Don Quijote
by
Miguel de Cervantes [Saavedra] [in Spanish]

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No había bien acabado de decir estas razones Sancho, cuando llegaron a sus
oídos relinchos de Rocinante; los cuales relinchos tomó don Quijote por
felicísimo agüero, y determinó de hacer de allí a tres o cuatro días otra
salida; y, declarando su intento al bachiller, le pidió consejo por qué
parte comenzaría su jornada; el cual le respondió que era su parecer que
fuese al reino de Aragón y a la ciudad de Zaragoza, adonde, de allí a pocos
días, se habían de hacer unas solenísimas justas por la fiesta de San
Jorge, en las cuales podría ganar fama sobre todos los caballeros
aragoneses, que sería ganarla sobre todos los del mundo. Alabóle ser
honradísima y valentísima su determinación, y advirtióle que anduviese más
atentado en acometer los peligros, a causa que su vida no era suya, sino de
todos aquellos que le habían de menester para que los amparase y socorriese
en sus desventuras.

-Deso es lo que yo reniego, señor Sansón -dijo a este punto Sancho-, que
así acomete mi señor a cien hombres armados como un muchacho goloso a media
docena de badeas. ¡Cuerpo del mundo, señor bachiller! Sí, que tiempos hay
de acometer y tiempos de retirar; sí, no ha de ser todo "¡Santiago, y
cierra, España!" Y más, que yo he oído decir, y creo que a mi señor mismo,
si mal no me acuerdo, que en los estremos de cobarde y de temerario está el
medio de la valentía; y si esto es así, no quiero que huya sin tener para
qué, ni que acometa cuando la demasía pide otra cosa. Pero, sobre todo,
aviso a mi señor que si me ha de llevar consigo, ha de ser con condición
que él se lo ha de batallar todo, y que yo no he de estar obligado a otra
cosa que a mirar por su persona en lo que tocare a su limpieza y a su
regalo; que en esto yo le bailaré el agua delante; pero pensar que tengo de
poner mano a la espada, aunque sea contra villanos malandrines de hacha y
capellina, es pensar en lo escusado. Yo, señor Sansón, no pienso granjear
fama de valiente, sino del mejor y más leal escudero que jamás sirvió a
caballero andante; y si mi señor don Quijote, obligado de mis muchos y
buenos servicios, quisiere darme alguna ínsula de las muchas que su merced
dice que se ha de topar por ahí, recibiré mucha merced en ello; y cuando no
me la diere, nacido soy, y no ha de vivir el hombre en hoto de otro sino de
Dios; y más, que tan bien, y aun quizá mejor, me sabrá el pan desgobernado
que siendo gobernador; y ¿sé yo por ventura si en esos gobiernos me tiene
aparejada el diablo alguna zancadilla donde tropiece y caiga y me haga las
muelas? Sancho nací, y Sancho pienso morir; pero si con todo esto, de
buenas a buenas, sin mucha solicitud y sin mucho riesgo, me deparase el
cielo alguna ínsula, o otra cosa semejante, no soy tan necio que la
desechase; que también se dice: "Cuando te dieren la vaquilla, corre con la
soguilla"; y "Cuando viene el bien, mételo en tu casa".

-Vos, hermano Sancho -dijo Carrasco-, habéis hablado como un catedrático;
pero, con todo eso, confiad en Dios y en el señor don Quijote, que os ha de
dar un reino, no que una ínsula.

-Tanto es lo de más como lo de menos -respondió Sancho-; aunque sé decir al
señor Carrasco que no echara mi señor el reino que me diera en saco roto,
que yo he tomado el pulso a mí mismo, y me hallo con salud para regir
reinos y gobernar ínsulas, y esto ya otras veces lo he dicho a mi señor.

-Mirad, Sancho -dijo Sansón-, que los oficios mudan las costumbres, y
podría ser que viéndoos gobernador no conociésedes a la madre que os parió.

-Eso allá se ha de entender -respondió Sancho- con los que nacieron en las
malvas, y no con los que tienen sobre el alma cuatro dedos de enjundia de
cristianos viejos, como yo los tengo. ¡No, sino llegaos a mi condición, que
sabrá usar de desagradecimiento con alguno!

-Dios lo haga -dijo don Quijote-, y ello dirá cuando el gobierno venga; que
ya me parece que le trayo entre los ojos.

Dicho esto, rogó al bachiller que, si era poeta, le hiciese merced de
componerle unos versos que tratasen de la despedida que pensaba hacer de su
señora Dulcinea del Toboso, y que advirtiese que en el principio de cada
verso había de poner una letra de su nombre, de manera que al fin de los
versos, juntando las primeras letras, se leyese: Dulcinea del Toboso.

El bachiller respondió que, puesto que él no era de los famosos poetas que
había en España, que decían que no eran sino tres y medio, que no dejaría
de componer los tales metros, aunque hallaba una dificultad grande en su
composición, a causa que las letras que contenían el nombre eran diez y
siete; y que si hacía cuatro castellanas de a cuatro versos, sobrara una
letra; y si de a cinco, a quien llaman décimas o redondillas, faltaban tres
letras; pero, con todo eso, procuraría embeber una letra lo mejor que
pudiese, de manera que en las cuatro castellanas se incluyese el nombre de
Dulcinea del Toboso.

-Ha de ser así en todo caso -dijo don Quijote-; que si allí no va el nombre
patente y de manifiesto, no hay mujer que crea que para ella se hicieron
los metros.

Quedaron en esto y en que la partida sería de allí a ocho días. Encargó don
Quijote al bachiller la tuviese secreta, especialmente al cura y a maese
Nicolás, y a su sobrina y al ama, porque no estorbasen su honrada y
valerosa determinación. Todo lo prometió Carrasco. Con esto se despidió,
encargando a don Quijote que de todos sus buenos o malos sucesos le
avisase, habiendo comodidad; y así, se despidieron, y Sancho fue a poner en
orden lo necesario para su jornada.





Capítulo V. De la discreta y graciosa plática que pasó entre Sancho Panza y
su mujer Teresa Panza, y otros sucesos dignos de felice recordación


(Llegando a escribir el traductor desta historia este quinto capítulo, dice
que le tiene por apócrifo, porque en él habla Sancho Panza con otro estilo
del que se podía prometer de su corto ingenio, y dice cosas tan sutiles,
que no tiene por posible que él las supiese; pero que no quiso dejar de
traducirlo, por cumplir con lo que a su oficio debía; y así, prosiguió
diciendo:)

Llegó Sancho a su casa tan regocijado y alegre, que su mujer conoció su
alegría a tiro de ballesta; tanto, que la obligó a preguntarle:

-¿Qué traés, Sancho amigo, que tan alegre venís?

A lo que él respondió:

-Mujer mía, si Dios quisiera, bien me holgara yo de no estar tan contento
como muestro.

-No os entiendo, marido -replicó ella-, y no sé qué queréis decir en eso de
que os holgáredes, si Dios quisiera, de no estar contento; que, maguer
tonta, no sé yo quién recibe gusto de no tenerle.

-Mirad, Teresa -respondió Sancho-: yo estoy alegre porque tengo determinado
de volver a servir a mi amo don Quijote, el cual quiere la vez tercera
salir a buscar las aventuras; y yo vuelvo a salir con él, porque lo quiere
así mi necesidad, junto con la esperanza, que me alegra, de pensar si podré
hallar otros cien escudos como los ya gastados, puesto que me entristece el
haberme de apartar de ti y de mis hijos; y si Dios quisiera darme de comer
a pie enjuto y en mi casa, sin traerme por vericuetos y encrucijadas, pues
lo podía hacer a poca costa y no más de quererlo, claro está que mi alegría
fuera más firme y valedera, pues que la que tengo va mezclada con la
tristeza del dejarte; así que, dije bien que holgara, si Dios quisiera, de
no estar contento.

-Mirad, Sancho -replicó Teresa-: después que os hicistes miembro de
caballero andante habláis de tan rodeada manera, que no hay quien os
entienda.

-Basta que me entienda Dios, mujer -respondió Sancho-, que Él es el
entendedor de todas las cosas, y quédese esto aquí; y advertid, hermana,
que os conviene tener cuenta estos tres días con el rucio, de manera que
esté para armas tomar: dobladle los piensos, requerid la albarda y las
demás jarcias, porque no vamos a bodas, sino a rodear el mundo, y a tener
dares y tomares con gigantes, con endriagos y con vestiglos, y a oír
silbos, rugidos, bramidos y baladros; y aun todo esto fuera flores de
cantueso si no tuviéramos que entender con yangüeses y con moros
encantados.

-Bien creo yo, marido -replicó Teresa-, que los escuderos andantes no comen
el pan de balde; y así, quedaré rogando a Nuestro Señor os saque presto de
tanta mala ventura.

-Yo os digo, mujer -respondió Sancho-, que si no pensase antes de mucho
tiempo verme gobernador de una ínsula, aquí me caería muerto.

-Eso no, marido mío -dijo Teresa-: viva la gallina, aunque sea con su
pepita; vivid vos, y llévese el diablo cuantos gobiernos hay en el mundo;
sin gobierno salistes del vientre de vuestra madre, sin gobierno habéis
vivido hasta ahora, y sin gobierno os iréis, o os llevarán, a la sepultura
cuando Dios fuere servido. Como ésos hay en el mundo que viven sin
gobierno, y no por eso dejan de vivir y de ser contados en el número de las
gentes. La mejor salsa del mundo es la hambre; y como ésta no falta a los
pobres, siempre comen con gusto. Pero mirad, Sancho: si por ventura os
viéredes con algún gobierno, no os olvidéis de mí y de vuestros hijos.
Advertid que Sanchico tiene ya quince años cabales, y es razón que vaya a
la escuela, si es que su tío el abad le ha de dejar hecho de la Iglesia.
Mirad también que Mari Sancha, vuestra hija, no se morirá si la casamos;
que me va dando barruntos que desea tanto tener marido como vos deseáis
veros con gobierno; y, en fin en fin, mejor parece la hija mal casada que
bien abarraganada.

-A buena fe -respondió Sancho- que si Dios me llega a tener algo qué de
gobierno, que tengo de casar, mujer mía, a Mari Sancha tan altamente que no
la alcancen sino con llamarla señora.

-Eso no, Sancho -respondió Teresa-: casadla con su igual, que es lo más
acertado; que si de los zuecos la sacáis a chapines, y de saya parda de
catorceno a verdugado y saboyanas de seda, y de una Marica y un tú a una
doña tal y señoría, no se ha de hallar la mochacha, y a cada paso ha de
caer en mil faltas, descubriendo la hilaza de su tela basta y grosera.

-Calla, boba -dijo Sancho-, que todo será usarlo dos o tres años; que
después le vendrá el señorío y la gravedad como de molde; y cuando no, ¿qué
importa? Séase ella señoría, y venga lo que viniere.

-Medíos, Sancho, con vuestro estado -respondió Teresa-; no os queráis alzar
a mayores, y advertid al refrán que dice: "Al hijo de tu vecino, límpiale
las narices y métele en tu casa". ¡Por cierto, que sería gentil cosa casar
a nuestra María con un condazo, o con caballerote que, cuando se le
antojase, la pusiese como nueva, llamándola de villana, hija del
destripaterrones y de la pelarruecas! ¡No en mis días, marido! ¡Para eso,
por cierto, he criado yo a mi hija! Traed vos dineros, Sancho, y el casarla
dejadlo a mi cargo; que ahí está Lope Tocho, el hijo de Juan Tocho, mozo
rollizo y sano, y que le conocemos, y sé que no mira de mal ojo a la
mochacha; y con éste, que es nuestro igual, estará bien casada, y le
tendremos siempre a nuestros ojos, y seremos todos unos, padres y hijos,
nietos y yernos, y andará la paz y la bendición de Dios entre todos
nosotros; y no casármela vos ahora en esas cortes y en esos palacios
grandes, adonde ni a ella la entiendan, ni ella se entienda.

-Ven acá, bestia y mujer de Barrabás -replicó Sancho-: ¿por qué quieres tú
ahora, sin qué ni para qué, estorbarme que no case a mi hija con quien me
dé nietos que se llamen señoría? Mira, Teresa: siempre he oído decir a mis
mayores que el que no sabe gozar de la ventura cuando le viene, que no se
debe quejar si se le pasa. Y no sería bien que ahora, que está llamando a
nuestra puerta, se la cerremos; dejémonos llevar deste viento favorable que
nos sopla.

(Por este modo de hablar, y por lo que más abajo dice Sancho, dijo el
tradutor desta historia que tenía por apócrifo este capítulo.)

-¿No te parece, animalia -prosiguió Sancho-, que será bien dar con mi
cuerpo en algún gobierno provechoso que nos saque el pie del lodo? Y cásese
a Mari Sancha con quien yo quisiere, y verás cómo te llaman a ti doña
Teresa Panza, y te sientas en la iglesia sobre alcatifa, almohadas y
arambeles, a pesar y despecho de las hidalgas del pueblo. ¡No, sino estaos
siempre en un ser, sin crecer ni menguar, como figura de paramento! Y en
esto no hablemos más, que Sanchica ha de ser condesa, aunque tú más me
digas.

-¿Veis cuanto decís, marido? -respondió Teresa-. Pues, con todo eso, temo
que este condado de mi hija ha de ser su perdición. Vos haced lo que
quisiéredes, ora la hagáis duquesa o princesa, pero séos decir que no será
ello con voluntad ni consentimiento mío. Siempre, hermano, fui amiga de la
igualdad, y no puedo ver entonos sin fundamentos. Teresa me pusieron en el
bautismo, nombre mondo y escueto, sin añadiduras ni cortapisas, ni
arrequives de dones ni donas; Cascajo se llamó mi padre, y a mí, por ser
vuestra mujer, me llaman Teresa Panza, que a buena razón me habían de
llamar Teresa Cascajo. Pero allá van reyes do quieren leyes, y con este
nombre me contento, sin que me le pongan un don encima, que pese tanto que
no le pueda llevar, y no quiero dar que decir a los que me vieren andar
vestida a lo condesil o a lo de gobernadora, que luego dirán: ''¡Mirad qué
entonada va la pazpuerca!; ayer no se hartaba de estirar de un copo de
estopa, y iba a misa cubierta la cabeza con la falda de la saya, en lugar
de manto, y ya hoy va con verdugado, con broches y con entono, como si no
la conociésemos''. Si Dios me guarda mis siete, o mis cinco sentidos, o los
que tengo, no pienso dar ocasión de verme en tal aprieto. Vos, hermano,
idos a ser gobierno o ínsulo, y entonaos a vuestro gusto; que mi hija ni
yo, por el siglo de mi madre, que no nos hemos de mudar un paso de nuestra
aldea: la mujer honrada, la pierna quebrada, y en casa; y la doncella
honesta, el hacer algo es su fiesta. Idos con vuestro don Quijote a
vuestras aventuras, y dejadnos a nosotras con nuestras malas venturas, que
Dios nos las mejorará como seamos buenas; y yo no sé, por cierto, quién le
puso a él don, que no tuvieron sus padres ni sus agüelos.

