España jamás; y yo soy el
leonero, y he pasado otros, pero como éstos, ninguno. Son hembra y macho;
el macho va en esta jaula primera, y la hembra en la de atrás; y ahora van
hambrientos porque no han comido hoy; y así, vuesa merced se desvíe, que es
menester llegar presto donde les demos de comer.

A lo que dijo don Quijote, sonriéndose un poco:

-¿Leoncitos a mí? ¿A mí leoncitos, y a tales horas? Pues, ¡por Dios que han
de ver esos señores que acá los envían si soy yo hombre que se espanta de
leones! Apeaos, buen hombre, y, pues sois el leonero, abrid esas jaulas y
echadme esas bestias fuera, que en mitad desta campaña les daré a conocer
quién es don Quijote de la Mancha, a despecho y pesar de los encantadores
que a mí los envían.

-¡Ta, ta! -dijo a esta sazón entre sí el hidalgo-, dado ha señal de quién
es nuestro buen caballero: los requesones, sin duda, le han ablandado los
cascos y madurado los sesos.

Llegóse en esto a él Sancho y díjole:

-Señor, por quien Dios es, que vuesa merced haga de manera que mi señor don
Quijote no se tome con estos leones, que si se toma, aquí nos han de hacer
pedazos a todos.

-Pues, ¿tan loco es vuestro amo -respondió el hidalgo-, que teméis, y
creéis que se ha de tomar con tan fieros animales?

-No es loco -respondió Sancho-, sino atrevido.

-Yo haré que no lo sea -replicó el hidalgo.

Y, llegándose a don Quijote, que estaba dando priesa al leonero que abriese
las jaulas, le dijo:

-Señor caballero, los caballeros andantes han de acometer las aventuras que
prometen esperanza de salir bien dellas, y no aquellas que de en todo la
quitan; porque la valentía que se entra en la juridición de la temeridad,
más tiene de locura que de fortaleza. Cuanto más, que estos leones no
vienen contra vuesa merced, ni lo sueñan: van presentados a Su Majestad, y
no será bien detenerlos ni impedirles su viaje.

-Váyase vuesa merced, señor hidalgo -respondió don Quijote-, a entender con
su perdigón manso y con su hurón atrevido, y deje a cada uno hacer su
oficio. Éste es el mío, y yo sé si vienen a mí, o no, estos señores leones.

Y, volviéndose al leonero, le dijo:

-¡Voto a tal, don bellaco, que si no abrís luego luego las jaulas, que con
esta lanza os he de coser con el carro!

El carretero, que vio la determinación de aquella armada fantasía, le dijo:

-Señor mío, vuestra merced sea servido, por caridad, dejarme desuncir las
mulas y ponerme en salvo con ellas antes que se desenvainen los leones,
porque si me las matan, quedaré rematado para toda mi vida; que no tengo
otra hacienda sino este carro y estas mulas.

-¡Oh hombre de poca fe! -respondió don Quijote-, apéate y desunce, y haz lo
que quisieres, que presto verás que trabajaste en vano y que pudieras
ahorrar desta diligencia.

Apeóse el carretero y desunció a gran priesa, y el leonero dijo a grandes
voces:

-Séanme testigos cuantos aquí están cómo contra mi voluntad y forzado abro
las jaulas y suelto los leones, y de que protesto a este señor que todo el
mal y daño que estas bestias hicieren corra y vaya por su cuenta, con más
mis salarios y derechos. Vuestras mercedes, señores, se pongan en cobro
antes que abra, que yo seguro estoy que no me han de hacer daño.

Otra vez le persuadió el hidalgo que no hiciese locura semejante, que era
tentar a Dios acometer tal disparate. A lo que respondió don Quijote que él
sabía lo que hacía. Respondióle el hidalgo que lo mirase bien, que él
entendía que se engañaba.

-Ahora, señor -replicó don Quijote-, si vuesa merced no quiere ser oyente
desta que a su parecer ha de ser tragedia, pique la tordilla y póngase en
salvo.

Oído lo cual por Sancho, con lágrimas en los ojos le suplicó desistiese de
tal empresa, en cuya comparación habían sido tortas y pan pintado la de los
molinos de viento y la temerosa de los batanes, y, finalmente, todas las
hazañas que había acometido en todo el discurso de su vida.

-Mire, señor -decía Sancho-, que aquí no hay encanto ni cosa que lo valga;
que yo he visto por entre las verjas y resquicios de la jaula una uña de
león verdadero, y saco por ella que el tal león, cuya debe de ser la tal
uña, es mayor que una montaña.

-El miedo, a lo menos -respondió don Quijote-, te le hará parecer mayor
que la mitad del mundo. Retírate, Sancho, y déjame; y si aquí muriere, ya
sabes nuestro antiguo concierto: acudirás a Dulcinea, y no te digo más.

A éstas añadió otras razones, con que quitó las esperanzas de que no había
de dejar de proseguir su desvariado intento. Quisiera el del Verde Gabán
oponérsele, pero viose desigual en las armas, y no le pareció cordura
tomarse con un loco, que ya se lo había parecido de todo punto don Quijote;
el cual, volviendo a dar priesa al leonero y a reiterar las amenazas, dio
ocasión al hidalgo a que picase la yegua, y Sancho al rucio, y el carretero
a sus mulas, procurando todos apartarse del carro lo más que pudiesen,
antes que los leones se desembanastasen.