-Ahora digo -replicó Sancho- que tienes algún familiar en ese cuerpo.
¡Válate Dios, la mujer, y qué de cosas has ensartado unas en otras, sin
tener pies ni cabeza! ¿Qué tiene que ver el Cascajo, los broches, los
refranes y el entono con lo que yo digo? Ven acá, mentecata e ignorante
(que así te puedo llamar, pues no entiendes mis razones y vas huyendo de la
dicha): si yo dijera que mi hija se arrojara de una torre abajo, o que se
fuera por esos mundos, como se quiso ir la infanta doña Urraca, tenías
razón de no venir con mi gusto; pero si en dos paletas, y en menos de un
abrir y cerrar de ojos, te la chanto un don y una señoría a cuestas, y te
la saco de los rastrojos, y te la pongo en toldo y en peana, y en un
estrado de más almohadas de velludo que tuvieron moros en su linaje los
Almohadas de Marruecos, ¿por qué no has de consentir y querer lo que yo
quiero?

-¿Sabéis por qué, marido? -respondió Teresa-; por el refrán que dice:
"¡Quien te cubre, te descubre!" Por el pobre todos pasan los ojos como de
corrida, y en el rico los detienen; y si el tal rico fue un tiempo pobre,
allí es el murmurar y el maldecir, y el peor perseverar de los
maldicientes, que los hay por esas calles a montones, como enjambres de
abejas.

-Mira, Teresa -respondió Sancho-, y escucha lo que agora quiero decirte;
quizá no lo habrás oído en todos los días de tu vida, y yo agora no hablo
de mío; que todo lo que pienso decir son sentencias del padre predicador
que la Cuaresma pasada predicó en este pueblo, el cual, si mal no me
acuerdo, dijo que todas las cosas presentes que los ojos están mirando se
presentan, están y asisten en nuestra memoria mucho mejor y con más
vehemencia que las cosas pasadas.

(Todas estas razones que aquí va diciendo Sancho son las segundas por quien
dice el tradutor que tiene por apócrifo este capítulo, que exceden a la
capacidad de Sancho. El cual prosiguió diciendo:)

-De donde nace que, cuando vemos alguna persona bien aderezada, y con ricos
vestidos compuesta, y con pompa de criados, parece que por fuerza nos mueve
y convida a que la tengamos respeto, puesto que la memoria en aquel
instante nos represente alguna bajeza en que vimos a la tal persona; la
cual inominia, ahora sea de pobreza o de linaje, como ya pasó, no es, y
sólo es lo que vemos presente. Y si éste a quien la fortuna sacó del
borrador de su bajeza (que por estas mesmas razones lo dijo el padre) a la
alteza de su prosperidad, fuere bien criado, liberal y cortés con todos, y
no se pusiere en cuentos con aquellos que por antigüedad son nobles, ten
por cierto, Teresa, que no habrá quien se acuerde de lo que fue, sino que
reverencien lo que es, si no fueren los invidiosos, de quien ninguna
próspera fortuna está segura.

-Yo no os entiendo, marido -replicó Teresa-: haced lo que quisiéredes, y no
me quebréis más la cabeza con vuestras arengas y retóricas. Y si estáis
revuelto en hacer lo que decís...

-Resuelto has de decir, mujer -dijo Sancho-, y no revuelto.

-No os pongáis a disputar, marido, conmigo -respondió Teresa-. Yo hablo
como Dios es servido, y no me meto en más dibujos; y digo que si estáis
porfiando en tener gobierno, que llevéis con vos a vuestro hijo Sancho,
para que desde agora le enseñéis a tener gobierno, que bien es que los
hijos hereden y aprendan los oficios de sus padres.

-En teniendo gobierno -dijo Sancho-, enviaré por él por la posta, y te
enviaré dineros, que no me faltarán, pues nunca falta quien se los preste a
los gobernadores cuando no los tienen; y vístele de modo que disimule lo
que es y parezca lo que ha de ser.

-Enviad vos dinero -dijo Teresa-, que yo os lo vistiré como un palmito.

-En efecto, quedamos de acuerdo -dijo Sancho- de que ha de ser condesa
nuestra hija.

-El día que yo la viere condesa -respondió Teresa-, ése haré cuenta que la
entierro, pero otra vez os digo que hagáis lo que os diere gusto, que con
esta carga nacemos las mujeres, de estar obedientes a sus maridos, aunque
sean unos porros.

Y, en esto, comenzó a llorar tan de veras como si ya viera muerta y
enterrada a Sanchica. Sancho la consoló diciéndole que, ya que la hubiese
de hacer condesa, la haría todo lo más tarde que ser pudiese. Con esto se
acabó su plática, y Sancho volvió a ver a don Quijote para dar orden en su
partida.





Capítulo VI. De lo que le pasó a Don Quijote con su sobrina y con su ama, y
es uno de los importantes capítulos de toda la historia


En tanto que Sancho Panza y su mujer Teresa Cascajo pasaron la impertinente
referida plática, no estaban ociosas la sobrina y el ama de don Quijote,
que por mil señales iban coligiendo que su tío y señor quería desgarrarse
la vez tercera, y volver al ejercicio de su, para ellas, mal andante
caballería: procuraban por todas las vías posibles apartarle de tan mal
pensamiento, pero todo era predicar en desierto y majar en hierro frío. Con
todo esto, entre otras muchas razones que con él pasaron, le dijo el ama:

-En verdad, señor mío, que si vuesa merced no afirma el pie llano y se está
quedo en su casa, y se deja de andar por los montes y por los valles como
ánima en pena, buscando esas que dicen que se llaman aventuras, a quien yo
llamo desdichas, que me tengo de quejar en voz y en grita a Dios y al rey,
que pongan remedio en ello.

A lo que respondió don Quijote:

-Ama, lo que Dios responderá a tus quejas yo no lo sé, ni lo que ha de
responder Su Majestad tampoco, y sólo sé que si yo fuera rey, me escusara
de responder a tanta infinidad de memoriales impertinentes como cada día le
dan; que uno de los mayores trabajos que los reyes tienen, entre otros
muchos, es el estar obligados a escuchar a todos y a responder a todos; y
así, no querría yo que cosas mías le diesen pesadumbre.

A lo que dijo el ama:

-Díganos, señor: en la corte de Su Majestad, ¿no hay caballeros?

-Sí -respondió don Quijote-, y muchos; y es razón que los haya, para adorno
de la grandeza de los príncipes y para ostentación de la majestad real.

-Pues, ¿no sería vuesa merced -replicó ella- uno de los que a pie quedo
sirviesen a su rey y señor, estándose en la corte?

-Mira, amiga -respondió don Quijote-: no todos los caballeros pueden ser
cortesanos, ni todos los cortesanos pueden ni deben ser caballeros
andantes: de todos ha de haber en el mundo; y, aunque todos seamos
caballeros, va mucha diferencia de los unos a los otros; porque los
cortesanos, sin salir de sus aposentos ni de los umbrales de la corte, se
pasean por todo el mundo, mirando un mapa, sin costarles blanca, ni padecer
calor ni frío, hambre ni sed; pero nosotros, los caballeros andantes
verdaderos, al sol, al frío, al aire, a las inclemencias del cielo, de
noche y de día, a pie y a caballo, medimos toda la tierra con nuestros
mismos pies; y no solamente conocemos los enemigos pintados, sino en su
mismo ser, y en todo trance y en toda ocasión los acometemos, sin mirar en
niñerías, ni en las leyes de los desafíos; si lleva, o no lleva, más corta
la lanza, o la espada; si trae sobre sí reliquias, o algún engaño
encubierto; si se ha de partir y hacer tajadas el sol, o no, con otras
ceremonias deste jaez, que se usan en los desafíos particulares de persona
a persona, que tú no sabes y yo sí. Y has de saber más: que el buen
caballero andante, aunque vea diez gigantes que con las cabezas no sólo
tocan, sino pasan las nubes, y que a cada uno le sirven de piernas dos
grandísimas torres, y que los brazos semejan árboles de gruesos y poderosos
navíos, y cada ojo como una gran rueda de molino y más ardiendo que un
horno de vidrio, no le han de espantar en manera alguna; antes con gentil
continente y con intrépido corazón los ha de acometer y embestir, y, si
fuere posible, vencerlos y desbaratarlos en un pequeño instante, aunque
viniesen armados de unas conchas de un cierto pescado que dicen que son más
duras que si fuesen de diamantes, y en lugar de espadas trujesen cuchillos
tajantes de damasquino acero, o porras ferradas con puntas asimismo de
acero, como yo las he visto más de dos veces. Todo esto he dicho, ama mía,
porque veas la diferencia que hay de unos caballeros a otros; y sería razón
que no hubiese príncipe que no estimase en más esta segunda, o, por mejor
decir, primera especie de caballeros andantes, que, según leemos en sus
historias, tal ha habido entre ellos que ha sido la salud no sólo de un
reino, sino de muchos.

-¡Ah, señor mío! -dijo a esta sazón la sobrina-; advierta vuestra merced
que todo eso que dice de los caballeros andantes es fábula y mentira, y sus
historias, ya que no las quemasen, merecían que a cada una se le echase un
sambenito, o alguna señal en que fuese conocida por infame y por gastadora
de las buenas costumbres.

-Por el Dios que me sustenta -dijo don Quijote-, que si no fueras mi
sobrina derechamente, como hija de mi misma hermana, que había de hacer un
tal castigo en ti, por la blasfemia que has dicho, que sonara por todo el
mundo. ¿Cómo que es posible que una rapaza que apenas sabe menear doce
palillos de randas se atreva a poner lengua y a censurar las historias de
los caballeros andantes? ¿Qué dijera el señor Amadís si lo tal oyera? Pero
a buen seguro que él te perdonara, porque fue el más humilde y cortés
caballero de su tiempo, y, demás, grande amparador de las doncellas; mas,
tal te pudiera haber oído que no te fuera bien dello, que no todos son
corteses ni bien mirados: algunos hay follones y descomedidos. Ni todos los
que se llaman caballeros lo son de todo en todo: que unos son de oro, otros
de alquimia, y todos parecen caballeros, pero no todos pueden estar al
toque de la piedra de la verdad. Hombres bajos hay que revientan por
parecer caballeros, y caballeros altos hay que parece que aposta mueren por
parecer hombres bajos; aquéllos se llevantan o con la ambición o con la
virtud, éstos se abajan o con la flojedad o con el vicio; y es menester
aprovecharnos del conocimiento discreto para distinguir estas dos maneras
de caballeros, tan parecidos en los nombres y tan distantes en las
acciones.

-¡Válame Dios! -dijo la sobrina-. ¡Que sepa vuestra merced tanto, señor
tío, que, si fuese menester en una necesidad, podría subir en un púlpito e
irse a predicar por esas calles, y que, con todo esto, dé en una ceguera
tan grande y en una sandez tan conocida, que se dé a entender que es
valiente, siendo viejo, que tiene fuerzas, estando enfermo, y que endereza
tuertos, estando por la edad agobiado, y, sobre todo, que es caballero, no
lo siendo; porque, aunque lo puedan ser los hidalgos, no lo son los pobres!

-Tienes mucha razón, sobrina, en lo que dices -respondió don Quijote-, y
cosas te pudiera yo decir cerca de los linajes, que te admiraran; pero, por
no mezclar lo divino con lo humano, no las digo. Mirad, amigas: a cuatro
suertes de linajes, y estadme atentas, se pueden reducir todos los que hay
en el mundo, que son éstas: unos, que tuvieron principios humildes, y se
fueron estendiendo y dilatando hasta llegar a una suma grandeza; otros, que
tuvieron principios grandes, y los fueron conservando y los conservan y
mantienen en el ser que comenzaron; otros, que, aunque tuvieron principios
grandes, acabaron en punta, como pirámide, habiendo diminuido y aniquilado
su principio hasta parar en nonada, como lo es la punta de la pirámide, que
respeto de su basa o asiento no es nada; otros hay, y éstos son los más,
que ni tuvieron principio bueno ni razonable medio, y así tendrán el fin,
sin nombre, como el linaje de la gente plebeya y ordinaria. De los
primeros, que tuvieron principio humilde y subieron a la grandeza que agora
conservan, te sirva de ejemplo la Casa Otomana, que, de un humilde y bajo
pastor que le dio principio, está en la cumbre que le vemos. Del segundo
linaje, que tuvo principio en grandeza y la conserva sin aumentarla, serán
ejemplo muchos príncipes que por herencia lo son, y se conservan en ella,
sin aumentarla ni diminuirla, conteniéndose en los límites de sus estados
pacíficamente. De los que comenzaron grandes y acabaron en punta hay
millares de ejemplos, porque todos los Faraones y Tolomeos de Egipto, los
Césares de Roma, con toda la caterva, si es que se le puede dar este
nombre, de infinitos príncipes, monarcas, señores, medos, asirios, persas,
griegos y bárbaros, todos estos linajes y señoríos han acabado en punta y
en nonada, así ellos como los que les dieron principio, pues no será
posible hallar agora ninguno de sus decendientes, y si le hallásemos, sería
en bajo y humilde estado. Del linaje plebeyo no tengo qué decir, sino que
sirve sólo de acrecentar el número de los que viven, sin que merezcan otra
fama ni otro elogio sus grandezas. De todo lo dicho quiero que infiráis,
bobas mías, que es grande la confusión que hay entre los linajes, y que
solos aquéllos parecen grandes y ilustres que lo muestran en la virtud, y
en la riqueza y liberalidad de sus dueños. Dije virtudes, riquezas y
liberalidades, porque el grande que fuere vicioso será vicioso grande, y el
rico no liberal será un avaro mendigo; que al poseedor de las riquezas no
le hace dichoso el tenerlas, sino el gastarlas, y no el gastarlas
comoquiera, sino el saberlas bien gastar. Al caballero pobre no le queda
otro camino para mostrar que es caballero sino el de la virtud, siendo
afable, bien criado, cortés y comedido, y oficioso; no soberbio, no
arrogante, no murmurador, y, sobre todo, caritativo; que con dos maravedís
que con ánimo alegre dé al pobre se mostrará tan liberal como el que a
campana herida da limosna, y no habrá quien le vea adornado de las
referidas virtudes que, aunque no le conozca, deje de juzgarle y tenerle
por de buena casta, y el no serlo sería milagro; y siempre la alabanza fue
premio de la virtud, y los virtuosos no pueden dejar de ser alabados. Dos
caminos hay, hijas, por donde pueden ir los hombres a llegar a ser ricos y
honrados: el uno es el de las letras; otro, el de las armas. Yo tengo más
armas que letras, y nací, según me inclino a las armas, debajo de la
influencia del planeta Marte; así que, casi me es forzoso seguir por su
camino, y por él tengo de ir a pesar de todo el mundo, y será en balde
cansaros en persuadirme a que no quiera yo lo que los cielos quieren, la
fortuna ordena y la razón pide, y, sobre todo, mi voluntad desea. Pues con
saber, como sé, los innumerables trabajos que son anejos al andante
caballería, sé también los infinitos bienes que se alcanzan con ella; y sé
que la senda de la virtud es muy estrecha, y el camino del vicio, ancho y
espacioso; y sé que sus fines y paraderos son diferentes, porque el del
vicio, dilatado y espacioso, acaba en la muerte, y el de la virtud, angosto
y trabajoso, acaba en vida, y no en vida que se acaba, sino en la que no
tendrá fin; y sé, como dice el gran poeta castellano nuestro, que

Por estas asperezas se camina

de la inmortalidad al alto asiento,

do nunca arriba quien de allí declina.

-¡Ay, desdichada de mí -dijo la sobrina-, que también mi señor es poeta!.
Todo lo sabe, todo lo alcanza: yo apostaré que si quisiera ser albañil, que
supiera fabricar una casa como una jaula.

Yo te prometo, sobrina -respondió don Quijote-, que si estos pensamientos
caballerescos no me llevasen tras sí todos los sentidos, que no habría cosa
que yo no hiciese, ni curiosidad que no saliese de mis manos, especialmente
jaulas y palillos de dientes.

A este tiempo, llamaron a la puerta, y, preguntando quién llamaba,
respondió Sancho Panza que él era; y, apenas le hubo conocido el ama,
cuando corrió a esconderse por no verle: tanto le aborrecía. Abrióle la
sobrina, salió a recebirle con los brazos abiertos su señor don Quijote, y
encerráronse los dos en su aposento, donde tuvieron otro coloquio, que no
le hace ventaja el pasado.





Capítulo VII. De lo que pasó don Quijote con su escudero, con otros
sucesos famosísimos


Apenas vio el ama que Sancho Panza se encerraba con su señor, cuando dio en
la cuenta de sus tratos; y, imaginando que de aquella consulta había de
salir la resolución de su tercera salida y tomando su manto, toda llena de
congoja y pesadumbre, se fue a buscar al bachiller Sansón Carrasco,
pareciéndole que, por ser bien hablado y amigo fresco de su señor, le
podría persuadir a que dejase tan desvariado propósito.

Hallóle paseándose por el patio de su casa, y, viéndole, se dejó caer ante
sus pies, trasudando y congojosa. Cuando la vio Carrasco con muestras tan
doloridas y sobresaltadas, le dijo:

-¿Qué es esto, señora ama? ¿Qué le ha acontecido, que parece que se le
quiere arrancar el alma?

-No es nada, señor Sansón mío, sino que mi amo se sale; ¡sálese sin duda!

-Y ¿por dónde se sale, señora? -preguntó Sansón-. ¿Hásele roto alguna parte
de su cuerpo?

-No se sale -respondió ella-, sino por la puerta de su locura. Quiero
decir, señor bachiller de mi ánima, que quiere salir otra vez, que con ésta
será la tercera, a buscar por ese mundo lo que él llama venturas, que yo no
puedo entender cómo les da este nombre. La vez primera nos le volvieron
atravesado sobre un jumento, molido a palos. La segunda vino en un carro de
bueyes, metido y encerrado en una jaula, adonde él se daba a entender que
estaba encantado; y venía tal el triste, que no le conociera la madre que
le parió: flaco, amarillo, los ojos hundidos en los últimos camaranchones
del celebro, que, para haberle de volver algún tanto en sí, gasté más de
seiscientos huevos, como lo sabe Dios y todo el mundo, y mis gallinas, que
no me dejaran mentir.

-Eso creo yo muy bien -respondió el bachiller-; que ellas son tan buenas,
tan gordas y tan bien criadas, que no dirán una cosa por otra, si
reventasen. En efecto, señora ama: ¿no hay otra cosa, ni ha sucedido otro
desmán alguno, sino el que se teme que quiere hacer el señor don Quijote?

-No, señor -respondió ella.

-Pues no tenga pena -respondió el bachiller-, sino váyase en hora buena a
su casa, y téngame aderezado de almorzar alguna cosa caliente, y, de
camino, vaya rezando la oración de Santa Apolonia si es que la sabe, que yo
iré luego allá, y verá maravillas.

-¡Cuitada de mí! -replicó el ama-; ¿la oración de Santa Apolonia dice
vuestra merced que rece?: eso fuera si mi amo lo hubiera de las muelas,
pero no lo ha sino de los cascos.

-Yo sé lo que digo, señora ama: váyase y no se ponga a disputar conmigo,
pues sabe que soy bachiller por Salamanca, que no hay más que bachillear
-respondió Carrasco.

Y con esto, se fue el ama, y el bachiller fue luego a buscar al cura, a
comunicar con él lo que se dirá a su tiempo.

En el que estuvieron encerrados don Quijote y Sancho, pasaron las razones
que con mucha puntualidad y verdadera relación cuenta la historia.

Dijo Sancho a su amo:

-Señor, ya yo tengo relucida a mi mujer a que me deje ir con vuestra merced
adonde quisiere llevarme.

-Reducida has de decir, Sancho -dijo don Quijote-, que no relucida.

-Una o dos veces -respondió Sancho-, si mal no me acuerdo, he suplicado a
vuestra merced que no me emiende los vocablos, si es que entiende lo que
quiero decir en ellos, y que, cuando no los entienda, diga: ''Sancho, o
diablo, no te entiendo''; y si yo no me declarare, entonces podrá
emendarme; que yo soy tan fócil...

-No te entiendo, Sancho -dijo luego don Quijote-, pues no sé qué quiere
decir soy tan fócil.

-Tan fócil quiere decir -respondió Sancho- soy tan así.

-Menos te entiendo agora -replicó don Quijote.

-Pues si no me puede entender -respondió Sancho-, no sé cómo lo diga: no sé
más, y Dios sea conmigo.

-Ya, ya caigo -respondió don Quijote- en ello: tú quieres decir que eres
tan dócil, blando y mañero que tomarás lo que yo te dijere, y pasarás por
lo que te enseñare.

-Apostaré yo -dijo Sancho- que desde el emprincipio me caló y me entendió,
sino que quiso turbarme por oírme decir otras docientas patochadas.

-Podrá ser -replicó don Quijote-. Y, en efecto, ¿qué dice Teresa?

-Teresa dice -dijo Sancho- que ate bien mi dedo con vuestra merced, y que
hablen cartas y callen barbas, porque quien destaja no baraja, pues más
vale un toma que dos te daré. Y yo digo que el consejo de la mujer es poco,
y el que no le toma es loco.

-Y yo lo digo también -respondió don Quijote-. Decid, Sancho amigo; pasá
adelante, que habláis hoy de perlas.

-Es el caso -replicó Sancho- que, como vuestra merced mejor sabe, todos
estamos sujetos a la muerte, y que hoy somos y mañana no, y que tan presto
se va el cordero como el carnero, y que nadie puede prometerse en este
mundo más horas de vida de las que Dios quisiere darle, porque la muerte es
sorda, y, cuando llega a llamar a las puertas de nuestra vida, siempre va
depriesa y no la harán detener ni ruegos, ni fuerzas, ni ceptros, ni
mitras, según es pública voz y fama, y según nos lo dicen por esos
púlpitos.

-Todo eso es verdad -dijo don Quijote-, pero no sé dónde vas a parar.

-Voy a parar -dijo Sancho- en que vuesa merced me señale salario conocido
de lo que me ha de dar cada mes el tiempo que le sirviere, y que el tal
salario se me pague de su hacienda; que no quiero estar a mercedes, que
llegan tarde, o mal, o nunca; con lo mío me ayude Dios. En fin, yo quiero
saber lo que gano, poco o mucho que sea, que sobre un huevo pone la
gallina, y muchos pocos hacen un mucho, y mientras se gana algo no se
pierde nada. Verdad sea que si sucediese, lo cual ni lo creo ni lo espero,
que vuesa merced me diese la ínsula que me tiene prometida, no soy tan
ingrato, ni llevo las cosas tan por los cabos, que no querré que se aprecie
lo que montare la renta de la tal ínsula, y se descuente de mi salario gata
por cantidad.

-Sancho amigo -respondió don Quijote-, a las veces, tan buena suele ser una
gata como una rata.

-Ya entiendo -dijo Sancho-: yo apostaré que había de decir rata, y no gata;
pero no importa nada, pues vuesa merced me ha entendido.

-Y tan entendido -respondió don Quijote- que he penetrado lo último de tus
pensamientos, y sé al blanco que tiras con las inumerables saetas de tus
refranes. Mira, Sancho: yo bien te señalaría salario, si hubiera hallado en
alguna de las historias de los caballeros andantes ejemplo que me
descubriese y mostrase, por algún pequeño resquicio, qué es lo que solían
ganar cada mes, o cada año; pero yo he leído todas o las más de sus
historias, y no me acuerdo haber leído que ningún caballero andante haya
señalado conocido salario a su escudero. Sólo sé que todos servían a
merced, y que, cuando menos se lo pensaban, si a sus señores les había
corrido bien la suerte, se hallaban premiados con una ínsula, o con otra
cosa equivalente, y, por lo menos, quedaban con título y señoría. Si con
estas esperanzas y aditamentos vos, Sancho, gustáis de volver a servirme,
sea en buena hora: que pensar que yo he de sacar de sus términos y quicios
la antigua usanza de la caballería andante es pensar en lo escusado. Así
que, Sancho mío, volveos a vuestra casa, y declarad a vuestra Teresa mi
intención; y si ella gustare y vos gustáredes de estar a merced conmigo,
bene quidem; y si no, tan amigos como de antes; que si al palomar no le
falta cebo, no le faltarán palomas. Y advertid, hijo, que vale más buena
esperanza que ruin posesión, y buena queja que mala paga. Hablo de esta
manera, Sancho, por daros a entender que también como vos sé yo arrojar
refranes como llovidos. Y, finalmente, quiero decir, y os digo, que si no
queréis venir a merced conmigo y correr la suerte que yo corriere, que Dios
quede con vos y os haga un santo; que a mí no me faltarán escuderos más
obedientes, más solícitos, y no tan empachados ni tan habladores como vos.

Cuando Sancho oyó la firme resolución de su amo se le anubló el cielo y se
le cayeron las alas del corazón, porque tenía creído que su señor no se
iría sin él por todos los haberes del mundo; y así, estando suspenso y
pensativo, entró Sansón Carrasco y la sobrina, deseosos de oír con qué
razones persuadía a su señor que no tornarse a buscar las aventuras. Llegó
Sansón, socarrón famoso, y, abrazándole como la vez primera y con voz
levantada, le dijo:

-¡Oh flor de la andante caballería; oh luz resplandeciente de las armas; oh
honor y espejo de la nación española! Plega a Dios todopoderoso, donde más
largamente se contiene, que la persona o personas que pusieren impedimento
y estorbaren tu tercera salida, que no la hallen en el laberinto de sus
deseos, ni jamás se les cumpla lo que mal desearen.

Y, volviéndose al ama, le dijo:

-Bien puede la señora ama no rezar más la oración de Santa Apolonia, que yo
sé que es determinación precisa de las esferas que el señor don Quijote
vuelva a ejecutar sus altos y nuevos pensamientos, y yo encargaría mucho mi
conciencia si no intimase y persuadiese a este caballero que no tenga más
tiempo encogida y detenida la fuerza de su valeroso brazo y la bondad de su
ánimo valentísimo, porque defrauda con su tardanza el derecho de los
tuertos, el amparo de los huérfanos, la honra de las doncellas, el favor de
las viudas y el arrimo de las casadas, y otras cosas deste jaez, que tocan,
atañen, dependen y son anejas a la orden de la caballería andante. ¡Ea,
señor don Quijote mío, hermoso y bravo, antes hoy que mañana se ponga
vuestra merced y su grandeza en camino; y si alguna cosa faltare para
ponerle en ejecución, aquí estoy yo para suplirla con mi persona y
hacienda; y si fuere necesidad servir a tu magnificencia de escudero, lo
tendré a felicísima ventura!

A esta sazón, dijo don Quijote, volviéndose a Sancho:

-¿No te dije yo, Sancho, que me habían de sobrar escuderos? Mira quién se
ofrece a serlo, sino el inaudito bachiller Sansón Carrasco, perpetuo
trastulo y regocijador de los patios de las escuelas salmanticenses, sano
de su persona, ágil de sus miembros, callado, sufridor así del calor como
del frío, así de la hambre como de la sed, con todas aquellas partes que se
requieren para ser escudero de un caballero andante. Pero no permita el
cielo que, por seguir mi gusto, desjarrete y quiebre la coluna de las
letras y el vaso de las ciencias, y tronque la palma eminente de las buenas
y liberales artes. Quédese el nuevo Sansón en su patria, y, honrándola,
honre juntamente las canas de sus ancianos padres; que yo con cualquier
escudero estaré contento, ya que Sancho no se digna de venir conmigo.

-Sí digno -respondió Sancho, enternecido y llenos de lágrimas los ojos; y
prosiguió-: No se dirá por mí, señor mío: el pan comido y la compañía
deshecha; sí, que no vengo yo de alguna alcurnia desagradecida, que ya sabe
todo el mundo, y especialmente mi pueblo, quién fueron los Panzas, de quien
yo deciendo, y más, que tengo conocido y calado por muchas buenas obras, y
por más buenas palabras, el deseo que vuestra merced tiene de hacerme
merced; y si me he puesto en cuentas de tanto más cuanto acerca de mi
salario, ha sido por complacer a mi mujer; la cual, cuando toma la mano a
persuadir una cosa, no hay mazo que tanto apriete los aros de una cuba como
ella aprieta a que se haga lo que quiere; pero, en efeto, el hombre ha de
ser hombre, y la mujer, mujer; y, pues yo soy hombre dondequiera, que no lo
puedo negar, también lo quiero ser en mi casa, pese a quien pesare; y así,
no hay más que hacer, sino que vuestra merced ordene su testamento con su
codicilo, en modo que no se pueda revolcar, y pongámonos luego en camino,
porque no padezca el alma del señor Sansón, que dice que su conciencia le
lita que persuada a vuestra merced a salir vez tercera por ese mundo; y yo
de nuevo me ofrezco a servir a vuestra merced fiel y legalmente, tan bien y
mejor que cuantos escuderos han servido a caballeros andantes en los
pasados y presentes tiempos.