Lloraba Sancho la muerte de su señor, que aquella vez sin duda creía que
llegaba en las garras de los leones; maldecía su ventura, y llamaba
menguada la hora en que le vino al pensamiento volver a servirle; pero no
por llorar y lamentarse dejaba de aporrear al rucio para que se alejase del
carro. Viendo, pues, el leonero que ya los que iban huyendo estaban bien
desviados, tornó a requerir y a intimar a don Quijote lo que ya le había
requerido e intimado, el cual respondió que lo oía, y que no se curase de
más intimaciones y requirimientos, que todo sería de poco fruto, y que se
diese priesa.

En el espacio que tardó el leonero en abrir la jaula primera, estuvo
considerando don Quijote si sería bien hacer la batalla antes a pie que a
caballo; y, en fin, se determinó de hacerla a pie, temiendo que Rocinante
se espantaría con la vista de los leones. Por esto saltó del caballo,
arrojó la lanza y embrazó el escudo, y, desenvainando la espada, paso ante
paso, con maravilloso denuedo y corazón valiente, se fue a poner delante
del carro, encomendándose a Dios de todo corazón, y luego a su señora
Dulcinea.

Y es de saber que, llegando a este paso, el autor de esta verdadera
historia exclama y dice: ''¡Oh fuerte y, sobre todo encarecimiento, animoso
don Quijote de la Mancha, espejo donde se pueden mirar todos los valientes
del mundo, segundo y nuevo don Manuel de León, que fue gloria y honra de
los españoles caballeros! ¿Con qué palabras contaré esta tan espantosa
hazaña, o con qué razones la haré creíble a los siglos venideros, o qué
alabanzas habrá que no te convengan y cuadren, aunque sean hipérboles sobre
todos los hipérboles? Tú a pie, tú solo, tú intrépido, tú magnánimo, con
sola una espada, y no de las del perrillo cortadoras, con un escudo no de
muy luciente y limpio acero, estás aguardando y atendiendo los dos más
fieros leones que jamás criaron las africanas selvas. Tus mismos hechos
sean los que te alaben, valeroso manchego, que yo los dejo aquí en su punto
por faltarme palabras con que encarecerlos''.

Aquí cesó la referida exclamación del autor, y pasó adelante, anudando el
hilo de la historia, diciendo que, visto el leonero ya puesto en postura a
don Quijote, y que no podía dejar de soltar al león macho, so pena de caer
en la desgracia del indignado y atrevido caballero, abrió de par en par la
primera jaula, donde estaba, como se ha dicho, el león, el cual pareció de
grandeza extraordinaria y de espantable y fea catadura. Lo primero que hizo
fue revolverse en la jaula, donde venía echado, y tender la garra, y
desperezarse todo; abrió luego la boca y bostezó muy despacio, y, con casi
dos palmos de lengua que sacó fuera, se despolvoreó los ojos y se lavó el
rostro; hecho esto, sacó la cabeza fuera de la jaula y miró a todas partes
con los ojos hechos brasas, vista y ademán para poner espanto a la misma
temeridad. Sólo don Quijote lo miraba atentamente, deseando que saltase ya
del carro y viniese con él a las manos, entre las cuales pensaba hacerle
pedazos.

Hasta aquí llegó el estremo de su jamás vista locura. Pero el generoso
león, más comedido que arrogante, no haciendo caso de niñerías, ni de
bravatas, después de haber mirado a una y otra parte, como se ha dicho,
volvió las espaldas y enseñó sus traseras partes a don Quijote, y con gran
flema y remanso se volvió a echar en la jaula. Viendo lo cual don Quijote,
mandó al leonero que le diese de palos y le irritase para echarle fuera.

-Eso no haré yo -respondió el leonero-, porque si yo le instigo, el primero
a quien hará pedazos será a mí mismo. Vuesa merced, señor caballero, se
contente con lo hecho, que es todo lo que puede decirse en género de
valentía, y no quiera tentar segunda fortuna. El león tiene abierta la
puerta: en su mano está salir, o no salir; pero, pues no ha salido hasta
ahora, no saldrá en todo el día. La grandeza del corazón de vuesa merced ya
está bien declarada: ningún bravo peleante, según a mí se me alcanza, está
obligado a más que a desafiar a su enemigo y esperarle en campaña; y si el
contrario no acude, en él se queda la infamia, y el esperante gana la
corona del vencimiento.

-Así es verdad -respondió don Quijote-: cierra, amigo, la puerta, y dame
por testimonio, en la mejor forma que pudieres, lo que aquí me has visto
hacer; conviene a saber: cómo tú abriste al león, yo le esperé, él no
salió; volvíle a esperar, volvió a no salir y volvióse acostar. No debo
más, y encantos afuera, y Dios ayude a la razón y a la verdad, y a la
verdadera caballería; y cierra, como he dicho, en tanto que hago señas a
los huidos y ausentes, para que sepan de tu boca esta hazaña.

Hízolo así el leonero, y don Quijote, poniendo en la punta de la lanza el
lienzo con que se había limpiado el rostro de la lluvia de los requesones,
comenzó a llamar a los que no dejaban de huir ni de volver la cabeza a cada
paso, todos en tropa y antecogidos del hidalgo; pero, alcanzando Sancho a
ver la señal del blanco paño, dijo:

-Que me maten si mi señor no ha vencido a las fieras bestias, pues nos
llama.

Detuviéronse todos, y conocieron que el que hacía las señas era don
Quijote; y, perdiendo alguna parte del miedo, poco a poco se vinieron
acercando hasta donde claramente oyeron las voces de don Quijote, que los
llamaba. Finalmente, volvieron al carro, y, en llegando, dijo don Quijote
al carretero:

-Volved, hermano, a uncir vuestras mulas y a proseguir vuestro viaje; y tú,
Sancho, dale dos escudos de oro, para él y para el leonero, en recompensa
de lo que por mí se han detenido.

-Ésos daré yo de muy buena gana -respondió Sancho-; pero, ¿qué se han hecho
los leones? ¿Son muertos, o vivos?

Entonces el leonero, menudamente y por sus pausas, contó el fin de la
contienda, exagerando, como él mejor pudo y supo, el valor de don Quijote,
de cuya vista el león, acobardado, no quiso ni osó salir de la jaula,
puesto que había tenido un buen espacio abierta la puerta de la jaula; y
que, por haber él dicho a aquel caballero que era tentar a Dios irritar al
león para que por fuerza saliese, como él quería que se irritase, mal de su
grado y contra toda su voluntad, había permitido que la puerta se cerrase.

-¿Qué te parece desto, Sancho? -dijo don Quijote-. ¿Hay encantos que valgan
contra la verdadera valentía? Bien podrán los encantadores quitarme la
ventura, pero el esfuerzo y el ánimo, será imposible.

Dio los escudos Sancho, unció el carretero, besó las manos el leonero a don
Quijote por la merced recebida, y prometióle de contar aquella valerosa
hazaña al mismo rey, cuando en la corte se viese.

-Pues, si acaso Su Majestad preguntare quién la hizo, diréisle que el
Caballero de los Leones, que de aquí adelante quiero que en éste se
trueque, cambie, vuelva y mude el que hasta aquí he tenido del Caballero de
la Triste Figura; y en esto sigo la antigua usanza de los andantes
caballeros, que se mudaban los nombres cuando querían, o cuando les venía a
cuento.

Siguió su camino el carro, y don Quijote, Sancho y el del Verde Gabán
prosiguieron el suyo.

En todo este tiempo no había hablado palabra don Diego de Miranda, todo
atento a mirar y a notar los hechos y palabras de don Quijote, pareciéndole
que era un cuerdo loco y un loco que tiraba a cuerdo. No había aún llegado
a su noticia la primera parte de su historia; que si la hubiera leído,
cesara la admiración en que lo ponían sus hechos y sus palabras, pues ya
supiera el género de su locura; pero, como no la sabía, ya le tenía por
cuerdo y ya por loco, porque lo que hablaba era concertado, elegante y bien
dicho, y lo que hacía, disparatado, temerario y tonto. Y decía entre sí:

-¿Qué más locura puede ser que ponerse la celada llena de requesones y
darse a entender que le ablandaban los cascos los encantadores? Y ¿qué
mayor temeridad y disparate que querer pelear por fuerza con leones?

Destas imaginaciones y deste soliloquio le sacó don Quijote, diciéndole:

-¿Quién duda, señor don Diego de Miranda, que vuestra merced no me tenga en
su opinión por un hombre disparatado y loco? Y no sería mucho que así
fuese, porque mis obras no pueden dar testimonio de otra cosa. Pues, con
todo esto, quiero que vuestra merced advierta que no soy tan loco ni tan
menguado como debo de haberle parecido. Bien parece un gallardo caballero,
a los ojos de su rey, en la mitad de una gran plaza, dar una lanzada con
felice suceso a un bravo toro; bien parece un caballero, armado de
resplandecientes armas, pasar la tela en alegres justas delante de las
damas, y bien parecen todos aquellos caballeros que en ejercicios
militares, o que lo parezcan, entretienen y alegran, y, si se puede decir,
honran las cortes de sus príncipes; pero sobre todos éstos parece mejor un
caballero andante, que por los desiertos, por las soledades, por las
encrucijadas, por las selvas y por los montes anda buscando peligrosas
aventuras, con intención de darles dichosa y bien afortunada cima, sólo por
alcanzar gloriosa fama y duradera. Mejor parece, digo, un caballero
andante, socorriendo a una viuda en algún despoblado, que un cortesano
caballero, requebrando a una doncella en las ciudades. Todos los caballeros
tienen sus particulares ejercicios: sirva a las damas el cortesano;
autorice la corte de su rey con libreas; sustente los caballeros pobres con
el espléndido plato de su mesa; concierte justas, mantenga torneos y
muéstrese grande, liberal y magnífico, y buen cristiano, sobre todo, y
desta manera cumplirá con sus precisas obligaciones. Pero el andante
caballero busque los rincones del mundo; éntrese en los más intricados
laberintos; acometa a cada paso lo imposible; resista en los páramos
despoblados los ardientes rayos del sol en la mitad del verano, y en el
invierno la dura inclemencia de los vientos y de los yelos; no le asombren
leones, ni le espanten vestiglos, ni atemoricen endriagos; que buscar
éstos, acometer aquéllos y vencerlos a todos son sus principales y
verdaderos ejercicios. Yo, pues, como me cupo en suerte ser uno del número
de la andante caballería, no puedo dejar de acometer todo aquello que a mí
me pareciere que cae debajo de la juridición de mis ejercicios; y así, el
acometer los leones que ahora acometí derechamente me tocaba, puesto que
conocí ser temeridad esorbitante, porque bien sé lo que es valentía, que es
una virtud que está puesta entre dos estremos viciosos, como son la
cobardía y la temeridad; pero menos mal será que el que es valiente toque y
suba al punto de temerario, que no que baje y toque en el punto de cobarde;
que así como es más fácil venir el pródigo a ser liberal que al avaro, así
es más fácil dar el temerario en verdadero valiente que no el cobarde subir
a la verdadera valentía; y, en esto de acometer aventuras, créame vuesa
merced, señor don Diego, que antes se ha de perder por carta de más que de
menos, porque mejor suena en las orejas de los que lo oyen "el tal
caballero es temerario y atrevido" que no "el tal caballero es tímido y
cobarde".