Admirado quedó el bachiller de oír el término y modo de hablar de Sancho
Panza; que, puesto que había leído la primera historia de su señor, nunca
creyó que era tan gracioso como allí le pintan; pero, oyéndole decir ahora
testamento y codicilo que no se pueda revolcar, en lugar de testamento y
codicilo que no se pueda revocar, creyó todo lo que dél había leído, y
confirmólo por uno de los más solenes mentecatos de nuestros siglos; y dijo
entre sí que tales dos locos como amo y mozo no se habrían visto en el
mundo.

Finalmente, don Quijote y Sancho se abrazaron y quedaron amigos, y con
parecer y beneplácito del gran Carrasco, que por entonces era su oráculo,
se ordenó que de allí a tres días fuese su partida; en los cuales habría
lugar de aderezar lo necesario para el viaje, y de buscar una celada de
encaje, que en todas maneras dijo don Quijote que la había de llevar.
Ofreciósela Sansón, porque sabía no se la negaría un amigo suyo que la
tenía, puesto que estaba más escura por el orín y el moho que clara y
limpia por el terso acero.

Las maldiciones que las dos, ama y sobrina, echaron al bachiller no
tuvieron cuento: mesaron sus cabellos, arañaron sus rostros, y, al modo de
las endechaderas que se usaban, lamentaban la partida como si fuera la
muerte de su señor. El designo que tuvo Sansón, para persuadirle a que otra
vez saliese, fue hacer lo que adelante cuenta la historia, todo por consejo
del cura y del barbero, con quien él antes lo había comunicado.

En resolución, en aquellos tres días don Quijote y Sancho se acomodaron de
lo que les pareció convenirles; y, habiendo aplacado Sancho a su mujer, y
don Quijote a su sobrina y a su ama, al anochecer, sin que nadie lo viese,
sino el bachiller, que quiso acompañarles media legua del lugar, se
pusieron en camino del Toboso: don Quijote sobre su buen Rocinante, y
Sancho sobre su antiguo rucio, proveídas las alforjas de cosas tocantes a
la bucólica, y la bolsa de dineros que le dio don Quijote para lo que se
ofreciese. Abrazóle Sansón, y suplicóle le avisase de su buena o mala
suerte, para alegrarse con ésta o entristecerse con aquélla, como las leyes
de su amistad pedían. Prometióselo don Quijote, dio Sansón la vuelta a su
lugar, y los dos tomaron la de la gran ciudad del Toboso.





Capítulo VIII. Donde se cuenta lo que le sucedió a don Quijote, yendo a ver
su señora Dulcinea del Toboso


''¡Bendito sea el poderoso Alá! -dice Hamete Benengeli al comienzo deste
octavo capítulo-. ¡Bendito sea Alá!'', repite tres veces; y dice que da
estas bendiciones por ver que tiene ya en campaña a don Quijote y a Sancho,
y que los letores de su agradable historia pueden hacer cuenta que desde
este punto comienzan las hazañas y donaires de don Quijote y de su
escudero; persuádeles que se les olviden las pasadas caballerías del
ingenioso hidalgo, y pongan los ojos en las que están por venir, que desde
agora en el camino del Toboso comienzan, como las otras comenzaron en los
campos de Montiel, y no es mucho lo que pide para tanto como él promete; y
así prosigue diciendo:

Solos quedaron don Quijote y Sancho, y, apenas se hubo apartado Sansón,
cuando comenzó a relinchar Rocinante y a sospirar el rucio, que de
entrambos, caballero y escudero, fue tenido a buena señal y por felicísimo
agüero; aunque, si se ha de contar la verdad, más fueron los sospiros y
rebuznos del rucio que los relinchos del rocín, de donde coligió Sancho que
su ventura había de sobrepujar y ponerse encima de la de su señor,
fundándose no sé si en astrología judiciaria que él se sabía, puesto que la
historia no lo declara; sólo le oyeron decir que, cuando tropezaba o caía,
se holgara no haber salido de casa, porque del tropezar o caer no se sacaba
otra cosa sino el zapato roto o las costillas quebradas; y, aunque tonto,
no andaba en esto muy fuera de camino. Díjole don Quijote:

-Sancho amigo, la noche se nos va entrando a más andar, y con más escuridad
de la que habíamos menester para alcanzar a ver con el día al Toboso,
adonde tengo determinado de ir antes que en otra aventura me ponga, y allí
tomaré la bendición y buena licencia de la sin par Dulcinea, con la cual
licencia pienso y tengo por cierto de acabar y dar felice cima a toda
peligrosa aventura, porque ninguna cosa desta vida hace más valientes a los
caballeros andantes que verse favorecidos de sus damas.

-Yo así lo creo -respondió Sancho-; pero tengo por dificultoso que vuestra
merced pueda hablarla ni verse con ella, en parte, a lo menos, que pueda
recebir su bendición, si ya no se la echa desde las bardas del corral, por
donde yo la vi la vez primera, cuando le llevé la carta donde iban las
nuevas de las sandeces y locuras que vuestra merced quedaba haciendo en el
corazón de Sierra Morena.

-¿Bardas de corral se te antojaron aquéllas, Sancho -dijo don Quijote-,
adonde o por donde viste aquella jamás bastantemente alabada gentileza y
hermosura? No debían de ser sino galerías o corredores, o lonjas, o como
las llaman, de ricos y reales palacios.

-Todo pudo ser -respondió Sancho-, pero a mí bardas me parecieron, si no es
que soy falto de memoria.

-Con todo eso, vamos allá, Sancho -replicó don Quijote-, que como yo la
vea, eso se me da que sea por bardas que por ventanas, o por resquicios, o
verjas de jardines; que cualquier rayo que del sol de su belleza llegue a
mis ojos alumbrará mi entendimiento y fortalecerá mi corazón, de modo que
quede único y sin igual en la discreción y en la valentía.

-Pues en verdad, señor -respondió Sancho-, que cuando yo vi ese sol de la
señora Dulcinea del Toboso, que no estaba tan claro, que pudiese echar de
sí rayos algunos, y debió de ser que, como su merced estaba ahechando aquel
trigo que dije, el mucho polvo que sacaba se le puso como nube ante el
rostro y se le escureció.

-¡Que todavía das, Sancho -dijo don Quijote-, en decir, en pensar, en creer
y en porfiar que mi señora Dulcinea ahechaba trigo, siendo eso un menester
y ejercicio que va desviado de todo lo que hacen y deben hacer las personas
principales que están constituidas y guardadas para otros ejercicios y
entretenimientos, que muestran a tiro de ballesta su principalidad...! Mal
se te acuerdan a ti, ¡oh Sancho!, aquellos versos de nuestro poeta donde
nos pinta las labores que hacían allá en sus moradas de cristal aquellas
cuatro ninfas que del Tajo amado sacaron las cabezas, y se sentaron a
labrar en el prado verde aquellas ricas telas que allí el ingenioso poeta
nos describe, que todas eran de oro, sirgo y perlas contestas y tejidas. Y
desta manera debía de ser el de mi señora cuando tú la viste; sino que la
envidia que algún mal encantador debe de tener a mis cosas, todas las que
me han de dar gusto trueca y vuelve en diferentes figuras que ellas tienen;
y así, temo que, en aquella historia que dicen que anda impresa de mis
hazañas, si por ventura ha sido su autor algún sabio mi enemigo, habrá
puesto unas cosas por otras, mezclando con una verdad mil mentiras,
divertiéndose a contar otras acciones fuera de lo que requiere la
continuación de una verdadera historia. ¡Oh envidia, raíz de infinitos
males y carcoma de las virtudes! Todos los vicios, Sancho, traen un no sé
qué de deleite consigo, pero el de la envidia no trae sino disgustos,
rancores y rabias.

-Eso es lo que yo digo también -respondió Sancho-, y pienso que en esa
leyenda o historia que nos dijo el bachiller Carrasco que de nosotros había
visto debe de andar mi honra a coche acá, cinchado, y, como dicen, al
estricote, aquí y allí, barriendo las calles. Pues, a fe de bueno, que no
he dicho yo mal de ningún encantador, ni tengo tantos bienes que pueda ser
envidiado; bien es verdad que soy algo malicioso, y que tengo mis ciertos
asomos de bellaco, pero todo lo cubre y tapa la gran capa de la simpleza
mía, siempre natural y nunca artificiosa. Y cuando otra cosa no tuviese
sino el creer, como siempre creo, firme y verdaderamente en Dios y en todo
aquello que tiene y cree la Santa Iglesia Católica Romana, y el ser enemigo
mortal, como lo soy, de los judíos, debían los historiadores tener
misericordia de mí y tratarme bien en sus escritos. Pero digan lo que
quisieren; que desnudo nací, desnudo me hallo: ni pierdo ni gano; aunque,
por verme puesto en libros y andar por ese mundo de mano en mano, no se me
da un higo que digan de mí todo lo que quisieren.

-Eso me parece, Sancho -dijo don Quijote-, a lo que sucedió a un famoso
poeta destos tiempos, el cual, habiendo hecho una maliciosa sátira contra
todas las damas cortesanas, no puso ni nombró en ella a una dama que se
podía dudar si lo era o no; la cual, viendo que no estaba en la lista de
las demás, se quejó al poeta, diciéndole que qué había visto en ella para
no ponerla en el número de las otras, y que alargase la sátira, y la
pusiese en el ensanche; si no, que mirase para lo que había nacido. Hízolo
así el poeta, y púsola cual no digan dueñas, y ella quedó satisfecha, por
verse con fama, aunque infame. También viene con esto lo que cuentan de
aquel pastor que puso fuego y abrasó el templo famoso de Diana, contado por
una de las siete maravillas del mundo, sólo porque quedase vivo su nombre
en los siglos venideros; y, aunque se mandó que nadie le nombrase, ni
hiciese por palabra o por escrito mención de su nombre, porque no
consiguiese el fin de su deseo, todavía se supo que se llamaba Eróstrato.
También alude a esto lo que sucedió al grande emperador Carlo Quinto con un
caballero en Roma. Quiso ver el emperador aquel famoso templo de la
Rotunda, que en la antigüedad se llamó el templo de todos los dioses, y
ahora, con mejor vocación, se llama de todos los santos, y es el edificio
que más entero ha quedado de los que alzó la gentilidad en Roma, y es el
que más conserva la fama de la grandiosidad y magnificencia de sus
fundadores: él es de hechura de una media naranja, grandísimo en estremo,
y está muy claro, sin entrarle otra luz que la que le concede una ventana,
o, por mejor decir, claraboya redonda que está en su cima, desde la cual
mirando el emperador el edificio, estaba con él y a su lado un caballero
romano, declarándole los primores y sutilezas de aquella gran máquina y
memorable arquitetura; y, habiéndose quitado de la claraboya, dijo al
emperador: ''Mil veces, Sacra Majestad, me vino deseo de abrazarme con
vuestra Majestad y arrojarme de aquella claraboya abajo, por dejar de mí
fama eterna en el mundo''. ''Yo os agradezco -respondió el emperador- el no
haber puesto tan mal pensamiento en efeto, y de aquí adelante no os pondré
yo en ocasión que volváis a hacer prueba de vuestra lealtad; y así, os
mando que jamás me habléis, ni estéis donde yo estuviere''. Y, tras estas
palabras, le hizo una gran merced. Quiero decir, Sancho, que el deseo de
alcanzar fama es activo en gran manera. ¿Quién piensas tú que arrojó a
Horacio del puente abajo, armado de todas armas, en la profundidad del
Tibre? ¿Quién abrasó el brazo y la mano a Mucio? ¿Quién impelió a Curcio a
lanzarse en la profunda sima ardiente que apareció en la mitad de Roma?
¿Quién, contra todos los agüeros que en contra se le habían mostrado, hizo
pasar el Rubicón a César? Y, con ejemplos más modernos, ¿quién barrenó los
navíos y dejó en seco y aislados los valerosos españoles guiados por el
cortesísimo Cortés en el Nuevo Mundo? Todas estas y otras grandes y
diferentes hazañas son, fueron y serán obras de la fama, que los mortales
desean como premios y parte de la inmortalidad que sus famosos hechos
merecen, puesto que los cristianos, católicos y andantes caballeros más
habemos de atender a la gloria de los siglos venideros, que es eterna en
las regiones etéreas y celestes, que a la vanidad de la fama que en este
presente y acabable siglo se alcanza; la cual fama, por mucho que dure, en
fin se ha de acabar con el mesmo mundo, que tiene su fin señalado. Así, ¡oh
Sancho!, que nuestras obras no han de salir del límite que nos tiene puesto
la religión cristiana, que profesamos. Hemos de matar en los gigantes a la
soberbia; a la envidia, en la generosidad y buen pecho; a la ira, en el
reposado continente y quietud del ánimo; a la gula y al sueño, en el poco
comer que comemos y en el mucho velar que velamos; a la lujuria y lascivia,
en la lealtad que guardamos a las que hemos hecho señoras de nuestros
pensamientos; a la pereza, con andar por todas las partes del mundo,
buscando las ocasiones que nos puedan hacer y hagan, sobre cristianos,
famosos caballeros. Ves aquí, Sancho, los medios por donde se alcanzan los
estremos de alabanzas que consigo trae la buena fama.

-Todo lo que vuestra merced hasta aquí me ha dicho -dijo Sancho- lo he
entendido muy bien, pero, con todo eso, querría que vuestra merced me
sorbiese una duda que agora en este punto me ha venido a la memoria.

-Asolviese quieres decir, Sancho -dijo don Quijote-. Di en buen hora, que
yo responderé lo que supiere.

-Dígame, señor -prosiguió Sancho-: esos Julios o Agostos, y todos esos
caballeros hazañosos que ha dicho, que ya son muertos, ¿dónde están agora?

-Los gentiles -respondió don Quijote- sin duda están en el infierno; los
cristianos, si fueron buenos cristianos, o están en el purgatorio o en el
cielo.

-Está bien -dijo Sancho-, pero sepamos ahora: esas sepulturas donde están
los cuerpos desos señorazos, ¿tienen delante de sí lámparas de plata, o
están adornadas las paredes de sus capillas de muletas, de mortajas, de
cabelleras, de piernas y de ojos de cera? Y si desto no, ¿de qué están
adornadas?