-Digo, señor don Quijote -respondió don Diego-, que todo lo que vuesa
merced ha dicho y hecho va nivelado con el fiel de la misma razón, y que
entiendo que si las ordenanzas y leyes de la caballería andante se
perdiesen, se hallarían en el pecho de vuesa merced como en su mismo
depósito y archivo. Y démonos priesa, que se hace tarde, y lleguemos a mi
aldea y casa, donde descansará vuestra merced del pasado trabajo, que si no
ha sido del cuerpo, ha sido del espíritu, que suele tal vez redundar en
cansancio del cuerpo.

-Tengo el ofrecimiento a gran favor y merced, señor don Diego- respondió
don Quijote.

Y, picando más de lo que hasta entonces, serían como las dos de la tarde
cuando llegaron a la aldea y a la casa de don Diego, a quien don Quijote
llamaba el Caballero del Verde Gabán.





Capítulo XVIII. De lo que sucedió a don Quijote en el castillo o casa del
Caballero del Verde Gabán, con otras cosas extravagantes


Halló don Quijote ser la casa de don Diego de Miranda ancha como de aldea;
las armas, empero, aunque de piedra tosca, encima de la puerta de la calle;
la bodega, en el patio; la cueva, en el portal, y muchas tinajas a la
redonda, que, por ser del Toboso, le renovaron las memorias de su encantada
y transformada Dulcinea; y sospirando, y sin mirar lo que decía, ni delante
de quién estaba, dijo:

-¡Oh dulces prendas, por mi mal halladas,

dulces y alegres cuando Dios quería!

¡Oh tobosescas tinajas, que me habéis traído a la memoria la dulce prenda
de mi mayor amargura!

Oyóle decir esto el estudiante poeta, hijo de don Diego, que con su madre
había salido a recebirle, y madre y hijo quedaron suspensos de ver la
estraña figura de don Quijote; el cual, apeándose de Rocinante, fue con
mucha cortesía a pedirle las manos para besárselas, y don Diego dijo:

-Recebid, señora, con vuestro sólito agrado al señor don Quijote de la
Mancha, que es el que tenéis delante, andante caballero y el más valiente y
el más discreto que tiene el mundo.

La señora, que doña Cristina se llamaba, le recibió con muestras de mucho
amor y de mucha cortesía, y don Quijote se le ofreció con asaz de discretas
y comedidas razones. Casi los mismos comedimientos pasó con el estudiante,
que, en oyéndole hablar don Quijote, le tuvo por discreto y agudo.

Aquí pinta el autor todas las circunstancias de la casa de don Diego,
pintándonos en ellas lo que contiene una casa de un caballero labrador y
rico; pero al traductor desta historia le pareció pasar estas y otras
semejantes menudencias en silencio, porque no venían bien con el propósito
principal de la historia, la cual más tiene su fuerza en la verdad que en
las frías digresiones.

Entraron a don Quijote en una sala, desarmóle Sancho, quedó en valones y en
jubón de camuza, todo bisunto con la mugre de las armas: el cuello era
valona a lo estudiantil, sin almidón y sin randas; los borceguíes eran
datilados, y encerados los zapatos. Ciñóse su buena espada, que pendía de
un tahalí de lobos marinos; que es opinión que muchos años fue enfermo de
los riñones; cubrióse un herreruelo de buen paño pardo; pero antes de todo,
con cinco calderos, o seis, de agua, que en la cantidad de los calderos hay
alguna diferencia, se lavó la cabeza y rostro, y todavía se quedó el agua
de color de suero, merced a la golosina de Sancho y a la compra de sus
negros requesones, que tan blanco pusieron a su amo. Con los referidos
atavíos, y con gentil donaire y gallardía, salió don Quijote a otra sala,
donde el estudiante le estaba esperando para entretenerle en tanto que las
mesas se ponían; que, por la venida de tan noble huésped, quería la señora
doña Cristina mostrar que sabía y podía regalar a los que a su casa
llegasen.

En tanto que don Quijote se estuvo desarmando, tuvo lugar don Lorenzo, que
así se llamaba el hijo de don Diego, de decir a su padre:

-¿Quién diremos, señor, que es este caballero que vuesa merced nos ha
traído a casa? Que el nombre, la figura, y el decir que es caballero
andante, a mí y a mi madre nos tiene suspensos.

-No sé lo que te diga, hijo -respondió don Diego-; sólo te sabré decir que
le he visto hacer cosas del mayor loco del mundo, y decir razones tan
discretas que borran y deshacen sus hechos: háblale tú, y toma el pulso a
lo que sabe, y, pues eres discreto, juzga de su discreción o tontería lo
que más puesto en razón estuviere; aunque, para decir verdad, antes le
tengo por loco que por cuerdo.

Con esto, se fue don Lorenzo a entretener a don Quijote, como queda dicho,
y, entre otras pláticas que los dos pasaron, dijo don Quijote a don
Lorenzo:

-El señor don Diego de Miranda, padre de vuesa merced, me ha dado noticia
de la rara habilidad y sutil ingenio que vuestra merced tiene, y, sobre
todo, que es vuesa merced un gran poeta.

-Poeta, bien podrá ser -respondió don Lorenzo-, pero grande, ni por
pensamiento. Verdad es que yo soy algún tanto aficionado a la poesía y a
leer los buenos poetas, pero no de manera que se me pueda dar el nombre de
grande que mi padre dice.

-No me parece mal esa humildad -respondió don Quijote-, porque no hay poeta
que no sea arrogante y piense de sí que es el mayor poeta del mundo.

-No hay regla sin excepción -respondió don Lorenzo-, y alguno habrá que lo
sea y no lo piense.

-Pocos -respondió don Quijote-; pero dígame vuesa merced: ¿qué versos son
los que agora trae entre manos, que me ha dicho el señor su padre que le
traen algo inquieto y pensativo? Y si es alguna glosa, a mí se me entiende
algo de achaque de glosas, y holgaría saberlos; y si es que son de justa
literaria, procure vuestra merced llevar el segundo premio, que el primero
siempre se lleva el favor o la gran calidad de la persona, el segundo se le
lleva la mera justicia, y el tercero viene a ser segundo, y el primero, a
esta cuenta, será el tercero, al modo de las licencias que se dan en las
universidades; pero, con todo esto, gran personaje es el nombre de primero.

-Hasta ahora -dijo entre sí don Lorenzo-, no os podré yo juzgar por loco;
vamos adelante.

Y díjole:

-Paréceme que vuesa merced ha cursado las escuelas: ¿qué ciencias ha oído?

-La de la caballería andante -respondió don Quijote-, que es tan buena como
la de la poesía, y aun dos deditos más.

-No sé qué ciencia sea ésa -replicó don Lorenzo-, y hasta ahora no ha
llegado a mi noticia.

-Es una ciencia -replicó don Quijote- que encierra en sí todas o las más
ciencias del mundo, a causa que el que la profesa ha de ser jurisperito, y
saber las leyes de la justicia distributiva y comutativa, para dar a cada
uno lo que es suyo y lo que le conviene; ha de ser teólogo, para saber dar
razón de la cristiana ley que profesa, clara y distintamente, adondequiera
que le fuere pedido; ha de ser médico y principalmente herbolario, para
conocer en mitad de los despoblados y desiertos las yerbas que tienen
virtud de sanar las heridas, que no ha de andar el caballero andante a cada
triquete buscando quien se las cure; ha de ser astrólogo, para conocer por
las estrellas cuántas horas son pasadas de la noche, y en qué parte y en
qué clima del mundo se halla; ha de saber las matemáticas, porque a cada
paso se le ofrecerá tener necesidad dellas; y, dejando aparte que ha de
estar adornado de todas las virtudes teologales y cardinales, decendiendo a
otras menudencias, digo que ha de saber nadar como dicen que nadaba el peje
Nicolás o Nicolao; ha de saber herrar un caballo y aderezar la silla y el
freno; y, volviendo a lo de arriba, ha de guardar la fe a Dios y a su dama;
ha de ser casto en los pensamientos, honesto en las palabras, liberal en
las obras, valiente en los hechos, sufrido en los trabajos, caritativo con
los menesterosos, y, finalmente, mantenedor de la verdad, aunque le cueste
la vida el defenderla. De todas estas grandes y mínimas partes se compone
un buen caballero andante; porque vea vuesa merced, señor don Lorenzo, si
es ciencia mocosa lo que aprende el caballero que la estudia y la profesa,
y si se puede igualar a las más estiradas que en los ginasios y escuelas se
enseñan.

-Si eso es así -replicó don Lorenzo-, yo digo que se aventaja esa ciencia a
todas.

-¿Cómo si es así? -respondió don Quijote.

Lo que yo quiero decir -dijo don Lorenzo- es que dudo que haya habido, ni
que los hay ahora, caballeros andantes y adornados de virtudes tantas.

-Muchas veces he dicho lo que vuelvo a decir ahora -respondió don Quijote-:
que la mayor parte de la gente del mundo está de parecer de que no ha
habido en él caballeros andantes; y, por parecerme a mí que si el cielo
milagrosamente no les da a entender la verdad de que los hubo y de que los
hay, cualquier trabajo que se tome ha de ser en vano, como muchas veces me
lo ha mostrado la experiencia, no quiero detenerme agora en sacar a vuesa
merced del error que con los muchos tiene; lo que pienso hacer es el rogar
al cielo le saque dél, y le dé a entender cuán provechosos y cuán
necesarios fueron al mundo los caballeros andantes en los pasados siglos, y
cuán útiles fueran en el presente si se usaran; pero triunfan ahora, por
pecados de las gentes, la pereza, la ociosidad, la gula y el regalo.

-Escapado se nos ha nuestro huésped -dijo a esta sazón entre sí don
Lorenzo-, pero, con todo eso, él es loco bizarro, y yo sería mentecato
flojo si así no lo creyese.

Aquí dieron fin a su plática, porque los llamaron a comer. Preguntó don
Diego a su hijo qué había sacado en limpio del ingenio del huésped. A lo
que él respondió:

-No le sacarán del borrador de su locura cuantos médicos y buenos
escribanos tiene el mundo: él es un entreverado loco, lleno de lúcidos
intervalos.

Fuéronse a comer, y la comida fue tal como don Diego había dicho en el
camino que la solía dar a sus convidados: limpia, abundante y sabrosa; pero
de lo que más se contentó don Quijote fue del maravilloso silencio que en
toda la casa había, que semejaba un monasterio de cartujos. Levantados,
pues, los manteles, y dadas gracias a Dios y agua a las manos, don
Quijote pidió ahincadamente a don Lorenzo dijese los versos de la justa
literaria; a lo que él respondió que, por no parecer de aquellos poetas que
cuando les ruegan digan sus versos los niegan y cuando no se los piden los
vomitan,...