A lo que respondió don Quijote:

-Los sepulcros de los gentiles fueron por la mayor parte suntuosos templos:
las cenizas del cuerpo de Julio César se pusieron sobre una pirámide de
piedra de desmesurada grandeza, a quien hoy llaman en Roma La aguja de San
Pedro; al emperador Adriano le sirvió de sepultura un castillo tan grande
como una buena aldea, a quien llamaron Moles Hadriani, que agora es el
castillo de Santángel en Roma; la reina Artemisa sepultó a su marido
Mausoleo en un sepulcro que se tuvo por una de las siete maravillas del
mundo; pero ninguna destas sepulturas ni otras muchas que tuvieron los
gentiles se adornaron con mortajas ni con otras ofrendas y señales que
mostrasen ser santos los que en ellas estaban sepultados.

-A eso voy -replicó Sancho-. Y dígame agora: ¿cuál es más: resucitar a un
muerto, o matar a un gigante?

-La respuesta está en la mano -respondió don Quijote-: más es resucitar a
un muerto.

-Cogido le tengo -dijo Sancho-: luego la fama del que resucita muertos, da
vista a los ciegos, endereza los cojos y da salud a los enfermos, y delante
de sus sepulturas arden lámparas, y están llenas sus capillas de gentes
devotas que de rodillas adoran sus reliquias, mejor fama será, para este y
para el otro siglo, que la que dejaron y dejaren cuantos emperadores
gentiles y caballeros andantes ha habido en el mundo.

-También confieso esa verdad -respondió don Quijote.

-Pues esta fama, estas gracias, estas prerrogativas, como llaman a esto
-respondió Sancho-, tienen los cuerpos y las reliquias de los santos que,
con aprobación y licencia de nuestra santa madre Iglesia, tienen lámparas,
velas, mortajas, muletas, pinturas, cabelleras, ojos, piernas, con que
aumentan la devoción y engrandecen su cristiana fama. Los cuerpos de los
santos o sus reliquias llevan los reyes sobre sus hombros, besan los
pedazos de sus huesos, adornan y enriquecen con ellos sus oratorios y sus
más preciados altares...

-¿Qué quieres que infiera, Sancho, de todo lo que has dicho? -dijo don
Quijote.

-Quiero decir -dijo Sancho- que nos demos a ser santos, y alcanzaremos más
brevemente la buena fama que pretendemos; y advierta, señor, que ayer o
antes de ayer, que, según ha poco se puede decir desta manera, canonizaron
o beatificaron dos frailecitos descalzos, cuyas cadenas de hierro con que
ceñían y atormentaban sus cuerpos se tiene ahora a gran ventura el besarlas
y tocarlas, y están en más veneración que está, según dije, la espada de
Roldán en la armería del rey, nuestro señor, que Dios guarde. Así que,
señor mío, más vale ser humilde frailecito, de cualquier orden que sea,
que valiente y andante caballero; mas alcanzan con Dios dos docenas de
diciplinas que dos mil lanzadas, ora las den a gigantes, ora a vestiglos o
a endrigos.

-Todo eso es así -respondió don Quijote-, pero no todos podemos ser
frailes, y muchos son los caminos por donde lleva Dios a los suyos al
cielo: religión es la caballería; caballeros santos hay en la gloria.

-Sí -respondió Sancho-, pero yo he oído decir que hay más frailes en el
cielo que caballeros andantes.

-Eso es -respondió don Quijote- porque es mayor el número de los religiosos
que el de los caballeros.

-Muchos son los andantes -dijo Sancho.

-Muchos -respondió don Quijote-, pero pocos los que merecen nombre de
caballeros.

En estas y otras semejantes pláticas se les pasó aquella noche y el día
siguiente, sin acontecerles cosa que de contar fuese, de que no poco le
pesó a don Quijote. En fin, otro día, al anochecer, descubrieron la gran
ciudad del Toboso, con cuya vista se le alegraron los espíritus a don
Quijote y se le entristecieron a Sancho, porque no sabía la casa de
Dulcinea, ni en su vida la había visto, como no la había visto su señor; de
modo que el uno por verla, y el otro por no haberla visto, estaban
alborotados, y no imaginaba Sancho qué había de hacer cuando su dueño le
enviase al Toboso. Finalmente, ordenó don Quijote entrar en la ciudad
entrada la noche, y, en tanto que la hora se llegaba, se quedaron entre
unas encinas que cerca del Toboso estaban, y, llegado el determinado punto,
entraron en la ciudad, donde les sucedió cosas que a cosas llegan.





Capítulo IX. Donde se cuenta lo que en él se verá


Media noche era por filo, poco más a menos, cuando don Quijote y Sancho
dejaron el monte y entraron en el Toboso. Estaba el pueblo en un sosegado
silencio, porque todos sus vecinos dormían y reposaban a pierna tendida,
como suele decirse. Era la noche entreclara, puesto que quisiera Sancho que
fuera del todo escura, por hallar en su escuridad disculpa de su sandez. No
se oía en todo el lugar sino ladridos de perros, que atronaban los oídos de
don Quijote y turbaban el corazón de Sancho. De cuando en cuando, rebuznaba
un jumento, gruñían puercos, mayaban gatos, cuyas voces, de diferentes
sonidos, se aumentaban con el silencio de la noche, todo lo cual tuvo el
enamorado caballero a mal agüero; pero, con todo esto, dijo a Sancho:

-Sancho, hijo, guía al palacio de Dulcinea: quizá podrá ser que la hallemos
despierta.

-¿A qué palacio tengo de guiar, cuerpo del sol -respondió Sancho-, que en
el que yo vi a su grandeza no era sino casa muy pequeña?

-Debía de estar retirada, entonces -respondió don Quijote-, en algún
pequeño apartamiento de su alcázar, solazándose a solas con sus doncellas,
como es uso y costumbre de las altas señoras y princesas.

-Señor -dijo Sancho-, ya que vuestra merced quiere, a pesar mío, que sea
alcázar la casa de mi señora Dulcinea, ¿es hora ésta por ventura de hallar
la puerta abierta? Y ¿será bien que demos aldabazos para que nos oyan y nos
abran, metiendo en alboroto y rumor toda la gente? ¿Vamos por dicha a
llamar a la casa de nuestras mancebas, como hacen los abarraganados, que
llegan, y llaman, y entran a cualquier hora, por tarde que sea?

-Hallemos primero una por una el alcázar -replicó don Quijote-, que
entonces yo te diré, Sancho, lo que será bien que hagamos. Y advierte,
Sancho, que yo veo poco, o que aquel bulto grande y sombra que desde aquí
se descubre la debe de hacer el palacio de Dulcinea.

-Pues guíe vuestra merced -respondió Sancho-: quizá será así; aunque yo lo
veré con los ojos y lo tocaré con las manos, y así lo creeré yo como creer
que es ahora de día.

Guió don Quijote, y, habiendo andado como docientos pasos, dio con el bulto
que hacía la sombra, y vio una gran torre, y luego conoció que el tal
edificio no era alcázar, sino la iglesia principal del pueblo. Y dijo:

-Con la iglesia hemos dado, Sancho.

-Ya lo veo -respondió Sancho-; y plega a Dios que no demos con nuestra
sepultura, que no es buena señal andar por los cimenterios a tales horas, y
más, habiendo yo dicho a vuestra merced, si mal no me acuerdo, que la
casa desta señora ha de estar en una callejuela sin salida.

-¡Maldito seas de Dios, mentecato! -dijo don Quijote-. ¿Adónde has tú
hallado que los alcázares y palacios reales estén edificados en callejuelas
sin salida?

-Señor -respondió Sancho-, en cada tierra su uso: quizá se usa aquí en el
Toboso edificar en callejuelas los palacios y edificios grandes; y así,
suplico a vuestra merced me deje buscar por estas calles o callejuelas que
se me ofrecen: podría ser que en algún rincón topase con ese alcázar, que
le vea yo comido de perros, que así nos trae corridos y asendereados.

-Habla con respeto, Sancho, de las cosas de mi señora -dijo don Quijote-, y
tengamos la fiesta en paz, y no arrojemos la soga tras el caldero.

-Yo me reportaré -respondió Sancho-; pero, ¿con qué paciencia podré llevar
que quiera vuestra merced que de sola una vez que vi la casa de nuestra
ama, la haya de saber siempre y hallarla a media noche, no hallándola
vuestra merced, que la debe de haber visto millares de veces?

-Tú me harás desesperar, Sancho -dijo don Quijote-. Ven acá, hereje: ¿no te
he dicho mil veces que en todos los días de mi vida no he visto a la sin
par Dulcinea, ni jamás atravesé los umbrales de su palacio, y que sólo
estoy enamorado de oídas y de la gran fama que tiene de hermosa y discreta?

-Ahora lo oigo -respondió Sancho-; y digo que, pues vuestra merced no la ha
visto, ni yo tampoco...

-Eso no puede ser -replicó don Quijote-; que, por lo menos, ya me has dicho
tú que la viste ahechando trigo, cuando me trujiste la respuesta de la
carta que le envié contigo.

-No se atenga a eso, señor -respondió Sancho-, porque le hago saber que
también fue de oídas la vista y la respuesta que le truje; porque, así sé
yo quién es la señora Dulcinea como dar un puño en el cielo.

-Sancho, Sancho -respondió don Quijote-, tiempos hay de burlar, y tiempos
donde caen y parecen mal las burlas. No porque yo diga que ni he visto ni
hablado a la señora de mi alma has tú de decir también que ni la has
hablado ni visto, siendo tan al revés como sabes.

Estando los dos en estas pláticas, vieron que venía a pasar por donde
estaban uno con dos mulas, que, por el ruido que hacía el arado, que
arrastraba por el suelo, juzgaron que debía de ser labrador, que habría
madrugado antes del día a ir a su labranza; y así fue la verdad. Venía el
labrador cantando aquel romance que dicen:

Mala la hubistes, franceses,

en esa de Roncesvalles.

-Que me maten, Sancho -dijo, en oyéndole, don Quijote-, si nos ha de
suceder cosa buena esta noche. ¿No oyes lo que viene cantando ese villano?

-Sí oigo -respondió Sancho-; pero, ¿qué hace a nuestro propósito la caza de
Roncesvalles? Así pudiera cantar el romance de Calaínos, que todo fuera uno
para sucedernos bien o mal en nuestro negocio.

Llegó, en esto, el labrador, a quien don Quijote preguntó:

-¿Sabréisme decir, buen amigo, que buena ventura os dé Dios, dónde son por
aquí los palacios de la sin par princesa doña Dulcinea del Toboso?

-Señor -respondió el mozo-, yo soy forastero y ha pocos días que estoy en
este pueblo, sirviendo a un labrador rico en la labranza del campo; en esa
casa frontera viven el cura y el sacristán del lugar; entrambos, o
cualquier dellos, sabrá dar a vuestra merced razón desa señora princesa,
porque tienen la lista de todos los vecinos del Toboso; aunque para mí
tengo que en todo él no vive princesa alguna; muchas señoras, sí,
principales, que cada una en su casa puede ser princesa.

-Pues entre ésas -dijo don Quijote- debe de estar, amigo, ésta por quien te
pregunto.

-Podría ser -respondió el mozo-; y adiós, que ya viene el alba.

Y, dando a sus mulas, no atendió a más preguntas. Sancho, que vio suspenso
a su señor y asaz mal contento, le dijo:

-Señor, ya se viene a más andar el día, y no será acertado dejar que nos
halle el sol en la calle; mejor será que nos salgamos fuera de la ciudad, y
que vuestra merced se embosque en alguna floresta aquí cercana, y yo
volveré de día, y no dejaré ostugo en todo este lugar donde no busque la
casa, alcázar o palacio de mi señora, y asaz sería de desdichado si no le
hallase; y, hallándole, hablaré con su merced, y le diré dónde y cómo queda
vuestra merced esperando que le dé orden y traza para verla, sin menoscabo
de su honra y fama.

-Has dicho, Sancho -dijo don Quijote-, mil sentencias encerradas en el
círculo de breves palabras: el consejo que ahora me has dado le apetezco y
recibo de bonísima gana. Ven, hijo, y vamos a buscar donde me embosque, que
tú volverás, como dices, a buscar, a ver y hablar a mi señora, de cuya
discreción y cortesía espero más que milagrosos favores.

Rabiaba Sancho por sacar a su amo del pueblo, porque no averiguase la
mentira de la respuesta que de parte de Dulcinea le había llevado a Sierra
Morena; y así, dio priesa a la salida, que fue luego, y a dos millas del
lugar hallaron una floresta o bosque, donde don Quijote se emboscó en tanto
que Sancho volvía a la ciudad a hablar a Dulcinea; en cuya embajada le
sucedieron cosas que piden nueva atención y nuevo crédito.





Capítulo X. Donde se cuenta la industria que Sancho tuvo para encantar a la
señora Dulcinea, y de otros sucesos tan ridículos como verdaderos


Llegando el autor desta grande historia a contar lo que en este capítulo
cuenta, dice que quisiera pasarle en silencio, temeroso de que no había de
ser creído, porque las locuras de don Quijote llegaron aquí al término y
raya de las mayores que pueden imaginarse, y aun pasaron dos tiros de
ballesta más allá de las mayores. Finalmente, aunque con este miedo y
recelo, las escribió de la misma manera que él las hizo, sin añadir ni
quitar a la historia un átomo de la verdad, sin dársele nada por las
objeciones que podían ponerle de mentiroso. Y tuvo razón, porque la verdad
adelgaza y no quiebra, y siempre anda sobre la mentira como el aceite sobre
el agua.

Y así, prosiguiendo su historia, dice que, así como don Quijote se emboscó
en la floresta, encinar o selva junto al gran Toboso, mandó a Sancho volver
a la ciudad, y que no volviese a su presencia sin haber primero hablado de
su parte a su señora, pidiéndola fuese servida de dejarse ver de su cautivo
caballero, y se dignase de echarle su bendición, para que pudiese esperar
por ella felicísimos sucesos de todos sus acometimientos y dificultosas
empresas. Encargóse Sancho de hacerlo así como se le mandaba, y de traerle
tan buena respuesta como le trujo la vez primera.