-...yo diré mi glosa, de la cual no espero premio alguno, que sólo por
ejercitar el ingenio la he hecho.

-Un amigo y discreto -respondió don Quijote- era de parecer que no se había
de cansar nadie en glosar versos; y la razón, decía él, era que jamás la
glosa podía llegar al texto, y que muchas o las más veces iba la glosa
fuera de la intención y propósito de lo que pedía lo que se glosaba; y más,
que las leyes de la glosa eran demasiadamente estrechas: que no sufrían
interrogantes, ni dijo, ni diré, ni hacer nombres de verbos, ni mudar el
sentido, con otras ataduras y estrechezas con que van atados los que
glosan, como vuestra merced debe de saber.

-Verdaderamente, señor don Quijote -dijo don Lorenzo-, que deseo coger a
vuestra merced en un mal latín continuado, y no puedo, porque se me desliza
de entre las manos como anguila.

-No entiendo -respondió don Quijote- lo que vuestra merced dice ni quiere
decir en eso del deslizarme.

-Yo me daré a entender -respondió don Lorenzo-; y por ahora esté vuesa
merced atento a los versos glosados y a la glosa, que dicen desta manera:

¡Si mi fue tornase a es,

sin esperar más será,

o viniese el tiempo ya

de lo que será después...!

Glosa

Al fin, como todo pasa,

se pasó el bien que me dio

Fortuna, un tiempo no escasa,

y nunca me le volvió,

ni abundante, ni por tasa.

Siglos ha ya que me vees,

Fortuna, puesto a tus pies;

vuélveme a ser venturoso,

que será mi ser dichoso

si mi fue tornase a es.

No quiero otro gusto o gloria,

otra palma o vencimiento,

otro triunfo, otra vitoria,

sino volver al contento

que es pesar en mi memoria.

Si tú me vuelves allá,

Fortuna, templado está

todo el rigor de mi fuego,

y más si este bien es luego,

sin esperar más será.

Cosas imposibles pido,

pues volver el tiempo a ser

después que una vez ha sido,

no hay en la tierra poder

que a tanto se haya estendido.

Corre el tiempo, vuela y va

ligero, y no volverá,

y erraría el que pidiese,

o que el tiempo ya se fuese,

o volviese el tiempo ya.

Vivo en perpleja vida,

ya esperando, ya temiendo:

es muerte muy conocida,

y es mucho mejor muriendo

buscar al dolor salida.

A mí me fuera interés

acabar, mas no lo es,

pues, con discurso mejor,

me da la vida el temor

de lo que será después.

En acabando de decir su glosa don Lorenzo, se levantó en pie don Quijote,
y, en voz levantada, que parecía grito, asiendo con su mano la derecha de
don Lorenzo, dijo:

-¡Viven los cielos donde más altos están, mancebo generoso, que sois el
mejor poeta del orbe, y que merecéis estar laureado, no por Chipre ni por
Gaeta, como dijo un poeta, que Dios perdone, sino por las academias de
Atenas, si hoy vivieran, y por las que hoy viven de París, Bolonia y
Salamanca! Plega al cielo que los jueces que os quitaren el premio primero,
Febo los asaetee y las Musas jamás atraviesen los umbrales de sus casas.
Decidme, señor, si sois servido, algunos versos mayores, que quiero tomar
de todo en todo el pulso a vuestro admirable ingenio.

¿No es bueno que dicen que se holgó don Lorenzo de verse alabar de don
Quijote, aunque le tenía por loco? ¡Oh fuerza de la adulación, a cuánto te
estiendes, y cuán dilatados límites son los de tu juridición agradable!
Esta verdad acreditó don Lorenzo, pues concedió con la demanda y deseo de
don Quijote, diciéndole este soneto a la fábula o historia de Píramo y
Tisbe:

Soneto

El muro rompe la doncella hermosa

que de Píramo abrió el gallardo pecho:

parte el Amor de Chipre, y va derecho

a ver la quiebra estrecha y prodigiosa.

Habla el silencio allí, porque no osa

la voz entrar por tan estrecho estrecho;

las almas sí, que amor suele de hecho

facilitar la más difícil cosa.

Salió el deseo de compás, y el paso

de la imprudente virgen solicita

por su gusto su muerte; ved qué historia:

que a entrambos en un punto, ¡oh estraño caso!,

los mata, los encubre y resucita

una espada, un sepulcro, una memoria.

-¡Bendito sea Dios! -dijo don Quijote habiendo oído el soneto a don
Lorenzo-, que entre los infinitos poetas consumidos que hay, he visto un
consumado poeta, como lo es vuesa merced, señor mío; que así me lo da a
entender el artificio deste soneto.

Cuatro días estuvo don Quijote regaladísimo en la casa de don Diego, al
cabo de los cuales le pidió licencia para irse, diciéndole que le agradecía
la merced y buen tratamiento que en su casa había recebido; pero que, por
no parecer bien que los caballeros andantes se den muchas horas a ocio y al
regalo, se quería ir a cumplir con su oficio, buscando las aventuras, de
quien tenía noticia que aquella tierra abundaba, donde esperaba entretener
el tiempo hasta que llegase el día de las justas de Zaragoza, que era el de
su derecha derrota; y que primero había de entrar en la cueva de
Montesinos, de quien tantas y tan admirables cosas en aquellos contornos se
contaban, sabiendo e inquiriendo asimismo el nacimiento y verdaderos
manantiales de las siete lagunas llamadas comúnmente de Ruidera.