-Anda, hijo -replicó don Quijote-, y no te turbes cuando te vieres ante la
luz del sol de hermosura que vas a buscar. ¡Dichoso tú sobre todos los
escuderos del mundo! Ten memoria, y no se te pase della cómo te recibe: si
muda las colores el tiempo que la estuvieres dando mi embajada; si se
desasosiega y turba oyendo mi nombre; si no cabe en la almohada, si acaso
la hallas sentada en el estrado rico de su autoridad; y si está en pie,
mírala si se pone ahora sobre el uno, ahora sobre el otro pie; si te repite
la respuesta que te diere dos o tres veces; si la muda de blanda en áspera,
de aceda en amorosa; si levanta la mano al cabello para componerle, aunque
no esté desordenado; finalmente, hijo, mira todas sus acciones y
movimientos; porque si tú me los relatares como ellos fueron, sacaré yo lo
que ella tiene escondido en lo secreto de su corazón acerca de lo que al
fecho de mis amores toca; que has de saber, Sancho, si no lo sabes, que
entre los amantes, las acciones y movimientos exteriores que muestran,
cuando de sus amores se trata, son certísimos correos que traen las nuevas
de lo que allá en lo interior del alma pasa. Ve, amigo, y guíete otra mejor
ventura que la mía, y vuélvate otro mejor suceso del que yo quedo temiendo
y esperando en esta amarga soledad en que me dejas.

-Yo iré y volveré presto -dijo Sancho-; y ensanche vuestra merced, señor
mío, ese corazoncillo, que le debe de tener agora no mayor que una
avellana, y considere que se suele decir que buen corazón quebranta mala
ventura, y que donde no hay tocinos, no hay estacas; y también se dice:
donde no piensa, salta la liebre. Dígolo porque si esta noche no hallamos
los palacios o alcázares de mi señora, agora que es de día los pienso
hallar, cuando menos los piense, y hallados, déjenme a mí con ella.

-Por cierto, Sancho -dijo don Quijote-, que siempre traes tus refranes tan
a pelo de lo que tratamos cuanto me dé Dios mejor ventura en lo que deseo.

Esto dicho, volvió Sancho las espaldas y vareó su rucio, y don Quijote se
quedó a caballo, descansando sobre los estribos y sobre el arrimo de su
lanza, lleno de tristes y confusas imaginaciones, donde le dejaremos,
yéndonos con Sancho Panza, que no menos confuso y pensativo se apartó de su
señor que él quedaba; y tanto, que, apenas hubo salido del bosque, cuando,
volviendo la cabeza y viendo que don Quijote no parecía, se apeó del
jumento, y, sentándose al pie de un árbol, comenzó a hablar consigo mesmo y
a decirse:

-Sepamos agora, Sancho hermano, adónde va vuesa merced. ¿Va a buscar algún
jumento que se le haya perdido? ''No, por cierto''. Pues, ¿qué va a buscar?
''Voy a buscar, como quien no dice nada, a una princesa, y en ella al sol
de la hermosura y a todo el cielo junto''. Y ¿adónde pensáis hallar eso que
decís, Sancho? ''¿Adónde? En la gran ciudad del Toboso''. Y bien: ¿y de
parte de quién la vais a buscar? ''De parte del famoso caballero don
Quijote de la Mancha, que desface los tuertos, y da de comer al que ha sed,
y de beber al que ha hambre''. Todo eso está muy bien. Y ¿sabéis su casa,
Sancho? ''Mi amo dice que han de ser unos reales palacios o unos soberbios
alcázares''. Y ¿habéisla visto algún día por ventura? ''Ni yo ni mi amo la
habemos visto jamás''. Y ¿paréceos que fuera acertado y bien hecho que si
los del Toboso supiesen que estáis vos aquí con intención de ir a
sonsacarles sus princesas y a desasosegarles sus damas, viniesen y os
moliesen las costillas a puros palos, y no os dejasen hueso sano? ''En
verdad que tendrían mucha razón, cuando no considerasen que soy mandado, y
que mensajero sois, amigo, no merecéis culpa, non''. No os fiéis en eso,
Sancho, porque la gente manchega es tan colérica como honrada, y no
consiente cosquillas de nadie. Vive Dios que si os huele, que os mando mala
ventura. ''¡Oxte, puto! ¡Allá darás, rayo! ¡No, sino ándeme yo buscando
tres pies al gato por el gusto ajeno! Y más, que así será buscar a Dulcinea
por el Toboso como a Marica por Rávena, o al bachiller en Salamanca. ¡El
diablo, el diablo me ha metido a mí en esto, que otro no!''

Este soliloquio pasó consigo Sancho, y lo que sacó dél fue que volvió a
decirse:

-Ahora bien, todas las cosas tienen remedio, si no es la muerte, debajo de
cuyo yugo hemos de pasar todos, mal que nos pese, al acabar de la vida.
Este mi amo, por mil señales, he visto que es un loco de atar, y aun
también yo no le quedo en zaga, pues soy más mentecato que él, pues le sigo
y le sirvo, si es verdadero el refrán que dice: "Dime con quién andas,
decirte he quién eres", y el otro de "No con quien naces, sino con quien
paces". Siendo, pues, loco, como lo es, y de locura que las más veces toma
unas cosas por otras, y juzga lo blanco por negro y lo negro por blanco,
como se pareció cuando dijo que los molinos de viento eran gigantes, y las
mulas de los religiosos dromedarios, y las manadas de carneros ejércitos de
enemigos, y otras muchas cosas a este tono, no será muy difícil hacerle
creer que una labradora, la primera que me topare por aquí, es la señora
Dulcinea; y, cuando él no lo crea, juraré yo; y si él jurare, tornaré yo a
jurar; y si porfiare, porfiaré yo más, y de manera que tengo de tener la
mía siempre sobre el hito, venga lo que viniere. Quizá con esta porfía
acabaré con él que no me envíe otra vez a semejantes mensajerías, viendo
cuán mal recado le traigo dellas, o quizá pensará, como yo imagino, que
algún mal encantador de estos que él dice que le quieren mal la habrá
mudado la figura por hacerle mal y daño.

Con esto que pensó Sancho Panza quedó sosegado su espíritu, y tuvo por bien
acabado su negocio, y deteniéndose allí hasta la tarde, por dar lugar a que
don Quijote pensase que le había tenido para ir y volver del Toboso; y
sucedióle todo tan bien que, cuando se levantó para subir en el rucio, vio
que del Toboso hacia donde él estaba venían tres labradoras sobre tres
pollinos, o pollinas, que el autor no lo declara, aunque más se puede creer
que eran borricas, por ser ordinaria caballería de las aldeanas; pero, como
no va mucho en esto, no hay para qué detenernos en averiguarlo. En
resolución: así como Sancho vio a las labradoras, a paso tirado volvió a
buscar a su señor don Quijote, y hallóle suspirando y diciendo mil amorosas
lamentaciones. Como don Quijote le vio, le dijo:

-¿Qué hay, Sancho amigo? ¿Podré señalar este día con piedra blanca, o con
negra?

-Mejor será -respondió Sancho- que vuesa merced le señale con almagre, como
rétulos de cátedras, porque le echen bien de ver los que le vieren.

-De ese modo -replicó don Quijote-, buenas nuevas traes.

-Tan buenas -respondió Sancho-, que no tiene más que hacer vuesa merced
sino picar a Rocinante y salir a lo raso a ver a la señora Dulcinea del
Toboso, que con otras dos doncellas suyas viene a ver a vuesa merced.

-¡Santo Dios! ¿Qué es lo que dices, Sancho amigo? -dijo don Quijote-. Mira
no me engañes, ni quieras con falsas alegrías alegrar mis verdaderas
tristezas.

-¿Qué sacaría yo de engañar a vuesa merced -respondió Sancho-, y más
estando tan cerca de descubrir mi verdad? Pique, señor, y venga, y verá
venir a la princesa, nuestra ama, vestida y adornada, en fin, como quien
ella es. Sus doncellas y ella todas son una ascua de oro, todas mazorcas de
perlas, todas son diamantes, todas rubíes, todas telas de brocado de más de
diez altos; los cabellos, sueltos por las espaldas, que son otros tantos
rayos del sol que andan jugando con el viento; y, sobre todo, vienen a
caballo sobre tres cananeas remendadas, que no hay más que ver.

-Hacaneas querrás decir, Sancho.

-Poca diferencia hay -respondió Sancho- de cananeas a hacaneas; pero,
vengan sobre lo que vinieren, ellas vienen las más galanas señoras que se
puedan desear, especialmente la princesa Dulcinea, mi señora, que pasma los
sentidos.

-Vamos, Sancho hijo -respondió don Quijote-; y, en albricias destas no
esperadas como buenas nuevas, te mando el mejor despojo que ganare en la
primera aventura que tuviere, y si esto no te contenta, te mando las crías
que este año me dieren las tres yeguas mías, que tú sabes que quedan para
parir en el prado concejil de nuestro pueblo.

-A las crías me atengo -respondió Sancho-, porque de ser buenos los
despojos de la primera aventura no está muy cierto.

Ya en esto salieron de la selva, y descubrieron cerca a las tres aldeanas.
Tendió don Quijote los ojos por todo el camino del Toboso, y como no vio
sino a las tres labradoras, turbóse todo, y preguntó a Sancho si las había
dejado fuera de la ciudad.

-¿Cómo fuera de la ciudad? -respondió-. ¿Por ventura tiene vuesa merced los
ojos en el colodrillo, que no vee que son éstas, las que aquí vienen,
resplandecientes como el mismo sol a mediodía?

-Yo no veo, Sancho -dijo don Quijote-, sino a tres labradoras sobre tres
borricos.

-¡Agora me libre Dios del diablo! -respondió Sancho-. Y ¿es posible que
tres hacaneas, o como se llaman, blancas como el ampo de la nieve, le
parezcan a vuesa merced borricos? ¡Vive el Señor, que me pele estas barbas
si tal fuese verdad!

-Pues yo te digo, Sancho amigo -dijo don Quijote-, que es tan verdad que
son borricos, o borricas, como yo soy don Quijote y tú Sancho Panza; a lo
menos, a mí tales me parecen.

-Calle, señor -dijo Sancho-, no diga la tal palabra, sino despabile esos
ojos, y venga a hacer reverencia a la señora de sus pensamientos, que ya
llega cerca.

Y, diciendo esto, se adelantó a recebir a las tres aldeanas; y, apeándose
del rucio, tuvo del cabestro al jumento de una de las tres labradoras, y,
hincando ambas rodillas en el suelo, dijo:

-Reina y princesa y duquesa de la hermosura, vuestra altivez y grandeza sea
servida de recebir en su gracia y buen talente al cautivo caballero
vuestro, que allí está hecho piedra mármol, todo turbado y sin pulsos de
verse ante vuestra magnífica presencia. Yo soy Sancho Panza, su escudero, y
él es el asendereado caballero don Quijote de la Mancha, llamado por otro
nombre el Caballero de la Triste Figura.

A esta sazón, ya se había puesto don Quijote de hinojos junto a Sancho, y
miraba con ojos desencajados y vista turbada a la que Sancho llamaba reina
y señora, y, como no descubría en ella sino una moza aldeana, y no de muy
buen rostro, porque era carirredonda y chata, estaba suspenso y admirado,
sin osar desplegar los labios. Las labradoras estaban asimismo atónitas,
viendo aquellos dos hombres tan diferentes hincados de rodillas, que no
dejaban pasar adelante a su compañera; pero, rompiendo el silencio la
detenida, toda desgraciada y mohína, dijo:

-Apártense nora en tal del camino, y déjenmos pasar, que vamos de priesa.

A lo que respondió Sancho:

-¡Oh princesa y señora universal del Toboso! ¿Cómo vuestro magnánimo
corazón no se enternece viendo arrodillado ante vuestra sublimada presencia
a la coluna y sustento de la andante caballería?

Oyendo lo cual, otra de las dos dijo:

-Mas, ¡jo, que te estrego, burra de mi suegro! ¡Mirad con qué se vienen los
señoritos ahora a hacer burla de las aldeanas, como si aquí no supiésemos
echar pullas como ellos! Vayan su camino, e déjenmos hacer el nueso, y
serles ha sano.

-Levántate, Sancho -dijo a este punto don Quijote-, que ya veo que la
Fortuna, de mi mal no harta, tiene tomados los caminos todos por donde
pueda venir algún contento a esta ánima mezquina que tengo en las carnes. Y
tú, ¡oh estremo del valor que puede desearse, término de la humana
gentileza, único remedio deste afligido corazón que te adora!, ya que el
maligno encantador me persigue, y ha puesto nubes y cataratas en mis ojos,
y para sólo ellos y no para otros ha mudado y transformado tu sin igual
hermosura y rostro en el de una labradora pobre, si ya también el mío no le
ha cambiado en el de algún vestiglo, para hacerle aborrecible a tus ojos,
no dejes de mirarme blanda y amorosamente, echando de ver en esta sumisión
y arrodillamiento que a tu contrahecha hermosura hago, la humildad con que
mi alma te adora.

-¡Tomá que mi agüelo! -respondió la aldeana-. ¡Amiguita soy yo de oír
resquebrajos! Apártense y déjenmos ir, y agradecérselo hemos.

Apartóse Sancho y dejóla ir, contentísimo de haber salido bien de su
enredo.

Apenas se vio libre la aldeana que había hecho la figura de Dulcinea,
cuando, picando a su cananea con un aguijón que en un palo traía, dio a
correr por el prado adelante. Y, como la borrica sentía la punta del
aguijón, que le fatigaba más de lo ordinario, comenzó a dar corcovos, de
manera que dio con la señora Dulcinea en tierra; lo cual visto por don
Quijote, acudió a levantarla, y Sancho a componer y cinchar el albarda, que
también vino a la barriga de la pollina. Acomodada, pues, la albarda, y
quiriendo don Quijote levantar a su encantada señora en los brazos sobre la
jumenta, la señora, levantándose del suelo, le quitó de aquel trabajo,
porque, haciéndose algún tanto atrás, tomó una corridica, y, puestas ambas
manos sobre las ancas de la pollina, dio con su cuerpo, más ligero que un
halcón, sobre la albarda, y quedó a horcajadas, como si fuera hombre; y
entonces dijo Sancho:

-¡Vive Roque, que es la señora nuestra ama más ligera que un acotán, y que
puede enseñar a subir a la jineta al más diestro cordobés o mejicano! El
arzón trasero de la silla pasó de un salto, y sin espuelas hace correr la
hacanea como una cebra. Y no le van en zaga sus doncellas; que todas corren
como el viento.

Y así era la verdad, porque, en viéndose a caballo Dulcinea, todas picaron
tras ella y dispararon a correr, sin volver la cabeza atrás por espacio de
más de media legua. Siguiólas don Quijote con la vista, y, cuando vio que
no parecían, volviéndose a Sancho, le dijo:

-Sancho, ¿qué te parece cuán malquisto soy de encantadores? Y mira hasta
dónde se estiende su malicia y la ojeriza que me tienen, pues me han
querido privar del contento que pudiera darme ver en su ser a mi señora. En
efecto, yo nací para ejemplo de desdichados, y para ser blanco y terrero
donde tomen la mira y asiesten las flechas de la mala fortuna. Y has
también de advertir, Sancho, que no se contentaron estos traidores de haber
vuelto y transformado a mi Dulcinea, sino que la transformaron y volvieron
en una figura tan baja y tan fea como la de aquella aldeana, y juntamente
le quitaron lo que es tan suyo de las principales señoras, que es el buen
olor, por andar siempre entre ámbares y entre flores. Porque te hago saber,
Sancho, que cuando llegé a subir a Dulcinea sobre su hacanea, según tú
dices, que a mí me pareció borrica, me dio un olor de ajos crudos, que me
encalabrinó y atosigó el alma.

-¡Oh canalla! -gritó a esta sazón Sancho- ¡Oh encantadores aciagos y
malintencionados, y quién os viera a todos ensartados por las agallas, como
sardinas en lercha! Mucho sabéis, mucho podéis y mucho más hacéis. Bastaros
debiera, bellacos, haber mudado las perlas de los ojos de mi señora en
agallas alcornoqueñas, y sus cabellos de oro purísimo en cerdas de cola de
buey bermejo, y, finalmente, todas sus faciones de buenas en malas, sin que
le tocárades en el olor; que por él siquiera sacáramos lo que estaba
encubierto debajo de aquella fea corteza; aunque, para decir verdad, nunca
yo vi su fealdad, sino su hermosura, a la cual subía de punto y quilates un
lunar que tenía sobre el labio derecho, a manera de bigote, con siete o
ocho cabellos rubios como hebras de oro y largos de más de un palmo.

-A ese lunar -dijo don Quijote-, según la correspondencia que tienen entre
sí los del rostro con los del cuerpo, ha de tener otro Dulcinea en la tabla
del muslo que corresponde al lado donde tiene el del rostro, pero muy
luengos para lunares son pelos de la grandeza que has significado.

-Pues yo sé decir a vuestra merced -respondió Sancho- que le parecían allí
como nacidos.

-Yo lo creo, amigo -replicó don Quijote-, porque ninguna cosa puso la
naturaleza en Dulcinea que no fuese perfecta y bien acabada; y así, si
tuviera cien lunares como el que dices, en ella no fueran lunares, sino
lunas y estrellas resplandecientes. Pero dime, Sancho: aquella que a mí me
pareció albarda, que tú aderezaste, ¿era silla rasa o sillón?

-No era -respondió Sancho- sino silla a la jineta, con una cubierta de
campo que vale la mitad de un reino, según es de rica.

-¡Y que no viese yo todo eso, Sancho! -dijo don Quijote-. Ahora torno a
decir, y diré mil veces, que soy el más desdichado de los hombres.

Harto tenía que hacer el socarrón de Sancho en disimular la risa, oyendo
las sandeces de su amo, tan delicadamente engañado. Finalmente, después de
otras muchas razones que entre los dos pasaron, volvieron a subir en sus
bestias, y siguieron el camino de Zaragoza, adonde pensaban llegar a tiempo
que pudiesen hallarse en unas solenes fiestas que en aquella insigne ciudad
cada año suelen hacerse. Pero, antes que allá llegasen, les sucedieron
cosas que, por muchas, grandes y nuevas, merecen ser escritas y leídas,
como se verá adelante.





Capítulo XI. De la estraña aventura que le sucedió al valeroso don Quijote
con el carro, o carreta, de Las Cortes de la Muerte


Pensativo además iba don Quijote por su camino adelante, considerando la
mala burla que le habían hecho los encantadores, volviendo a su señora
Dulcinea en la mala figura de la aldeana, y no imaginaba qué remedio
tendría para volverla a su ser primero; y estos pensamientos le llevaban
tan fuera de sí, que, sin sentirlo, soltó las riendas a Rocinante, el cual,
sintiendo la libertad que se le daba, a cada paso se detenía a pacer la
verde yerba de que aquellos campos abundaban. De su embelesamiento le
volvió Sancho Panza, diciéndole:

-Señor, las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para los
hombres; pero si los hombres las sienten demasiado, se vuelven bestias:
vuestra merced se reporte, y vuelva en sí, y coja las riendas a Rocinante,
y avive y despierte, y muestre aquella gallardía que conviene que tengan
los caballeros andantes. ¿Qué diablos es esto? ¿Qué descaecimiento es éste?
¿Estamos aquí, o en Francia? Mas que se lleve Satanás a cuantas Dulcineas
hay en el mundo, pues vale más la salud de un solo caballero andante que
todos los encantos y transformaciones de la tierra.

-Calla, Sancho -respondió don Quijote con voz no muy desmayada-; calla,
digo, y no digas blasfemias contra aquella encantada señora, que de su
desgracia y desventura yo solo tengo la culpa: de la invidia que me tienen
los malos ha nacido su mala andanza.

-Así lo digo yo -respondió Sancho-: quien la vido y la vee ahora, ¿cuál es
el corazón que no llora?

-Eso puedes tú decir bien, Sancho -replicó don Quijote-, pues la viste en
la entereza cabal de su hermosura, que el encanto no se estendió a turbarte
la vista ni a encubrirte su belleza: contra mí solo y contra mis ojos se
endereza la fuerza de su veneno. Mas, con todo esto, he caído, Sancho, en
una cosa, y es que me pintaste mal su hermosura, porque, si mal no me
acuerdo, dijiste que tenía los ojos de perlas, y los ojos que parecen de
perlas antes son de besugo que de dama; y, a lo que yo creo, los de
Dulcinea deben ser de verdes esmeraldas, rasgados, con dos celestiales
arcos que les sirven de cejas; y esas perlas quítalas de los ojos y pásalas
a los dientes, que sin duda te trocaste, Sancho, tomando los ojos por los
dientes.

-Todo puede ser -respondió Sancho-, porque también me turbó a mí su
hermosura como a vuesa merced su fealdad. Pero encomendémoslo todo a Dios,
que Él es el sabidor de las cosas que han de suceder en este valle de
lágrimas, en este mal mundo que tenemos, donde apenas se halla cosa que
esté sin mezcla de maldad, embuste y bellaquería. De una cosa me pesa,
señor mío, más que de otras; que es pensar qué medio se ha de tener cuando
vuesa merced venza a algún gigante o otro caballero, y le mande que se vaya
a presentar ante la hermosura de la señora Dulcinea: ¿adónde la ha de
hallar este pobre gigante, o este pobre y mísero caballero vencido?
Paréceme que los veo andar por el Toboso hechos unos bausanes, buscando a
mi señora Dulcinea, y, aunque la encuentren en mitad de la calle, no la
conocerán más que a mi padre.

-Quizá, Sancho -respondió don Quijote-, no se estenderá el encantamento a
quitar el conocimiento de Dulcinea a los vencidos y presentados gigantes y
caballeros; y, en uno o dos de los primeros que yo venza y le envíe,
haremos la experiencia si la ven o no, mandándoles que vuelvan a darme
relación de lo que acerca desto les hubiere sucedido.

-Digo, señor -replicó Sancho-, que me ha parecido bien lo que vuesa merced
ha dicho, y que con ese artificio vendremos en conocimiento de lo que
deseamos; y si es que ella a solo vuesa merced se encubre, la desgracia más
será de vuesa merced que suya; pero, como la señora Dulcinea tenga salud y
contento, nosotros por acá nos avendremos y lo pasaremos lo mejor que
pudiéremos, buscando nuestras aventuras y dejando al tiempo que haga de las
suyas, que él es el mejor médico destas y de otras mayores enfermedades.

Responder quería don Quijote a Sancho Panza, pero estorbóselo una carreta
que salió al través del camino, cargada de los más diversos y estraños
personajes y figuras que pudieron imaginarse. El que guiaba las mulas y
servía de carretero era un feo demonio. Venía la carreta descubierta al
cielo abierto, sin toldo ni zarzo. La primera figura que se ofreció a los
ojos de don Quijote fue la de la misma Muerte, con rostro humano; junto a
ella venía un ángel con unas grandes y pintadas alas; al un lado estaba un
emperador con una corona, al parecer de oro, en la cabeza; a los pies de la
Muerte estaba el dios que llaman Cupido, sin venda en los ojos, pero con su
arco, carcaj y saetas. Venía también un caballero armado de punta en
blanco, excepto que no traía morrión, ni celada, sino un sombrero lleno de
plumas de diversas colores; con éstas venían otras personas de diferentes
trajes y rostros. Todo lo cual visto de improviso, en alguna manera
alborotó a don Quijote y puso miedo en el corazón de Sancho; mas luego se
alegró don Quijote, creyendo que se le ofrecía alguna nueva y peligrosa
aventura, y con este pensamiento, y con ánimo dispuesto de acometer
cualquier peligro, se puso delante de la carreta, y, con voz alta y
amenazadora, dijo:

-Carretero, cochero, o diablo, o lo que eres, no tardes en decirme quién
eres, a dó vas y quién es la gente que llevas en tu carricoche, que más
parece la barca de Carón que carreta de las que se usan.

A lo cual, mansamente, deteniendo el Diablo la carreta, respondió:

-Señor, nosotros somos recitantes de la compañía de Angulo el Malo; hemos
hecho en un lugar que está detrás de aquella loma, esta mañana, que es la
octava del Corpus, el auto de Las Cortes de la Muerte, y hémosle de hacer
esta tarde en aquel lugar que desde aquí se parece; y, por estar tan cerca
y escusar el trabajo de desnudarnos y volvernos a vestir, nos vamos
vestidos con los mesmos vestidos que representamos. Aquel mancebo va de
Muerte; el otro, de Ángel; aquella mujer, que es la del autor, va de Reina;
el otro, de Soldado; aquél, de Emperador, y yo, de Demonio, y soy una de
las principales figuras del auto, porque hago en esta compañía los primeros
papeles. Si otra cosa vuestra merced desea saber de nosotros, pregúntemelo,
que yo le sabré responder con toda puntualidad; que, como soy demonio, todo
se me alcanza.

-Por la fe de caballero andante -respondió don Quijote-, que, así como vi
este carro, imaginé que alguna grande aventura se me ofrecía; y ahora digo
que es menester tocar las apariencias con la mano para dar lugar al
desengaño. Andad con Dios, buena gente, y haced vuestra fiesta, y mirad si
mandáis algo en que pueda seros de provecho, que lo haré con buen ánimo y
buen talante, porque desde mochacho fui aficionado a la carátula, y en mi
mocedad se me iban los ojos tras la farándula.

Estando en estas pláticas, quiso la suerte que llegase uno de la compañía,
que venía vestido de bojiganga, con muchos cascabeles, y en la punta de un
palo traía tres vejigas de vaca hinchadas; el cual moharracho, llegándose a
don Quijote, comenzó a esgrimir el palo y a sacudir el suelo con las
vejigas, y a dar grandes saltos, sonando los cascabeles, cuya mala visión
así alborotó a Rocinante, que, sin ser poderoso a detenerle don Quijote,
tomando el freno entre los dientes, dio a correr por el campo con más
ligereza que jamás prometieron los huesos de su notomía. Sancho, que
consideró el peligro en que iba su amo de ser derribado, saltó del rucio,
y a toda priesa fue a valerle; pero, cuando a él llegó, ya estaba en
tierra, y junto a él, Rocinante, que, con su amo, vino al suelo: ordinario
fin y paradero de las lozanías de Rocinante y de sus atrevimientos.

Mas, apenas hubo dejado su caballería Sancho por acudir a don Quijote,
cuando el demonio bailador de las vejigas saltó sobre el rucio, y,
sacudiéndole con ellas, el miedo y ruido, más que el dolor de los golpes,
le hizo volar por la campaña hacia el lugar donde iban a hacer la fiesta.
Miraba Sancho la carrera de su rucio y la caída de su amo, y no sabía a
cuál de las dos necesidades acudiría primero; pero, en efecto, como buen
escudero y como buen criado, pudo más con él el amor de su señor que el
cariño de su jumento, puesto que cada vez que veía levantar las vejigas en
el aire y caer sobre las ancas de su rucio eran para él tártagos y sustos
de muerte, y antes quisiera que aquellos golpes se los dieran a él en las
niñas de los ojos que en el más mínimo pelo de la cola de su asno. Con esta
perpleja tribulación llegó donde estaba don Quijote, harto más maltrecho de
lo que él quisiera, y, ayudándole a subir sobre Rocinante, le dijo:

-Señor, el Diablo se ha llevado al rucio.

-¿Qué diablo? -preguntó don Quijote.

-El de las vejigas -respondió Sancho.

-Pues yo le cobraré -replicó don Quijote-, si bien se encerrase con él en
los más hondos y escuros calabozos del infierno. Sígueme, Sancho, que la
carreta va despacio, y con las mulas della satisfaré la pérdida del rucio.

-No hay para qué hacer esa diligencia, señor -respondió Sancho-: vuestra
merced temple su cólera, que, según me parece, ya el Diablo ha dejado el
rucio, y vuelve a la querencia.

Y así era la verdad; porque, habiendo caído el Diablo con el rucio, por
imitar a don Quijote y a Rocinante, el Diablo se fue a pie al pueblo, y el
jumento se volvió a su amo.

-Con todo eso -dijo don Quijote-, será bien castigar el descomedimiento de
aquel demonio en alguno de los de la carreta, aunque sea el mesmo
emperador.

-Quítesele a vuestra merced eso de la imaginación -replicó Sancho-, y tome
mi consejo, que es que nunca se tome con farsantes, que es gente
favorecida. Recitante he visto yo estar preso por dos muertes y salir
libre y sin costas. Sepa vuesa merced que, como son gentes alegres y de
placer, todos los favorecen, todos los amparan, ayudan y estiman, y más
siendo de aquellos de las compañías reales y de título, que todos, o los
más, en sus trajes y compostura parecen unos príncipes.

-Pues con todo -respondió don Quijote-, no se me ha de ir el demonio
farsante alabando, aunque le favorezca todo el género humano.

Y, diciendo esto, volvió a la carreta, que ya estaba bien cerca del pueblo.
Iba dando voces, diciendo:

-Deteneos, esperad, turba alegre y regocijada, que os quiero dar a entender
cómo se han de tratar los jumentos y alimañas que sirven de caballería a
los escuderos de los caballeros andantes.