Don Diego y su hijo le alabaron su honrosa determinación, y le dijeron que
tomase de su casa y de su hacienda todo lo que en grado le viniese, que le
servirían con la voluntad posible; que a ello les obligaba el valor de su
persona y la honrosa profesión suya.

Llegóse, en fin, el día de su partida, tan alegre para don Quijote como
triste y aciago para Sancho Panza, que se hallaba muy bien con la
abundancia de la casa de don Diego, y rehusaba de volver a la hambre que se
usa en las florestas, despoblados, y a la estrecheza de sus mal proveídas
alforjas. Con todo esto, las llenó y colmó de lo más necesario que le
pareció; y al despedirse dijo don Quijote a don Lorenzo:

-No sé si he dicho a vuesa merced otra vez, y si lo he dicho lo vuelvo a
decir, que cuando vuesa merced quisiere ahorrar caminos y trabajos para
llegar a la inacesible cumbre del templo de la Fama, no tiene que hacer
otra cosa sino dejar a una parte la senda de la poesía, algo estrecha, y
tomar la estrechísima de la andante caballería, bastante para hacerle
emperador en daca las pajas.

Con estas razones acabó don Quijote de cerrar el proceso de su locura, y
más con las que añadió, diciendo:

-Sabe Dios si quisiera llevar conmigo al señor don Lorenzo, para enseñarle
cómo se han de perdonar los sujetos, y supeditar y acocear los soberbios,
virtudes anejas a la profesión que yo profeso; pero, pues no lo pide su
poca edad, ni lo querrán consentir sus loables ejercicios, sólo me contento
con advertirle a vuesa merced que, siendo poeta, podrá ser famoso si se
guía más por el parecer ajeno que por el propio, porque no hay padre ni
madre a quien sus hijos le parezcan feos, y en los que lo son del
entendimiento corre más este engaño.

De nuevo se admiraron padre y hijo de las entremetidas razones de don
Quijote, ya discretas y ya disparatadas, y del tema y tesón que llevaba de
acudir de todo en todo a la busca de sus desventuradas aventuras, que las
tenía por fin y blanco de sus deseos. Reiteráronse los ofrecimientos y
comedimientos, y, con la buena licencia de la señora del castillo, don
Quijote y Sancho, sobre Rocinante y el rucio, se partieron.





Capítulo XIX. Donde se cuenta la aventura del pastor enamorado, con otros
en verdad graciosos sucesos


Poco trecho se había alongado don Quijote del lugar de don Diego, cuando
encontró con dos como clérigos o como estudiantes y con dos labradores que
sobre cuatro bestias asnales venían caballeros. El uno de los estudiantes
traía, como en portamanteo, en un lienzo de bocací verde envuelto, al
parecer, un poco de grana blanca y dos pares de medias de cordellate; el
otro no traía otra cosa que dos espadas negras de esgrima, nuevas, y con
sus zapatillas. Los labradores traían otras cosas, que daban indicio y
señal que venían de alguna villa grande, donde las habían comprado, y las
llevaban a su aldea; y así estudiantes como labradores cayeron en la misma
admiración en que caían todos aquellos que la vez primera veían a don
Quijote, y morían por saber qué hombre fuese aquél tan fuera del uso de los
otros hombres.

Saludóles don Quijote, y, después de saber el camino que llevaban, que era
el mesmo que él hacía, les ofreció su compañía, y les pidió detuviesen el
paso, porque caminaban más sus pollinas que su caballo; y, para obligarlos,
en breves razones les dijo quién era, y su oficio y profesión, que era de
caballero andante que iba a buscar las aventuras por todas las partes del
mundo. Díjoles que se llamaba de nombre propio don Quijote de la Mancha, y
por el apelativo, el Caballero de los Leones. Todo esto para los labradores
era hablarles en griego o en jerigonza, pero no para los estudiantes, que
luego entendieron la flaqueza del celebro de don Quijote; pero, con todo
eso, le miraban con admiración y con respecto, y uno dellos le dijo:

-Si vuestra merced, señor caballero, no lleva camino determinado, como no
le suelen llevar los que buscan las aventuras, vuesa merced se venga con
nosotros: verá una de las mejores bodas y más ricas que hasta el día de hoy
se habrán celebrado en la Mancha, ni en otras muchas leguas a la redonda.

Preguntóle don Quijote si eran de algún príncipe, que así las ponderaba.