Tan altos eran los gritos de don Quijote, que los oyeron y entendieron los
de la carreta; y, juzgando por las palabras la intención del que las decía,
en un instante saltó la Muerte de la carreta, y tras ella, el Emperador, el
Diablo carretero y el Ángel, sin quedarse la Reina ni el dios Cupido; y
todos se cargaron de piedras y se pusieron en ala, esperando recebir a don
Quijote en las puntas de sus guijarros. Don Quijote, que los vio puestos en
tan gallardo escuadrón, los brazos levantados con ademán de despedir
poderosamente las piedras, detuvo las riendas a Rocinante y púsose a pensar
de qué modo los acometería con menos peligro de su persona. En esto que se
detuvo, llegó Sancho, y, viéndole en talle de acometer al bien formado
escuadrón, le dijo:

-Asaz de locura sería intentar tal empresa: considere vuesa merced, señor
mío, que para sopa de arroyo y tente bonete, no hay arma defensiva en el
mundo, si no es embutirse y encerrarse en una campana de bronce; y también
se ha de considerar que es más temeridad que valentía acometer un hombre
solo a un ejército donde está la Muerte, y pelean en persona emperadores, y
a quien ayudan los buenos y los malos ángeles; y si esta consideración no
le mueve a estarse quedo, muévale saber de cierto que, entre todos los que
allí están, aunque parecen reyes, príncipes y emperadores, no hay ningún
caballero andante.

-Ahora sí -dijo don Quijote- has dado, Sancho, en el punto que puede y debe
mudarme de mi ya determinado intento. Yo no puedo ni debo sacar la espada,
como otras veces muchas te he dicho, contra quien no fuere armado
caballero. A ti, Sancho, toca, si quieres tomar la venganza del agravio que
a tu rucio se le ha hecho, que yo desde aquí te ayudaré con voces y
advertimientos saludables.

-No hay para qué, señor -respondió Sancho-, tomar venganza de nadie, pues
no es de buenos cristianos tomarla de los agravios; cuanto más, que yo
acabaré con mi asno que ponga su ofensa en las manos de mi voluntad, la
cual es de vivir pacíficamente los días que los cielos me dieren de vida.

-Pues ésa es tu determinación -replicó don Quijote-, Sancho bueno, Sancho
discreto, Sancho cristiano y Sancho sincero, dejemos estas fantasmas y
volvamos a buscar mejores y más calificadas aventuras; que yo veo esta
tierra de talle, que no han de faltar en ella muchas y muy milagrosas.

Volvió las riendas luego, Sancho fue a tomar su rucio, la Muerte con todo
su escuadrón volante volvieron a su carreta y prosiguieron su viaje, y este
felice fin tuvo la temerosa aventura de la carreta de la Muerte, gracias
sean dadas al saludable consejo que Sancho Panza dio a su amo; al cual, el
día siguiente, le sucedió otra con un enamorado y andante caballero, de no
menos suspensión que la pasada.





Capítulo XII. De la estraña aventura que le sucedió al valeroso don
Quijote con el bravo Caballero de los Espejos


La noche que siguió al día del rencuentro de la Muerte la pasaron don
Quijote y su escudero debajo de unos altos y sombrosos árboles, habiendo, a
persuasión de Sancho, comido don Quijote de lo que venía en el repuesto del
rucio, y entre la cena dijo Sancho a su señor:

-Señor, ¡qué tonto hubiera andado yo si hubiera escogido en albricias los
despojos de la primera aventura que vuestra merced acabara, antes que las
crías de las tres yeguas! En efecto, en efecto, más vale pájaro en mano que
buitre volando.

-Todavía -respondió don Quijote-, si tú, Sancho, me dejaras acometer, como
yo quería, te hubieran cabido en despojos, por lo menos, la corona de oro
de la Emperatriz y las pintadas alas de Cupido, que yo se las quitara al
redropelo y te las pusiera en las manos.

-Nunca los cetros y coronas de los emperadores farsantes -respondió
Sancho Panza- fueron de oro puro, sino de oropel o hoja de lata.

-Así es verdad -replicó don Quijote-, porque no fuera acertado que los
atavíos de la comedia fueran finos, sino fingidos y aparentes, como lo es
la mesma comedia, con la cual quiero, Sancho, que estés bien, teniéndola en
tu gracia, y por el mismo consiguiente a los que las representan y a los
que las componen, porque todos son instrumentos de hacer un gran bien a la
república, poniéndonos un espejo a cada paso delante, donde se veen al vivo
las acciones de la vida humana, y ninguna comparación hay que más al vivo
nos represente lo que somos y lo que habemos de ser como la comedia y los
comediantes. Si no, dime: ¿no has visto tú representar alguna comedia
adonde se introducen reyes, emperadores y pontífices, caballeros, damas y
otros diversos personajes? Uno hace el rufián, otro el embustero, éste el
mercader, aquél el soldado, otro el simple discreto, otro el enamorado
simple; y, acabada la comedia y desnudándose de los vestidos della, quedan
todos los recitantes iguales.

-Sí he visto -respondió Sancho.

-Pues lo mesmo -dijo don Quijote- acontece en la comedia y trato deste
mundo, donde unos hacen los emperadores, otros los pontífices, y,
finalmente, todas cuantas figuras se pueden introducir en una comedia;
pero, en llegando al fin, que es cuando se acaba la vida, a todos les quita
la muerte las ropas que los diferenciaban, y quedan iguales en la
sepultura.

-¡Brava comparación! -dijo Sancho-, aunque no tan nueva que yo no la haya
oído muchas y diversas veces, como aquella del juego del ajedrez, que,
mientras dura el juego, cada pieza tiene su particular oficio; y, en
acabándose el juego, todas se mezclan, juntan y barajan, y dan con ellas en
una bolsa, que es como dar con la vida en la sepultura.

-Cada día, Sancho -dijo don Quijote-, te vas haciendo menos simple y más
discreto.

-Sí, que algo se me ha de pegar de la discreción de vuestra merced
-respondió Sancho-; que las tierras que de suyo son estériles y secas,
estercolándolas y cultivándolas, vienen a dar buenos frutos: quiero decir
que la conversación de vuestra merced ha sido el estiércol que sobre la
estéril tierra de mi seco ingenio ha caído; la cultivación, el tiempo que
ha que le sirvo y comunico; y con esto espero de dar frutos de mí que sean
de bendición, tales, que no desdigan ni deslicen de los senderos de la
buena crianza que vuesa merced ha hecho en el agostado entendimiento mío.

Rióse don Quijote de las afectadas razones de Sancho, y parecióle ser
verdad lo que decía de su emienda, porque de cuando en cuando hablaba de
manera que le admiraba; puesto que todas o las más veces que Sancho quería
hablar de oposición y a lo cortesano, acababa su razón con despeñarse del
monte de su simplicidad al profundo de su ignorancia; y en lo que él se
mostraba más elegante y memorioso era en traer refranes, viniesen o no
viniesen a pelo de lo que trataba, como se habrá visto y se habrá notado en
el discurso desta historia.

En estas y en otras pláticas se les pasó gran parte de la noche, y a Sancho
le vino en voluntad de dejar caer las compuertas de los ojos, como él decía
cuando quería dormir, y, desaliñando al rucio, le dio pasto abundoso y
libre. No quitó la silla a Rocinante, por ser expreso mandamiento de su
señor que, en el tiempo que anduviesen en campaña, o no durmiesen debajo de
techado, no desaliñase a Rocinante: antigua usanza establecida y guardada
de los andantes caballeros, quitar el freno y colgarle del arzón de la
silla; pero, ¿quitar la silla al caballo?, ¡guarda!; y así lo hizo Sancho,
y le dio la misma libertad que al rucio, cuya amistad dél y de Rocinante
fue tan única y tan trabada, que hay fama, por tradición de padres a hijos,
que el autor desta verdadera historia hizo particulares capítulos della;
mas que, por guardar la decencia y decoro que a tan heroica historia se
debe, no los puso en ella, puesto que algunas veces se descuida deste su
prosupuesto, y escribe que, así como las dos bestias se juntaban, acudían a
rascarse el uno al otro, y que, después de cansados y satisfechos, cruzaba
Rocinante el pescuezo sobre el cuello del rucio (que le sobraba de la otra
parte más de media vara), y, mirando los dos atentamente al suelo, se
solían estar de aquella manera tres días; a lo menos, todo el tiempo que
les dejaban, o no les compelía la hambre a buscar sustento.

Digo que dicen que dejó el autor escrito que los había comparado en la
amistad a la que tuvieron Niso y Euríalo, y Pílades y Orestes; y si esto es
así, se podía echar de ver, para universal admiración, cuán firme debió ser
la amistad destos dos pacíficos animales, y para confusión de los hombres,
que tan mal saben guardarse amistad los unos a los otros. Por esto se dijo:

No hay amigo para amigo:

las cañas se vuelven lanzas;

y el otro que cantó:

De amigo a amigo la chinche, etc.

Y no le parezca a alguno que anduvo el autor algo fuera de camino en haber
comparado la amistad destos animales a la de los hombres, que de las
bestias han recebido muchos advertimientos los hombres y aprendido muchas
cosas de importancia, como son: de las cigüeñas, el cristel; de los perros,
el vómito y el agradecimiento; de las grullas, la vigilancia; de las
hormigas, la providencia; de los elefantes, la honestidad, y la lealtad,
del caballo.

Finalmente, Sancho se quedó dormido al pie de un alcornoque, y don Quijote
dormitando al de una robusta encina; pero, poco espacio de tiempo había
pasado, cuando le despertó un ruido que sintió a sus espaldas, y,
levantándose con sobresalto, se puso a mirar y a escuchar de dónde el ruido
procedía, y vio que eran dos hombres a caballo, y que el uno, dejándose
derribar de la silla, dijo al otro:

-Apéate, amigo, y quita los frenos a los caballos, que, a mi parecer, este
sitio abunda de yerba para ellos, y del silencio y soledad que han menester
mis amorosos pensamientos.

El decir esto y el tenderse en el suelo todo fue a un mesmo tiempo; y, al
arrojarse, hicieron ruido las armas de que venía armado, manifiesta señal
por donde conoció don Quijote que debía de ser caballero andante; y,
llegándose a Sancho, que dormía, le trabó del brazo, y con no pequeño
trabajo le volvió en su acuerdo, y con voz baja le dijo:

-Hermano Sancho, aventura tenemos.

-Dios nos la dé buena -respondió Sancho-; y ¿adónde está, señor mío, su
merced de esa señora aventura?

-¿Adónde, Sancho? -replicó don Quijote-; vuelve los ojos y mira, y verás
allí tendido un andante caballero, que, a lo que a mí se me trasluce, no
debe de estar demasiadamente alegre, porque le vi arrojar del caballo y
tenderse en el suelo con algunas muestras de despecho, y al caer le
crujieron las armas.

-Pues ¿en qué halla vuesa merced -dijo Sancho- que ésta sea aventura?

-No quiero yo decir -respondió don Quijote- que ésta sea aventura del todo,
sino principio della; que por aquí se comienzan las aventuras. Pero
escucha, que, a lo que parece, templando está un laúd o vigüela, y, según
escupe y se desembaraza el pecho, debe de prepararse para cantar algo.

-A buena fe que es así -respondió Sancho-, y que debe de ser caballero
enamorado.

-No hay ninguno de los andantes que no lo sea -dijo don Quijote-. Y
escuchémosle, que por el hilo sacaremos el ovillo de sus pensamientos, si
es que canta; que de la abundancia del corazón habla la lengua.

Replicar quería Sancho a su amo, pero la voz del Caballero del Bosque, que
no era muy mala mi muy buena, lo estorbó; y, estando los dos atónitos,
oyeron que lo que cantó fue este soneto:

-Dadme, señora, un término que siga,

conforme a vuestra voluntad cortado;

que será de la mía así estimado,

que por jamás un punto dél desdiga.

Si gustáis que callando mi fatiga

muera, contadme ya por acabado:

si queréis que os la cuente en desusado

modo, haré que el mesmo amor la diga.

A prueba de contrarios estoy hecho,

de blanda cera y de diamante duro,

y a las leyes de amor el ama ajusto.

Blando cual es, o fuerte, ofrezco el pecho:

entallad o imprimid lo que os dé gusto,

que de guardarlo eternamente juro.

Con un ¡ay!, arrancado, al parecer, de lo íntimo de su corazón, dio fin a
su canto el Caballero del Bosque, y, de allí a un poco, con voz doliente y
lastimada, dijo:

-¡Oh la más hermosa y la más ingrata mujer del orbe! ¿Cómo que será
posible, serenísima Casildea de Vandalia, que has de consentir que se
consuma y acabe en continuas peregrinaciones y en ásperos y duros trabajos
este tu cautivo caballero? ¿No basta ya que he hecho que te confiesen por
la más hermosa del mundo todos los caballeros de Navarra, todos los
leoneses, todos los tartesios, todos los castellanos, y, finalmente, todos
los caballeros de la Mancha?

-Eso no -dijo a esta sazón don Quijote-, que yo soy de la Mancha y nunca
tal he confesado, ni podía ni debía confesar una cosa tan perjudicial a la
belleza de mi señora; y este tal caballero ya vees tú, Sancho, que
desvaría. Pero, escuchemos: quizá se declarará más.

-Si hará -replicó Sancho-, que término lleva de quejarse un mes arreo.

Pero no fue así, porque, habiendo entreoído el Caballero del Bosque que
hablaban cerca dél, sin pasar adelante en su lamentación, se puso en pie, y
dijo con voz sonora y comedida:

-¿Quién va allá? ¿Qué gente? ¿Es por ventura de la del número de los
contentos, o la del de los afligidos?

-De los afligidos -respondió don Quijote.

-Pues lléguese a mí -respondió el del Bosque-, y hará cuenta que se llega
a la mesma tristeza y a la aflición mesma.

Don Quijote, que se vio responder tan tierna y comedidamente, se llegó a
él, y Sancho ni más ni menos.

El caballero lamentador asió a don Quijote del brazo, diciendo:

-Sentaos aquí, señor caballero, que para entender que lo sois, y de los que
profesan la andante caballería, bástame el haberos hallado en este lugar,
donde la soledad y el sereno os hacen compañía, naturales lechos y propias
estancias de los caballeros andantes.

A lo que respondió don Quijote:

-Caballero soy, y de la profesión que decís; y, aunque en mi alma tienen su
propio asiento las tristezas, las desgracias y las desventuras, no por eso
se ha ahuyentado della la compasión que tengo de las ajenas desdichas. De
lo que contaste poco ha, colegí que las vuestras son enamoradas, quiero
decir, del amor que tenéis a aquella hermosa ingrata que en vuestras
lamentaciones nombrastes.

Ya cuando esto pasaban estaban sentados juntos sobre la dura tierra, en
buena paz y compañía, como si al romper del día no se hubieran de romper
las cabezas.

-Por ventura, señor caballero -preguntó el del Bosque a don Quijote-, ¿sois
enamorado?

-Por desventura lo soy -respondió don Quijote-; aunque los daños que nacen
de los bien colocados pensamientos, antes se deben tener por gracias que
por desdichas.

-Así es la verdad -replicó el del Bosque-, si no nos turbasen la razón y el


 


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