-No son -respondió el estudiante- sino de un labrador y una labradora: él,
el más rico de toda esta tierra; y ella, la más hermosa que han visto los
hombres. El aparato con que se han de hacer es estraordinario y nuevo,
porque se han de celebrar en un prado que está junto al pueblo de la novia,
a quien por excelencia llaman Quiteria la hermosa, y el desposado se llama
Camacho el rico; ella de edad de diez y ocho años, y él de veinte y dos;
ambos para en uno, aunque algunos curiosos que tienen de memoria los
linajes de todo el mundo quieren decir que el de la hermosa Quiteria se
aventaja al de Camacho; pero ya no se mira en esto, que las riquezas son
poderosas de soldar muchas quiebras. En efecto, el tal Camacho es liberal y
hásele antojado de enramar y cubrir todo el prado por arriba, de tal suerte
que el sol se ha de ver en trabajo si quiere entrar a visitar las yerbas
verdes de que está cubierto el suelo. Tiene asimesmo maheridas danzas, así
de espadas como de cascabel menudo, que hay en su pueblo quien los repique
y sacuda por estremo; de zapateadores no digo nada, que es un juicio los
que tiene muñidos; pero ninguna de las cosas referidas ni otras muchas que
he dejado de referir ha de hacer más memorables estas bodas, sino las que
imagino que hará en ellas el despechado Basilio. Es este Basilio un zagal
vecino del mesmo lugar de Quiteria, el cual tenía su casa pared y medio de
la de los padres de Quiteria, de donde tomó ocasión el amor de renovar al
mundo los ya olvidados amores de Píramo y Tisbe, porque Basilio se enamoró
de Quiteria desde sus tiernos y primeros años, y ella fue correspondiendo a
su deseo con mil honestos favores, tanto, que se contaban por
entretenimiento en el pueblo los amores de los dos niños Basilio y
Quiteria. Fue creciendo la edad, y acordó el padre de Quiteria de estorbar
a Basilio la ordinaria entrada que en su casa tenía; y, por quitarse de
andar receloso y lleno de sospechas, ordenó de casar a su hija con el rico
Camacho, no pareciéndole ser bien casarla con Basilio, que no tenía tantos
bienes de fortuna como de naturaleza; pues si va a decir las verdades sin
invidia, él es el más ágil mancebo que conocemos: gran tirador de barra,
luchador estremado y gran jugador de pelota; corre como un gamo, salta más
que una cabra y birla a los bolos como por encantamento; canta como una
calandria, y toca una guitarra, que la hace hablar, y, sobre todo, juega
una espada como el más pintado.

-Por esa sola gracia -dijo a esta sazón don Quijote-, merecía ese mancebo
no sólo casarse con la hermosa Quiteria, sino con la mesma reina Ginebra,
si fuera hoy viva, a pesar de Lanzarote y de todos aquellos que estorbarlo
quisieran.

-¡A mi mujer con eso! -dijo Sancho Panza, que hasta entonces había ido
callando y escuchando-, la cual no quiere sino que cada uno case con su
igual, ateniéndose al refrán que dicen "cada oveja con su pareja". Lo que
yo quisiera es que ese buen Basilio, que ya me le voy aficionando, se
casara con esa señora Quiteria; que buen siglo hayan y buen poso, iba a
decir al revés, los que estorban que se casen los que bien se quieren.

-Si todos los que bien se quieren se hubiesen de casar -dijo don Quijote-,
quitaríase la eleción y juridición a los padres de casar sus hijos con
quien y cuando deben; y si a la voluntad de las hijas quedase escoger los
maridos, tal habría que escogiese al criado de su padre, y tal al que vio
pasar por la calle, a su parecer, bizarro y entonado, aunque fuese un
desbaratado espadachín; que el amor y la afición con facilidad ciegan los
ojos del entendimiento, tan necesarios para escoger estado, y el del
matrimonio está muy a peligro de errarse, y es menester gran tiento y
particular favor del cielo para acertarle. Quiere hacer uno un viaje largo,
y si es prudente, antes de ponerse en camino busca alguna compañía segura y
apacible con quien acompañarse; pues, ¿por qué no hará lo mesmo el que ha
de caminar toda la vida, hasta el paradero de la muerte, y más si la
compañía le ha de acompañar en la cama, en la mesa y en todas partes, como
es la de la mujer con su marido? La de la propia mujer no es mercaduría que
una vez comprada se vuelve, o se trueca o cambia, porque es accidente
inseparable, que dura lo que dura la vida: es un lazo que si una vez le
echáis al cuello, se vuelve en el nudo gordiano, que si no le corta la
guadaña de la muerte, no hay desatarle. Muchas más cosas pudiera decir en
esta materia, si no lo estorbara el deseo que tengo de saber si le queda
más que decir al señor licenciado acerca de la historia de Basilio.

A lo que respondió el estudiante bachiller, o licenciado, como le llamó don
Quijote, que:

-De todo no me queda más que decir sino que desde el punto que Basilio supo
que la hermosa Quiteria se casaba con Camacho el rico, nunca más le han
visto reír ni hablar razón concertada, y siempre anda pensativo y triste,
hablando entre sí mismo, con que da ciertas y claras señales de que se le
ha vuelto el juicio: come poco y duerme poco, y lo que come son frutas, y
en lo que duerme, si duerme, es en el campo, sobre la dura tierra, como
animal bruto; mira de cuando en cuando al cielo, y otras veces clava los
ojos en la tierra, con tal embelesamiento, que no parece sino estatua
vestida que el aire le mueve la ropa. En fin, él da tales muestras de tener
apasionado el corazón, que tememos todos los que le conocemos que el dar el
sí mañana la hermosa Quiteria ha de ser la sentencia de su muerte.

-Dios lo hará mejor -dijo Sancho-; que Dios, que da la llaga, da la
medicina; nadie sabe lo que está por venir: de aquí a mañana muchas horas
hay, y en una, y aun en un momento, se cae la casa; yo he visto llover y
hacer sol, todo a un mesmo punto; tal se acuesta sano la noche, que no se
puede mover otro día. Y díganme, ¿por ventura habrá quien se alabe que
tiene echado un clavo a la rodaja de la Fortuna? No, por cierto; y entre el
sí y el no de la mujer no me atrevería yo a poner una punta de alfiler,
porque no cabría. Denme a mí que Quiteria quiera de buen corazón y de buena
voluntad a Basilio, que yo le daré a él un saco de buena ventura: que el
amor, según yo he oído decir, mira con unos antojos que hacen parecer oro
al cobre, a la pobreza riqueza, y a las lagañas perlas.

-¿Adónde vas a parar, Sancho, que seas maldito? -dijo don Quijote-; que


 


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